Kitabı oku: «Superior»

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© Círculo de Tiza
A mis padres: los únicos ancestros que necesito conocer

Prólogo
«Si buscas los huesos de los seres humanos africanos,
están en el Museo Británico»
Fun-da-mental, «English Breakfast»

Estoy rodeada de personas muertas preguntándome a mí misma qué soy.

Sé dónde estoy: en el Museo Británico. He vivido en Londres casi toda mi vida y a lo largo de décadas he visto muchas veces cada una de sus salas. Mi marido me trajo aquí en nuestra primera cita y, años después, este fue el primer museo al que llevé a mi hijo cuando aún era muy pequeño. Lo que me sobrecoge es la escala, la mera cantidad de los artefactos, cada uno más antiguo y valioso que el anterior. Me abruma, pero he aprendido que si observas con atención descubres secretos, secretos que minan la grandeza, que cuentan un relato distinto al que el museo estaba destinado a contar.

El médico, coleccionista y propietario de esclavos sir Hans Sloane legó al Museo Británico la colección que permitió abrirlo tras su muerte, en 1753. La intención era fundar una institución que documentara todo el arco cronológico y espacial de la cultura humana. El Imperio británico estaba creciendo y el museo, a día de hoy, permite apreciar cómo entendían su lugar en la historia estos forjadores de imperios. Gran Bretaña se creía la heredera de las grandes civilizaciones de Egipto, Grecia, Oriente Próximo y Roma. La enorme columnata de la entrada, finalizada en 1852, imita la arquitectura de la antigua Atenas. El estilo neoclásico que los londinenses asocian a este rincón de la ciudad demuestra que los británicos se consideraban los sucesores de griegos y romanos en el ámbito cultural e intelectual.

Caminas entre estatuas de dioses griegos que representan el ideal de la perfección física humana y captas el relato que cuentan. Caminas entre las esculturas de mármol níveo, sacadas del Partenón de Atenas aun a riesgo de que se deterioren, y empiezas a ver el museo como un monumento a la lucha por el dominio, por la posesión de las raíces más profundas de la civilización misma. Cuando Napoleón conquistó Egipto en 1798 y un ingeniero del ejército francés descubrió la piedra de Rosetta, que permitió a los historiadores traducir por vez primera los jeroglíficos egipcios, Francia reclamó este objeto de valor incalculable. Unos años después lo encontraron los británicos, que lo cogieron como trofeo y lo trajeron aquí, a este museo. Cometieron un acto vandálico: grabaron en un costado de la piedra las palabras «capturado en Egipto por el Ejército británico». Aún resultan perfectamente legibles. Como bien señala el historiador Holger Hoock: «La escala y el número de las colecciones del museo deben mucho al poder y al alcance del Ejército y el Imperio británicos».

El museo cuenta una historia. Gran Bretaña, una pequeña nación insular, había logrado hacerse con muchos tesoros, unos ocho millones de exquisitos objetos de todos los rincones del mundo. Los había depositado aquí. Los habitantes de Rapa Nui (los exploradores europeos la llamaron «Isla de Pascua») construyeron el enorme busto de Hoa Hakananai para apresar el espíritu de uno de sus ancestros y los aztecas esculpieron la serpiente turquesa de dos cabezas como emblema de su autoridad, pero en el siglo xix ambas joyas acabaron aquí y aquí se han quedado. Al daño causado se suma el insulto de que solo sean dos de los muchos objetos que se exponen; algunos, procedentes de Mesopotamia y del valle del Indo, son incluso miles de años más antiguos. Sin embargo, nada de lo que hay en este museo es más importante que el museo mismo. Todas estas joyas reunidas aquí narran una historia obvia, cuya función es recordarnos el lugar que los británicos ocuparon en el mundo. Es un monumento a la audacia del poder.

Esta es la razón por la que me encuentro de nuevo en él. Empecé a escribir este libro porque quería entender los datos biológicos relacionados con la raza. ¿Qué nos dice realmente la ciencia moderna sobre las variaciones humanas y qué implican exactamente esas diferencias? He leído la literatura sobre medicina y genética, he buceado en la historia de las ideas científicas y he entrevistado a algunos de los mejores especialistas en estos campos. Pronto me quedó claro que la biología no puede responder a estas preguntas, al menos no del todo. La clave para comprender lo que significa la raza es entender lo que es el poder. Cuando te das cuenta de que ha sido el poder el que ha dado forma a la idea y que lo sigue haciendo, cuando te percatas de cómo ha afectado el proceso incluso a los datos científicos, todo empieza a cobrar sentido.

