Kitabı oku: «Aceptar la duda», sayfa 2

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3. Dudar de la capacidad de los empleados

En los seminarios de dirección oigo con frecuencia: «Dudo de que mi empleado consiga completar la tarea. Ha empezado bien con el trabajo, pero ahora resulta que es demasiado lento, que olvida demasiadas cosas. Está inseguro y pregunta por cualquier minucia, aunque ha realizado con frecuencia la misma tarea. Dudo de si debo seguir apoyándolo y formándolo. ¿Puede dar más de sí? ¿O sería mejor separarme de él?». La duda muestra que siempre existen dos posibilidades: formar al otro para que pueda desarrollar las habilidades que necesita para su trabajo, o llegar a la conclusión de que el trabajo lo supera y que es necesario dejarlo de lado o darle otro trabajo en la empresa. En este caso, la duda vuelve sobre mí. Yo dudo de cuál de las alternativas es la mejor; y en algún momento me tengo que decidir. Ahora bien, mientras la duda sea demasiado fuerte, no debo tomar ninguna decisión, sino esperar hasta que lo tenga más claro.

Otra duda afecta más al empleado. Le he confiado una tarea de dirección porque hasta el momento siempre ha trabajado bien en la empresa. Pero ahora tengo dudas sobre si está realmente capacitado para realizar esta tarea de dirección. Sé que con frecuencia reacciona de manera agresiva. He recibido quejas de sus subordinados, que se me han quejado de que su jefe de departamento nunca toma decisiones, que se aparta de los conflictos. Cuando le encargué la tarea de dirección confiaba en él: «Lo hará bien». Ahora tengo dudas de si tiene realmente las habilidades necesarias para dirigir. Hablando con el jefe que tiene dudas sobre las capacidades de dirección de su empleado, le dije que no podía obviar esta duda. La primera obligación es hablar con el interesado. No le diría de entrada que dudo de su capacidad de dirección. Le preguntaría: ¿cómo se siente con su tarea de dirección? ¿Cómo le va con el trabajo? Quizá sea él mismo quien le explique sus dificultades y limitaciones. Entonces puedo analizar con él qué le podría ayudar, cuál es la ayuda que necesita. Quizá debería asistir a un seminario de dirección. Quizá tendría que comunicarse mejor con sus subordinados. Pero si opina que todo va de maravilla, entonces le tendría que señalar los defectos que he detectado, o referirle las experiencias que le han explicado sus subordinados. Este sería el primer paso para apoyar y formar al empleado. Solo si todos los intentos por apoyarle no tuvieran un efecto positivo, entonces habría que considerar si no sería mejor que dicha persona se encargase de otra tarea.

La duda sobre los empleados nos obliga a ocuparnos con mayor intensidad de ese empleado concreto y hablar con él sobre su situación. El primer paso tiene que ser siempre el de formarlo y apoyarlo para que pueda crecer. Solo si crecen las dudas y me doy cuenta de que el empleado no desarrolla ninguna capacidad, que está estancado, entonces habrá que pensar en otras medidas: o encargarle de otras tareas, o despedirlo. Pero este despido no debe herir al otro. Solo puedo despedir a un empleado si le transmito la esperanza de que puede encontrar su camino en otro sitio, donde pueda aplicar mejor las capacidades que posee.

Me encuentro una y otra vez con empresarios que prefieren obviar las dudas sobre sus empleados. Prefieren cerrar los ojos antes que afrontar el problema. Pero también existe otro tipo de jefes que, por sistema, dudan de todos los empleados. Estos jefes se tendrían que preguntar si no sienten una desconfianza profunda hacia todas las personas. Su obligación sería creer en los empleados y, a través de la fe en el núcleo positivo de sus empleados, despertar las capacidades que albergan. En cualquier caso, la duda siempre nos sitúa ante la obligación de resolver un problema: ya sea el problema de la desconfianza a actuar, o el de encontrar las vías de solución para el empleado.

