Kitabı oku: «exLiCación»
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15 de enero de 2019
Para mis hijas
1. La memoria
With your feet in the air and your head on the ground.
Siempre creí que «esto» empezaría conmigo en la última planta de un edificio de oficinas mientras contemplo a través del cristal cómo el resto de rascacielos se desmoronaban. Pero claro, la primera vez que vi esta escena de la película yo debía de tener unos veinte años y ya llevaba un tiempo emborronando hojas, por lo que no resulta posible. Desde un primer momento albergué la idea de escribir «esto» y, si la concepción fue previa a la película, antes tuvo que haber otro principio en mi cabeza. De hecho, la película ni siquiera comienza así. Sin duda, se trata de uno de esos falsos recuerdos, esas memorias injertadas que cuando crecen dan la sensación de haber estado siempre allí pero resultan falsas, un artificio; como las nuevas construcciones en una ciudad. Una buena mañana te das cuenta de que el chalet abandonado, la antigua casita semiderruida o la fábrica vacía ya no están, y en su sitio un solar rodeado de vallas anuncia otro pasito de la modernidad. Para cuando la nueva construcción de viviendas unifamiliares con zonas comunes y gimnasio ya está terminada, resulta totalmente imposible imaginar que ese mamotreto no hubiera estado siempre allí. Lo que la ciudad fue, desaparece de la memoria y en su lugar una nueva horterada ha brotado con total naturalidad.
Por tanto, es imposible que siempre haya creído que «esto» empieza conmigo en la última planta de un edificio de oficinas mientras contemplo a través del cristal cómo el resto de rascacielos se desmoronan. Pero, aun así, da lo mismo porque en ese momento «aaaaa, STOP», Mi Do#m Sol# La. Y puedo contemplar cómo el resto de rascacielos se desmoronan, pero no del modo en el que sucede en la película. No, no como ese falso prólogo que en realidad al final resulta un telón cayendo para dar paso a una nueva esperanza. No, no, nada parecido. «Esto» es que todo cae, y cae. Y yo contemplo el panorama con una mueca estúpida, aterrado por lo que acabo de hacer, lleno de remordimiento y tratando de recuperar, como puedo, algo de la rabia y el odio que me llevaron a provocarlo.
Aunque claro, un momento, ahora todo corre el riesgo de descarrilar. Si quien lea «esto» no ha visto las aventuras y desventuras de Tyler Durden, esta imagen no evoca nada, ya no hay un lugar común que podamos visitar cogidos de la mano, usted ya no puede asomarse conmigo a esa última planta de un edificio de oficinas, todo lo que le he contado no sirve de nada. ¿Y entonces?
Es entonces cuando dejo que fluya el torrente de conciencia desbordante. Esa escritura en primera persona que pretende ser aguda, que pretende ser ingeniosa, que pretende ser rápida y que siempre resulta pretenciosa. Esa escritura de huida sobre la que se cabalga entre el centeno, arrastrado de la mano de Holden en la fuga para encontrar a su hermana, viendo el mundo por primera vez a través de los ojos de otro adolescente incomprendido como uno mismo, como todo el mundo. Un torrente de ideas que poco a poco va sustituyendo a las propias, un torrente que en realidad no sustituye nada porque antes no había nada. Es entonces cuando recuerdo a un profesor de literatura durante mi adolescencia explicando que la escritura en primera persona resulta propia de aquellos que no saben escribir y esa idea, afortunadamente, en su momento contuvo mi torrente. No podía dejarme llevar por una literatura convencional resultado de mis debilidades. Debía ser capaz de dominar la técnica. Entonces yo, disciplinado, me propuse regar de manera concienzuda las vegas de los alrededores, nada de torrentes desbocados pues. Así, de una manera premeditada, fui disponiendo nuevas tierras de regadío, nuevos relatos en tercera persona, novelitas cortas, novelitas más largas, todo para encauzar mi torrente en aras de un bien mayor. Obviamente, el resultado siempre fue el mismo, en las zonas irrigadas solo brotaban malas hierbas y, tras mis esfuerzos, solo obtenía acequias rotas. Por ese motivo, no me resultaba posible demorarlo más tiempo, no tenía sentido evitar dejarme llevar por esas grandes ideas que arrastran y que impulsan mis letras. Intentar así ser otro de esos grandes adolescentes que escriben para adolescentes que quieren ser grandes, todas las idioteces que les aterran inspirados por ciertos trastornos más o menos leves. De repente, ya no tenía ninguna excusa para no dejarme arrastrar y dar rienda suelta a mi verborrea, como Sallinger o como Sábato, escribiendo una novela, la única que siempre han sabido escribir, la única que siempre han tenido en la cabeza, la única que podría merecer la pena aunque el resultado fuera un tostón.
