Kitabı oku: «Niebla en Wharran Percy»
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© Ángeles Martí
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 9788411140294
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.
Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».
.
La amistad y el amor llegan cuando y
donde menos te lo esperas.
1
2 de febrero de 1435
La joven morena no se dignó a contestar a semejante sandez. Era evidente que solo buscaba provocarla. Le dio la espalda y desapareció en la oscuridad. Él se quedó allí tirado, sangrando y dolorido por los golpes. La tenue luz del candil parpadeaba, estaba a punto de apagarse. Si no conseguía llegar a la aldea deprisa estaba muerto. Cogió aire y con gran dificultad se puso en pie apoyándose en un tronco caído. Desde su emplazamiento veía unas luces. No estaba lejos. El problema era el camino intransitable y que, en ese momento, él se hallaba en unas condiciones físicas deplorables.
La saya estaba desgarrada, dejando ver las terribles heridas que le habían sido infligidas. No perdió tiempo tratando de cubrirlas, ya habría tiempo de ello si llegaba a la aldea, si no de nada serviría. Cogió el candil y, con precario equilibrio, comenzó a caminar, tambaleándose y protegiendo a toda costa la luz que llevaba, evitando en la medida de lo posible, que cayera el aceite que alimentaba la llama.
No tardó en comenzar a oírlos. Los susurros se acercaban para luego alejarse. Él no miró atrás, sabía que la niebla lo seguía. Tuvo un ramalazo de preocupación por la joven. Se hallaba sola en el bosque, en la oscuridad lejos de la aldea. Pero la preocupación se tornó rabia. Ella era la culpable de su situación, de sus problemas, de sus heridas… ya no era asunto suyo. Todo lo que le ocurriera le estaría bien empleado. Ahora debía preocuparse por sí mismo. El aceite llegaba a su fin y aún le quedaba un buen trecho para llegar a las casas. Tendría que correr.
El candil estaba prácticamente apagado. El terror se apoderó de él. Sus piernas no necesitaban que las azuzara, corrían solas tropezando con todo. Estaba llegando al claro de la aldea. Veía las enormes hogueras crepitando. Comenzó a gritar como un poseso. Se abrieron las puertas por las que asomaban candiles temblorosos y luego cabezas curiosas. Nadie hizo ademán de ir a ayudarlo. Tan solo miraban como corría, o más bien como se levantaba continuamente para volver a caer al segundo siguiente. Tiró el candil que ya era solo un estorbo.
En una de las casas, una joven lloraba abrazada por su madre. Era Laura, su ángel. Ella lo miró sollozando. Él cayó de rodillas destrozado. La miró suplicante, pero su madre la metió en casa, para que la pobre niña no viera a su prometido morir sin remisión. Resignado, se tumbó en el suelo, rindiéndose a lo inevitable. Toda la aldea vio cómo la niebla lo engullía y las sombras se lo llevaban. Poco a poco, todos desaparecieron en el interior de sus casas. En un silencio atronador, fueron acomodándose todos alrededor del fuego, a la espera del alba. Sería una noche muy larga.
2
29 de enero de 1435
Anthon se arrebujó en su capa de lana, la mañana era muy fría y amenazaba nieve. El carro traqueteaba por el camino de Malton, hacia Wharram Percy, su nueva parroquia.
Se hallaba en la Abadía de Kirkham, de visita, cuando le notificaron que había fallecido el anciano Pastor Seraphim, y que debía hacerse cargo de la iglesia de St. Martin lo antes posible. Un rico mercader de la aldea, Allard Hemsley, estaba de viaje por la zona, y se ofreció a llevarlo. Por el camino, le dio una clase magistral sobre ovejas y lana.
—Nuestra lana es la mejor de todo Yorkshire. —Su gran barriga se movió al ritmo de sus carcajadas.
