Kitabı oku: «Moda y tradición», sayfa 2
Si bien las migraciones mencionadas se producen en la República, a excepción de las de los chinos que se tratará detalladamente más adelante, la historia de Lima no se puede contar sin la influencia de los afrodescendientes, y su impacto en las tradiciones y costumbres.
1.4.2 Los afrodescendientes
Los africanos llegaron a América hacia fines del siglo xv en condición de esclavos. En ese momento, se incorporaron en los gustos y sentires de los limeños, sus usos y costumbres. Entre 1493 y 1595, arribaron mediante el sistema de licencias, permisos aislados otorgados por el rey; entre 1595 y 1789, según el sistema de asientos, entrega de la trata a una compañía que ejerció el monopolio del suministro de esclavos en gran escala; y, entre 1789 y 1813, a través del libre tráfico, donde cualquiera podía ejercer dicho comercio.
Para tener una idea de la distribución de esclavos en la costa y en Lima en particular, las cifras del censo de 1795 indican que de 1 076 152 habitantes, 40 336 eran esclavos. De esta cifra, 18 000 se instalaron en el Cercado de Lima y 4000 en Ica; mientras que, en Chancay, Cañete, Lambayeque y Arequipa, la cifra era inferior a 1000. Durante la gesta emancipadora, San Martín los convocó para enrolarse en el ejército patriota con la promesa de obtener su libertad. Así, decretó la “libertad de vientres”, con lo cual eran libres los hijos de las esclavas nacidos desde el 28 de julio de 1821 y los mayores que se alistaban en el ejército (Basadre, s. f.).
[…] el decreto de 12 de agosto de 1821 declaraba libres a todos los hijos de esclavos nacidos desde el 28 de julio de ese año y mandó que anualmente se rescatase a cierto número de esclavos mayores designados por la suerte pagando el gobierno a sus amos. La misma gracia fue concedida a los que se enrolasen en el ejército (Basadre, s. f., p. 135).
El decreto del 24 de noviembre del mismo año obligaba a los amos a proveer los gastos de crianza y educación de los hijos de madres esclavas hasta los 20 años en las mujeres y los 24 años en los varones. Los libertos, bajo la vigilancia de las municipalidades, debían aprender a leer, escribir y algún ejercicio industrial. La Constitución de 1821 declaró que eran hombres libres los nacidos en Perú y que nadie era esclavo ni podía ingresar al país en esa condición. En 1826, la Constitución bolivariana omitió el artículo sobre manumisión de los esclavos por dañar la única mano de obra existente en la costa (Basadre, s. f.).
En el reglamento de las haciendas de 1825, el régimen de trabajo empezaba a las seis de la mañana, con horas para el reposo y el alimento, y terminaba a las seis de la tarde en las chacras y en las casas de pailas2; en las haciendas de caña, se extendía hasta las ocho de la noche. En los días festivos, estaban prohibidas las labores, excepto las que demandasen el aseo de las casas y de las oficinas. En el caso de que se requiriese otra tarea, el amo pagaría al siervo el jornal como si fuese libre (Basadre, s. f.).
Por faltas comunes se les azotaba 12 veces, sin hacerlos sangrar. Estaban excluidas las doncellas de 14 años, las mujeres casadas, los ancianos y los que tuviesen hijos púberes. Debían comer dos raciones de frijol, y harina de maíz con arroz y carne en ciertos casos. Además, tenían prohibido el uso de armas y, en la noche, se les enseñaban los dogmas de la religión (Basadre, s. f.).
San Martín cedió a los propietarios el derecho de tutela sobre los hijos de sus esclavos hasta que cumplieran los 24 años. Bolívar les otorgó el derecho a cambiar de amo si se probaba que actuaba con crueldad. No obstante, en el folleto de José María del Pando, en defensa de los derechos de los hacendados, denunciaba que los negros trabajaban cuando querían y la insolencia con sus amos. Por ello, se incrementó el cimarronaje y el bandolerismo (Huiza, 1998).
