Kitabı oku: «Rompe con el estrés»
© Plutón Ediciones X, s. l., 2020
Diseño de cubierta y maquetación: Saul Rojas
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I.S.B.N: 978-84-18211-28-7
Dedicado a mi hijo, Johan Alcalá Schwartz.
Jeg elsker dig min lille.
Introducción
Este libro que acaba de llegar a tus manos es, en parte, un manual para aprender a gestionar y controlar de una manera eficiente tus niveles de estrés y ansiedad. Sin embargo, el estrés, como cualquier otro trastorno o “desajuste” que interfiera de manera constante en la posibilidad de llevar a cabo una existencia acertada y dichosa, es, en realidad, un síntoma y no una causa en sí mismo. Siempre se padece estrés por algo, a veces difícil de identificar, otras veces claramente visible. Este libro es una herramienta para lidiar con el estrés, una herramienta eficaz que, a modo de una navaja multiusos, está compuesto de numerosos componentes (técnicas) que han demostrado sobradamente su capacidad para modular los niveles de estrés y reducirlo drásticamente. Sin embargo no hay que confundir la manifestación (el estrés y la ansiedad) con el problema que lo genera (familiar, laboral, postraumático, de duelo o existencial). Aquí vamos a tratar del estrés, el origen, en cada caso particular que lo provoca, es la tarea a resolver. Siempre, por supuesto, es beneficioso contar con herramientas que nos hagan más fácil el trabajo. Este libro es una de esas herramientas, una buena herramienta.
¿Qué es el estrés?
Podemos, en una primera aproximación básica, considerar el estrés como el proceso que se pone en marcha cuando una persona percibe una situación o acontecimiento como amenazante hasta el punto de que desborda o supera su capacidad de respuesta al mismo, es decir, una amenaza percibida como superior a los recursos propios para superarla o hacerle frente con éxito.
Es muy frecuente que los hechos que ponen en marcha el proceso de estrés estén relacionados con cambios. Los cambios exigen del individuo un sobreesfuerzo adaptativo, lo sacan de la tan de moda llamada “zona de confort”, le obligan a poner en duda lo seguro y, en definitiva, le colocan de alguna forma —real o imaginaria— en una situación de peligro o amenaza a su bienestar.
No es falso en modo alguno que exista más estrés percibido en nuestra época, y no siempre este incremento de los casos de estrés está relacionado con el aumento de las situaciones de peligro o amenaza. A veces este incremento está relacionado con la falta de resiliencia, de aguante y de fortaleza de una sociedad cada vez más cómoda y más mimada en lo material y más desprovista de valores (asumidos como tales), que le den la fuerza y el sentido necesarios para sobrellevar las dificultades. La crisis de creencias, junto con el exceso de comodidad, suele producir un mayor número de personas proclives a padecer estrés y ansiedad.
En cualquier caso, como apunté anteriormente, la “popularización” del término, ha llevado a una cierta confusión del concepto y a un exceso en su patologización.
El estrés no tiene siempre consecuencias negativas, en ocasiones su presencia representa una buena oportunidad para poner en marcha y descubrir nuevos recursos personales, fortaleciendo la autoestima e incrementando las posibilidades de éxito en ocasiones futuras (es el llamado eutrés o estrés positivo)
Pero ¿de qué depende la aparición del estado subjetivo de malestar o estrés (distrés o estrés de consecuencias negativas)?
Un mismo hecho no resulta igual de estresante para todas las personas, ni siquiera afecta igual en la misma persona un mismo hecho en diferentes circunstancias o etapas de la vida.
¿Cuáles son los factores más habituales que producen estrés?
En primer lugar, la forma de evaluar un suceso y/o las capacidades para hacerle frente: Mientras alguien, por ejemplo, puede considerar un ascenso laboral o un cambio de puesto de trabajo como una amenaza a su seguridad, para otra persona puede suponer un reto personal enriquecedor.
También es importante la manera de hacer frente a las dificultades. Negar un problema o aplazarlo o, por el contrario, poner en marcha conductas de autocontrol y enfrentar el problema conlleva distintas consecuencias en la percepción del estrés.
Las características personales constituyen también una importante variable. Las personas tenemos diferentes modos de reaccionar ante las circunstancias que demandan un esfuerzo por nuestra parte. Se trata de rasgos de la personalidad que, si bien no pueden considerarse como definitivos, sí es cierto que se van consolidando con la acumulación de experiencias, como por ejemplo la emotividad o la reactividad al estrés. La tensión o el nerviosismo son variables individuales, tanto en su percepción como en sus consecuencias.
Otra variable muy moduladora del estrés es el apoyo social. El número y calidad de relaciones que el individuo mantiene pueden servir como amortiguadores o amplificadores de los acontecimientos potencialmente estresantes, así como también la habilidad para pedir consejo y ayuda.