Rio de buena gana. A pesar de llevar muchas horas subidos al carro, Allard no perdía su buen humor, cosa que aliviaba la pesadez del viaje. A media tarde, llegaron a la aldea. Anthon se irguió para observar con detenimiento el que sería su nuevo hogar y sus nuevos feligreses. En la entrada de Wharram, oyó los golpes característicos del martillo contra el yunque, cuando pasaron frente a la herrería. Un poco más adelante, una larga calle con viviendas a ambos lados. Apenas había gente en la calle, ya estaba oscureciendo y se refugiaban en sus hogares, al calor de la lumbre. Alguna cabecita infantil asomaba por detrás de la cortina, curioseando al visitante, pero enseguida era llamado al orden y desaparecía. Al final de la calle, un campanario se elevaba hacia el cielo.
Se dio cuenta de que Allard había dejado de hablar, iba cabizbajo y taciturno. No entendía el repentino cambio de humor de su compañero de viaje, pero lo achacó al cansancio y el frío. Pasaron de largo de la iglesia, hacia la casa parroquial, justo al lado. Una vivienda que, a pesar de la oscuridad, era obvio que había vivido tiempos mejores. El carro paró justo ante la puerta. Anthon bajó de un salto y estiró su cuerpo entumecido. El mercader seguía callado y no hizo ademán de bajar del pescante, solo miraba inquieto hacia las sombras, como si esperara que algo surgiera de repente. La puerta se abrió, dejando paso a una mujer, con un candil en la mano, rostro serio y mucha prisa.
—¿Es usted el nuevo pastor? —soltó a bocajarro, sin salutación previa—. ¿Tiene sus pertenencias en el carro?
Anthon apenas pudo abrir la boca, solo señalar un pequeño baúl, sobre el que descansaba su morral.
—¿Y a qué espera para cogerlo? ¿No querrá que lo cargue yo? —El tono era tajante, pero no hosco.
Se dio prisa en obedecer, recogió sus cosas y se dirigió al mercader, para agradecerle la bondad de haberlo llevado sano y salvo a su destino.
—Señor Hemsley, márchese ya a casa, se hace tarde y tiene que guarecerse —dijo la mujer, mientras entraba de nuevo en la casa.
Al joven pastor apenas le dio tiempo de saludar al mercader con la cabeza, cuando este ya daba la vuelta y ponía su caballo a un trote ligero de regreso a su hogar. Se quedó allí plantado, sin saber cómo reaccionar ante el cambio de humor del señor Hemsley y sus prisas por salir de allí.
—Pastor, no me puedo pasar la noche aguantando la puerta.
Ella parecía temer algo. Estaba nerviosa y miraba la oscuridad, que ya se cernía sobre el pueblo. Entró lo más rápido que le permitieron los bultos con los que cargaba, y la puerta se cerró tras él. Una vez dentro, la mujer se relajó visiblemente. Dejó el candil en un pequeño mueble de la entrada, y miró al Pastor. Era muy joven. El pobre estaba en medio del recibidor, cargado como una mula, sin decir palabra y mirándola expectante, esperando instrucciones.
—Buenas noches, pastor. Soy Anne Bradbury —se presentó con una amplia sonrisa—. Venga, lo ayudaré a acomodarse.
—Encantado de conocerla, Anne. Soy Anthon Owen.
—Sígame, pastor. Le enseñaré su habitación.
Cogió el candil y comenzó a subir las escaleras, con el joven pegado a sus talones. En el primer piso había un pequeño rellano que daba a varias puertas. Anne abrió la primera y entró. Encendió varias velas, iluminando un cuarto sencillo y austero. Anthon dejó su baúl a los pies de la cama, se acercó al fuego para intentar quitarse el frío del cuerpo.
—Póngase cómodo. Enseguida le subo agua caliente y una toalla para que pueda lavarse un poco. —Salió de la habitación sin esperar respuesta.