Las cofradías o hermandades conformadas tanto por esclavos como por negros libertos ayudaron a que los afrodescendientes decidieran sobre su libertad. Algunos trabajaban para terceros con autorización de su amo y con el jornal negociaron su libertad. Por razones políticas, Castilla y su ministro Toribio Ureta dispusieron la abolición de la esclavitud el 3 de diciembre de 1854, durante la revolución contra el gobierno del general Echenique. La manumisión ocasionó el desamparo de los esclavos viejos, la capitalización de los hacendados y el aumento del costo de vida por el encarecimiento de la mano de obra en el campo. Desde siempre, se desempeñaron como peones o jornaleros de sus antiguos amos, o en las ciudades como matarifes3, aguadores y mercachifles. También participaron en las sublevaciones políticas. Incluso, integraron bandas de asaltantes en los alrededores de Lima, o cerca de las haciendas y chacras vecinas (Huiza, 1998).
Había 40 000 esclavos negros en la costa, distribuidos entre empleados domésticos en las casas de la vieja élite colonial. Se desempeñaron como cocheros y cocineros, y las mujeres, principalmente como mucamas y amas de leche. Entonces, un esclavo se dedicaba a diversas actividades domésticas en el taller o en la tienda; en cambio, el trabajo doméstico costero era denigrante para indios y mestizos. También podían laborar como empleados en medianos y pequeños comercios, siempre bajo el control de sus amos (Huiza, 2017; Valdizán, 2012).
En las haciendas y chacras de los valles de la costa y de algunos valles cálidos serranos predominaba la mano de obra esclava combinada en pequeña proporción con la de los yanaconas y peones: más de 500 trabajaban en las haciendas Casablanca y La Quebrada, del Convento de la Buena muerte, en Cañete; unos 400 en la hacienda Villa de Surco, otros tanto en las haciendas Bocanegra, San Nicolás de Supe o Andahuasi de Huaura, de la orden de San Agustín; 300 en las haciendas de los Carrillo de Albornoz en Chincha; al lado de muchas chacras con 2, 10 o 20 negros. La chacra Puente del Callao, por ejemplo, contaba con 26 esclavos: la de Chacarilla con 24 y la de Santa Beatriz con 3, ambas en Lima (Flores Galindo, 1988, como se citó en Valdizán, 2012, p. 380).
Los esclavos aprovecharon el caos sociopolítico para fugar y formar bandas de cimarrones, montoneros y salteadores de caminos. Obtuvieron préstamos de hermandades para comprar su libertad. A otros, sus amos les otorgaron la posibilidad de trabajar a cambio de un jornal. En Lima, el número de negros libertos alcanzó el 40% y el 50% de la población esclava (Valdizán, 2012).
Las constituciones liberales (1823,1828 y 1824) prohibieron el ingreso de esclavos, mientras que la Constitución autoritaria de 1839 no hizo mención a ninguna prohibición. Más aún, Gamarra extendió el derecho de tutela hasta la edad de 50 años y Castilla, durante su primer mandato, permitió no solamente el ingreso de esclavos sino que reconoció expresamente la existencia de la esclavitud en el país (Valdizán, 2012, p. 127).
Respecto a las actividades económicas que ejercieron, Jesús Cosamalón (2014), en Los últimos esclavos. Africanos en Lima según el censo de 1860, afirma que estaban determinadas por el género. Las mujeres se desempeñaban como parteras, preceptoras, amas de leche, sirvientas, jornaleras, costureras, lavanderas, dulceras y cocineras, principalmente. Con el tiempo, algunas funciones adquirieron importancia como las parteras convertidas en el siglo xix en obstetrices. El trabajo reforzaba su condición de plebeya en una mujer que tenía menos honor que las esposas de los miembros privilegiados de la sociedad, los cuales —aunque se endeudasen— se esforzaban por mantener a la esposa en la casa. Conforme al censo de 1860, había una relación estrecha entre filiación racial negra y el oficio de lavandera. En el caso de las mujeres exesclavas, el tránsito hacia otro tipo de actividades no domésticas fue más complicado que en los hombres.
Los varones cumplían servicios menores como cargadores, serenos, cocineros, porteros o encargándose de labores domésticas. En los oficios artesanales, se desempeñaron como albañiles, bizcocheros, canasteros, panaderos, dulceros, mantequeros, chocolateros, aguadores, sastres, tamaleros y leñateros. Todos considerados de bajo estatus. También se les registró en labores agrícolas como chacareros o labradores, además de camaleros, vendedores de caña, jornaleros y militares. Estos últimos en menor cantidad. Los zambos y mulatos se dedicaron a oficios como artesanos, entre los que se encuentran zapateros, tintoreros, herreros, carpinteros, pequeños comerciantes con sus tiendas o cajones, vendedores ambulantes, aguateros, trabajadores eventuales en los extramuros de la ciudad y, en el peor de los casos, como bandoleros en los caminos de acceso a las ciudades (Valdizán, 2012).