Una mujer dirigía una empresa con un socio, pero siempre tenía conflictos y problemas con él. Creía que, como cristiana, debía resolver estos problemas. Simplemente debía confiar más en él. Ahora bien, no se disiparon las dudas de si realmente iba a ser posible seguir trabajando juntos. Le aconsejé que rezase por este hombre. Cuando llevaba un par de minutos rezando por él sintió un malestar en el estómago. Al comentarlo tuvo claro que debía separarse de él. La oración, que en realidad debía mejorar la relación, le dejó claro que la esperanza en una mejora era una ilusión. El rezo le mostró que su duda era correcta, y así encontró la claridad interior para separarse de ese hombre.

Si dudas de las capacidades de un empleado, siéntate con toda tranquilidad y medita profundamente sobre dicha persona. ¿Qué le mueve? ¿Qué le oprime? ¿Por qué padece? ¿Qué desea? ¿Qué le impide desarrollar lo que hay en él? ¿Y cómo encuentro la llave para alcanzar su interior más profundo, donde se encuentran sus capacidades y fortalezas? ¿Qué le podría ayudar? ¿Qué le resultaría positivo? ¿Cómo puede encontrar esta persona su camino en la vida? A continuación bendice a ese empleado. Imagínate que la bendición sale de tus manos y fluye hacia ese empleado y lo atraviesa, de manera que él pueda entrar en contacto consigo mismo. Tu bendición no debe cambiar a tu empleado, sino atravesarlo para que entre en consonancia consigo mismo, para que sea totalmente él mismo. Tras esta bendición puedes profundizar en ti mismo. ¿Tu bendición te muestra que el empleado lo puede hacer bien? ¿O la bendición te muestra que te deberías separar de él porque le iría mejor en otro sitio, donde podría desarrollarse mejor en otra empresa o en otro puesto?

4. Dudar de uno mismo

En una relación no existe solo la duda sobre el otro, sino la duda sobre uno mismo. Dudo de que sea capaz de mantener una relación. Dudo de que sea la pareja perfecta para el otro o la otra. Y sobre todo dudo de mí, no solo en cuanto a mi relación sentimental. Dudo de si seré capaz de tener la vida que quiero, de si soy lo suficientemente inteligente para imponerme en la vida. Dudo de todo en mí. Con frecuencia tenemos un juez en nuestro interior —Sigmund Freud lo llama el superego— que continuamente nos pone en duda y nos quita valor. Eso nos causa inseguridad. Entonces no podemos decir: ¿esta voz interior es mi conciencia? ¿O se corresponde con el superego, con el juicio de los padres, que hemos interiorizado en nuestro superego?

Las personas que dudan de sí mismas no confían en que puedan hacer nada, y con frecuencia son pasivas cuando se trata de asumir la responsabilidad de su propia vida. Desperdician la vida porque quedan ancladas en la duda. La duda les impide mantener una relación. La duda les impide presentarse a un puesto laboral; consideran que no son lo suficientemente buenos para la tarea, que hay otros que son mejores. Así, dudar de mí mismo me puede alejar de la vida.

A veces consigo ver en diferentes conversaciones lo fundamental que puede llegar a ser la duda en uno mismo. Una mujer me explicaba que de pequeña siempre dudó de si era realmente hija de sus padres, o si había llegado a la familia desde fuera. Una duda tan fundamental provoca inseguridad en las personas. No estar seguro de los orígenes. Dudar de si sus padres son realmente sus padres biológicos. Con frecuencia no se consigue averiguar de dónde viene esta duda. Posiblemente sea una inseguridad fundamental sobre la propia identidad. Y esta inseguridad se manifiesta en dudas concretas sobre las capacidades propias y para seguir con la propia vida.

La duda de la niña de si es realmente hija de sus padres se presenta con frecuencia en una fase concreta de la vida. En la pubertad se duda de la propia identidad: ¿Quién soy? Se siente que la vieja identidad se desmorona. Y no podemos decir quién somos realmente. Pero la duda sobre uno mismo es al mismo tiempo un desafío para preocuparse por la propia identidad. Estas dudas sobre la identidad vuelven a aparecer con frecuencia entre los 18 y los 24 años. Hasta entonces hemos estado en casa, posiblemente en el instituto. Ahora estudiamos en un lugar extraño. No conocemos el entorno, dudamos de nosotros mismos. Hasta ahora todo ha ido bien. Ahora tenemos dudas de que vayamos a superar los estudios, sobre si hemos elegido el campo de estudio correcto. Estas dudas sobre la identidad pueden conducir con frecuencia, en esta edad, a fases depresivas. Unas dudas similares aparecen hacia la mitad de la vida. Nos preguntamos: ¿esto ha sido todo lo que he podido hacer hasta ahora? ¿Cómo voy a seguir? ¿Quién soy en realidad? ¿Solo soy el hombre de éxito, la madre feliz? ¿Cuál es mi verdadera identidad?