Anthon estaba desconcertado por la llegada y el recibimiento. Del cambio de humor del señor Hemsley podía culpar al cansancio. La frialdad y las prisas de Anne, para luego ser todo amabilidad, lo habían dejado descolocado por completo. Y el miedo. Mucho miedo. ¿Pero a qué? Anne subió el agua caliente, dejó una toalla encima de la cama y le dijo que la cena estaba lista. Él se lavó a conciencia, cambió su camisa por una limpia y bajó siguiendo el delicioso olor a comida. Entró en la cocina, aparte del aroma encontró un agradable calor proveniente de los fogones, que le quitó el frío del cuerpo y le hizo sentir como en casa.
En un rincón, había una mesa con dos bancos, uno a cada lado. Estaba preparada para un comensal. ¿Iba a cenar solo? La joven no estaba en la cocina. Aparte de la puerta por la que acababa de entrar, había dos más. Una daba a un huerto, que estaba en la parte trasera de la casa. Oyó ruidos tras la otra puerta. Se asomó y vio que era una alacena, grande y bien provista. Anne estaba ordenando varios recipientes, sin darse cuenta de que era observada.
—Disculpe, Anne.
Tuvo que esquivar uno de los recipientes, que iba directo a su cabeza, y se estrelló contra la puerta, dejando un reguero de compota y salpicando la camisa limpia del joven. Ella se llevó las manos a la cabeza al ver el estropicio y que casi mata al nuevo pastor.
—Por Dios, perdóneme, yo… —balbuceaba mientras corría a limpiarlo con un trapo, con cara de susto.
—No se preocupe. Tiene usted buena puntería, ¿lo sabe? —Rio con ganas, intentando relajar el ambiente, y quitarle hierro al intento de asesinato.
—No se ría de mí, pastor. Casi le abro la cabeza. ¿Cómo se le ocurre darme ese susto? —refunfuñó Anne.
—No era mi intención. He bajado siguiendo el estupendo aroma de la cena, oí ruidos tras la puerta y me asomé. —Pasó un dedo por la compota estrellada en la puerta, y la probó—. Mmm, ¡deliciosa! ¿La hace usted?
Anne no pudo evitar unirse a las risas. Salió de la alacena y se dirigió a la puerta de la cocina.
—Venga conmigo, pastor. Le enseñaré dónde está el comedor y le serviré la cena.
—¿Cenaré solo?
Ella lo miró extrañada.
—¿Con quién quiere cenar? No esperaba que, el primer día, ya tuviera usted invitados.
—No, no tengo invitados —balbuceó Anthon.
Salieron de la cocina y entraron en el comedor. Allí la mesa también estaba preparada para un solo comensal.
—Usted cena aquí. Yo en la cocina —iba a marcharse, pero él no se lo permitió.
—Disculpe mi atrevimiento, pero, o comemos los dos aquí, o los dos en la cocina. No me gusta comer solo.
Anne no salía de su asombro ante tal petición, y Anthon no le dio tiempo a negarse. Cuando pudo reaccionar, él ya había recogido la vajilla del comedor y se dirigía a la cocina tan campante. No le quedó más remedio que seguirlo y ver cómo acababa el asunto. Mientras cenaban, descubrieron que tenían edades similares, él veintisiete años y ella veinticinco. Al cabo de un rato, ya hablaban como viejos amigos, riendo y compartiendo anécdotas.
Acabaron la cena y ella se levantó para recoger, esperando que él subiera a descansar. Pero Anthon se arremangó la camisa, cogió un trapo húmedo, un cubo con agua y fue a recoger los restos de la compota en la puerta y el suelo de la alacena. Ella ni siquiera intentó protestar. Estaba claro que las cosas iban a ser diferentes con el joven pastor. Arregló la cocina y preparó una tisana para los dos. Se sentó y, mientras daba sorbitos a la infusión, observaba al joven limpiando y recogiendo los trozos de la vasija rota. Era obvio que no limpiaba por primera vez. «Sí, esto va a ser muy interesante», se dijo.