1.4.3 Los chinos
En 1849, Castilla decretó la Ley General de Inmigración, que ordenaba pagar una prima de 30 pesos a toda persona o empresa que introdujera colonos extranjeros de cualquier sexo entre diez y 40 años. El primer contrato fue suscrito por Domingo Elías para incorporar por un plazo de cuatro años mano de obra china. Entre 1849 y 1873, llegaron de Macao4 alrededor de 90 000 culíes5. Los buques, con la bandera peruana que los trasladaron, y los viajes se realizaron en condiciones deplorables, los cuales ocasionaron la muerte de 12 000 chinos (Basadre y Valdizán, 1912).
Cada culí fue objeto de un contrato de trabajo transferible con vigencia de ocho años, pudiendo servir en múltiples oficios y ocupaciones: agricultor, pastor, criado o trabajador en general. Su pagó [sic] consistió en un peso semanal, una libra y media de arroz y una cantidad de carne o pescado diariamente, y al año una frazada y dos vestimentas (Valdizán, 2012, p. 127).
Respecto a la llegada de los chinos, Juan de Arona (1891), en el libro La inmigración en el Perú, describe que era curioso ver desfilar por las calles de Lima hileras de hombres de piel amarilla, de ropa suelta, con larga trenza prendida de la nuca, y con calzado de doble y triple suela de espeso fieltro. A quienes los mataperros les seguían gritando: “¡Chino macaco!”, apodo tomado de uno de los puertos de procedencia.
Los culíes fueron destinados a las haciendas costeras, a las islas guaneras y más adelante a la construcción de ferrocarriles. La mayoría trabajó en los cultivos de arroz y de caña de azúcar, donde a causa de los maltratos y abusos estallaron las revueltas de Pativilca (1870), Huacho (1875) y Trujillo (1876). Muy pocos retornaron a su lugar de origen, aunque el contrato garantizaba el pasaje de regreso. El tráfico de culíes terminó con el Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre Perú y China, suscrito en Tientsin el 26 de junio de 1874.
1.4.4 Los cholos
Normalmente se denominan de esta manera a quienes tienen ascendencia indígena o provienen de la sierra. Se concentraron en las comunidades y en las haciendas en condición de yanaconas, es decir, trabajaban una parcela de tierra del hacendado sin recibir pago alguno. Los indígenas, al no saber leer ni escribir y estar casados, no obtuvieron la condición jurídica de ciudadanos. A mediados del siglo xix, los liberales consideraron que la contribución personal era injusta y causa de su envilecimiento. Así, durante la revolución liberal contra Echenique, en 1854, consiguieron que Castilla aprobara en Ayacucho un decreto que abolía la contribución indígena (Huiza, 1998).
En la escala social, sus ocupaciones eran las más modestas, pues se desempeñaban como criados junto con los zambos. El abuso de las autoridades en el cobro de la contribución personal y en el trabajo sin remuneración condujeron a sublevaciones como la de Huancané en 1866, encabezada por Juan Bustamante, quien denunció ante el Congreso la condición de servidumbre, explotación e incultura del indio en la sierra sur. Su denuncia inició una etapa de luchas reivindicatorias, apoyada por la prensa y concretada con la Sociedad Amiga de los Indios. Sin embargo, se mantuvo el prejuicio contra este (Huiza, 1998).
Según José Valdizán (2012), más del 60% de la población del país eran indios, distribuidos en su mayor parte en la sierra sur, donde sobrepasaban el 90% de la población total. La población indígena en la costa, sin embargo, era superada por la mestiza y criolla. El predominio de la comunidad indígena era una realidad a inicios del siglo xix, ya que dominaba grandes extensiones agrícolas y vivía en pueblos apartados. Otro era el caso de las comunidades indígenas costeñas, localizadas cerca de los poblados o de las rutas comerciales importantes, quienes mostraron interés en participar en el abastecimiento de las ciudades, y en la elaboración de artesanías y otros productos manufacturados. Los indígenas que no eran miembros de las comunidades vivían en los valles costeros e interandinos bajo el sistema del yanaconaje6 (Valdizán, 2012).