Tras tantos años canalizando aguas turbias, comprendí que no residía ninguna gloria en emborronar hojas en tercera persona condenadas al olvido. Por fin tenía claro que quería escribir algo importante en primera persona condenado al olvido. Yo, que aún conservo ni más ni menos que en francés, tiene cojones, en un idioma que apenas hablo, Los cantos de Maldoror, no sé cuántas páginas casi ininteligibles de los delirios de un tipo poco inteligible. De la misma manera yo quería escribir algo que acabara en el enorme compost mundial de libros editados cada año, cada mes, cada día. Quería hacer mi aportación de árboles transformados en pasta de papel intentando emular a Isidore Ducasse, ese joven hambriento en un París sitiado por el ejército prusiano. Él corría ciego tras sus alucinaciones así como yo también dejaría de prestar atención a la deforestación del Amazonas embriagado gracias a tanta poesía. Al fin dejarme llevar por la tisis de Lautreamont, por mis rutinas alienantes y hacer mi libro, el único libro que sería capaz de escribir, ese que se sumaría a los millones de libros que van saliendo de la cinta de producción para caer en una enorme montaña de hojas emborronadas. Pero tras tantos años, ahora comprendo que no solo el Amazonas debe estarle agradecido a mi profesor, gracias a que dejé compostar ínfulas e ideas, pude llegar a comprender dos cosas, que la historia no sería resultado de la inspiración y que yo mismo sería el resultado de la historia.
En un principio, la historia estaba formada por algunos elementos sueltos:
Nací en Mallorca en donde se conocieron mis padres tras recalar en la isla en busca de trabajo.
La familia de mi madre residía en Madrid y la de mi padre hacía lo propio en Santa Pola.
Mis padres se divorciaron cuando yo tenía unos cuatro o cinco años.
Desde entonces mi abuela materna hizo lo posible por pasar largas temporadas con mi madre y conmigo en Palma.
Mi padre hacía lo posible por desaparecer.
Mi abuela materna falleció cuando yo tenía unos nueve o diez años.
Desde entonces mi madre hizo lo posible por conservar algo de cordura pero poco a poco su mente también se fue desvaneciendo.
Estos eran los frágiles mimbres con los que debía comenzar a componer una vida cuando llegué a Madrid para estudiar en la universidad.
Había estado pasando todos los veranos de mi vida en un pueblo de Madrid junto a mis abuelos maternos, por lo que el camino no me resultaba nuevo, pero recuerdo perfectamente el tórrido viaje en el taxi, mi comentario burlón al taxista insinuando que había dado un rodeo innecesario y su indignación diciéndome que yo no tenía ni idea de cómo llegar desde el aeropuerto. Recuerdo perfectamente cruzar la puerta blindada del piso de mi abuelo y a mi abuelo recibiéndome en medio de aquel largo pasillo al que apenas llegaba luz aunque afuera uno pudiera quedarse ciego por el sol. Recuerdo todos los trastos tirados por todos lados que yo no podría tocar porque eran de mi abuelo y yo en cierto modo estaba ahí de paso, como huésped provisional. Y recuerdo que nada más entrar con una de las maletas que llevaba tiré un cuadro y pensé que aquello no debía ser una buena señal. Aquel primer año en Madrid me sentí como si me hubiera rescatado de un naufragio un barco que hacía aguas.
