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En realidad, con la LORE se deja al enfermo y a la persona discapacitada más solo e indefenso porque, a la falta de los cuidados que necesita y el Estado no proporciona, se le muestra la alternativa: solicitar que un profesional sanitario acabe con su vida, decisión que comprensiblemente puede tomarse cuando el sistema sanitario no es capaz de remitir el dolor que padece una persona. La Ley parte de una presunta libertad, la del derecho a morir, cuando en realidad la persona que puede llegar a pedir la eutanasia no quiere morir, sino dejar de sufrir, y se ve abocado a la muerte como la única vía para acabar con su sufrimiento. Lo que la persona realmente quiere es el derecho a no sufrir. Esta es la libertad fundamental que el Estado debería garantizar, en vez de generalizar un derecho a morir. España necesita afrontar las alternativas que permitan garantizar el derecho a no sufrir. Esta es la respuesta necesaria a la situación de crítica vulnerabilidad experimentada por enfermos y personas discapacitadas. No parece que ofrecer un “derecho a morir” fácil y de bajo coste cuando apenas se han desarrollado las alternativas que permiten reducir o anular el sufrimiento, sea lo que verdaderamente necesitan las personas más vulnerables, máxime cuando esta ley les manda un mensaje erróneo: «Como vuestras sufridas vidas valen menos o son poco útiles, entendemos que queráis acabar con ellas; nosotros estamos dispuestos a llevar a cabo vuestro deseo de morir y lo financiamos sin problemas; adelante: ahí tenéis otro derecho más».

La problemática de quienes sufren no es una cuestión fundamentalmente político-ideológica o jurídica, sino médica y asistencial, sobre todo en el marco de un Estado Social. De ahí que no se resuelva creando un supuesto derecho a morir, sino proporcionando los cuidados y las medidas asistenciales necesarias para reducir el dolor y permitir una vida digna a los enfermos y personas discapacitadas, sobre todo el marco de un Estado Social.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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[*] De hecho, esta conocida obra de Hans Jonas, publicada para advertir de los peligros de unos desarrollos tecnológicos que podían conducir a una crisis ecológica, dejando al descubierto la vulnerabilidad de la naturaleza y la biosfera, fue el resultado de un trabajo anterior en el que demostró cómo la vulnerabilidad afecta, en realidad, a toda vida orgánica (The Phenomenon of Life, 1966).

PARTE I.

PERSPECTIVA ÉTICA

1.

SENTIDO COMÚN, HUMANIDAD Y EUTANASIA

Aniceto Masferrer

EL 25 DE JUNIO DE 2021 entró en vigor la Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia (LORE), que proporciona ayuda médica a morir a quien lo solicite bajo determinadas circunstancias. Con esta ley, pues, se legaliza y regula el “derecho a la eutanasia” en el conjunto del territorio español. Solo seis países en todo el mundo cuentan con una ley de contenido similar: Países Bajos (2002), Bélgica (2002), Luxemburgo (2009), Colombia (2014), Canadá (2016) y Nueva Zelanda (2020). Son pocos, y entre ellos no figuran los más desarrollados como Alemania, Francia, Italia o Estados Unidos, entre otros.

Un día antes de la aprobación de su texto definitivo (18 de diciembre de 2020) —con 198 votos a favor (PSOE, Podemos, BNG, ERC, Junts per Catalunya, Más País, Bildu, PNV, CUP, Ciudadanos), 138 en contra (PP, Vox, UPN) y dos abstenciones (CC y Teruel Existe)—, el entonces ministro de Sanidad la defendió en los siguientes términos: «Como sociedad, no podemos permanecer impasibles ante el sufrimiento intolerable que padecen muchas personas; España es una sociedad democrática lo suficientemente madura como para afrontar esta cuestión que impone sentido común y humanidad». Por su parte, la exministra de Sanidad dejó claro que, frente a esa realidad, el Estado «ni impone ni obliga», porque se atiene a la decisión autónoma del paciente.

