Kitabı oku: «Relato de la conquista»

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Relato de la Conquista

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Relato de la Conquista

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¡Cuán difícil resulta para el vencido en guerra poder dar su versión de lo ocurrido…! Y es que el vencedor, que todo lo avasalla, no abre el menor resquicio por medio del cual el denostado pueda, siquiera por un momento, erguir la cabeza para contar la tragedia que sufre en carne propia. A la humillación de la derrota se une la imposición de todo tipo que lo deja en un plano de inferioridad que difícilmente puede sortear para tratar de encauzar su vida por otros derroteros, pues la libertad se ausenta de manera irremediable. ¡Ay de los vencidos…! Dijo Breno, jefe galo, que para levantar el sitio de Roma pidió cierta cantidad de oro la cual le fue entregada, pero pronto se dieron cuenta los cónsules romanos encargados de entregar el rescate por su ciudad que las balanzas en que se pesaba el oro estaban manipuladas, por lo que elevaron su protesta ante Breno. Éste dejó caer su pesada espada sobre las balanzas y espetó la terrible frase que ha pasado a ser proverbio pleno de realidad: Vae victis.

Cuando los españoles llegaron en 1519 a las puertas de Tlatelolco y Tenochtitlan, capital esta última del imperio mexica que orgullosa se levantaba en medio del lago de Texcoco, contaba Cortés con dos armas formidables: por un lado, el apoyo de miles y miles de indígenas que, cansados del yugo que les imponían los aztecas o mexicas, trataban a toda costa de liberarse de ellos. Baste mencionar que a la llegada de los españoles alrededor de 370 pueblos eran tributarios del señor de Tenochtitlan. De esta manera, el capitán peninsular tenía a su servicio el apoyo de estos contingentes que lejos estaban de pensar que, una vez lograda la conquista, padecerían la misma suerte de los vencidos mexicas. Por otro lado, tenían armas que superaban con mucho a las de los mexicas y estrategias diferentes en el combate. En tanto que el indígena contaba con armas como el macahuitl (palo de madera con filosas piezas de obsidiana incrustadas), lanzas, dardos y flechas, rodelas y vestidos de algodón para proteger el cuerpo, el español tenía ballestas, arcabuces, yelmos y caballos, además de los bergantines que pronto se enseñorearon de las aguas del lago por encima de las canoas que poca resistencia presentaban al enemigo. Mientras que el mexica trataba de capturar prisioneros para sacrificarlos a sus dioses, el español entraba a matar directamente. También contó, y en mucho, la estrategia de cortar el agua potable que surtía la ciudad desde Chapultepec. El mismo Cortés nos dice:

Otro día de mañana los dos capitanes acordaron, como yo les había mandado, de ir a quitar el agua dulce que por caños entraba a la ciudad de Temixtitan; y el uno de ellos, con veinte de a caballo y ciertos escopeteros y ballesteros, fue al nacimiento de la fuente, que estaba un cuarto de legua de allí, y cortó y quebró los caños, que eran de madera y de cal y canto, y peleó reciamente con los de la ciudad, que se le defendían por la mar y por la tierra; y al fin los desbarató, y dio conclusión a lo que iba, que era quitarles el agua dulce que entraba a la ciudad, que fue muy grande ardid.1

Pese a esto, el asedio a las ciudades de Tenoch­titlan y Tlatelolco duró cerca de tres meses.

Sendos relatos de los combates y la ferocidad con que se peleó por ambos bandos han llegado a nosotros gracias a las Cartas de relación de Hernán Cortés enviadas al rey de España y de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, escrita por Bernal Díaz del Castillo. En ellas se relatan de manera prolija los pormenores de la empresa conquistadora. No fue tarea fácil alcanzar la victoria para las armas peninsulares y sus aliados indígenas. Sin embargo, agobiados por la sed y el hambre y ante el constante ataque de sus enemigos, los mexicas tuvieron que ceder finalmente. Las palabras de Cuauhtémoc, dichas a Cortés cuando es llevado prisionero ante su presencia aquel 13 de agosto de 1521, son asaz elocuentes en varios aspectos:

Señor Malinche, ya he hecho lo que soy obligado en defensa de mi ciudad, y no puedo más, y pues vengo por fuerza y preso ante tu persona y poder, toma ese puñal que tienes en la cintura y mátame luego con él.2