El yanacona era mayormente un indio, aunque a veces también podía ser un mestizo o, incluso, un criollo pobre, como los de algunos valles de la costa. En todo caso, era una persona que bajo distintos acuerdos o compromisos contractuales, generalmente verbales, recibía una parcela en la hacienda para su subsistencia y tenía acceso como en el régimen de servidumbre europeo, a algunos bienes comunes, como pastos, bosques y agua. A cambio debía realizar ciertos trabajos gratuitos, agrícolas o doméstico[s] para el hacendado (Contreras y Cueto, 2007, como se citó en Valdizán, 2012, pp. 37-79).
Los indígenas siempre fueron desdeñados y marginados. Los propietarios de las chacras empleaban jornaleros y yanaconas. Un jornalero era un trabajador eventual, por jornal o día, también asalariado (Valdizán, 2012). Los terratenientes contrataban yanaconas para que laboren en la periferia de sus haciendas, buscando ampliar su predominio territorial y haciéndolos trabajar en cultivos altamente especializados como la caña de azúcar: “Sean yanaconas, jornaleros o comuneros, los indígenas eran despreciados e ignorados no solo por los criollos sino también por los mismos mestizos, en una reproducción constante de la vieja jerarquización colonial decadente” (Valdizán, 2012, p. 37).
Más de una quinta parte de la población del país era mestiza. Los habitantes de origen indio se ubicaban en los valles y poblados de la sierra. Los cholos, mestizos de origen indígena, se dedicaban al cultivo de las chacras como jornaleros, peones o yanaconas, o al comercio como tenderos y vendedores itinerantes por los pueblos de indios en las ferias anuales, muchas de las cuales se realizaban a inicios del siglo xix.
En la cima de un montículo pedregoso y oscuro […] un soldado estaba sentado; delante de él, una cholita, el cuerpo negligentemente caído, la mano caída en las ondas de una cabellera estrellada de flores de jazmín, y el codo apoyado en las rodillas del soldado, escuchaba sonriente alguna confidencia amorosa, arrancando con sus manos los pétalos de una flor de granada. El hombre llevaba la casaca gris y el gorro blanco de cinta verde; la mujer tenía el torso drapeado con un chal escarlata y su fustán remangado, dejaba advertir un pequeño pie calzado de raso blanco, un tobillo fino y una pierna irreprochable (Radiguet, 2003, p. 15).
El traje decimonónico exudaba belleza, gracia y elegancia, atributos presentes en todos los sectores sociales durante el siglo xix. La moda en busca de lo novedoso se percibe desde la óptica del pueblo, que, por las condiciones económicas y de poco acceso a la información, fue relegado a ese influjo. Asimismo, se analizó el impacto contrario, de abajo hacia arriba. El pueblo mantuvo formas permanentes en el tiempo, fue más tradicional, heredó ropa o sus funciones lo limitaban, lo cual le otorgó menos versatilidad.
Otro aspecto que se debe considerar es la materia prima y la manufactura. El proceso emancipador ocasionó la entrada de nuevos mercados. Este libre comercio provocó cambios desalentadores para los gremios, los cuales se vieron afectados:
La exportación de lana de mejor calidad, motivada por los mejores precios que pagaban las industrias inglesas y la competencia de manufactura extranjera, perjudicó a la industria textil artesanal y afectó a miles de familias que producían tocuyos, bayetas de lana, bayetones y otras telas ordinarias de gran consumo en la región sur andina (Huiza, 1998, p. 44).
El autor advierte que, en el Perú republicano, se vive una crisis de las actividades productivas, entre ellas la minería, la agricultura y la manufactura artesanal, por lo que el país fue controlado por comerciantes europeos. De igual manera, señala que, entre 1820 y 1830, los productos extranjeros colmaron los puertos y mercados, favorecidos por su mejor calidad y precios bajos, lo cual desplazó rápidamente a los tejidos nacionales. En este sentido, el Perú mantuvo un importante intercambio comercial con Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia. Además, Huiza (1998) enfatiza el destacado papel de la producción inglesa.