Poco después de la fundación del Museo Británico los científicos europeos empezaron a definir lo que hoy denominamos «raza». En 1795, el médico alemán Johann Friedrich Blumenbach publicó la tercera edición de su obra De generis humani varietate nativa, en la que describía cinco tipos de seres humanos: caucásicos, mongoles, etíopes, americanos y malayos. La raza caucásica, la suya, era en su opinión la más bella de todas. Siendo precisos, «caucásico» hace referencia a los pueblos que viven en la región de los montes del Cáucaso, situada entre el mar Negro al oeste y el mar Caspio al este, pero en la definición de Blumenbach incluía a cualquiera de Europa a la India y África del Norte. Esta difusa taxonomía humana no era científica ni siquiera según los estándares de su época, pero produjo consecuencias duraderas. Actualmente usamos la palabra «caucásico» para describir de forma elegante a las personas blancas de ascendencia europea.

En el mismo momento en el que nos clasificaron en grupos biológicos y nos colocaron en nuestras respectivas salas, empezó la locura. Hoy en día la raza parece algo tan real y tangible… Imaginamos que sabemos lo que somos y olvidamos que la clasificación racial siempre fue bastante arbitraria. Pensemos, por ejemplo, en el caso de Mostafa Hefny, un egipcio que emigró a Estados Unidos y creía firmemente que era negro porque era obvio. Según el reglamento aprobado en 1997 por el Gobierno de los Estados Unidos, y más concretamente por la Oficina de Administración y Presupuesto, que fija los están­­dares sobre raza y etnicidad, las personas originarias de Eu­­ropa, Oriente Medio y el Norte de África son oficialmen­­te «blan­­cas», como lo eran en la clasificación de Blumenbach. Según este criterio, Hefny sería caucásico. De manera que, en 1997, a la edad de 46 años, Hefny demandó al Gobierno de los Estados Unidos para modificar su clasificación racial oficial y pasar de ser blanco a ser negro. Alegó que su piel era más oscura que la de algunos afroamericanos a los que se consideraba negros. Señaló que su pelo era más negro y rizado que el de muchos afroamericanos y que cualquiera que le viera consideraría que era ne­­gro. Sin embargo, las autoridades insistieron en que era blanco y el asunto aún no se ha resuelto.

Hefny no está solo. Gran parte de la población mundial tiene dificultades a la hora de definir su raza. Lo que somos, esta dura formar de medir nuestra identidad aludiendo a algo tan profundo que forma parte de nuestra piel y nuestro pelo, a una cualidad que nadie puede alterar, es más difícil de determinar de lo que creemos. Mis padres son originarios de la India, de manera que a mí se me ha descrito como hindú, asiática o simplemente «morena». Pero cuando crecí en el sudeste de Londres en los noventa, a aquellos de nosotros que no éramos blancos se nos solía clasificar políticamente como negros. La Unión Nacional de Periodistas me sigue considerando «miembro de color», pero, según la clasificación de Blumenbach, al ser oriunda de la India soy caucásica. Yo, al igual que Mustafa Hefny, puedo ser «blanca», «negra» o de otros colores; hay para elegir.

Podemos trazar líneas a voluntad y en la historia del racismo científico ha habido quien lo ha hecho. Lo que importa no es la ubicación de las líneas, sino lo que sig­­nifican, y el significado hay que buscarlo en cada época. En tiempos de Blumenbach, la jerarquía del poder había situado a los blancos de ascendencia europea en lo más alto y construyeron la historia científica de la especie humana en torno a esa creencia. Eran los ganadores naturales y creían ser los herederos de las grandes civilizaciones antiguas de su entorno. Imaginaban que la ciencia moderna solo podía haber nacido en Europa, que únicamente los británicos podían haber construido la red ferroviaria en la India. Muchos siguen pensando que los europeos blancos tienen una ventaja competitiva innata, un conjunto superior de cualidades genéticas que los ha propulsado hacia el dominio económico. Como dijo el presidente francés Nicolas Sarkozy en 2007: «La tragedia de África es que los africanos nunca han entrado del todo en la historia […] allí no hay lugar para la empresa humana ni existe la idea de progreso». Tras esta retórica se oculta un mensaje: la historia ha acabado, han sobrevivido los más aptos y han decidido los vencedores.

