Kitabı oku: «El doctor Thorne», sayfa 9

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Y había logrado algo más que riqueza. Hubo un momento en que el Gobierno necesitaba la inmediata realización de una obra de carácter extraordinario y Roger Scatcherd fue el hombre escogido. Era en extremo necesario realizar un tramo ferroviario en la mitad del tiempo que exigía tal trabajo, que requería grandes medios además de audacia, y Roger Scatcherd fue el hombre escogido para la ocasión. Se le elevó a la altura de héroe en los periódicos y se convirtió en uno de los que «el rey quiere honrar»[1]. Un día acudió a la Corte para besarle la mano a Su Majestad y regresó a su nueva y grande mansión de Boxall Hill como Sir Roger Scatcherd, baronet.

—Y ahora mi Lady —dijo cuando le contaba su mujer el alto estado a que le habían ascendido por sus esfuerzos y la prerrogativa de la Reina—, cenemos algo y bebamos algo fuerte.

Beber algo fuerte significaba una dosis de alcohol suficiente para enviar borrachos a la cama a tres hombres corrientes.

Mientras conquistaba el mundo, Roger Scatcherd no había abandonado sus viejos malos hábitos. En verdad, en todos los aspectos era el mismo hombre que había sido antes en las calles de Barchester, cuando andaba con su delantal de albañil atado a la cintura. Había dejado el delantal, pero no el ceño fruncido con los ojos centelleantes debajo. Seguía siendo el mismo buen compañero y también el mismo héroe trabajador. Sólo en esto había cambiado: que ahora solía trabajar, y algunos decían que igual de bien, estando tanto borracho como sobrio. Los que más tendían a considerarlo un milagro —y había una legión de fieles dispuestos a adorarle como profeta ideal, divino, sobrehumano, milagroso e inspirado— declaraban que su trabajo era maravilloso por lo bien hecho, sus cálculos rápidos y acertados, y que veía con ojo exacto el balance de ganancias y pérdidas, cuando estaba bajo el influjo del dios sonrosado[2]. Para estos fieles, sus estallidos y sus periodos de intemperancia le hacían entrar en situación, eran sus momentos de peculiar inspiración —sus delirios divinos, en que se comunicaba muy de cerca con aquellas deidades que presiden las transacciones comerciales; sus misterios eleusinianos[3], en que sólo se permitía acercarse a él unos cuantos elegidos.

«La semana pasada Scatcherd ha estado borracho», solían decirse unos a otros, cuando llegaba el momento en que se decidía qué oferta se aceptaría para construir un puerto que mantuviera todo el comercio de Lancashire, o construir la línea ferroviaria entre Bombay y Cantón. «La semana pasada Scatcherd ha estado borracho: me han dicho que ha tomado más de tres galones de brandy». Y entonces se sentían seguros de que no llamarían a nadie salvo a Scatcherd para construir el muelle o el ferrocarril.

Sin embargo, sea como fuere, sea verdadero o falso que Sir Roger fuera más eficaz estando borracho, no cabe duda de que no podía nadar en el brandy una semana, seis o siete veces al año, sin hacerse daño en gran medida y hacer sufrir permanentemente al hombre exterior. Cualquiera que fuera el efecto inmediato que tales festines tuvieran en el interior de su mente —en realidad no eran festines, posiums[4] los llamaría, si se me permite, pues, más tarde, cuando bebía mucho, bebía a solas—, por muy poco daño, o por bien que le afectara la bebida en su actividad cerebral, su cuerpo sufría en gran medida. No era que se debilitara o que se demacrara, tuviera aspecto avejentado o permaneciera inactivo, que le temblaran las manos o que le lloraran los ojos, sino que en los momentos de intemperancia su vida no valía un duro. La constitución que Dios le había dado valía más que la de cualquier hombre, era robusta a pesar de sus extremos violentos, robusta para reprimir y vencer los mareos y dolores de cabeza y demás enfermedades que normalmente padecen los partidarios de Baco. Pero todo poder tiene sus límites. Pasados dichos límites, se rompería, se caería y se partiría en dos y el hombre fuerte se convertiría enseguida en un cadáver.

Scatcherd no tenía más que un amigo en el mundo. Y, de hecho, esta amigo no era amigo en el sentido corriente del término. No comía ni bebía con él, ni siquiera hablaba con frecuencia con él. Sus fines en la vida eran bien distintos. Sus gustos eran por completo diferentes. Las compañías que habían elegido no se avenían. Scatcherd no tenía nada en común con su solitario amigo, pero confiaba en él y no confiaba en otro ser vivo en toda la capa de la tierra.