Todo aquello, todo lo que me había pasado no lo veía exactamente como piezas de un puzzle que tuvieran que encajar, no. Yo veía aquello, intuía que podía estar todo relacionado entre sí, pero me dedicaba más bien a poner las piezas unas encima de otras formando una torre, o alineadas esparcidas por el suelo en forma de tren, o cualquier cosa menos tratar de hacerlas coincidir. De hecho, creo que el único intento que tuve de conferirle cierto orden con anterioridad fue cuando tenía unos ocho años. A esa edad mediante una epifanía estuve convencido de ser un nuevo Jesucristo durante algunos meses. El nombre de mi madre también era María, mi padre era un ente, yo también era hijo único y aunque durante la infancia todo apuntaba a desembocar en una mísera existencia, compartía con el de Nazareth estelar futuro. En fin.
Durante mi segundo año en Madrid en esas estaba cuando te vi. Leí que la primera visión del amor resulta fatídica, en cuanto al fatum griego se refiere, aunque al otro también. Atxaga hacía que un personaje de un cuento suyo lo viera todo púrpura cuando ella se le apareció. Otras personas describen que todo se paraliza. Yo mismo protagonicé, por lo visto, una revelación similar en la que mi cabeza estaba rodeada de mariposas, según me dijo la testigo. A mí lo que me sucedió aquella mañana en el aula magna de la facultad, desde la sexta o vigésima línea de aquel anfiteatro que disponía las mesas en bancales, es que te vi a través de un ojo de pez. Tú absorbías la luz a tu alrededor, seguramente a causa de una disfunción gravitatoria que curvaba los rayos solares, así como deformaba, haciéndolos diminutos, los cuerpos de la gente que te acompañaba. Recuerdo ese vestido ceñido blanco, unas botas con calentadores, tu pelo castaño con reflejos de tinte caoba y una constante sonrisa. Yo me aferré a la mesa desde mi sexto o vigésimo bancal, no fuera que me acabara cayendo, y esa aparición me desarmó. Posteriormente, supe que la historia ya me estaba encadenando. Que yo creaba las señales y las señales me recreaban a mí.
Tuvieron que transcurrir algunas semanas para que, tras armarme de valor, fuera capaz de acercarme a ti. Un día que te hiciste la despistada leyendo en el suelo a la salida de clase. Creo que te pregunté por lo que estabas leyendo, creo que era Ramsés o algo así. Enseguida tuve que hacer un esfuerzo por obviar ese dato y sustituirlo por algo de Flaubert. Caminamos un poco hasta la salida de la facultad. Yo te dije: «¿Sabes? Me dueles» y creo recordar que me marché corriendo. En mi cabeza todo funcionaba, la cámara, el plano, mi pose grave, alejarme de allí sin dar opción a réplica, todo funcionaba. Y a ti, de algún modo, algo te encajó.
Sin embargo, los recuerdos y, más aun los que se creen compartidos, son unos farsantes.
Me resultó sorprendente cuando la primera novia que tuve en la post-adolescencia (el post es perfectamente prescindible), en una ocasión se animó a recordarme un momento muy especial, de gran intimidad, de delicada conexión, durante el cual, en un trastero a escondidas, nos besamos ocultos de sus padres. Ella recordaba mi sudor, el calor que hacía fuera, la tensión, nuestros labios furtivos buscándose a refugio de la mirada de sus padres. Ella se dejaba corromper por el deseo de manera clandestina. Yo, en realidad, tenía ganas de mear, estaba sudado porque había llegado hasta su casa en bici y no me apetecía nada estar allí por todo el polvo que estaba cayendo de los trastos allí guardados. ¿En cuántos hermosos momentos una persona habrá permanecido más atenta a un retortijón que a la mirada embelesada y ajena al retortijón, por cierto? ¿En cuántas fotos de un mitin de Hitler, donde aparece una multitud entregada, podríamos llegar a encontrar personas meditando sobre qué dar de cenar a su pequeño Gunther o si liarse con la hermosa Margaret? ¿Cuántos recuerdos ni siquiera llegaron a producirse en la realidad y con los años van brotando condicionados, condicionantes? Yo guardo en la memoria un hecho, el hecho se adapta a lo que mi memoria considera correcto en cuanto a cómo debería haber acontecido y, finalmente, el hecho acaba condicionando tanto a mi memoria como a posteriores hechos.
