Kitabı oku: «Ateísmo ideológico», sayfa 5

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A pesar de sus aparentes golpes de efecto revolucionario, el empeño de Chaumette no hizo nada por convertirlo en una figura popular. Y su anticlericalismo tampoco consiguió salvaguardar su vida en una época convulsa y sangrienta. Pocos meses después de sus escenografías irreverentes, el 13 de abril, Robespierre ordenó que lo decapitaran en la Plaza de la Revolución.

Así terminó el intento más entusiasta y visible de suplantar la religión por el culto a la Razón. Otra religión, claro, pero con pocos fieles. Fundar religiones poderosas, a pesar de que lo parezca, no es algo sencillo.

Poco tiempo después, Robespierre reconoció en un decreto, hablando en nombre del pueblo francés, la existencia del Ser Supremo y la inmortalidad del alma. Además, ordenó que el 20 pradial se celebrara una fiesta en honor de dicho Ser divino. Así, fueron borradas de las fachadas de los edificios públicos las palabras «A la razón», volviendo a restituir el lugar honorífico «Al Ser Supremo».

Y es que, aquel que ostenta el poder no solamente escribe las leyes, sino también los nombres de las plazas y las calles, y con ellas, con las nuevas denominaciones que se le puedan ocurrir, también otorga un significado que cumple el objetivo de su ideología. De manera que escribe nombres ideologizados en el mundo cotidiano de los ciudadanos, para fijarlos y asociarlos a cada paso que estos dan por sus pueblos y ciudades. Para que los votantes y contribuyentes repitan una y otra vez los términos que ellos desean. «Lléveme a la calle Fulánez de Tal», le pedirán al taxista. «Vivo en la plaza de Mengánez», dirán a sus conocidos. Y cada vez que un ciudadano repite el nombre que los ideólogos han querido colocar, los hace vivir, y con ellos una determinada ideología asociada. Tanto si es la del Ser Supremo como la de la Razón.

Bien es cierto que, cuando pasa el tiempo, muchos nombres se desvanecen, pierden sentido. Su presencia deja de tener significado para las nuevas generaciones, que ya no saben qué simbolizan. Pero para eso están los líderes ideológicos: para rebautizarlo todo, con el entusiasmo de Adán nombrando por primera vez los seres y las cosas de este mundo. Y por eso, hoy como entonces, lo primero que hacen muchos ideólogos cuando llegan al gobierno —nacional, comarcal o municipal— es rebautizar las calles, para imponer en ellas las ideas que desean fijar en la mente de las ciudadanas. Para que al contribuyente creyente no se le olvide adónde debe ir, hacia dónde está obligado a dirigirse.

A Robespierre, que había cortado cuellos y renombrado calles y plazas, realizando ambas tareas con el mismo empeño e idéntica naturalidad, también le llegó su hora fatal revolucionaria: fue declarado fuera de la ley el 9 termidor. Posteriormente, sería ejecutado.

Excepto en Cuba, los revolucionarios suelen acabar mal. Chaumette y Robespierre no lograron disponer de demasiado tiempo para consolidar sus nuevas religiones sin antes perder el cuello.

El tiempo revolucionario corre muy deprisa. Las agujas del reloj que cuenta sus horas tienen forma de cuchillos. La disputa por el espacio religioso es la lucha misma por el poder. Lo ha sido siempre.

La Revolución Francesa, con sus aires igualitarios y su ambición libertadora, tuvo sin embargo como consecuencia a Napoleón, al imperialismo. Lo que resulta tan irónico como lógico. De la religión del pueblo contra el poder religioso y la monarquía absoluta, Francia pasó al imperialismo a través de la Revolución.

Napoleón también tuvo su propio «catecismo napoleónico», que se impuso por decreto el 4 de abril de 1807, haciéndose obligatorio en las iglesias de Francia. Aquel brillante genio militar también tuvo conciencia de que le disputaba el espacio del poder al mismo Dios.

Por supuesto, su catecismo, como todo catecismo que se precie, contaba con preguntas y respuestas de obligada memorización para los niños y futuros ciudadanos:

—¿Qué se debe pensar de los que falten a sus deberes para con el Emperador?

—Según el apóstol San Pablo, desobedecerían el orden establecido por Dios mismo y se harían acreedores a la condenación eterna.