Formo parte de esa mayoría de la sociedad española que no acaba de entender qué sentido común y qué humanidad puede haber detrás de esta ley. Ignoro si la idea de sentido común a que aludieron estos defensores de la eutanasia era de matriz cartesiana (que consideraba la cualidad mejor repartida del mundo porque permite distinguir a todos por igual entre lo racional —o aceptable— y lo irracional —o inaceptable—), o más bien volteriana (que entendía el sentido común como el menos común de los sentidos). Aunque seguramente, sin sospecharlo, coincidiría con Einstein, para quien no es más que un conjunto de prejuicios que otros nos inculcan. Sea como fuere, es bueno interrogarse y profundizar en las propias convicciones para ver si, en efecto, son propias o más bien ajenas, es decir, inoculadas por otros sin que las hayamos sometido a espíritu crítico alguno, del mismo modo que debemos intentar entender las convicciones de los demás para poder comprenderlos y dialogar, sin caer en la descalificación de quien piensa distinto. Criticar lo que no se entiende carece de sentido e imposibilita el diálogo sereno y constructivo.

El sentido común de la ley eutanásica que hoy entra en vigor refleja un principio fundamental de la modernidad: la libertad entendida como absoluta autonomía de la voluntad. John S. Mill, en su obra Sobre la libertad (1859), al referirse a «una esfera de acción en la que la sociedad, como distinta al individuo, no tiene más que un interés indirecto, si es que tiene alguno», señala que esta consta de tres principios. Junto al de libertad de conciencia —unido al de expresión— y al de libertad de asociación, menciona otro, el de ‘libertad humana’. Así lo expresa el filósofo inglés: «En segundo lugar, el principio de la libertad humana requiere la libertad de gustos y de inclinaciones, la libertad de organizar nuestra vida siguiendo nuestro modo de ser, de hacer lo que nos plazca, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nuestros semejantes nos lo impidan, en tanto que no les perjudiquemos, e incluso, aunque ellos pudieran encontrar nuestra conducta tonta, mala o falsa».

Desde esta perspectiva se entiende perfectamente que, ante el dolor insufrible de alguien para el que su vida ya no tiene sentido, lo propio, lo adecuado y lo razonable sea dejar —parafraseando a Mill— que siga su «modo de ser, de hacer lo que le plazca, sujeto a las consecuencias de sus actos, sin que sus semejantes se lo impidan». Es más, en ese caso, no solo habría que permitirle decidir libremente, sino que lo verdaderamente ético —o moral— sería auxiliarle para que pudiera llevar a cabo su decisión, como afirmó el ministro: «No podemos permanecer impasibles ante el sufrimiento intolerable que padecen muchas personas». Así se justifica que la presente ley venga exigida por el “sentido común” (dejarme hacer lo que quiero), y por un sentido de humanidad (que nadie me obligue a vivir).

Frente a esta idea de sentido común que acabo de describir sucintamente, quiero recoger y plantear aquí cuatro reflexiones críticas que explican mi más firme rechazo a esta ley:

1.ª La libertad es una realidad rica y profunda que incluye una variedad de dimensiones que van más allá de —o no son tan solo reducibles a— la autonomía de la voluntad, entendida como mera posibilidad de elección; lo contrario supondría confundir la vida lograda con el disfrute de mayores espacios de autonomía o autodeterminación, lo cual es falso: se puede tener una vida plena con escasos márgenes de autonomía, y viceversa: una vida vacía con amplios espacios de autonomía.

2.ª La vida suele perder el sentido cuando uno no ama y, sobre todo, cuando uno no se siente aceptado, acompañado y amado por los demás, en particular por los de su familia. En ocasiones, incluso en el mejor de los casos, suele darse entre la gente enferma —como sucede en los mayores— un intenso sentimiento de pesar por considerarse una carga para la vida familiar; con la eutanasia, a ese sentimiento de pesar se añadirá otro de culpabilidad porque, quien teniendo la posibilidad de terminar con su vida, no decide hacerlo, gravando así la vida de los más cercanos y de la sociedad en general, se considerará un egoísta insolidario.