Quizás no te viera a ti aquel primer día en la universidad entrando en el aula magna. Quizás no te estuvieras haciendo la despistada para hablar. Quizás mi dicción me traicionara y cuando dije aquello de: «¿Sabes? Me dueles», tú entendiste cualquier otra cosa, o un cómico «Me hueles» que, seguido de mi huida, hubiera resultado hilarante, lo cual, por supuesto, despertaría tu interés en conocerme mejor. «¡Mira qué gracioso el chaval!» Los recuerdos son traicioneros y, sin embargo, es el hilo conductor de nuestra vida, las miguitas de pan de Hansel y Gretel adentrándose en el bosque.
«Panta rei». Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río ni siquiera somos dos veces el mismo conjunto de células bañándose. Por ejemplo, las células del intestino se renuevan cada cinco días, las plaquetas viven unos diez, la epidermis puede llegar al mes, renovamos parte de los huesos cada año y, en total, podemos tardar unos quince años en prácticamente volver a nacer. Salvo, eso sí, gran parte de nuestras neuronas, que se van retorciendo como ramas secas mientras a su alrededor todo muere y renace. Nuestras neuronas son capaces de fijar un cuerpo que en realidad ya no existe en la recreación de un espacio físico que en realidad nunca llegó a existir. Y nosotros fiamos nuestra suerte a ello.
Que Proust arrancara con el aroma de las magdalenas es similar a las arcadas que le arranca un alimento nuevo a un paciente de quimioterapia si lo vuelve a probar tras el tratamiento. Somos el maldito animal condenado a forrajear aplicando un método de ensayo y error, por lo que cuando algo sentaba mal, más nos valía recordar su olor para no volver a probarlo, si con suerte se sobrevivía en mitad de la sabana al primer ensayo. El aroma, el sutil aroma dulzón de la mantequilla en Combray, el pequeño bollo que sugiere toda una vida, no es más que la bomba nuclear hormonal capaz de alterar toda nuestra memoria y devolver vivencias ficticias.
Y nosotros, con prácticamente todas las células de nuestro cuerpo cambiadas, confiando en un hipocampo sometido a los caprichos de la química, creemos y creamos una historia donde engarzamos las mejoras galas que somos capaces de recrear. Yo te imagino al pie de la escalera, yo me imagino hablando con voz grave, adentrando con firmeza cada palabra en el arado del futuro, y, tras eso, ya todo cambia.
Durante aquellos casi diez meses en los que estuvimos corriendo constantemente, eufóricos, de un lado para otro como perros jóvenes que se reconocen en un parque, todo, por primera vez, cobró sentido. Dijimos muchas cosas, sobre todo yo. Dije que no podríamos seguir juntos mucho más tiempo porque yo aún tenía cosas pendientes por hacer. Tenía que escribir y con tanta felicidad no me daba tiempo. Debía tener una hija. También me esperaba un divorcio. Era necesario que cayera en lo más profundo, era necesario que pasara un tiempo en el clásico calvario haciendo las tradicionales paradas en la prostitución, alcoholismo, depresión, miseria y aspirar a la literatura redentora. Recuerdo que dije eso en un pasillo de la facultad. Sin resultar excesivamente impostado, al menos aquella ocasión. Parecía que estuviera sencillamente constatando un hecho: «Mira, yo puedo caminar porque tengo dos piernas, hay luz porque es de día y una noche me despertaré en un charco de vómito porque me ha tocado». Era sencillísimo. Para mí tenía una lógica aplastante. Desconozco en qué medida atribuiste aquello a otra de mis teatralidades o si ni tan siquiera llegaste a escucharlo con el bullicio de los alumnos entrando y saliendo. El caso es que para mí decirlo no era resultado de un largo proceso de razonamiento o fruto de un sorprendente descubrimiento. No, para mí decirlo era sencillamente poner palabras a lo que desde mucho antes sabía. En esos instantes fui un personaje ataviado con una clámide que durante el prólogo súbitamente se gira hacia al público para, tras cubrirse el rostro con máscara de piedra, clamar el funesto destino que a mí mismo me esperaba. Lo malo de las profecías que uno mismo hace sobre sí mismo es que suelen ser bastante acertadas, aunque sea tan solo por tener razón una sola vez en la vida.