Anthon acabó de recoger el estropicio y se sentó a la mesa. Disfrutaron en silencio del vino caliente.
—Vaya a descansar, pastor. Mañana tiene un día muy ajetreado.
—¿Ah, sí? ¿Y qué ajetreo tengo? —preguntó sorprendido—. Acabo de llegar, tengo que instalarme, conocer a la gente…
—Mañana es el funeral del pastor Seraphim, y después la reunión del Consejo, para presentarlo. ¿No le dijo nada el señor Hemsley?
—Pues no. Me habló de las maravillosas virtudes de las ovejas y la lana de Wharram Percy, pero omitió los detalles del funeral y la reunión. —Se puso nervioso—. Yo no conocía al anciano. ¿Qué me puede decir usted?
—Decir no, enseñar. Venga conmigo.
Los dos subieron. De las tres puertas del rellano, una ya sabía que era su cuarto, Anthon dedujo que otra sería la habitación de Anne, aunque ella fue directa a unas escaleras.
—Espéreme aquí. En la buhardilla está todo desordenado y podría hacerse daño.
No tardó mucho en volver a bajar con tres libritos abrazados contra su pecho.
—Tenga, son algunos de sus primeros dietarios. Creo que lo podrán ayudar, pero no se pase la noche leyendo. —Sonrió al entregarle los libros y el candil—. Buenas noches, pastor.
—Buenas noches, Anne.
La vio alejarse y adentrarse en la oscuridad del pasillo. Entró en su cuarto, avivó el fuego y trató de leer un poco, pero su cabeza iba por otros derroteros.
***
El viaje a mi nueva parroquia no ha sido en absoluto aburrido. El señor Hemsley se ha ocupado de tener mi cabeza centrada en sus explicaciones sobre por qué las ovejas y la lana de Wharram Percy eran las mejores de todo Yorkshire. Ha sido un soplo de aire fresco tener una persona alegre al lado, y poder tener la mente entretenida en otras cosas después del problema con el obispo.
Quizá no debería haberme enfrentado de esa forma, pero no pienso dejar que vuelvan a controlar mi vida nunca más. Los señores de Malton, lord y lady Owen tendrán que comenzar a acostumbrarse a que su tercer hijo ya está lejos de su alcance. Por fin he tomado las riendas de mi vida y quiero decidir por mí mismo qué hacer a partir de este momento.
Miro los dietarios de mi antecesor, el anciano pastor Seraphim. Según Anne mañana es el funeral y tengo que hacer el panegírico, pero ¿por qué yo? Lo lógico es que lo haga alguien conocido, no un recién llegado a la aldea. Tendré que ir preguntando las costumbres de Wharram Percy si no quiero meter la pata a las primeras de cambio.
El cuerpo me pide descanso, así que me estiro en la cama, pero mis ojos dicen que no tienen ganas de cerrarse por lo que observo con detalle mi nueva habitación. No es lujosa ni llena de trastos inservibles como la que tenía en el castillo. Ni falta que me hace. Se respira paz y tranquilidad. Los muebles son sencillos y robustos, con alguna filigrana pero sin ostentaciones. Un pequeño armario para mi escasa ropa de pastor. A los pies de la cama hay un arcón para dejar otras pertenencias. Una sencilla mesita de noche en la que descansan los dietarios y el candil encendido. Bajo la ventana, una mesa y una silla para trabajar. Se supone que abajo tengo un despacho grande con todo lo necesario, pero siempre va bien un poco de soledad para ordenar pensamientos. Las únicas notas de color son las cortinas y la colcha de lana, seguramente de las fantásticas ovejas de Wharram Percy, las mejores de Yorkshire.