Pero la historia no acaba nunca. Hay objetos en el Museo Británico que gritan esta verdad en silencio, traicionando el secreto que el museo se empeña en ocultar.

Cuando entras por primera vez es casi imposible dar con ellos porque los visitantes los suelen ignorar en su carrera por llegar a los mayores tesoros. Te unes al resto del rebaño. Pero si subes hasta las salas egipcias hay un friso de escayola que procede de un relieve del templo de Beit El-Wali, en la baja Nubia, construido por el faraón Ramsés II, que murió en el año 1213 a. C. Está cerca del techo y recorre la habitación entera. Muestra al faraón, representado como una figura impresionante subida a un carro con un alto tocado azul. Porta arco y flechas, su piel está pintada de color ocre oscuro. Irrumpe en medio de una legión de nubios vestidos con pieles de leopardo, algunos tienen la piel de color negro y otros de color ocre, como la del faraón que hace una maraña con sus miembros antes de derrotarlos y conquistarlos. El relieve muestra que los egipcios se consideraban por entonces un pueblo superior, con la cultura más avanzada del momento y capaces de introducir orden en el caos. En aquel tiempo y lugar la jerarquía racial, por llamarla de algún modo, era esa.

Luego las cosas cambiaron. En la planta baja hay una esfinge de granito de un siglo o dos después, un recordatorio de la época en la que invadieron Egipto los cushitas, un pueblo procedente de un antiguo reino Nubio situado en el actual Sudán. Hubo un nuevo vencedor y la esfinge del carnero que protegía al rey Taharqo —el rey negro de Egipto— es un buen ejemplo de cómo se apropiaron los conquistadores de la cultura egipcia. Los cushitas construyeron sus propias pirámides, al igual que siglos después los británicos imitaron la arquitectura clásica griega.

Gracias a objetos como este podemos entender los cambios en el equilibrio de poder a lo largo de la historia. Revelan una versión menos simple del pasado, de quienes somos, que exige humildad y nos advierte de que el poder se desvanece. Pero, sobre todo, nos recuerdan que nuestros conocimientos no son un resumen honesto de lo que sabemos, sino algo manipulado por quienes ostentaban el poder cuando se escribió.

Las salas del Museo Británico dedicadas al antiguo Egipto siempre son las más visitadas. Cuando caminamos entre momias antiguas que reposan en sus ataúdes relucientes no siempre somos conscientes de que estamos en un mausoleo, rodeados de los restos de personas reales que vivieron en una civilización tan notable como las que la precedieron y las subsiguientes. En el fondo, toda sociedad que acaba dominando se considera la mejor. A medida que vamos adquiriendo poder, ese poder se va definiendo cada vez más como un fenómeno natural y no cultural. Describimos a nuestros enemigos como a extranjeros feos y a nuestros subordinados como inferiores. Inventamos jerarquías que den sentido a nuestras propias categorías. Algún día, dentro de mil años, puede que en el museo de otro país lo que se exhiba tras las vitrinas sean huesos europeos, porque lo que se consideraba una sociedad avanzada fue reemplazada por una nueva. Cien años no son nada, a lo largo de un milenio todo cambia. Por lo tanto, ninguna región, ningún pueblo puede reivindicar su superioridad.

El argumento racial es un contraargumento que implica que nacemos diferentes, que nuestros cuerpos (quizá hasta nuestro carácter o intelecto) son distintos por dentro como lo son por fuera. La idea es que los grupos humanos ostentan ciertas características innatas. Algunas se aprecian a simple vista, están a flor de piel, y otras afectan a nuestras capacidades físicas o mentales. Quizá puedan incluso ayudarnos a definir el progreso, si estudiamos los éxitos y fracasos de las naciones de las que descendían nuestros antepasados.