En quince años renovamos prácticamente todas y cada una de las células del cuerpo, pero creemos conservar recuerdos. Por tanto, el que hace casi veinte años pronunció aquel fatum hace tiempo dejó de existir. Y, sin embargo, aquellas palabras me han estado persiguiendo desde entonces. Las células podían ir muriendo que, tan pronto aparecía la que sustituyera a la anterior, enseguida esas palabras la ponían en su lugar. La epidermis pudo escamarse para conformar montañas de polvo humano, pero daba lo mismo porque yo me ocuparía de tatuarme algunas palabras que permanecieran vencedoras sobre la debacle celular. Apenas queda nada de lo que fui aquellos días, pero recuerdo perfectamente que dijimos que, transcurridos veinte años, te volvería a encontrar.
2. El alma
A nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada de demonio o de dios debo mi ruina.
L. M. Panero
Si se cruza con un gato que muestre dos colores en su pelaje con casi total probabilidad será hembra. Y con dos colores me refiero a negro y naranja, porque el blanco no es un color que se codifique en el par de cromosomas asociados al color en los gatos. Supongo que el blanco actúa a nivel genético gatuno como la luz, que en sí no es un color. El caso es que si se pasea delante de usted un felino blanco junto a otros dos tonos en términos probabilísticos acertarán si apuestan por que sea una gata. Quien no conoce la explicación, enseguida se siente mentalmente tentado a pensar esas cosas tan graciosas, como que las mujeres son más coloridas que los hombres y por eso un gato hembra podrá llegar a presentar dos colores mientras un macho se quedará en un único y soso color. Qué bonito es eso de tirar de tópicos aun cuando la naturaleza siempre se empecine en decirnos lo contrario acerca del dimorfismo sexual; a saber, que los machos son más coloridos y ostentosos porque les va en ello su capacidad de impresionar a una hembra, pregúnteselo a casi cualquier ave. Sin embargo, nos topamos con el caso de los gatos y, antes decía que casi con total probabilidad, porque puede haber machos que exhiban dos colores, pero para ellos necesitarán ni más ni menos que una anomalía genética. Se da la casualidad de que cada color viene recogido en el par de cromosomas que también determinan el género. Es decir, justo ese segundo color que caprichosamente debe estar codificado en el alelo que falta en el caso de ser macho, por aquello de X e Y, solo cuando aparece un macho con trisomía XXY resulta que puede exhibir los dos colores simultáneamente. Ya está, sin más.
La teoría más consistente que nunca haya escuchado acerca de la personalidad en los humanos, se la debemos a Eysenck. Establece tres ejes en torno a los cuales nos vamos situando todos:
Psicoticismo: vendría a ser la importancia que se le concede a la estimulación externa frente a los estímulos procesados. Por decirlo de una manera, para alguien que puntuara muy bajo en psicoticismo, la realidad tiene un peso insoslayable, ominoso, ineludible. Mientras que para alguien que puntuara muy alto en psicoticismo, los estímulos externos no van mucho con él porque ya se entretiene lo suficiente con lo que pudo llegar a percibir en su momento. Es decir, en un extremo del eje se encontraría alguien con el foco puesto en lo que le rodea, sin ninguna duda de que la dirección correcta de los estímulos es de afuera hacia dentro; y en el otro, se encontraría alguien con el foco puesto en su más profundo yo interior, con la constante sospecha de que seguramente eso que ha visto estaba en su cabeza y no era real.