No consigo concentrarme en los diarios. Mi cabeza vuelve, una y otra vez, a mi vida en el castillo y a mi familia. Soy el tercero de cinco hermanos. El mayor, Rowland, es el heredero del título y el mimado de la casa. Todo lo bueno y mejor siempre es para él. Parecerá envidia, pero no. Cuando tenga que llevar todos los asuntos de padre, se dará cuenta de que no es oro todo lo que reluce, o esa es mi esperanza. Archibald es el segundo y ha sido educado para la carrera militar, siempre con los mejores guerreros pendientes de él, entrenándolo cada día. Seguramente él sí habrá aceptado el puesto que padre le habrá comprado, ¿para qué esforzarse en lograr las cosas por uno mismo, si tienes un padre poderoso que utiliza su dinero y posición para lograr aún más poder?
Rowan es el cuarto por lo que nadie daba un chelín por su futuro. Pero desde muy pequeño ha demostrado ser un virtuoso del clavicordio, y es exhibido en todas las fiestas. La quinta y más pequeña es Sybyl. Una niña buena, maravillosa y hermosa, por lo que la tienen entre algodones todo el día, algo que ella adora.
Yo, Anthon Owen, soy el tercer hermano. Destinado al clero, sin discusión ni remisión. Cuando no estaba escondido leyendo algún libro, estaba con los sirvientes del castillo, que ya se habían acostumbrado a verme por allí, y me trataban como a uno más de la familia. Entre ellos me sentía aceptado sin reservas, no como entre los Owen. Mis dos hermanos mayores se unieron para hacerme la vida imposible, llegando a darme palizas que ellos encontraban divertidas y mis padres ignoraban porque eran cosas de niños y yo debía comenzar a espabilarme. Rowan pasaba las horas y los días con su música, por lo que era imposible conectar con él. La pequeña Sybyl me adora, pero madre se oponía a que nos relacionáramos más allá de un saludo cortés, si es que nos cruzábamos. Ella solía escaparse de su institutriz para estar conmigo, hasta que llegó un momento en que le fue imposible y yo tenía que dedicarme por completo a mis estudios.
Me pasaba los días con mis tutores en una pequeña sala habilitada especialmente para mí. Teología, Latín, Filosofía, Historia… todo lo que ellos consideraban que era necesario para dedicar mi vida a la Iglesia, incluyendo una férrea disciplina que solía llevar consigo duros castigos y golpes.
Sacudo la cabeza para alejar esos recuerdos. Trato de esconderlos bajo cientos de llaves, pero siempre vuelven para atormentarme. Tengo que seguir leyendo los dietarios, necesito hacerme una idea del carácter del pastor Seraphim para el panegírico, pero los ojos se me cierran. Un rostro ajado por el tiempo, pero amable y sonriente, aparece entre la bruma de mi duermevela. Es Ruth, mi tía abuela. Falleció hace unos años, a la nada desdeñable edad de sesenta y siete años.
En los cumpleaños del heredero, Rowland, mis padres organizaban grandes fastos, comilonas y bebida a raudales durante varios días. Yo apenas participaba. Me iba al rincón con Ruth. La adoraba. Ella era la única que me entendía, me consolaba y me daba buenos consejos. Gracias a ella seguí adelante cada día sin tirar la toalla a pesar de las adversidades.
Con una sonrisa y los bellos recuerdos de Ruth en mi mente me levanto de la cama y, a pesar del cansancio, me siento frente a la mesa que hay bajo la ventana. Comienzo a leer los dietarios del anciano a la luz del candil y tomo notas para el panegírico.
***
Anne avivó el fuego de su cuarto y comenzó a desvestirse. Estaba cansada, sobre todo mentalmente. Grandes cambios en pocos días alteraban a cualquiera. Llevaba toda la vida en la casa parroquial. Su madre fue la encargada antes que ella. Cuando tuvo edad suficiente, Anne la ayudaba hasta que, demasiado pronto, su madre falleció por unas fiebres. Desde entonces, ella se encargaba de que todo funcionara como es debido en la casa parroquial, además de atender a los pobres de la aldea con la ayuda de varias mujeres. El pastor Seraphim llegó al poco de nacer ella. Había pasado la vida de parroquia en parroquia, hasta que se instaló en Wharram Percy de forma definitiva. Se adaptó sin problemas a la pequeña aldea y enseguida se hizo con el cariño de los feligreses. Fueron años felices y la vida pasaba sin sobresaltos.