3.ª Aunque se suela utilizar el sufrimiento como justificación para presentar como razonable —e incluso humanitario— ayudar al enfermo que lo solicita a terminar con su vida, lo cierto es que, a día de hoy, los avances de la medicina paliativa, suficientes para eliminar el dolor del enfermo casi por completo, hacen innecesario recurrir a la eutanasia; quizá ahí se constata el falaz argumento de que el Estado «ni impone ni obliga»: con esa ley, en realidad, el Estado se permite calificar algunas vidas como no dignas de ser vividas, proporcionando ayuda para terminar con ellas a quien convencido de ello lo solicita; además, no solo es que el enfermo decide (tal como se presenta), sino que se pone sobre sus hombros la carga de esa decisión —con el sentimiento de culpabilidad añadido al que he aludido—, ayudando a eliminar a quien sufre, pero sin promover la medicina paliativa que podría quitarle el dolor.

4.ª La humanidad, que no es un sentimiento sino el imperio de la justicia, no consiste en auxiliar a la persona que quiere terminar con su vida, sino en dar a cada uno lo suyo (como señaló el jurista romano Ulpiano), es decir, en dar a cada uno aquello que necesita para que su vida tenga —o siga teniendo— sentido. Una sociedad no es más humana y madura por estar preparada para auxiliar al que desea morir, sino por su capacidad de dar a todos, sin excluir a nadie, aquello que necesitan para mantener la decisión de vivir. Algunos ven la eutanasia como una conquista; yo, en cambio, como un fracaso de la sociedad y un fraude del poder público, incompatible con un Estado de Derecho comprometido con la defensa de los derechos fundamentales —irrenunciables— de todos, y en particular de los más frágiles, de enfermos terminales que padecen una situación de desvalimiento físico y mental, en ocasiones agravada sobre todo por la soledad y la falta de atención. Resulta incongruente que un gobernante justifique la opción eutanásica afirmando que el Estado «ni impone ni obliga», cuando en otros ámbitos sí lo hace (con acierto), imponiendo sanciones penales y administrativas a quienes pretenden renunciar a determinados derechos fundamentales (relación de trabajo esclava, tráfico de órganos, omisión del deber de usar cinturón o casco en la conducción de vehículos, etc.).

El actual Gobierno ha logrado aprobar una ley que constituye una herramienta idónea de transformación de la sociedad. Si los ciudadanos no hacemos nada para revertir ese proceso, si desde la sociedad civil no logramos combatir su vigencia, acreditando jurídicamente su manifiesta inconstitucionalidad, el derecho a la vida volverá a experimentar un retroceso y una devaluación radical, abocando a nuestro país hacia una pendiente resbaladiza de progresiva deshumanización. Espero que esto no suceda, y que no tengamos que comprobar los efectos letales (en sentido literal) y devastadores de esa ley, ni constatar que hay amores (o desamores) que matan, mientras el Estado se pone de perfil, dejando a su suerte a aquellas personas más vulnerables en el momento más difícil de sus vidas. No creo que merezca aplauso alguno la aprobación de una ley que concede el derecho a morir a alguien que, abatido por el dolor —y quizá la soledad—, ha perdido la ilusión de vivir. Sí merecería ser aplaudida —y sonoramente— la normativa que lograra mantener en todos —porque toda vida humana es valiosa, única e irrenunciable—, la voluntad de seguir viviendo.

2.

LA EUTANASIA: ¿DE QUÉ SE TRATA?

Ana M.ª Marcos del Cano

LA APROBACIÓN DE LA Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de la eutanasia ha hecho irrumpir de nuevo en el marco político-social, sanitario y jurídico, el clamor de una situación personalísima, y colectiva al tiempo, sobre el denominado “derecho a morir”.