Extraversión: tiene un sustrato biológico diferente del anterior. El cerebro está programado para recibir estimulación. Una de las peores torturas, de hecho, consiste precisamente en la privación sensorial prolongada, donde básicamente lo que pasa es que si durante mucho tiempo tu retina no es estimulada pues el nervio óptico comienza a funcionar al revés. Los sentidos están pensados para estar constantemente recibiendo estimulación y, cuando no la reciben, primero movilizan al organismo para que se exponga a ella y, si aun así no sucede, pues ocurren cosas raras como padecer dolorosas alucinaciones. Es un modo de fomentar el psicoticismo visto de otro modo. Esta necesidad de recibir estimulación puede ser más o menos acusada con base en el nivel de actividad basal. Es decir, al margen del nivel de información externa que nos llegue, nuestro cerebro tiene un nivel de actividad de por sí que le hará requerir estar más o menos estar estimulado. Viene a ser como regar una planta tropical o un cactus, cada una tendrá unas necesidades hídricas concretas que más vale acertar para evitar que se seque o se pudra. En términos del sistema nervioso, si por decirlo de una manera, en reposo su cerebro está lo suficientemente activo, pues ni tendrá necesidad de salir a conocer gente, ni hacer puenting ni adoptar conductas sexuales de riesgo. Si por el contrario, su cerebro en reposo está próximo a cero, pues follar con una persona desconocida tirándose de un puente resulta un plan plausible para darle vidilla al tema.Este principio es el que explica el milagro que el alcohol obra en la inversión de determinadas personalidades. Resulta de sobra conocido el efecto del alcohol que estimula el nivel de actividad y resulta llamativo que, si la estimulación es excesiva llegado a un extremo, el nivel se invierte. Es decir, el introvertido para el que leer Proust con Chopin flojito de fondo resulta algo quizás demasiado emocionante, se toma dos copas, revienta la banca y por arte de magia se transforma en un monstruo sediento de nuevas sensaciones. El alcohol estimula tanto el nivel de actividad basal del sistema nervioso, que ya no puede más, y lo bloquea, momento en el que dicho organismo necesita una actividad adicional de estimulación externa. En el extrovertido, el alcohol eleva su nivel de actividad basal hasta tal punto que comienza a pensar que estar a solas puede resultar un buen plan para ponerse a pensar en lo que quiera, dado que lo demás le estorba.
Neuroticismo: De nuevo estaríamos hablando de una dimensión con su propio sustrato fisiológico diferenciado de los procesos anteriores. De forma resumida podríamos decir que se basa en si está coordinado o no el sistema intelectual que debe disparar la producción de hormonas con el propio sistema de producción de hormonas. Si a usted le pasa un breve pensamiento por la mente e inmediatamente nota un pequeño chispazo de la emoción acorde, puntuaría bajo en neuroticismo. Si la reacción hormonal es desproporcionada o resulta totalmente improvisada, pues puntuaría alto. Cuando alguien piensa en mover un brazo con determinada fuerza, la precisión entre el deseo de movimiento y la fuerza aplicada es natural que varíe de una persona a otra, el deseo y el acto podrán estar más o menos afinados. Del mismo modo, una persona podrá escuchar algo que le ponga triste y se liberarán más o menos hormonas asociadas a ese sentimiento de tristeza con base en la afinación que exista entre el pensamiento y el sistema hormonal. Si tenemos en cuenta que mover un brazo depende del sistema nervioso simpático y, por tanto, es en gran medida una comunicación directa, casi como el interruptor de la luz, y aun así a veces el tema va un poco desacompasado, resulta fácil imaginar qué puede suceder con las hormonas que se liberan casi con base en la interpretación de señales de humo.
Por supuesto, cada sociedad considera qué es lo deseable en cada una de estas dimensiones pero, desde un punto de vista adaptativo, todas ellas tienen su explicación. A mi madre, por ejemplo, el concepto neuroticismo se le quedaba corto. Era una constante aventura abrir la puerta de casa para ver qué me podía encontrar o cómo podría reaccionar esta vez a algo que ya se hubiera podido repetir en el pasado. Sin embargo, cuando sucedía algo serio que hubiera supuesto romper mentalmente a alguien, o al menos dejar a esa persona unos minutos reflexionando sobre qué podría hacer, mi madre lo encajaba con total naturalidad, con sus hormonas fluyendo en la dirección opuesta. Recuerdo un día que explotó el horno de casa y reventó solo lo que había dentro de la cocina. Una prima de mi madre y yo mismo nos asomamos con las piernas temblando; sin embargo, mi madre, exhibiendo una sorprendente templanza, se puso a mirar entre los restos tratando de averiguar qué había pasado. Esto es el neuroticismo en situaciones ordinarias, pues no ayuda mucho en contextos dramáticos, resulta una gran ventaja. Si tenemos en cuenta que hasta hace medio siglo las catástrofes eran el pan nuestro de cada día, pues ahí tiene la explicación de por qué ha resultado útil este mecanismo para la humanidad. Lo mismo con las facilidades que han supuesto las otras dos dimensiones según qué contextos. Que venía el ejército invasor y arrasaba tu aldea, pues en ese momento el bipolar al día siguiente estaba de nuevo plantando lechugas como si nada y la persona coherente pasaba un año dando paseos por el río recordando a los seres queridos muertos. Que para prosperar resultaba necesario sacarse una posición de funcionario o en el seminario, pues las pocas ganas de salir de casa ayudaban a la hora de terminar los estudios que resultaran precisos, lo cual era perfectamente inútil si lo que se llevaba en ese momento era pillar una espada y abrir cabezas. Que la peste asola mi ciudad, pues quizás eso no vaya del todo conmigo y lo importante es lo que tenga en la cabeza.