La pequeña Anne iba a la escuela por las mañanas y cada tarde ayudaba en lo que podía a su madre. Pero lo que más le gustaba era colarse en el despacho del pastor y que aquel hombre alto, de pelo castaño, ojos marrones y rostro sonriente, le leyera historias, hasta que pudo leerlas ella. Entonces ambos debatían sobre lo que habían leído.
Cuando su madre falleció, la transición fue fácil y sin sobresaltos. Ella ya estaba acostumbrada a la vida en la parroquia, era responsable y trabajadora, por lo que enseguida se puso en marcha. Pero un par de años atrás la vida en la aldea cambió por completo. Todos tenían mucho miedo. El pastor Seraphim se obsesionó con la causa de aquel miedo que estaba destruyendo la aldea, hasta que acabó consumiéndose. No dejaba que nadie entrara en el despacho. Dejó de lado su labor pastoral. Comenzó a hacer acopio de numerosos libros, algunos a escondidas.
Anne veía entrar y salir por la puerta de atrás a hombres de aspecto sospechoso, pero no preguntaba. Solo los veía cargando alguna caja o bolsas de cuero que se quedaban en el despacho del Pastor. Al principio ella entraba a limpiar, pero llegó un momento que Seraphim no la dejó entrar, ni a ella ni a nadie. Ella le dejaba comida en la puerta y allí se quedaba la bandeja sin tocar. La única que consiguió entrar fue Rose Percy. Consiguió que se lavara un poco y comiera algo. Comenzó a ayudarlo en sus pesquisas y acabó tan obsesionada o más con lo que fuera que estaban haciendo allí dentro.
Un día Rose entró en el despacho con la bandeja del desayuno, como cada mañana. Salió al cabo de unos quince minutos anunciando que el pastor había fallecido. Anne no se lo podía creer y entró corriendo en la estancia. El hombre estaba sentado en su silla, derrumbado sobre la mesa, con los ojos abiertos y el rostro ceniciento. Sintió un escalofrío al recordarlo. Se puso el camisón y se acercó a la chimenea. Tenía una mecedora frente al fuego y un chal en el respaldo. La lana la envolvió mientras se sentaba.
La tarde había resultado un tanto extraña con la llegada del nuevo pastor. Para empezar, era joven. Alto, con ojos verdes, delgado y muy desgarbado. Que no quisiera cenar solo en el comedor y se arremangara para ayudarla a limpiar la había dejado descolocada. El pobre hombre había aguantado su mala cara al llegar sin hacer comentarios. Ella sentía haberlo recibido de esa forma, pero la noche era peligrosa y el señor Hemsley tenía que ir a refugiarse a su casa antes de que fuera tarde. Los próximos días serían complicados ya que él haría muchas preguntas. ¿Cómo se tomaría que ella no las pudiera o no las quisiera responder? Acababa de llegar y nadie sabía, ni siquiera él mismo, si se iba a quedar de forma definitiva en la parroquia. Ella no quería meter la pata. Si alguien debía informarle, que fuera el Consejo.
Con un suspiro, se levantó de la mecedora y se metió en la cama. Rezó sus oraciones, apagó la vela y se durmió.
3
30 de enero de 1435
Unos golpes en la puerta lo sobresaltaron. Se había quedado dormido con uno de los dietarios en las manos. Lo dejó en la mesilla y se sentó en la cama, mirando a su alrededor, tratando de recordar dónde estaba. En la chimenea apenas quedaban unas brasas. Se levantó para avivar el fuego y sonaron los golpes de nuevo.