Napoleón era bien consciente de que necesitaba a la providencia divina para imponer respeto y sumisión a sus súbditos. Pues todo poder finalmente aspira a ser religioso. Y si no es religioso, no dura mucho.

En la misa de los domingos, allá por el año 1807, también se recitaba una oración por la salud del emperador incluso en tierras de Polonia, oración que elevaban los ministros protestantes de la Prusia oriental y todo el clero de lo que entonces no era más que una provincia:

Dios todopoderoso, Tú que creaste a Napoleón grande en bravura, en sabiduría y en bondad; que lo destinaste a vencer al enemigo de la nación polaca y a hacerla dichosa, recibe de tu pueblo las gracias por Tu favor. Escucha nuestras más ardientes plegarias por el Emperador y rey Napoleón el Grande. Prolonga sus días y llena cada uno de ellos de nueva gloria. Que no cambie ni su intención ni su dicha. Devuélvele, Señor, los beneficios que nos ha prodigado; santifica su obra y haz que Polonia, reconstituida, pueda florecer por la virtud, el trabajo, la civilización y la industria. Amén.

A pesar del poco tiempo transcurrido, no quedaba ni rastro de Robespierre en aquellas oraciones polacas, en los fervientes creyentes en Napoleón.

Desde luego, hay que reconocer que Francia ha sido una cuna privilegiada de revoluciones y de religiones. Con diferentes grados de éxito.

Para Saint-Simon, el mejor método para aplicar teorías revolucionarias era ponerlas en marcha de la misma manera en que otros montan un comercio. Sus ideas eran francamente modernas, si nos atenemos a la evolución posterior del mundo, a lo que somos hoy día: creía en Dios todopoderoso, pero en un panteísmo universal ausente de pecado original. Abominaba de la propiedad. Y confiaba en la mujer-sacerdote, en espera de la mujer-mesías, para que predicase las cuestiones morales más candentes.

Augusto Comte, en su positivismo, también tenía su propia religión e incluso ideó un calendario para 1788 en el que daba cuenta de un año de 13 meses, nombrados con una rutilante originalidad: en vez de enero, febrero, los meses pasaban a denominarse Moisés, Homero, Aristóteles, Arquímedes, San Pablo, Carlomagno, Dante, Gutenberg. Su catecismo contenía nueve sacramentos: la iniciación, la destinación, la madurez, el retiro (producido a los sesenta y tres años, una clásica edad de jubilación que hoy día empieza a ser vista como demasiado prematura), la incorporación, que tendría lugar siete años después de la muerte del individuo y que otorgaría un lugar eterno en el bosque que rodea el Templo de la humanidad, donde también pueden entrar los animales.

Sin duda, no falta originalidad cuando se trata de desplazar a la religión cristiana, que ha sido en Occidente —de cultura judeocristiana— la inspiración para otras religiones, incluidas las ideológicas.

Pero cuando se trata de crear religiones laicas, los creyentes se resisten.

Si bien las ideologías, a la chita callando, lo han conseguido, y hoy son las sustitutas de la religión por derecho propio. Por si fuera poco, lo han hecho sin forzar a nadie. Tan solo ofreciendo a los creyentes lo mismo que la religión brindaba y olvidándose de los catecismos para obsequiar, en cambio, a sus fervorosos y crédulos votantes con pomposos, ilusorios e irrealizables «programas de gobierno».

El principio divino

La francmasonería es una asociación que, combatiendo el cristianismo, posee sus propios modos de religión; es una religión en sí misma. Desea sustituir a una religión, y por tanto ofrece a cambio dogmas y ritos, fórmulas y oficios, iniciaciones y misterios que se oponen a los sacramentos de la Iglesia.

Existen incluso bautizos y matrimonios masónicos. Cuando alguien pretende sustituir a una religión tan poderosa como ha sido —y sigue siendo— el cristianismo, no tiene más remedio que ofrecer algo parecido para seducir a los posibles feligreses.

En la francmasonería, a Dios se le llama «El gran arquitecto del universo». Los masones son discípulos de la escuadra, uno de los instrumentos utilizados por los albañiles (maçons en francés) en sus trabajos. Poseen los emblemas de los constructores. Arquitectos y albañiles inspiran, pues, la simbología masónica, que está llena de mazos y reglas, llanas y compases, etc.