Permítanme unas reflexiones de carácter ético, jurídico y, no menos, de honda preocupación del futuro de una dimensión humana sustantiva, cual es la responsabilidad y la inderogable dignidad de la propia vida. Me centraré en esta ley (en adelante, LORE) y más allá de ella, pues la muerte es una cuestión que nos atañe a todos. He reflexionado mucho sobre este tema, pues fue el objeto de mi tesis doctoral, y siempre he pensado que el Derecho se quedaba corto a la hora de abordar esta situación. Desde ahí y siendo necesaria su regulación, nunca vi la eutanasia como un “derecho exigible”. Como afirmaba Gustavo Bueno, la expresión derecho a morir es una contradictio in terminis, pues el derecho es “a algo bueno”, a la salvaguarda de los intereses y bienes de las personas, al despliegue de sus mejores posibilidades. Quizá sea, porque como Sócrates considero al Derecho como un bien, un factor de cohesión social, de atribución de libertades, de creación de civilización y de generación de posibilidades de vida mejor para la sociedad y para las personas. A la vez, el propio Derecho tiene una función pedagógica e instructiva, como ya advirtiera Aristóteles, que configura no solo el modo de actuar, —como regulador de conductas que es—, sino el pensamiento, la conciencia, la propia comprensión del ser humano, —capaz de integrar su potencial de proyección, creación y sentido—, y no menos la mutua interacción y relacionalidad que nos constituye como sociedad. De ahí que lo que se establezca por ley tenga una incidencia directa en la conciencia personal y social que regula. Y desde aquí, siempre me ha resultado difícil y complicado afirmar con rotundidad un “derecho a la eutanasia”.

Siendo esto así, no puedo sino conmoverme ante situaciones dramáticas, como la de Ángel Hernández que ayudó a morir a su esposa M.ª José Carrasco, pues ya no podía vivir más en esa situación de dependencia y sufrimiento. Y, a la vez, el “derecho” que ahora se otorga por nuestro Parlamento, se me sigue quedando corto para su situación y la de tantos otros/as. Cuánta realidad hay en ese caso que no se va a resolver con el “derecho a morir”. Como él mismo afirmaba, nueve años llevan esperando por una residencia que no llega. Cuánta dejación puede haber por parte de la sociedad, de la administración y del entorno, en el cuidado y atención de estas personas cuando más nos necesitan a todos/as. Qué fuerte que todo se quiera resolver zanjando la salida con un derecho, cuando hay dimensiones de realidad ahí mismo, que deben ser valoradas, como ese amor, esa entrega, esa fidelidad y ese cuidado mutuo, del que tanta necesidad tenemos en esta sociedad cada vez más individualista y eficiente, que deja fuera de su rueda lo que aparentemente no produce. La pregunta: ¿esas relaciones de entrega y de entrañabilidad y de fidelidad, no constituyen un emerger de valores, que deben ser un revulsivo para generar otras dimensiones de relacionalidad? ¿Qué solución aportamos a las generaciones venideras y a los que así se encuentren dentro de unos años, cuando la soledad de las personas que vivan en el 2050 será cada vez mayor? ¿No aumentarán exponencialmente las peticiones de eutanasia, como así está sucediendo en Holanda, en donde, según los datos de la Comisiones Regionales y de la Asociación Médica Holandesa, en el año 2019 más del 5 % de la población muere por eutanasia? Y en España, cuando todavía al 50 % de los enfermos terminales no les llegan los cuidados paliativos, cuando todavía no llegan los presupuestos para implementar los derechos que fijó la tan necesaria Ley de Dependencia de 2006, ¿va a ser el “derecho a morir” la solución a los “enfermos graves e incurables” y a las personas con “padecimiento grave, crónico e imposibilitante”? Y me permito hacer una observación respecto a las personas con discapacidad que tan señaladas quedan en esta ley, como así ha afirmado el Comité de Derechos Humanos de las personas con discapacidad de Naciones Unidas (2020), y es que lanza dos inequívocos mensajes: a las personas con discapacidad, especialmente con discapacidades graves, para que consideren la opción por la terminación de su vida; y a la sociedad en general, para que perciban a las personas con discapacidad como individuos cuya vida puede no merecer la protección de inviolabilidad establecida constitucionalmente para el resto de los ciudadanos.

Faltaba mucho camino por recorrer antes de que estemos ante la necesidad de aprobar una ley sobre la eutanasia en nuestro país. Más de 50 años han tardado en aprobar su ley sobre terminación de la vida a petición propia del 2002, en Holanda. Desde 1952 llevan los Tribunales de Justicia holandeses estableciendo los criterios para justificar en determinados casos la no aplicación de los artículos 293 y 294 del Código Penal que castigan la eutanasia y el suicidio asistido con penas de hasta doce años de prisión. Y en el caso de España, no hay ni rastro de jurisprudencia sobre la cuestión concreta de la eutanasia, salvo la situación de Ramón Sampedro que ni siquiera es eutanasia, sino suicidio asistido. Es más, tampoco hay tal demanda social cuando el número de documentos de voluntades anticipadas firmados en enero de 2020 no eran más de 330 000 en todo el país, un 0,6 % de la población.