Confiaba en ese hombre, pero ni siquiera en él confiaba plenamente, al menos no como un amigo confía en el otro. Creía que ese hombre no le robaría, que con toda probabilidad no le mentiría, que no se atrevería a hacer dinero a su costa, que no contaría con él para especular haciendo un balance de beneficios y de pérdidas y, por consiguiente, decidió servirse de él. Pero no puso una confianza cualquiera en los consejos de su amigo, en su manera de pensar ni en la teoría ni en la práctica. Le disgustaban los consejos de su amigo y, de hecho, le desagradaba su compañía, pues su amigo le hablaba de una forma casi severa. Roger Scatcherd había hecho muchas cosas en este mundo y había hecho mucho dinero, mientras que su amigo había hecho pocas cosas y nada de dinero. No iba a tolerar que el hombre práctico y eficaz aprendiera lecciones de quien había demostrado no ser ni práctico ni eficaz. No lo iba a tolerar Roger Scatcherd, que contemplaba a los hombres de su clase como seres modernos, y él no menos que los demás.

Este hombre era nuestro amigo el doctor Thorne.

Ya se ha narrado cómo se conocieron el médico y Scatcherd. Necesariamente entraron en contacto en los tiempos del juicio y Scatcherd tenía entonces el criterio y la convicción de saber que el médico se había portado muy bien. Habían mantenido el contacto entre ellos. Poco después del juicio, Scatcherd había empezado a levantarse y había confiado al médico sus primeros ahorros. Éste fue el principio de una relación pecuniaria que nunca había cesado y que había llevado a la adquisición de Boxall Hill y a prestar grandes sumas de dinero al hacendado.

En otros aspectos también había habido una alianza entre ellos y no siempre es agradable de describir. El doctor Thorne era, desde hacía mucho tiempo, el médico de Sir Roger Scatcherd y, en sus incesables intentos para rescatarle del destino tan temible que le esperaba, con frecuencia discutía con su paciente.

Debe contarse otra cosa más de Sir Roger. En política era un violento radical y ansiaba obtener una posición en que poder ejercer su fuerza. Con este objetivo iba a presentarse por su nativa Barchester, con la esperanza de encarnar la oposición al candidato de los De Courcy y con este fin se había dirigido a Boxall Hill.

No hay que desdeñar su interés para representar a Barchester. Si el dinero fuera útil, tenía mucho y estaba preparado para gastarlo, mientras que los rumores apuntaban a que el señor Moffat estaba igualmente interesado en hacer lo contrario. Sir Roger tenía una especie de elocuencia tosca y era capaz de dirigirse a los hombres de Barchester en un lenguaje que llegaba a sus corazones, con unas palabras que le hacían ganar las simpatías de una parte mientras le hacían ofensivamente odioso para la otra. El señor Moffat, sin embargo, con su elocuencia no conseguía ni amigos ni enemigos. Las personas de Barchester le denominaban perro mudo, porque no sabía ladrar y a veces añadían sarcásticamente que ni sabía morder. Los intereses De Courcy, no obstante, estaban con él y también gozaba de las ventajas de los bienes. Sir Roger, por consiguiente, sabía que la batalla no se iba a ganar sin luchar.

El doctor Thorne regresó sano y salvo de Silverbridge esa noche y halló a Mary esperándolo para servirle su té. Le habían llamado para que consultara allí con el doctor Century, anciano amigable que se había alejado lo bastante de los principios del doctor Fillgrave como para consentir en tolerar tal degradación.

A la mañana siguiente desayunó temprano y, una vez montado en su fuerte jaca gris, partió para Boxall Hill. Allí no sólo tenía que negociar el préstamo del hacendado, sino también ejercitar su profesión médica. Sir Roger había sido contratado para abrir un canal de mar a mar a través del istmo de Panamá[5], le había dedicado una semana y el resultado fue que Lady Scatcherd había escrito perentoriamente al médico y amigo de su marido.

En consecuencia, el médico se dirigió a Boxall Hill en su jaca gris. Entre sus otros méritos estaba el de ser un buen jinete y realizaba mucho de su trabajo montando a caballo. El hecho de que de vez en cuando pasara un día en Barsetshire del este y de que, cuando lo hacía, disfrutara tanto, añadía algo a la fuerza de su amistad con el hacendado.