1.5 Usos y significados del traje
El traje del pueblo en el periodo republicano, en mayor medida, recibió la influencia de las clases altas. No obstante, guardó autonomía en cuanto a formas, más tradicionales, y tiempos, al no seguir la moda dominante. Los usos del pueblo se repitieron a lo largo del siglo xix o no se registraron sus cambios como en el caso de las élites. Del mismo modo, se presentaron diferencias marcadas entre los trajes masculinos y femeninos. El rol social del varón fue más activo; por lo tanto, su apariencia en esencia era práctica, determinada por el trabajo, aunque sin dejar de lado la elegancia, conferida por los chalecos, el pantalón, los sacos y el sombrero. En cambio, la mujer mantenía la silueta escindida en la cintura, pero sus piernas estaban más libres por lo roles que cumplía, iba más ligera de ropa; en algunos casos, vestía trajes desgastados heredados de sus amas.
El núcleo era el Centro de Lima. En este espacio, distintos grupos convivieron, y cada vez eran más cercanos, se entrecruzaron y hubo proximidad entre los cuerpos. Sin embargo, el traje marcó la distancia con respecto a la apariencia. Como describe Manuel Atanasio Fuentes (1985), en los días festivos, la plaza se llenaba de frailes, militares, magistrados, hombres de letras y la plebe en su conjunto.
Por la mañana son los aguadores, los militares, las procesiones, etc., y por la tarde mucha gente se pasea por ella. Se entrecruzan ahí mercaderes ambulantes que venden helados, frutas, bizcochos y algunos bufones divierten al público con sus pruebas y sus bailes (Tristán, 2003, p. 481).
Otro espacio importante, por su geografía, pintoresquismo y su relativa lejanía del centro de la ciudad, fue el paseo de las Lomas de Amancaes, el cual albergó los domingos y lunes al pueblo limeño en su conjunto. Allí, el traje mostró gala y movimiento vivo en transformación cuando los arpistas y guitarristas improvisaban entrañables zamacuecas, o cuando las parejas se animaban a bailarlas.
El balneario de Chorrillos, de la misma manera, fue importante. Respecto a la vestimenta, ha quedado evidencia del traje femenino de baño azul con perneras, del traje del pescador y del expendedor del pescado, de los cuales sobresale el sombrero de paja, y las mantas o cobertores para guarecerse del frío. Asimismo, de los bañadores, como se les llamaba a los acompañantes de las damas de alta sociedad en sus incursiones al mar, se destacan los pantalones cortos y de cañón corto, la desnudez del torso y la ausencia de calzado.
En la vestimenta del pueblo, se mantuvieron los modos hispanos como la pollera de ascendencia barroca, con usos de origen prehispánico como el poncho. Durante los primeros años del siglo xix, se sumaron la influencia neoclásica y los tonos claros, especialmente el blanco, así como la elegancia, la sobriedad y la funcionalidad, características acentuadas con el industrialismo. Por su parte, la artificiosidad del Romanticismo en el traje del pueblo permaneció en los detalles decorativos, en los colores vibrantes y en la silueta con preeminencia de las caderas, influencia acentuada desde la década de 1830 en adelante.
La vestimenta del pueblo ofreció la posibilidad de incorporar las tradiciones. En el caso de Lima, un rasgo distintivo fue la presencia barroca, que perduró en el tiempo como las estridencias en cuanto a la gama cromática y que se repitió como eco en los frontis multicolores. También se heredó el fervor religioso en el traje, tal como lo demuestra la mantilla de encajes para oficiar ceremonias religiosas y la costumbre de vestir ropa interior blanca, asociada con la piel (Laver, 2006; Toussaint-Samat, 1994). Esta tradición, entonces, entronca con los ideales higienistas y de elegancia neoclásica. Para el pueblo, la ropa blanca fue, en algunos casos, lo único que portaba. Esto trastocó su significado de prenda interior a única prenda.
Como en las artes plásticas, en el traje se impuso el barroco del detalle, del naturalismo, así lo demostró el despliegue de mantos, iguales en aspecto, pero colocados de variadas maneras, adecuados a las formas corporales y al servicio de las actividades diarias. Incluso, a mediados del siglo xix, se advirtió en Lima un sosiego bucólico, lo que se tradujo en trajes holgados, cómodos y frescos. Sus portadores, ambulantes en su mayoría, de contexturas gruesas y gráciles, reflejaron el ambiente relajado. Además, las decoraciones naturalistas, como el empleo de flores, fueron eco de este barroquismo que entroncó con los neos, consecuencias del Neoclasicismo y la mirada historicista del siglo xix.