Otras dudas se refieren al amor de los padres. Los niños dudan del amor de los padres. Precisamente, cuando se les regaña, o cuando se les trata con rudeza, cuando los padres se burlan de ellos, en ese momento dudan sobre si los padres los quieren realmente, o si solo son una carga para sus padres. Las dudas sobre el amor de los padres conducen también a dudar del valor de uno mismo. Dudo de que valga la pena que nadie me quiera, que sea lo suficientemente valioso para que me quieran mis padres. Y a continuación estas dudas se convierten en dudas sobre si quien se acerca a mí es sincero, o si solo es amistoso porque quiere algo de mí.

La duda acerca de uno mismo puede ser insoportable. Se duda de todo. La duda acerca de uno mismo impide cualquier tipo de autoconfianza. Por las noches no se puede descansar porque se duda sistemáticamente de todo lo que se ha hecho o dicho. Todo se pone en cuestión: «No ha estado bien. ¿Qué piensan los demás de mí? ¿Cómo puedo hablar de manera tan risible, cómo me puedo comportar de manera tan rara?». La duda sobre uno mismo se convierte en una acusación y en una desvalorización de uno mismo.

Hace poco me explicaba una mujer que tiene muchas dudas sobre sí misma. Duda sobre si es una buena madre, si ha educado bien a sus hijos. En cuanto los niños pasan una fase difícil, se tortura con dudas sobre sí misma: «¿Qué he hecho mal? ¿Tengo la culpa de que los niños no se estén desarrollando como me hubiese gustado? ¿He transmitido a mis hijos las dudas sobre mí misma, de manera que ahora no pueden desarrollar una confianza en sí mismos?». También tenía constantemente dudas sobre sí misma en la empresa en la que trabajaba: «¿Hago bien mi trabajo? ¿Mi jefe está contento conmigo? ¿No lo habría podido hacer mejor?». Estas dudas sobre sí misma le consumen gran cantidad de energía, de manera que no puede hacer el trabajo con tranquilidad. Le acompaña constantemente esta crítica interior que duda de todo lo que es, de todo lo que hace, pero también de todo lo que piensa. Se pregunta siempre: «¿Rijo bien? ¿Mis pensamientos son cómicos o quizás enfermizos?». Le resulta difícil encontrarse con otras personas. Duda sobre si los otros la quieren, o si se va a comportar correctamente con ellos. Estas dudas sobre sí misma le provocan una profunda inseguridad. Padece por ello, pero no puede superar las dudas sobre sí misma.

Cuando se pregunta acerca de la causa última de las dudas sobre uno mismo, con frecuencia se tropieza con las dudas de los padres sobre sus hijos. A menudo, los padres critican continuamente a los niños: «Eres lento. No lo puedes hacer. Eres un fracasado. Otros de tu misma edad hace tiempo que lo saben hacer. Siempre lo haces mal». Estas frases de los padres son una muestra de sus dudas sobre sus hijos. Aunque haga tiempo que murieron los padres, estas palabras siguen presentes en el interior; se han convertido en las palabras del superego. A pesar de que como adultos sabemos que en estas dudas sobre nosotros mismos se manifiestan, en última instancia, las dudas de nuestros padres, nos resulta muy difícil deshacernos de ellas. Este discernimiento por sí solo no disuelve este tipo de dudas. Es necesario una práctica muy larga para disolver este patrón tan antiguo y confiar cada vez más en nosotros mismos.