—Pastor, buenos días. Le traigo agua caliente para lavarse. ¿Puedo pasar?
Esa voz. Corrió a abrir la puerta, para encontrarse con una sonrisa radiante. Anne estaba en el rellano cargada con una jofaina y un aguamanil humeante. Se apartó para dejarla pasar.
—Buenos días. ¿Qué hora es? Aún no amaneció —saludó con voz pastosa Anthon.
—No, aún no. Anoche hablamos mucho, pero no de algunas cosas importantes, como su hora de levantarse. Así que me he tomado la libertad de venir a la misma hora que solía levantarse el pastor Seraphim, las cinco de la mañana.
Dejó la loza encima de la mesa, junto con una toalla limpia y bien doblada al lado. Se giró hacia el joven pastor. Tenía las marcas de la sábana en la cara, los ojos rojos, el pelo como un nido de pájaro y la misma ropa de la noche anterior, incluidas las manchas de compota.
—Sí, me he dormido leyendo. El cansancio pudo conmigo en pocos minutos. No, no me he cambiado, sigo oliendo a compota. Y sí, esta es una hora estupenda para levantarse y comenzar la obra del señor —dijo el joven, mientras se agachaba para avivar el fuego.
—Pues ya que lo hemos dejado todo claro, pastor. —Sonrió Anne—. Voy a preparar el desayuno. Le dejaré una cesta al lado de la puerta para que deje la ropa sucia y luego subiré a buscarla. ¿Sabrá llegar a la cocina?
—Solo tengo que seguir el maravilloso olor de su comida, Anne.
Anthon la vio marcharse y cerrar la puerta. Era un soplo de aire fresco en comparación a las anteriores parroquias en las que había estado con normas encorsetadas y obsoletas seguidas a rajatabla por matronas mayores que no tenían la menor intención de avanzar con los tiempos.
Se quitó la ropa y comenzó a lavarse con energía. Mientras se secaba, se acercó a la mesa donde estaba el panegírico en el que había estado trabajando. Se notaba que no conocía al anciano, pero poco se podía hacer ya para solucionarlo. Acabó de vestirse y estiró la cama. Seguro que no estaría tan bien como si lo hiciera Anne, pero le gustaba valerse por sí mismo en la medida de lo posible. Metió la ropa sucia en la cesta y se la apoyó en la cadera, como había visto hacer a las doncellas en el castillo cuando iban al río a lavar la ropa. Cogió los papeles en los que había estado trabajando y bajó las escaleras. Llegó a la cocina tal y como había dicho, siguiendo el maravilloso olor de la comida de Anne.
***
El funeral no ha ido tan mal como pensaba, de hecho, hasta me han felicitado por el panegírico que escribí anoche. He recogido la sacristía y me preparo para ir a la reunión del Consejo. Dos hermanas, Martha y Mathilda Wadlow, se quedan limpiando. Me despido y salgo a la calle, arrebujado en mi capa. Esta zona de Yorkshire es fría aunque estamos de suerte, hace sol y calienta un poco los huesos. Comienzo a caminar, pero enseguida freno, ¿dónde tengo que ir? No conozco el pueblo ni tengo idea de dónde se hacen las reuniones del Consejo. Respiro hondo. El aire frío me despeja y me hace temblar a pesar de la capa de lana. Entro de nuevo en la iglesia y me acerco a las hermanas.
—Disculpen, señoras…
—Señoritas, pastor —me interrumpen con una sonrisa.
—Señoritas Wadlow, ¿podrían decirme dónde se reúne el Consejo y cómo llegar? Temo que no he sido informado y, como saben, apenas llevo medio día en el pueblo.
Suelo ser parco en palabras pero cuando estoy nervioso, como ahora, doy hasta demasiadas explicaciones. Las mujeres me miran y asienten. Una se acerca a mí, no sé cuál, espero resolver esto pronto.
— Sígame, pastor. Lo guiaré desde la puerta, es muy fácil.