Otro rasgo que persistió fue el moro, el cual se presenta en la arquitectura y en el vestido. El caso más emblemático fue la tapada. Este manto expresa el juego de prisión, ocultamiento y deseo de develar como sucede con los balcones de celosía, o al observar los exteriores sobrios y herméticos de las fachadas, que esconden interiores llenos de jardines y azulejos. En esta ocasión, el vestido transmite y refuerza el concepto de misterio. Al entablar analogías entre las prendas y la arquitectura, se advierte la costumbre de colocar maceteros en las ventanas, lo cual daba la apariencia de jardines colgantes (Leguía, 2002). Del mismo modo, las mujeres todo el tiempo colocaban flores en el cabello, en los vestidos, entre los muebles, de ahí que sean tan famosas las mistureras.
Si bien Flora Tristán admiró la libertad y presencia social de la mujer, los más representados fueron los varones. Pancho Fierro legó un repertorio amplio al respecto. Asimismo, eran los más vistos de noche en sus labores de guardianes, mientras que las mujeres permanecían en el hogar, a excepción de las fiestas como Navidad, Semana Santa y los oficios religiosos. Los hombres, en apariencia uniformes, vestían más cantidad y variedad de prendas. La razón era su inserción mayoritaria en puestos públicos. El número de prendas tuvo una raíz social de distinción, y no obedeció a fines de protección contra las inclemencias del frío. Por otra parte, la mujer del pueblo recogía lo tradicional, o heredaba y adquiría prendas usadas.
La constante actividad de la población, es decir, su representación casi siempre cumpliendo las funciones de trabajo, le confería libertad en sus posturas, asimetría de movimientos y cercanía en su trato (Herre, 2016). Esta proximidad se enfatiza con la mayor cantidad de piel mostrada, escotes más profundos, brazos y piernas más expuestas. Entonces, esta exhibición se debe a la practicidad de sus funciones, no exenta de seducción.
Así como el espacio público y las actividades realizadas influyen en el traje, de la misma manera interviene la experiencia de los recorridos. Si para las élites era una tortura el corsé o los zapatos pequeños, el pueblo sufrió otro tipo de embates; pues, aunque no se ha corroborado que desearan tener pies pequeños, su calzado era de tela o badana, cuyos materiales no aislaban ni protegían lo suficiente. A esto, se suman las extenuantes caminatas por las calles de empedrado, de naturaleza irregular e interrumpidas por acequias. Pese a todo, como subraya Manuel Atanasio Fuentes (1985), las calles estaban vivas.
Estos personajes que circulaban por la ciudad portaban el signo de sus funciones, su propia identidad, en la cabeza, en la espalda, en las manos o en los brazos, incorporado a su indumentaria como apéndice de sus propios cuerpos. Andrea Saltzman (2009) define estos objetos como medias prendas al no llegar a ser accesorios, pero sí intervenir en su apariencia final. En esta lista, se encuentran los cestos, las viandas, las botellas, entre otros. Incluso, le otorgan altura visual; ya que, al tener las manos ocupadas, la cabeza soporta todo tipo de adminículos. Extendiendo esta libertad de los objetos, se han identificado algunos que oscilan de lo vestimentario a lo arquitectónico, puesto que protegen o albergan al cuerpo. Este es el caso de las sombrillas que colocaban en la plaza para el expendio ambulatorio, las cuales más que un símbolo de coquetería y accesorio eran una especie de baldaquino.
Junto con estas medias prendas (Saltzman, 2009), otras características que identificaron a este sector fueron el delantal azul, las mantas que caen de manera asimétrica y que van sueltas en relación con el cuerpo, las faldas a media pantorrilla y la postura encorvada por el peso de los objetos en sus desplazamientos. Además, se han reconocido diferencias por grupos étnicos. En el caso de los afroperuanos, tenían predilección por los tonos encendidos y claros, el blanco es frecuente. Los pobladores de procedencia andina, cholos o mestizos, en el caso de las mujeres, usaban llicllas y polleras; en cambio, los varones, ponchos, pantalones, chalecos y camisas. Los negros o mulatos preferían trasladar sus mercancías sobre la cabeza, de ahí la frecuencia de turbantes listados entre ellos; mientras que los pobladores de origen andino, en la espalda.