Si bien el ambiente físico puede ser un generador de estrés (excesivo calor, aglomeración, tiempo desapacible, ruidos repetitivos a gran volumen, etc.), es en el social en el que se dan la gran mayoría de las situaciones que lo provocan.
El proceso de estrés puede desencadenarse tanto por grandes cambios vitales (pérdidas de personas o relaciones, nacimiento de un hijo, cambio de trabajo), como por acontecimientos diarios o frecuentes acumulados. En un gran número de casos de estrés, ambos factores desencadenantes se solapan y se potencian mutuamente agravando el cuadro.
¿Cuáles son los indicadores de alguien que padece estrés?
Los indicadores o respuestas de estrés son los que, en definitiva, nos permiten determinar que este existe. Podemos distinguir los indicadores neuroendocrinos, los psicofisiológicos y los psicológicos.
Ante estímulos amenazantes, particularmente los de naturaleza emocional, el organismo reacciona a través de diferentes sistemas neuroendocrinos, así se prepara para la lucha o la huida ante la amenaza. Esta creación es, en un principio, adaptativa y biológicamente natural, el problema es que desde el origen de la humanidad y hasta hace poco tiempo en la historia de la especie las amenazas se solucionaban así —con una huida o luchando—. Hoy el peligro más habitual lo puede suponer una bronca del jefe, que es un problema que, evidentemente, no puede solucionarse con las respuestas antes mencionadas, con lo que la respuesta adaptativa y beneficiosa a nivel biológico se ha convertido en una respuesta desadaptativa a nivel social. Como resultado, o bien reprimimos la respuesta “liberadora” de estrés (una acción física que nos salve del peligro), con lo que no damos salida a los reductores biológicos del estrés, o bien dejamos salir la respuesta primitiva, con lo cual complicamos, en vez de resolver, la amenaza previa. Si esta represión de la conducta de lucha y huida que nos demanda nuestro organismo se repite con mucha frecuencia, esto tendrá unas consecuencias muy negativas para nuestra salud. Se imponen pues, otras respuestas que sean adaptativas a la situación que las provoca, pero si no es bueno luchar o huir y la represión a largo plazo tampoco lo es, ¿cómo solucionamos el problema? Eso es lo que veremos en los siguientes capítulos.
Continuando con los indicadores del estrés y lo que se deriva de esta primera reacción endocrina, surgen los indicadores psicofisiológicos; las respuestas de este tipo (a este nivel más exactamente) son de tipo involuntario, al igual que las anteriores. Algunas de ellas son el aumento de la frecuencia cardíaca, la subida de la presión sanguínea o el incremento de la actividad respiratoria.
Además de la activación o inhibición de mecanismos fisiológicos y bioquímicos, son importantes las reacciones psicológicas concomitantes al estrés. Estas pueden clasificarse, de forma general, en emocionales, somáticas, cognitivas y comportamentales. Las primeras son las más importantes, de tal manera que muchas veces se ha confundido el estrés con las emociones concretas que lo acompañan. Los indicadores emocionales están muy relacionados con los somáticos y, con frecuencia, los unos son causa de los otros —y viceversa—. Las emociones asociadas al estrés son las negativas: ansiedad, depresión, ira, etc. y estados de ánimo como la impaciencia o frustración. Los indicadores somáticos son percibidos por los sujetos y expresados como quejas, siendo los más habituales: la fatiga, el insomnio, el temblor y los dolores de distinto tipo. Muchos de estos aspectos somáticos no son más que los componentes de la reacción emocional, como por ejemplo en el caso de la ansiedad.
Parece que la ansiedad se relaciona con un estado de estrés temporal y la depresión con uno crónico, por lo que puede darse que la prolongación de sucesivos estados acumulativos de situaciones temporalmente estresantes acaben, con el tiempo, desembocando en una depresión. Los indicativos cognitivos y comportamentales pueden convertirse en formas de afrontar el estrés más o menos eficaces. Entre los primeros destacan: la indecisión, la actividad mental acelerada, la pérdida del sentido del humor o de la memoria. Entre los comportamentales: estados de nerviosismo diverso, como morderse las uñas, no poder estarse quieto, trastornos alimentarios, fumar.
A pesar de todo lo dicho hay que tener en cuenta que ni se puede ni se debe “eliminar” el estrés. El estrés es necesario para la vida, es la fuerza que nos ayuda a avanzar, la clave consiste en aprovechar la fuerza que proporciona la activación psicofisiológica que surge ante las circunstancias y situaciones que demandan nuestro esfuerzo e intervención. Es necesario también saber detectar cuándo ese estado se repite con demasiada frecuencia o de manera inútil, desproporcionada o no adecuada, poniendo así en peligro el bienestar y la salud.