—Y bien, señora, ¿cómo está? Supongo que no muy mal —dijo el médico mientras estrechaba la mano de la señora de Boxall Hill en el pequeño salón del desayuno que se hallaba en la parte trasera de la casa. Los salones de Boxall Hill estaban amueblados con magnificencia, pero nunca se usaban y como jamás venían visitantes, pues nunca se invitaba a nadie, ni los salones ni los muebles eran de uso material para Lady Scatcherd.

—De verdad, doctor, está bastante mal —dijo Su Señoría con un tono de voz no muy alegre—, bastante mal. Algo tiene en la cabeza que le da golpes y golpes y golpes y, si usted no hace algo, creo que será demasiado tarde.

—¿Está en cama?

—Sí, en la cama, porque en cuanto empezó a estar mal, no se valía por sí mismo y le acostamos. Como las piernas no le sostienen, no se ha levantado. Está con él Winterbones, que escribe para él, y, cuando Winterbones está con él, Scatcherd es capaz de levantarse.

El señor Winterbones era el secretario confidencial de Sir Roger. Es decir, era una máquina de escribir que usaba Sir Roger para realizar ciertos trabajos que no se podían componer sin su presencia. Era un hombrecillo enjuto, disoluto, destartalado, a quien la ginebra y la pobreza casi habían reducido a carbonilla y a ceniza. No necesitaba nada ni le importaban las cosas mundanas, excepto la cantidad más mínima de alimento y la más grande concesión de líquido para su sustento. Había olvidado todo lo que una vez supo, salvo cómo sumar cifras y cómo escribir: los resultados de sus cuentas y de su escritura nunca eran iguales cuando se pasaba de una hora a otra, mejor dicho, cuando se pasaba de un folio a otro. Sin embargo, si se le dejaba acompañar de la ginebra y de su amo, ninguna cuenta ni nada de lo escrito se le resistía. Así era el señor Winterbones, el secretario confidencial de Sir Roger Scatcherd.

—Tenemos que alejar de aquí a Winterbones. Yo me encargo —dijo el médico.

—Ojalá, doctor, pueda. Ojalá pudiera enviarlo a Bath o a cualquier otro sitio lejos de aquí. Esté donde esté, Scatcherd toma brandy. Esté donde esté, Winterbones toma ginebra. No sé cuál es peor, amo o secretario.

Puede verse que Lady Scatcherd y el médico tenían confianza en lo concerniente a los inconvenientes domésticos.

—Hágame el favor de decirle a Sir Roger que estoy aquí —dijo el médico.

—¿Quiere tomar un poco de jerez antes de subir? —preguntó la dama.

—Nada, gracias —respondió el médico.

—¿Un poco de licor?

—Nada de nada, gracias. Ya sabe que nunca bebo.

—¿Ni un dedo de esto? —dijo la dama, sacando de un mueble una botella de brandy—. ¿Ni un dedo? Es lo que toma él.

Cuando Lady Scatcherd vio que hasta ese argumento fallaba, le condujo al dormitorio.

—¡Bien, doctor! ¡Bien, doctor! ¡Bien, doctor! —fue el saludo con que recibió al hijo de Galeno un momento antes de que entrara en la habitación del enfermo. Oyó sus pasos y así el albañil de Barchester saludó a su amigo. Su voz era alta y potente, pero ni clara ni sonora. ¿Qué voz que nace del brandy puede ser clara? Tenía una peculiar ronquedad, un tono gutural disoluto que Thorne enseguida reconoció y lo reconoció más acentuado, más gutural y más disoluto que nunca—. Así que viene a husmear y a que le pague su tarifa? ¡Ja, ja, ja! Bueno, he tenido un ataque agudo, como sin duda le habrá contado Su Señoría. Déjela exagerar. Pero ya ve, ha llegado tarde. He ganado al anciano otra vez, sin molestarle a usted.

—Sea como sea, me alegra que esté algo mejor, Scatcherd.

—¡Algo mejor! No sé a lo que usted llama «algo». No he estado mejor en mi vida. Pregúnteselo a Winterbones.

—Lo que es ahora, Scatcherd, no. Está bastante mal, por si lo quiere saber. Y en cuanto a Winterbones, no tiene nada que hacer aquí en su habitación, que huele a ginebra. No le crea. No está bien, nada bien.

Winterbones, cuando oyó la alusión malévola al aroma procedente de sus libaciones, guardó subrepticiamente debajo de la mesita que tenía la copa en la que bebía.

El médico, entretanto, había cogido la mano de Sir Roger con la excusa de que quería tomarle el pulso, pero obtenía más información a través del contacto con la piel del enfermo y de su mirada.

—Creo que sería mejor que el señor Winterbones regresara a la oficina de Londres —dijo—. Lady Scatcherd será su mejor secretaria por ahora, Sir Roger.