Estas tres variables se trasladan a lo largo de un eje que potencia o reduce las opciones de supervivencia: la inteligencia. Y aquí usted me permitirá que reduzca la inteligencia a su explicación más sencilla: la capacidad que tiene todo bicho de interpretar señales con rapidez, darles sentido con mayor velocidad y encontrar una solución aún antes para seguir vivo. Esto es, resolución de problemas, interacción social, relación con el medio natural, manejo de conceptos abstractos… lo que quieran, pero no deja de ser eso: capta rápido, actúa aún más rápido y, a ser posible, de manera acertada. Por tanto, las tres dimensiones antes citadas se pueden dar en personas más o menos inteligentes.
Eysenck, en un momento en el que se dejó llevar por la novela negra y la obsesión sobre los psicópatas de la época, llegó incluso a emplear su teoría para explicar a los asesinos en serie. Según él, eran personas que puntuaban alto en todas las dimensiones; es decir, muy psicóticos. Por tanto, no dejarían que un estímulo externo les fuera a arruinar lo que tuvieran en ese momento en la cabeza. Muy extrovertidos, con una necesidad brutal de dar de comer a su famélico sistema nervioso con emociones fuertes. Y muy neuróticos, con una nula capacidad para controlar lo que sienten. Lo que decía Eysenck era que afortunadamente estas personas fallecían con mayor frecuencia a temprana edad antes de que pudieran hacer daño a nadie. El típico niño que se sube al árbol más alto porque para qué va a prestar atención a su madre gritando, a la altura del árbol o a los aburridos juegos en el parque de arena. Pues eso, que el niño sube a lo alto, se parte la rama y… Desde que conocí esta teoría vi las muertes accidentales de niños pequeños de otro modo. Pero, en este momento era cuando entraba en acción la inteligencia y, si el niño era lo suficientemente inteligente, cuando se partía la rama se las apañaba para agarrarse rápidamente a otro lugar. Más les vale ir vigilando el crecimiento de esas criaturitas por lo que pueda pasar cuando se hagan mayores.
Los tres factores de Eysenck se podrían reconvertir en cinco, o en dieciséis o en cualquier otro número mágico que uno desee, pero a mí con tres me bastaba, por su simplicidad y porque me ha resultado útil para ordenar con frecuencia mis ideas. Las gatas pueden exhibir dos colores además del blanco, los gatos solo uno y los seres humanos nos vamos posicionando a lo largo de tres dimensiones. Ya está, sin más.
Nos gusta la certidumbre, lograr que la realidad nos dé la razón para así creer que tenemos una razón anterior a la realidad; por eso, ante la duda provocamos las situaciones que permitan el surgimiento de las situaciones que temíamos. De esta manera nos lanzamos como polillas contra una luz que nos quemará tan solo porque estamos programados para ello. El psicótico gustará rodearse de psicóticos y fomentar situaciones que estimulen su psicoticismo. Otro tanto hará el extrovertido y, por supuesto, para el neurótico sería su mayor tormento bajarse de su montaña rusa. Recuerdo a mi madre diciendo que no quería tomar las pastillas que le recetaba el médico porque hacían todo más plano. Nos lanzamos con alegría a las fuentes que primero alimentan nuestro talento y, poco después, lo anegan y nos ahogan.
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