La masonería ha sido una de las organizaciones más activas a la hora de ocupar los espacios del poder político. Muchos masones se han situado tradicionalmente, y continúan haciéndolo, en los puestos de relevancia de los Estados de Occidente. Desde allí, se siguen esforzando en construir un mundo a la medida de sus proyectos e ideas.

Ellos mejor que nadie se dieron cuenta de que la política es la delegada de la religión, y que para consolidar el poder político este debe poseer un sesgo inconfundiblemente religioso.

Sin embargo, la historia ha demostrado la conveniencia de separar la religión del Estado, con el fin de hacerlo mas justo para la mayoría de los ciudadanos. No son los poderosos (las élites son una minoría, obviamente), sino las mayorías quienes componen el grueso del Estado, porque las naciones no son entes abstractos —aunque también en cierta medida, dado que una nación es una idea que los individuos intentan concretar sobre el espacio físico del territorio—. Tanto la nación como el Estado están compuestos de la suma de las vidas, trabajos, afanes y sueños de millones de seres humanos, y por tanto su finalidad debe ser la libertad y la seguridad de estos, los ciudadanos, no la de quienes rigen sus destinos en nombre de una divinidad llamada ideología en nuestros tiempos, como antaño se denominó rey absoluto o Dios.

La antropología nos enseña que la tendencia natural de los pueblos humanos es buscar un principio divino. Los arios y los indígenas de Nueva Zelanda creían que el Cielo es el esposo de la Tierra. En la época de Homero, Zeus era un dios todopoderoso, a pesar de estar rodeado de parientes divinos, cada uno de los cuales ejercía su poder en distintos aspectos de la divinidad. Los khasias del Himalaya pensaban que la Luna tiene manchas «porque su abuela le arrojó un día cenizas en el rostro».

Existe, en la mayoría de las religiones, una clara tendencia a humanizar a la divinidad. Las grandes creencias monoteístas tienen profetas e incluso la religión hebrea dota de divinidad a algunas figuras humanas.

También los astros, el sol, la luna y las estrellas, junto con el reino animal, han formado parte —extravagante a veces, y otras supersticiosa— del plantel divino de dioses, genios y protectores de la humanidad como símbolos sagrados. Todos ellos se han integrado en las leyendas, supersticiones y prejuicios que en ocasiones rodean y en otras sustituyen a la religión.

Dice la Biblia que los antiguos adivinos interpretaron incluso los movimientos de los reptiles, deduciendo augurios de ellos. Y los hígados de las ocas han servido para decidir incluso la posición de los ejércitos antes de una batalla.

El tripudium en Roma, mediante el apetito de los pollos sagrados, auguraba hechos y fenómenos que el Senado tenía en cuenta antes de tomar una decisión.

La cosa era como sigue: unos sacerdotes agrupaban en el patio del templo a unos pollos traídos desde la isla de Eubea, les echaban grano y observaban si lo comían con avidez o lo rechazaban. En el primer caso, el augurio era positivo, pero si desdeñaban el alimento, era desfavorable y negativo.

Claro que tanto la política como la religión siempre han echado mano de trucos para cambiar la percepción de los ciudadanos a favor de los intereses de quienes manejan tanto una como otra. De esta manera, políticos y sacerdotes manipulan desde tiempos inmemoriales los augurios y las señales. Los pollos o las encuestas electorales, cuando no los propios resultados de las urnas (en algunos países, incluso son unos artistas del fraude electoral).

Los políticos profesionales deberían dejar a un lado las ideas para ser valorados únicamente por sus capacidades. Por su potencial para solucionar problemas. Está demostrado que sus ideas a menudo provocan problemas, no los solucionan, de manera que nos encontramos con una clase política degenerada, de la misma manera que lo estuvo la clase sacerdotal: cuando los papas vivían entre concubinas y lujos dignos de príncipes, en un ambiente de corrupción que nada tenía que envidiar al de las cortes de los reyes absolutistas.