Las nociones de inferioridad y superioridad nos afectan profundamente en diversos aspectos. Un anciano de Bangalore, al sur de la India, me contaba que comía su chapati con tenedor y cuchillo porque los británicos comían así. Mi bisabuelo luchó en la Primera Guerra Mundial con el Imperio británico y mi abuelo en la Segunda, pero su contribución ha caído en el olvido, al igual que la de miles de soldados hindúes a los que no se consideraba iguales a sus homólogos británicos. Así eran las cosas. Varias generaciones del siglo xx vivieron bajo dominio colonial, padecieron el apartheid y la segregación, fueron víctimas de violencia racista y discriminación porque las cosas eran así. Cuando los chicos del colegio nos tiraban piedras a mi hermana y a mí de pequeñas y nos gritaban que volviéramos a casa, había que aceptarlo porque la vida era así y, mientras sangraba, lo tenía muy presente. Para muchos la vida sigue siendo así.

El concepto de raza moldeado por el poder ha adquirido vida propia. Hemos hecho nuestras estas clasificaciones (formuladas por primera vez por científicos como Blumenbach) hasta el punto de que no nos duele en prendas autoclasificarnos. Muchos de los visitantes que acuden al Museo Británico por primera vez buscan el lugar que ocupan en estas salas. Los turistas chinos suelen ir directamente a admirar los artefactos de la dinastía Tang y los griegos se dirigen rápidamente hacia los mármoles del Partenón. La primera vez que yo visité el museo fui a ver inmediatamente aquellas salas donde había objetos de la India. Mis padres habían nacido allí, al igual que sus padres y los padres de sus padres, de manera que pensé que ahí es donde encontraría los artefactos más relevantes para mi historia personal. Muchos visitantes sienten el mismo deseo de averiguar quiénes fueron sus antepasados y qué logró su pueblo. Queremos contemplarnos en el pasado y olvidamos que todas las colecciones del museo nos pertenecen a todos en nuestra calidad de seres humanos. Cada uno de nosotros somos el resultado de todo lo que vemos.

Evidentemente, esa no es la lección que extraemos porque el museo no fue diseñado para enseñárnosla. ¿Por qué se encuentran todos estos objetos en vitrinas de cristal fijadas al suelo, por qué están en estas habitaciones en vez de donde fueron fabricados? ¿Por qué viven en un museo de Londres cuyas columnatas neoclásicas se pierden en el cielo húmedo y gris? ¿Por qué hay aquí huesos de africanos, por qué no los dejaron reposar en las magníficas tumbas, creadas para ellos, donde fueron enterrados y supuestamente habían de vivir por toda la eternidad?

Porque el poder funciona así: expolia, reclama y se queda con todo lo que puede. Te hace creer que estos objetos deben estar en este museo diseñado para ponerte en tu sitio.

Si nos fijamos en el equilibrio de poder que existía en la esfera internacional del siglo xviii, veremos que los tesoros del mundo entero solo podían acabar en un museo como este, porque Gran Bretaña era una de las naciones más poderosas de la época, la colonizadora más reciente junto a otras naciones europeas. Eran los nuevos vencedores y se arrogaron el derecho a expoliar, a documentar la historia a su manera y a decidir qué datos sobre la humanidad eran «científicos». Los pensadores europeos nos contaron que sus culturas eran mejores, que estaban en posesión del pensamiento y de la razón. Vincularon estas nociones a la idea de que pertenecían a la raza superior redefiniendo así nuestra realidad. No era verdad.

1. En la noche de los tiempos

¿Somos una única especie humana o no?

Siento que estoy atravesando un territorio inexplorado al conducir tierra adentro por una carretera llena de cadáveres de pobres canguros, a unos 300 kilómetros de Perth, una ciudad de Australia Occidental. Estoy en el extremo opuesto del lugar que considero mi hogar y todo lo que veo me resulta extraño. Pájaros cuya existencia desconocía emiten sonidos que no había oído nunca y las ramas muertas de árboles plateados parecen dedos extendidos de esqueletos que brotan de la tierra roja, fina y suelta. Veo rocas gigantescas, expuestas a la intemperie durante miles de millones de años y convertidas en amasijos amorfos que semejan naves espaciales mohosas. Imagino que he sido transportada a una galaxia en la que los seres humanos no tienen cabida porque está situada más allá del tiempo.