En ocasiones es necesario revisar cómo se está evaluando una situación. Hay determinadas personas y situaciones en nuestra vida que percibimos siempre como amenazantes, esto no nos permite actuar (o por lo menos hacerlo reflexivamente), con lo que perpetuamos y sobredimensionamos el problema. Con frecuencia, si analizamos estas situaciones más ampliamente, o desde puntos de vista alternativos, nos daríamos cuenta de que el derroche de energía que empleamos no es necesario.
Existen determinadas características que parecen proteger del estrés, las personas que las poseen suelen tender a comprometerse con lo que hacen y creen que los resultados, en gran medida, dependen de sus acciones. Reconocen y confían en sus valores, metas y prioridades, así como aprecian, en su justa medida, sus capacidades. Su sistema de creencias minimiza la sensación de amenaza ante ciertos acontecimientos, y ante otros reaccionan considerándolos como una oportunidad para el crecimiento personal. Son flexibles y toleran la ambigüedad, la responsabilidad juega un papel importante y valorado en su comportamiento, y suelen poseer creencias sobre la existencia que les permiten atribuir significado a la vida y les sirven para mantener la esperanza en los momentos más difíciles. Sin embargo, el estrés es esto y mucho más. Es la base de la salud física y psíquica —si sabemos manejarlo—, es herramienta y es veneno, todo en uno. Vamos a adentrarnos en él, y a aprender de él.
Capítulo 1: Emoción vs. Razón.
El origen del estrés
Desde el punto de vista que acomete este libro, podríamos decir, simplificando, que la vida psíquica es el resultado de un esfuerzo permanente de simbiosis entre “dos cerebros” —no es literal, sino solo una imagen descriptiva—. Por un lado tenemos un cerebro cognitivo, consciente, racional y volcado en el mundo externo; por otro lado tenemos un cerebro emocional, inconsciente, preocupado sobre todo por sobrevivir y, ante todo, conectado con el cuerpo.
Estos dos cerebros mantienen de algún modo una especie de independencia parcial el uno del otro, cada uno de ellos contribuye de manera muy distinta a nuestra experiencia de la vida y a nuestro comportamiento. Como ya predijo Darwin, el cerebro humano incluye dos grandes partes. En lo más profundo del cerebro, en el mismo centro, se encuentra el cerebro más antiguo (en términos evolutivos), el que compartimos con todos los mamíferos y, parte de él, con los reptiles. Es la primera construcción dispuesta por la evolución.
Paul Broca, el gran neurólogo francés, fue el primero en descubrirlo y le dio el nombre de cerebro “límbico”. Alrededor de este sistema límbico, y a lo largo de millones de años de evolución, se ha formado una capa mucho más reciente, un cerebro nuevo o “neocórtex”, que en latín significa “nueva corteza”.
El sistema límbico controla las emociones y la fisiología del cuerpo
El sistema límbico está constituido por las capas más profundas del cerebro humano, se trata de una especie de “cerebro dentro del cerebro”, si se le inyecta a un sujeto sustancias que estimulan directamente la parte límbica responsable del miedo, se ve, claramente, cómo se activa el sistema emocional del cerebro, mientras que a su alrededor, el neocórtex permanece inactivo.
Este experimento llevado a cabo por Servan-Schreiber en la Universidad de Pittsburgh, mostró cómo los sujetos experimentales se sentían aterrorizados sin saber por qué, era un miedo atroz, sin causa externa que lo provocara, el terror remitía pasados unos pocos minutos.
La organización de la parte emocional del cerebro es bastante simple si la comparamos con el neocórtex. A diferencia de lo que sucede en este último, la mayoría de las áreas del sistema límbico no están organizadas en capas regulares de neuronas que permiten el tratamiento de la información, sino que las neuronas están, más bien, “desordenadas” como formando amalgamas. A causa de esta estructura rudimentaria, el tratamiento de la información por parte del cerebro emocional es mucho más primitivo que el efectuado por el neocórtex, pero tiene una ventaja, es mucho más rápido, está adaptado, por lo tanto, a ser más responsivo e irreflexivo, a reacciones esenciales para la supervivencia. Por esta razón si, por ejemplo, vamos caminando por un bosque y vemos súbitamente una rama en el suelo, justo a nuestros pies, puede desencadenarse una respuesta instintiva y rapidísima de terror (la rama podía haber sido una serpiente), antes de que el resto del cerebro pueda completar el análisis y constatar que lo que hay en el suelo es una inofensiva rama, el sistema emocional desencadena, basándose en informes parciales y, a menudo incorrectos, la reacción de supervivencia que considere más adecuada. El propio tejido del sistema emocional (límbico) es distinto al del neocórtex. Cuando un virus, como por ejemplo el de la rabia o el herpes, ataca al cerebro, solo quedan afectadas sus estructuras profundas y no el neocórtex; por esta razón, la primera manifestación de los infectados por la rabia es un comportamiento emocional muy anormal.