Por un lado, las palabras que se le traducen a Cortés siguen un camino un tanto complicado que evita el verdadero significado que encierran. La triangulación de lenguas se daba de esta manera: la Malinche, que hablaba varias lenguas indígenas, entre ellas el náhuatl y el maya, le dice las palabras de Cuauhtémoc, proferidas en náhuatl, a Jerónimo de Aguilar, aquel que había pasado siete años entre los mayas de Yucatán y había aprendido su idioma. Jerónimo, a su vez, las traduce del maya al español. Bien sabemos que al guerrero mexica vencido se le deparaba morir en sacrificio para que pudiera acompañar al sol desde el oriente hasta el mediodía.

Vencido, el joven tlatoani pide la muerte digna del guerrero: ser sacrificado al sol. Pero Cortés no entiende esto y lo perdona…

Por otra parte, la terrible matanza no deja de sorprender a los mismos conquistadores. Una vez más, es Bernal Díaz quien a ello se refiere:

Digamos de los cuerpos muertos y cabezas que estaban en aquellas casas adonde se había retraído Guatemuz. Digo que juro, amén, que todas las casas y barbacanas de la laguna estaban llenas de cabezas y cuerpos muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba, pues en las calles y en los mismos patios del Tatelulco no había otra cosa, y no podíamos andar sino entre cuerpos y cabezas de indios muertos…3

Logrado el triunfo militar, se dará paso a la lucha ideológica. Corresponderá a la Iglesia llevarla a cabo, para lo cual acude a no pocas estratagemas. Por un lado, la evangelización, que conlleva tratar de cambiar la manera de pensar de un pueblo, será aplicada sistemá­tica­mente. El ingenio del fraile se deja sentir de manera constante: al percibir que el indígena no estaba acostumbrado a penetrar al interior de sus templos sino que participa de las ceremonias en las grandes plazas abiertas, crea enormes atrios frente a conventos e iglesias para que desde ellos el conquistado se incorpore poco a poco. Se establecen las capillas abiertas con este fin. Al darse cuenta el fraile de que las ceremonias indígenas van acompañadas de danzas, cantos y “areitos”, promueve las danzas que ya en la península ibérica servían para celebrar la conquista de los moros y el triunfo del cristianismo. Proliferan así las danzas de “moros y cristianos” o las “danzas de la Conquista”, al término de las cuales se bautizaba a cientos y miles de indígenas. Por otra parte, se crean pequeños códices pintados con el Padre Nuestro, el Credo y otras oraciones y pasajes sacros para que sean aprendidos por los indígenas de la manera en que se expresaban antes de la Conquista.

Pero ante la imposibilidad de expresarse abiertamente, el pueblo sometido busca –y encuentra– formas diversas de resistencia. Recurre a su propio ingenio para contrarrestar la imposición a que está sujeto y llega a argucias tales que, ante el temor de ser descubierto, encuentra las formas más sutiles de lograr sus propósitos sin que el enemigo se percate. Buenos ejemplos de esto tenemos a lo largo de la historia y los mexicas no fueron ajenos a esto. Veamos algunos de ellos. Para preservar sus códices, que estaban destinados a las llamas como obra del demonio, el indígena los oculta ¡en el cuerpo de Cristo…! En efecto, sabemos de varios casos, entre ellos el del muy conocido Cristo de Mexical­tzin­go, en donde el cuerpo del crucificado, hecho de caña, contenía parte de un códice.4 También es sabido que los indígenas participaban en la construcción de las iglesias y conventos cristianos. Varias maneras emplearon para tratar de preservar a sus dioses. Una de ellas era escoger piedras de buen tamaño para que sirvieran como base de columnas. Bien servían a este fin las esculturas de Tlaltecuhtli, Señor de la Tierra, que por su propio carácter estaban colocadas boca abajo, es decir, era una figura que tenía que estar pegada a la tierra y, por lo tanto, no estaba a la vista. La arqueología ha permitido encontrar varias figuras de este dios que en su parte inferior tienen la imagen de Tlaltecuhtli, en tanto que sobre ella se erige la columna colonial. Muchas veces he repetido –y no me cansaré de hacerlo– cómo pudo darse esto.5 Imaginemos al escultor indígena que está labrando una de estas piedras con la figura del dios. El fraile lo observa y le dice:

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9786073041973
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