Toma asiento en soledad y escucha en tu interior. Deja surgir todas las dudas que aparecen de manera espontánea. Analiza cada duda y después responde a cada duda que surge en ti: «Soy yo mismo». Dedica 20 minutos a estar sentado y meditar solo sobre la frase «Soy yo mismo». Se trata de las palabras que Jesús pronunció tras su resurrección ante los apóstoles cuando dudaron de que fuera realmente el Jesús al que habían conocido y que había muerto en la cruz. La frase griega ego eimi autos tiene un significado especial en la filosofía estoica. «Autos» hace referencia al santuario interior en el que encontramos al yo original y genuino. Así, ante cualquier pensamiento y duda que surja en ti, pronuncia siempre estas palabras: soy yo mismo. Entonces, las dudas se empezarán a relativizar. No tiene ninguna importancia si has cumplido todas las expectativas de tus padres y tus propios deseos. No es importante si tus padres te quisieron de verdad. No tienes que demostrar nada. Simplemente puedes ser, sin justificarte, sin tener que demostrar nada. Si te repites continuamente estas palabras, las dudas se acallarán. Ya no son importantes. Te sientes a ti mismo, tu verdadero ser que nadie puede empequeñecer a través de sus dudas y que tú tampoco puedes disolver a través de las dudas sobre ti mismo.

5. Duda y fe

El carmelita Reinhard Körner escribió sobre la relación entre fe y duda: la duda «corresponde a la peculiaridad de Dios y a sus misterios, que son siempre mayores de los que se pueden imaginar y expresar. Una vida espiritual verdadera, que no busca una ideología ni una “convicción”, sino la realidad de Dios, tiene que entrar en “crisis”, al menos de vez en cuando» (Körner, Lex Spir, 1471). Para la teología católica, la duda forma parte esencial de la fe. En cambio, Martín Lutero ve la duda como enemiga de la fe. Identifica la duda con la incredulidad. Para Lutero, la fe es una «interiorización de la Verdad» (Beiner, TRE, 770), por eso excluye la duda. A pesar de ello, Lutero también sabe «que la vida de fe siempre está amenazada por la duda y la tentación» (Ibídem, 770).

El teólogo evangélico Paul Tillich ve la duda como un elemento esencial de la fe: «La distancia infinita entre Dios y el hombre no se puede superar, es idéntica a la finitud de la persona [...]. La fe no sería fe, sino unión mística, si se viera privada del elemento de la duda» (Tillich, Sys III, 275). Tillich señala dos caminos para convertir la duda en certeza: la ortodoxia, que en la Iglesia católica consiste en el sometimiento a la autoridad, y el pietismo, que puede obviar la posibilidad de la duda gracias a la experiencia interior. Pero las dos vías no pueden superar realmente la duda. Tampoco en la unión de la persona con Dios puede reducirse, en última instancia, la distancia entre Dios y la persona.

Pero Tillich no ve solo la base de la duda en la separación entre Dios infinito y la persona finita, sino también en la finitud de la persona. «La finitud implica la duda, porque solo el Todo es la Verdad. Pero ningún ser finito tiene la totalidad. Eso significa que confirmamos nuestra finitud cuando reconocemos que la duda pertenece a la esencia de la persona» (Sys II, 82). Esta duda esencial impulsa a la persona a analizar una y otra vez la realidad. De esta duda esencial, que forma parte de la esencia de la persona, diferencia Paul Tillich la duda existencial. La duda existencial es una expresión del distanciamiento de la persona del ser, de lo eterno, de Dios. «Cuando el estado de alienación destruye la unión con lo eterno, la inseguridad se vuelve absoluta y conduce a la desesperación. También la duda será absoluta e impulsa a la persona a una situación en la que se niega a aceptar ninguna verdad» (Sys II, 83).

Las ideas de Paul Tillich muestran que podemos considerar la duda y la fe desde diferentes puntos de vista. Podemos reflexionar sobre dicha relación desde la esencia de Dios y la esencia de la persona. Y podemos pensar sobre la duda según si la persona se ha alejado del Nuevo Ser, que apareció en Cristo, o si participa del Nuevo Ser.

Antes de reflexionar desde la perspectiva teológica sobre la duda y la fe, querría presentar algunos ejemplos bíblicos y relacionarlos con nuestra situación ante la duda y la fe.