El sistema límbico es un centro de control que recoge de forma continua informaciones provenientes de distintas partes del cuerpo y que responde, de manera apropiada, controlando el equilibrio fisiológico. La respiración, el ritmo cardíaco, la tensión arterial, el apetito, el sueño, la libido, la secreción de hormonas y el funcionamiento del sistema inmunitario están bajo sus órdenes. El papel del sistema límbico parece ser mantener las diferentes funciones en equilibrio, la homeostasis —término que acuñó Claude Bernard—, es decir, el equilibrio dinámico que nos mantiene con vida.
Desde este punto de vista, nuestras emociones no son más que la experiencia consciente de un largo conjunto de reacciones fisiológicas que regulan y ajustan continuamente la actividad de los sistemas biológicos del cuerpo a los imperativos del entorno interno y externo.
En este punto y, antes de continuar, es necesario hacer un matiz: este enfoque, meramente químico y fisiológico, puede ser reduccionista, existen aspectos de la mente humana que no son suficientemente satisfechos ni explicados por un enfoque anatómico y bioquímico del sistema nervioso. Sin duda la mente es más, mucho más que el cerebro; pero este libro que nos ocupa responde a una necesidad: el tratamiento del estrés y, en este sentido, hemos de dejar de lado enfoques más profundos y analíticos y centrarnos en el problema en sí “acotándolo”, por así decirlo.
Continuando con este enfoque biológico/utilitarista/descriptivo, cabe decir que el cerebro emocional mantiene pues, casi mayor intimidad con otras partes del cuerpo que con las otras áreas cerebrales que lo circundan o “envuelven”. Debido a esto, suele ser más fácil acceder a las emociones a través del cuerpo que mediante la palabra, algo que tendremos muy presente a través de las páginas de este libro y en las técnicas de control del estrés que desarrollaremos en ellas.
Pongamos un ejemplo de cómo el sistema cerebral emocional accede a recuerdos “guardados” en otras partes del cuerpo que no son el cerebro mismo (el ejemplo es el caso de una paciente real, de la que, obviamente, he cambiado el nombre):
María vino a mí tras dos años de psicoanálisis freudiano, en el que trabajó con el método clásico de asociación libre. Los temas que le hacían sufrir eran, esencialmente, su dependencia emocional de los hombres y su animadversión hacia su madre. Solo se sentía bien cuando tenía una relación afectiva en la que necesitaba y conseguía, que su pareja le repitiese varias decenas de veces al día que la quería. Toleraba muy mal la separación de la pareja, aun cuando fuera por pocas horas y motivos justificados, como por ejemplo por trabajo, teniendo que tomar ansiolíticos para poder “aguantar” hasta que su pareja volviera.
Conmigo avanzó algo más en el transcurso de unos cuatro meses de tratamiento, sin embargo era evidente que María tenía un núcleo de angustia y dolor ocultos no reconocido; a veces parecía a punto de acceder a él, pero siempre nos quedábamos “en puertas”. Viendo la imposibilidad de producir una catarsis por medios psicoterapéuticos, se me ocurrió la idea de animarla a recibir, a modo de apoyo a la terapia, tratamientos de relajación y propiocepción corporal, a intentar que “hablase” su cuerpo, ya que no lo hacía su voz. La derivé a una compañera especialista en terapias corporales la cual, tras un par de semanas, consiguió el efecto deseado.
María se hallaba tumbada boca arriba en la camilla recibiendo el masaje, cuando la terapeuta masajeó un punto ligeramente debajo y a la derecha de ombligo de la paciente, esta sintió una terrible tristeza y rompió a llorar. La masajista continuó suavemente y le pidió a María que simplemente observase lo que sentía, que se dejara llevar por las sensaciones físicas. María entonces comenzó a sufrir fuertes espasmos y recordó estar en una mesa de operaciones en el hospital, tras haber tenido una intervención por apendicitis, tendría, en su imagen, unos siete años, estaba sola porque su madre no había regresado de vacaciones para ocuparse de ella. Su madre, a pesar de ser avisada de la situación con tiempo por parte de la empleada de hogar —que fue quien la cuidaba y llevó a la niña al hospital—, no fue a acompañar a su hija. Esta emoción y este recuerdo, buscados en María primero por su psicoanalista que la trató, y después por mí, se hallaba oculta en su cuerpo desde siempre, a la espera de ser liberada. A partir de ahí María y yo pudimos seguir trabajando con su caso y obtener resultados satisfactorios para su vida personal y afectiva.
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