Pero en un oscuro refugio situado bajo una roca ondulante hay huellas de manos.

La cueva Mulka es uno de los muchos lugares de Australia donde se ha hallado arte rupestre, pero lo que la hace única en la región es la gran cantidad de pinturas que contiene. Tengo que agacharme para entrar y avanzar en la oscuridad. Al principio solo veo una mano de color rojo ocre sobre el granito iluminado por un difuso rayo de luz. Cuando mis ojos consiguen enfocar la imagen, aparecen más manos: manos infantiles, manos adultas, manos sobre manos, manos por todo el techo, cientos de ellas rojas, amarillas, blancas y color naranja. A media luz se ven más claramente, como si quisieran salir de las paredes de roca para chocar los cinco con el visitante. Descubro asimismo unas cuantas líneas paralelas, posiblemente el esbozo difuso de un dingo.

No es fácil datar estas imágenes porque algunas tienen una antigüedad de miles de años y otras son muy recientes. Lo único que sabemos es que en este continente el arte rupestre se remonta a lo que en términos culturales se considera la noche de los tiempos. Cuando en 2017 los arqueólogos empezaron a excavar en la roca Madjedbebe, situada en la Tierra de Arnhem, al norte de Australia, estimaron que existieron seres humanos modernos en la región desde hace unos 60 000 años, mucho antes que en Europa. De hecho, hace tanto tiempo, que los habitantes de estas tierras fueron testigos de una era glacial y asistieron a la extinción de los mamíferos gigantes. Puede que fueran artistas desde el principio. Uno de los arqueólogos de Madjedbebe me contó que habían encontrado ocho restos de «lápices» de color ocre muy gastados. A orillas del lago Mungo, en Nueva Gales del Sur, se hallaron en una excavación arqueológica restos de 42 000 años de antigüedad. Hay indicios de enterramientos ceremoniales y cuerpos decorados con pigmento ocre que debieron transportarse cientos de kilómetros para ser enterrados allí.

«La huella de una mano puede significar algo muy diferente en distintas sociedades e incluso en el seno de una misma sociedad», afirma Benjamin Smith, un especialista británico en arte rupestre que trabaja en la University of Western Australia. Puede expresar el hecho de que alguien estuvo ahí, pero también puede adoptar significados más complejos. Los expertos como él intentan descifrar el sentido del arte antiguo de cualquier lugar del mundo, pero solo son capaces de arañar superficialmente sistemas de pensamiento tan antiguos que la tradición filosófica occidental no los puede explicar. En Australia, una roca no es solo una roca. La relación que tienen las comunidades indígenas con la tierra e incluso con los objetos inanimados carece de fronteras: todo y todos están interrelacionados.

Lo que me había parecido una zona asilvestrada no es en absoluto tan salvaje como había imaginado; es el hogar de muchas más formas de vida de las que habría creído posible. Incontables generaciones fueron acumulando aquí conocimientos sobre fuentes de alimento y navegación. Dieron forma al paisaje de forma sostenible a lo largo de milenios, creando un vínculo espiritual con él, con su flora y su fauna únicas. Poco a poco voy aprendiendo que en la Australia indígena el individuo parece fundirse con el mundo que le rodea. El tiempo, el espacio y el objeto adquieren dimensiones diferentes y nadie que no se haya criado en el seno de esta cultura en este lugar puede entenderlo. Sé que podría pasarme el resto de la vida intentando comprenderlo sin avanzar un paso más allá de donde estoy ahora: sola, de pie, en esta cueva.

No podemos penetrar en las mentes ajenas.

Era una adolescente cuando descubrí que mi madre desconocía la fecha exacta de su nacimiento. Siempre celebrábamos su cumpleaños el mismo día de octubre y un año nos comentó de pasada que sus hermanas creían que había nacido en verano. Mi madre creció en la India, donde no era muy habitual recordar datos. Me sorprendió que no le importara y mi desconcierto la hizo reír. Para ella, lo esencial era la intrincada red de relaciones familiares, el lugar que ocupaba en la sociedad y su destino escrito en las estrellas. En aquel momento me di cuenta de que solo valoramos las cosas que conocemos. Yo, por ejemplo, comparo toda ciudad que visito con Londres, donde nací. Es el centro de mi universo.