La mujer pasa por mi lado y sigue caminando hacia la puerta. A pesar de su edad es ágil y tengo que apresurar el paso para llegar hasta ella. Ambos salimos del edificio y la mujer señala el final de la calle.
—¿Ve la herrería, pastor?
Asiento. El pueblo es pequeño y esta es la calle principal, de hecho, la única calle. El resto son pequeños caminos que llevan a los campos de cultivo y de pastoreo. La calle se puede decir que comienza en la herrería, que es la entrada al pueblo, y llega hasta la casa parroquial, que está en la otra punta. Allí comienza otro camino que va hacia el molino y, según creo, hay alguna otra casa.
—Al lado de la herrería —prosigue la mujer— hay varias casas pequeñas y una casa señorial, esa es la del señor Hemsley. Allí suelen celebrarse las reuniones del Consejo. Ya ve que está cerca y es fácil de llegar.
—Desde luego, señorita Wadlow. Muchas gracias por las instrucciones. Ha sido usted muy amable con este pastor perdido.
Ya lo he vuelto a hacer, creo que me he pasado con el chascarrillo, aún no conozco a la gente del pueblo y no sé cómo se lo van a tomar. La mujer ríe con ganas, creo que vamos a llevarnos bien. Me despido y comienzo a caminar con parsimonia. Observo las casas de mis vecinos. Son sencillas y acogedoras, con grandes chimeneas funcionando a todas horas para caldear los hogares. El olor a madera quemada y humo no me molesta, al contrario, hace que todo sea más real. El ruido de mis pisadas me acompaña diciendo «estoy aquí, he llegado y voy a afrontar lo que me echen». Ojalá yo pensara lo mismo que ellas.
Llego a la casa señorial. Es bastante grande, de piedra, con una gran puerta de madera que está entreabierta. Se oyen voces dentro. Subo los tres escalones y me acerco para llamar, pero una jovencita abre del todo la puerta y me hace señas para que entre. No me mira. La sigo hasta un salón lleno de hombres y ella sigue con la cabeza gacha. Con la mano me indica que entre en la estancia. De repente escuchamos unos gritos ensordecedores
—¡Meggy! ¿Dónde estás, niña estúpida?
La joven corre escaleras arriba, directa hacia los gritos. Jamás había visto a alguien ir tan rápido hacia el peligro. No me doy cuenta del tiempo que llevo paralizado en la puerta hasta que el señor Hemsley se acerca a saludarme. Los gritos no solo han asustado a la criada.
—Buenos días, pastor. Veo que no le ha costado encontrarnos. Entre y le presento a algunos de sus nuevos feligreses.
El hombre me pasa el brazo por los hombros y me guía hacia el interior del salón. Es lujoso, pero sin grandes ostentaciones. Una gran mesa en el centro, rodeada de varias sillas con brazos. Una enorme chimenea calienta la estancia y frente a ella hay unas butacas grandes con una alfombra a los pies. Al otro lado, un gran mueble con puertas y cajones de madera maciza. Me van presentando al resto de miembros del Consejo. Cuando vuelva a la casa parroquial tendré que apuntarlos para poder recordarlos. Nos sentamos y comienza la reunión en la que, como es lógico, no se espera que yo aporte nada, por lo que ni tan siquiera me preguntan mi opinión.
Entre el calor de la chimenea, el trajín del viaje y la noche casi en vela, me voy amodorrando. Entre la bruma escucho las palabras «desaparición» y «muerte». Me espabilo y presto atención. Unas toses interrumpen al orador y veo cabezas girándose hacia mí sin disimulo alguno. El cambio de tema es evidente y también sin disimulo, por lo que suspiro y trato de volver a mi amodorramiento hasta que acabe la reunión. No lo consigo así que intento recordar si en la misiva del obispado enviándome a Wharram Percy hay alguna alusión al respecto. La repasaré con atención por si acaso se me pasó algo.