Otro grupo que integra el corpus de la sociedad peruana estuvo conformado por los médicos, los abogados y los maestros, quienes casi siempre atravesaban la ciudad a caballo. Ellos incorporaron en su guardarropa la levita negra y larga, y los zapatos de pana con lazos o hebillas de plata, de clara influencia inglesa. Como señala Andrea Saltzman, este outfit ocultaba las formas naturales del cuerpo, seriando la apariencia. En el caso de los profesores, a la descripción anterior, se le agregó la palmeta y el chicote (Fuentes, 1985). En el siglo xix, el cuerpo se valía más de atributos físicos y visuales, instrumentos de castigo o amedrentamiento. Los objetos tenían un espacio y una función más rotunda en referencia al cuerpo.
Pese a que se empieza mencionando una incipiente seriación en el atuendo, aún se evidencian diferencias y singularidades que permiten identificar a los individuos; pues las vestimentas transmiten, de forma tangible, un concepto. La identificación y valoración dependía del atuendo. De igual manera, se trastocaron algunos conceptos no solo en el caso de la tapada limeña. Otro caso fue el de los encapados o guardianes del orden público, quienes, además de la capa negra, emplearon el sombrero redondo, el chafarote y un enorme rollo de cordel para amarrar ladrones. Este atuendo era un camuflaje perfecto, del cual se valieron algunos rateros, que después de robar empleaban este indumento para gozar de impunidad, ya que estaban autorizados a usar armas (Fuentes, 1987).
Así como se transmutaron algunos conceptos vestimentarios, el vestido y la gestualidad estuvieron más integrados. El traje no solo comunicaba por sus colores, formas o texturas; en algunos casos, era coreografiado con posturas, ademanes y gestos. Las prendas y el cuerpo eran más expresivos y protocolares, esto sucedía cuando los varones se quitaban el sombrero al oír las campanas de la catedral o a la hora de la oración. Como indica Fuentes (1987): “Todos los individuos que están en la calle detienen la marcha y se quitan el sombrero” (p. 108). Entonces, independientemente del significado de reverencia y respeto del acto, es la performance que integra al sombrero como símbolo de poder y respeto. Por otro lado, en esta venia la cabeza expuesta se hace vulnerable.
Estas ideas abstractas que representaban los cuerpos, como señala Richard Sennett (1997), se volvían casi teatrales cuando invadían las calles a modo de séquitos. Varios factores convirtieron las acciones en escenas. En primer lugar, los trajes eran especiales para estas ceremonias o quienes las integraban, por lo general, autoridades eclesiásticas los portaban; luego, los objetos o aparatos eran mucho más grandes y menos prácticos que en la actualidad, cuya sobredimensión les otorgaba presencia y autonomía en el espacio urbano. El concepto de comodidad no era prioritario y la noción de funcionalidad estaba en ciernes por el proyecto modernizador. Por último, el acento protocolar era casi obligatorio, puesto que cada personaje tenía un ordenamiento casi marcial o, por lo menos, así se representó. Este era el imaginario y el rostro de la ciudad que conformaban su estética.
A estos atributos teatrales, se agrega el realismo y la cercanía no solo a nivel de cuerpos, sino en la convivencia misma con la muerte; los cadáveres están expuestos en camas, una muestra de realismo y cercanía. En la pintura, hay ejemplos en acuarela y fotografía. También se presentan situaciones de mayor crudeza, como cuando se infligían castigos físicos o muertes y humillaciones públicas. Estos son casos extremos que exceden la naturaleza de este trabajo.
Los mantos cumplieron múltiples funciones. Se usaban de distintas formas, tamaños y colores. En su mayoría, eran largos y caían sueltos en la espalda, dejaban el rostro descubierto y estaban sujetos en ocasiones con las manos. Servían como cobertores del frío e, incluso, protectores del polvo. Tanto hombres como mujeres los llevaban sobre la cabeza o la espalda. Se confunden con las capas más sofisticadas, estructuradas y finas. Estos envolventes son una forma de sincretismo que recoge tradiciones medievales, por su naturaleza sencilla y funcional, y que encuentra correspondencia con los mantos prehispánicos, frecuentes en el momento del contacto hispano.
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