Hoy se tergiversan las encuestas electorales para orientar el voto, de la misma forma que Roma trucaba las predicciones: porque aquellos antiguos y avispados sacerdotes se encargaban de escoger pollos bien hartos de comer cuando deseaban que el augurio fuese negativo. Y elegían a los hambrientos para que picotearan con entusiasmo en caso contrario, tal y como cuenta Tito Livio (Pullarius auspicium mentiri ausus).

Ayer y hoy, pollos, urnas o encuestas políticas, una élite dirige y manipula, y una masa ciega y creyente le paga tributos, la obedece y por ella muere.

Es evidente la forma en que se nos dirige, guiando nuestra conducta electoral y política, sobre todo la de aquellas personas con poco juicio o ningún deseo de formarse uno.

Por supuesto, también antaño los augures, feciales y pontífices despertaban las sospechas de una minoría mejor informada y menos crédula. Por fortuna, siempre hay quien es capaz de darse cuenta del fraude. Aunque suelen ser los menos.

Como ejemplo notable cabe recordar a Claudio Pulquer, que se encontraba próximo a entablar batalla contra los cartagineses, cuando mandó arrojar a los pollos augures al mar, mientras gruñía: «¡Pues si no quieren comer, que beban!».

Previsiblemente, lo hicieron. Hasta hartarse.

Nuestros pollos augures de hoy día pueden ser las encuestas electorales, pero también los medios de comunicación, especialmente las redes sociales. Ellos dirigen la voluntad de los ciudadanos hacia la urna y los inclinan a depositar en ellas una u otras papeletas de voto.

Las cosas, pese a todo, no han cambiado tanto desde la antigua Roma.

Los animales han sido parte fundamental de la religión como víctimas propiciatorias, como elementos del sacrificio entregado a los dioses. Unos dioses sangrientos e insaciables que el cristianismo repudió en el Nuevo Testamento, a pesar de que el dios del Antiguo Testamento continuara siendo una deidad mortífera, irritable e infanticida. La doctrina de Cristo cambió el miedo por el amor, como hemos visto, en un gesto que dio un giro copernicano a la historia, especialmente en Occidente. Aunque, andando el tiempo, los jerarcas de la Iglesia continuarían usando los métodos de persuasión de siempre para afianzar su poder: intimidación, amenazas, coacción.

Zeus tenía al águila consagrada a él. Apolo, el caballo. Las musas, las abejas. Los animales eran parte crucial de los ritos sagrados de Grecia, que sentía una especial predilección por las aves de rapiña, consideradas mensajeros de los dioses.

Píndaro pensaba que el águila poseía un sofisticado vocabulario de 64 gritos diferentes. La corneja y el cuervo eran aves de mal agüero, que incluso en nuestros tiempos siguen despertando antipatía. Los griegos antiguos estaban convencidos de que las ranas eran, en realidad, guapos pastores que la madre de Apolo había convertido en batracios repugnantes. De ahí proviene seguramente la leyenda del príncipe transformado en rana que protagoniza tantos cuentos occidentales.

La transformación de animal a humano está presente en las leyendas y mitologías desde antiguo. El lobo fue uno de los protagonistas principales. En Atenas, incluso existió el liceo de Apolo Lykios, o Apolo Lobo. Y las fábulas contaban que Latona, la madre del dios, acabó siendo transformada en una loba.

Los cerdos, y especialmente su sangre, fueron usados como purificadores junto con la sangre de los perros jóvenes.

Las supersticiones antiguas eran tantas que Teofrasto cuenta que el pueblo griego debía realizar incontables rituales complejos, hasta el punto de que su día a día se veía perturbado por ello. Por ejemplo, si veían una comadreja debían detenerse inmediatamente y antes de continuar su camino coger tres piedras pequeñas y arrojarlas delante para conjurar los maleficios. Cuando una serpiente entraba en una casa, había que elevarle un altar doméstico. Se redactaban leyes y tratados de paz siguiendo las indicaciones dudosamente precisas de los balidos de un carnero o los movimientos de un cabrito.

Aníbal recomendó al rey Prusias que entrase en guerra contra los romanos, pero el soberano se negó aduciendo que las víctimas de los sacrificios le recomendaban que no lo hiciera. Más que una recomendación, era una orden. A lo que Aníbal respondió, perspicaz e irónico: «De modo que prefieres los consejos de un carnero antes que los de un viejo general».