La despenalización o legalización de la eutanasia no es la norma general en el Derecho comparado de nuestro entorno, es más bien la excepción (Holanda, Bélgica y Luxemburgo). El consenso internacional aboga por la extensión de los cuidados paliativos, como establece sendas Recomendaciones del Consejo de Europa de 1999 y del 2003. La generalidad de los países ha descartado la idea de un “derecho a la muerte”. Nuestro propio Tribunal Constitucional dice al respecto que solo se podría hablar de un agere licere, esto es “de un libre actuar”, pero no de un derecho que obligue a una actuación de los poderes públicos para su consecución. En el mismo sentido, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos que rechaza la existencia de un derecho positivo a morir a cargo del Estado, especialmente si se intenta derivarlo del derecho a la vida

Si, aun así, quisiéramos regular aquellos casos más dramáticos para los que ni los cuidados paliativos, ni el acompañamiento evitaran una decisión de este tenor, habría que fijar nítidamente los contornos de la situación que regula, algo que esta ley ha difuminado por completo, incluyendo términos ambiguos y una gran confusión en el procedimiento. Esperamos que el Tribunal Constitucional que ha admitido dos recursos de inconstitucionalidad a esta ley pueda enmendar algunas cuestiones para que no se produzca en nuestro país la tan temida “pendiente resbaladiza”. En concreto, se trataría de lo siguiente:

Limitar la aplicación de la ley al ámbito del final de la vida. La eutanasia es única y exclusivamente para situaciones terminales. El que una persona con “padecimiento grave, crónico e imposibilitante” como así se propone, pueda solicitar la eutanasia nos anega en una inseguridad jurídica que puede abocar, en la tan temida pendiente resbaladiza, como ya ocurre en Holanda. En este país, la aplicación de la eutanasia se ha extendido a personas con sufrimiento psíquico, con depresión, a quienes consideran que “están cansados de vivir”, incluso a menores de 12 a 16 años con graves padecimientos, con consentimiento de sus padres, y la novedad introducida por el Protocolo de Gröningen (supone un claro desbordamiento del marco legal vigente) «para los bebés con un pronóstico de calidad de vida muy pobre asociado a un sufrimiento continuo y sin esperanza de mejoría, con el consentimiento de los padres».

La segunda es la diferenciación de la eutanasia y el suicidio asistido. Jurídicamente es muy diferente que el propio paciente se suministre una dosis letal, (aunque esta se la haya dado un profesional sanitario), que sea el propio médico el que le inyecte dicha sustancia. Es muy diferente cooperar con actos necesarios al suicidio que ejecutar la muerte directamente.

La tercera es que debemos afrontar la realidad ante la que estamos: la gran vulnerabilidad de las personas, la soledad, la debilidad y la influenciabilidad consustancial. Casi diría que el Derecho debe adentrarse en este ámbito con cautela y delicadeza. No se trata de enarbolar la bandera del principio de autonomía de un modo triunfante. Qué fuerte resulta para alguien que está sufriendo y próximo a la muerte, incluso a sus cuidadores, solicitar un “derecho a morir”. Qué tristeza, aunque se conceda. La autonomía que sirve para proyectar y llevar a cabo los planes de vida, que forja lo que se ha denominado ya la vida biográfica, por contraposición a la vida biológica que es el presupuesto de aquella, por sí sola no puede justificar un acto que sirve precisamente para destruir esa autonomía, como ya dijera Stuart Mill.

Y es que la eutanasia es más una excepción válida, lícita, a la protección general que otorga el derecho a la vida, que un derecho exigible. No se trata de ideologías, ni de religión, se trata de humanizar la muerte. Si los investigadores de Atapuerca han descubierto que los homínidos de “aquella hora” cuidaban de sus mayores, sigamos su tradición, haciendo resurgir en nosotros sensibilidad, amor y justicia hacia las situaciones de máxima vulnerabilidad de ahora, del futuro y de siempre.

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