Para los arqueólogos supone todo un reto interpretar el pasado descifrando culturas que no son las suyas. «Los arqueólogos llevamos mucho tiempo intentando determinar qué es ese rasgo que nos hace especiales», dice Smith, que antes de trabajar en Australia pasó dieciséis años excavando en el sur de África. Su trabajo le ha llevado a la cuna de la humanidad, donde ha estado hurgando entre los restos de los inicios de nuestra especie. No es una empresa fácil. Resulta sorprendentemente difícil datar con exactitud el surgimiento del Homo sapiens. Se han hallado fósiles de personas que compartían nuestros rasgos faciales, con una antigüedad estimada de entre 100 000 y 300 000 años. En África se han encontrado representaciones artísticas, o al menos signos color ocre, de hace más de 100 000 años, de antes incluso del inicio de las migraciones que sacaron a nuestros ancestros africanos del continente y les permitieron ir poblando lentamente otras regiones del mundo, incluida Australia. «Una de las cosas que nos caracteriza como especie es la capacidad de producir arte complejo», me dice Benjamin Smith.

Cuando nuestros ancestros se dedicaban al arte hace unos cientos de milenios, el mundo no era en absoluto lo que es hoy. Hace más de 40 000 años los humanos más modernos, los Homo sapiens, no eran los únicos que vagabundeaban por el planeta. Lo compartían con humanos más arcaicos como, por ejemplo, los neandertales (a los que a veces se ha denominado «hombres de las cavernas» porque sus huesos se han hallado en cuevas), que vivían en Europa y en ciertas zonas de Asia occidental y central. Hoy sabemos que también vagaban por ahí los denisovanos, cuyos restos se han encontrado en cuevas calizas de Siberia, y cuyo territorio probablemente se extendiera por todo el sudeste asiático y Papúa Nueva Guinea. En momentos puntuales del pasado hubo otros tipos humanos, pero aún no se ha logrado identificar ni poner nombre a la mayoría de ellos.

En la noche de los tiempos todos compartíamos el planeta e incluso vivíamos unos junto a otros en ciertos momentos y lugares concretos. Algunos académicos consideran que ese instante cosmopolita de nuestra historia más antigua es el corazón de lo que significa ser moderno. Casi siempre imaginamos a estos antiquísimos humanos como si fueran bestias simiescas. Pensamos que debemos tener alguna cualidad de la que ellos carecían, algo que nos dio la ventaja, la habilidad de sobrevivir y prosperar mientras ellos se extinguían. Se ha abusado mucho del término «neandertal». Los diccionarios nos dicen que fue una especie humana, ya extinta, que vivió en Europa en la Edad del Hielo, pero existe una segunda acepción: hombre tosco, poco civilizado y de escasa inteligencia. Smith me explica que los neandertales y el Homo erectus fabricaban las mismas herramientas que nosotros, los Homo sapiens, pero señala que, según los datos de los que disponemos, carecían de la capacidad de pensamiento simbólico, no hablaban en tiempo pasado o futuro y no producían arte como el nuestro. En su opinión, fueron estas capacidades las que nos hicieron modernos, una especie aparte.

Lo que «nos» separa de «ellos» es el núcleo de lo que somos, y conviene tener en cuenta que al investigar esta cuestión no nos limitamos a formular una pregunta sobre nuestro pasado. Hoy parece tan evidente lo que es un ser humano, que toda aclaración al respecto semeja estar de más y nos resulta increíble que las cosas fueran diferentes hace no mucho tiempo. En los siglos xix y xx, cuando los arqueólogos encontraron fósiles de otras especies humanas extintas en la actualidad, empezaron a preguntarse hasta qué punto se podía decir que todos los Homo sapiens vivos eran iguales. Hace no mucho, en la década de los sesenta, el hecho de que un científico creyera que los humanos modernos habían evolucionado de modo independiente, en diversas partes del mundo y a partir de formas arcaicas sin conexión entre sí, aún no suscitaba controversia. Pero lo cierto es que sigue inquietando la incertidumbre que impera en este asunto, y el debate científico en torno a lo que convierte a un ser humano moderno en un ser humano moderno es más intenso que nunca.