Es evidente que, tanto antaño como ahora, no todos se dejan arrastrar por la superchería y la religión. Siempre ha habido quien ha sospechado y descubierto los engaños. Menos mal.

Catón, según cuenta Cicerón, dijo: «No comprendo cómo dos augures pueden mirarse sin reírse». Porque, evidentemente, practicando ambos el mismo oficio no se les escaparían las estupideces con las que subyugaban la voluntad del pueblo.

Sin embargo, incluso Virgilio, Horacio, Tácito, Plinio el Joven, mostraron su respeto por los augurios y supersticiones. Con lo cual queda demostrado que ni siquiera las inteligencias más preclaras y sensibles están a salvo del engaño.

La fe, además, es capaz de arrastrar las voluntades, que caminan mansamente por los senderos de la locura. De hecho, los romanos, en algunas ocasiones, incluso llegaron a ofrecer sangre humana como sacrificio.

Plinio cuenta que cierta vez un griego y una griega fueron enterrados vivos solo por que así lo recomendaba una profecía sangrienta. Y Dión acusó a César de haber ejecutado a dos hombres en el campo de Marte por idénticas razones.

Y es que la divinidad a menudo tiene un apetito sangriento e insaciable. Como Baal, exige muerte y sacrificio. Los hígados de las víctimas eran con frecuencia los órganos donde el futuro escribía sus imágenes dudosamente reveladoras.

En el viejo país de Gales, para conocer el futuro se ejecutaban prácticas como rociar de sidra la cabeza de una vaca, entre cuyos cuernos se había colocado una torta. El animal, obviamente tendía a sacudirse la molestia de encima, de manera que, si la torta caía hacia delante, indicaba que habría una buena cosecha y si caía del lado trasero, que sería mala.

El método era creído, con toda su absurda ceremonia, por quienes lo practicaban.

Asimismo, en regiones septentrionales de Europa durante mucho tiempo existió la costumbre pagana de emparedar a un animal vivo en la base del edificio cuando se construía una iglesia. Esto es, enterrar bajo los cimientos del pórtico o del altar a un cordero o un caballo. Vivos. El origen pagano de tal costumbre es evidente, porque si algo realizó el cristianismo fue precisamente cruzar el Rubicón del símbolo: sustituir la sangre de un ser vivo por una palabra, un trozo de pan o un trago de vino. Pero la fusión del cristianismo con creencias paganas puede verse en actos como estos, en los que se ofrece la sangre y el dolor reales, intentando así aplacar al Dios que infunde terror, no al Dios del amor precisamente. Al viejo airado Dios de siempre.

La superchería ha servido incluso para hacer justicia, con métodos tan extraños como el que se utilizaba en tiempos de Plinio, llamado la Axinomancia: consistía en descubrir a los ladrones y a los asesinos lanzando un hacha de mango largo contra el tronco de un árbol. Cuando esta comenzaba a desprenderse, por el peso, el que la había lanzado recitaba los nombres de los individuos sospechosos (todos los que se le ocurrían o lograba recordar en ese momento), y aquel al que se nombraba justo cuando el hacha caía el suelo era declarado culpable. Como prueba judicial no parece demasiado garantista ni racional, ni sensata, y sin embargo las consultas por medio de las hachas eran algo cotidiano entre los griegos antiguos.

Hoy los métodos han cambiado, pero tanto los augures como el pueblo siguen cumpliendo con el mismo papel que en la Antigüedad. Unos engañando y los otros aceptando las mentiras como si fueran palabra de Dios. También en nuestros días, a pesar de que no se ejecutan animales o seres humanos en aras de implacables y absurdas profecías, muchos ciudadanos terminan siendo víctimas del dictado ideológico divino con que dirigentes de países occidentales y supuestamente democráticos los gobiernan. Y pierden los nervios, la salud, su bienestar económico y familiar por seguir los mandatos de un líder

Igualmente, en la actualidad, también la justicia puede ser muy atrabiliaria y arbitraria y estar basada en el peso de la influencia, sobre todo política e ideológica. Todo lo cual, evidentemente, tiene la misma ecuanimidad que el peso de un hacha o el mismo valor que el apetito de unos pollos. A veces se hace difícil asegurar que los tiempos cambian, que mejoran el mundo humano.

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