Ejemplos bíblicos de la duda

La Biblia ya nos ofrece ejemplos suficientes de que la fe y la duda forman una pareja. La Biblia nos presenta los pilares importantes de la fe como personas que siempre dudaban. A través de la duda crecieron en su fe. Estos ejemplos nos invitan a analizar con sinceridad nuestras dudas sobre Dios y sobre la fe.

Pedro se hunde

Un ejemplo conocido sobre la duda es la historia de la tormenta en el mar. Los apóstoles se encuentran con vientos contrarios. Las olas son cada vez más grandes. Los discípulos tienen miedo a ahogarse. Entonces, a la hora de la cuarta vigilia de la noche se acercó Jesús caminando sobre las aguas. Se asustaron. Creían que Jesús era un fantasma. Pero cuando Jesús les dijo que debían confiar, Pedro recuperó el ánimo. Y le dijo a Jesús: «Señor, si eres tú, manda que vaya a ti sobre las aguas» (Mt 14,28). Jesús le anima a que vaya hacia él. Pedro baja de la barca y consigue caminar sobre las aguas. Pero entonces siente el viento y ve las grandes olas y tiene miedo, y el miedo provoca que se hunda en el agua. Grita pidiendo ayuda. Jesús lo coge de la mano y dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?» (Mt 14,31). Pedro está dividido entre una confianza profunda, que le permitió bajar de la barca, y el miedo y la duda. El miedo a las enormes olas le hace dudar de la instrucción de Jesús de que acudiera a él sobre las aguas. Jesús ve la razón de su duda en su falta de fe. En Marcos y Juan siempre se trata de la alternativa: fe o incredulidad. En Mateo, en cambio, se trata de la oposición entre una fe fuerte y firme y la poca fe. La poca fe conduce a la duda. La duda está unida al miedo. Pero no está claro si la duda conduce al miedo, o si el miedo provoca la duda. En cualquier caso, el miedo y la duda forman pareja. La persona miedosa duda acerca de que Dios lo pueda salvar de las aguas revueltas.

La duda hace que Pedro se hunda en el agua. Pero también aporta al mismo instante la salvación, porque Jesús en persona coge la mano del dubitativo Pedro, lo saca del agua y vuelve con él a la barca. Así, la duda es la condición para experimentar la salvación, que es lo que le sucede a Pedro. Jesús echa la culpa a la duda de Pedro, pero al mismo tiempo responde a su duda con una mano salvadora.

Si nos aplicamos esta historia, nos libera de tener una mala conciencia cuando dudamos de la ayuda de Dios. También nosotros vivimos situaciones en las que estamos con el agua al cuello. En estas situaciones experimentamos dudas y desesperación. Dudamos de si Dios nos librará realmente de ese peligro. La escena bíblica nos invita a no mirar las grandes olas y el viento contrario, que nos han puesto en peligro, sino a Jesús, que camina sobre las aguas. Pero como Pedro, estamos divididos entre la visión de Jesús y la visión de las aguas revueltas, que amenazan con ahogarnos. No debemos despreciar el peligro, sino apartar la mirada y contemplar a Jesús. Entonces transformará nuestra duda en la experiencia de la curación y la salvación.

Medita sobre la escena que nos presenta Mateo. Imagínate sentado en la barca lleno de miedo porque la embarcación se puede hundir. Entonces se acerca Jesús a la barca caminando sobre las aguas. ¿Cómo reaccionarías? Transfórmate en la figura de Pedro. Quizá también recuperes el valor para bajar de la barca e ir al encuentro de Jesús. A continuación imagínate de nuevo las grandes olas que rompen por encima de tu cabeza. ¿Cómo reaccionarías ante eso? ¿Dudarías igual que Pedro? Entonces, deja que Jesús coja tu mano y te conduzca por encima de las olas de tus inseguridades. Toma la historia como un ejemplo para tu vida y pregúntate: «¿En qué momento de mi vida he tenido miedo de hundirme? ¿Cuándo he dudado de que pudiera cumplir con la tarea que me habían encargado? ¿Cuándo he dudado de que Dios me iba a ayudar cuando el agua me llegase al cuello?». Entonces, imagínate siempre que ante una tarea difícil, en una situación sin salida, Jesús te ofreciera la mano y te condujera a través de los miedos y las dudas para regresar a la seguridad de la barca.

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