Puede que todo esto parezca absurdo desde nuestro punto de vista del siglo xxi. La idea más generalizada es que tenemos el origen común que describe la hipótesis «fuera de África». En las últimas décadas, los datos científicos han confirmado que el Homo sapiens evolucionó a partir de un pueblo africano antes de que algunos de estos pueblos emigraran hacia el resto del mundo, hace unos 100 000 años, y se adaptaran de mil pequeñas formas a sus nuevas condiciones medioambientales. Los pueblos de África misma también cambiaron y se adaptaron en diversos grados, dependiendo de la región que habitaran. Pero, en general, los humanos modernos eran y siguen siendo una única especie: Homo sapiens. Somos especiales y somos uno. Esto es ni más ni menos que un credo científico.

Sin embargo, no es una opinión compartida de manera unánime en la academia y en algunos países ni siquiera es la teoría dominante. Hay científicos que creen que los humanos modernos no salieron de África en un periodo evolutivo relativamente reciente, sino que las poblaciones de cada continente entraron en la modernidad por separado y a partir de ancestros que ya vivían allí hace millones de años. En otras palabras: hubo grupos de personas que se hicieron humanos, tal y como entendemos el término hoy, en momentos diferentes y en lugares distintos. Algunos llegan incluso a preguntarse si esta idea de una evolución por separado hacia el humano moderno podría explicar lo que hoy denominamos «diferencias raciales». Si fuera así, puede que las diferencias entre «razas» sean algo más profundo de lo que pensamos.

* * *

En uno de los primeros relatos europeos sobre los indígenas australianos, el pirata y explorador del siglo xvii, William Dampier, los describe como «el pueblo más miserable del mundo».

Dampier y los colonos británicos que le siguieron hasta el continente despreciaban a sus vecinos, a los que consideraban salvajes atrapados en el inmovilismo cultural desde que surgieron o emigraron allí, por mucho tiempo que hiciera. Los expertos en cultura Kay Anderson, de la Western Sydney University, y Colin Perrin, un investigador independiente, han documentado el estupor que experimentaron los europeos cuando llegaron a Australia. «Los aborígenes que no practicaban la agricultura inquietaban profundamente a los colonos», escriben. No construían casas, no practicaban la agricultura ni criaban ganado. No se explicaban cómo esas personas, si eran humanos como ellos, no habían «mejorado» adaptándose a estos procesos. ¿Por qué eran tan distintos a los europeos?

Las cosas fueron más allá del choque cultural. Los europeos estaban desconcertados, o quizá simplemente no quisieran intentar entender a los habitantes originales del continente, porque en el siglo xviii tenían que justificar que estaban ocupando un territorio que querían reclamar para sí mismos. El paisaje debía ser el mismo que al principio de los tiempos, porque no veían que se hubiera introducido en él modificación alguna. Si la tierra no se había cultivado, según las leyes occidentales era terra nullius: no pertenecía a nadie.

Por la misma regla de tres, si los habitantes pertenecían al pasado, a una era premoderna, sus días estaban con­­tados. «Consideraban que los indígenas australianos se encontraban en un estadio evolutivo primitivo y fosilizado», me comenta Billy Griffiths, un joven historiador australiano que ha documentado la historia de la arqueología en su país y cuestionado la primitiva descripción de los nativos como agua estancada en el aspecto evolutivo. Al menos uno de los primeros exploradores se negó a creer que eran los artífices del arte rupestre que vio. Se pensaba que estaban en una fase más primitiva de la historia de Occidente, que eran la encarnación de una forma antigua, de un peldaño en la escala evolutiva. Desde el momento en el que los encontraron, pensaron que los aborígenes australianos no tenían historia propia. Parecían haber vivido aislados y ofrecían una especie de retrospectiva de la vida humana anterior a la civilización. En 1958, el distinguido y ya fallecido arqueólogo australiano, John Mulvaney, escribió que para los victorianos Australia era «un museo de la humanidad primigenia». Escritores y académicos siguieron refiriéndose a ellos como los hombres de «la Edad de Piedra» hasta finales del siglo xx.

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