—¡Maldita sea si Winterbones hace algo por el estilo! —exclamó—. He dicho.

—Muy bien —replicó el médico—. Un hombre sólo muere una vez. Es mi deber tomar medidas para aplazar la ceremonia lo máximo posible. A lo mejor usted desea darse prisa.

—Bueno, en realidad no estoy muy ansioso que digamos —dijo Scatcherd. Al hablar, se desprendía una mirada fiera que parecía decir: «Si ésa es la pesadilla con que me quiere asustar, ya verá que se equivoca».

—No le deje hablar así, doctor, se lo ruego —suplicó Lady Scatcherd, con el pañuelo en los ojos.

—Ahora váyase, milady, váyase enseguida —dijo Sir Roger, volviéndose repentinamente hacia su media naranja, la cual, como sabía que a la mujer le corresponde obedecer, se fue. Pero, al salir, dio un tirón a la manga del médico, para que así sus facultades curativas se agudizaran al máximo.

—Es la mejor mujer del mundo, doctor, la mejor —dijo, mientras el médico cerraba la puerta tras la salida de la esposa.

—Estoy seguro de ello —contestó el médico.

—Sí, hasta que encuentre otra mejor —dijo Scatcherd—. ¡Ja, ja, ja! Buena o mala, hay determinadas cosas que una mujer no puede entender y otras que no debería dejar que se las explicaran.

—Es natural que le inquiete el estado de su salud.

—No sé —dijo el contratista—. No pasará apuros económicos. Sus quejidos no me devolverán a la vida.

Hubo una pausa, durante la cual el médico continuó su examen. El paciente se sometía a disgusto, pero se sometía.

—Debemos pasar la página, Sir Roger, ya lo creo.

—Bobadas —replicó Sir Roger.

—Scatcherd, tengo que cumplir con mi deber, le guste o no.

—O lo que es lo mismo, tengo que pagarle por asustarme.

—No hay naturaleza humana que pueda soportar ataques como éste.

—Winterbones —dijo el contratista, volviéndose al secretario—, baje, le digo que baje, pero no se vaya. Si va al pub, maldita sea, quédese ahí por mí. Cuando yo tome unos tragos, si es que lo vuelvo a hacer, no será a la hora de trabajar.

Así Winterbones, recogiendo su copa y ocultándola en algún sitio debajo de los faldones del abrigo, se retiró de la habitación y los dos amigos se quedaron a solas.

—Scatcherd —dijo el médico— ha estado a punto de matarse, como quien se ha dado un atracón de comer y de beber.

—¿Ah sí? —dijo el héroe del ferrocarril, aparentemente sorprendido.

—Pues sí.

—¿Y ahora ya estoy bien?

—¡Bien! ¿Cómo puede estar bien, cuando sabe que las piernas no le sostienen? ¡Bien! ¡Si la sangre le circula por el cerebro con tanta violencia que destruiría cualquier otro cerebro salvo el suyo!

—¡Ja, ja, ja! —se rió Scatcherd. Le enorgullecía creerse muy distinto a los demás—. ¡Ja, ja, ja! Y bien, ¿qué se supone que debo hacer?

No vamos a dar todo el tratamiento del médico. A algunas de sus instrucciones Sir Roger prometió obedecer, a otras se opuso violentamente y una o dos rehusó oírlas. El gran caballo de batalla era éste: que se abstuviera de trabajar durante dos semanas, pero era imposible, decía Sir Roger, que se abstuviera ni siquiera dos días.

—Si trabaja —decía el médico— en su estado actual, echará mano del estímulo de la bebida y, si bebe, le aseguro que morirá.

—¡Estímulo! ¿Se cree que no sé trabajar sin el recurso de la botella?

—Scatcherd, sé que hay brandy en la habitación en estos momentos y que ha estado tomándolo estas dos horas.

—Está oliendo la ginebra de Winterbones —dijo Scatcherd.

—Noto el alcohol dentro de sus venas —dijo el médico, que aún tenía cogido el brazo del paciente.

Sir Roger se dio la vuelta bruscamente en la cama para alejarse de su mentor y entonces empezó a amenazarle.

—Escúcheme bien, doctor. He decidido lo que voy a hacer. Mandaré llamar a Fillgrave.

—Muy bien —contestó el de Greshamsbury—. Mande llamar a Fillgrave. Ni siquiera en su caso hará nada malo.

—Cree que puede intimidarme y hacer lo que le guste porque me tiene desde siempre en su poder. Es usted una buena persona, Thorne, pero no estoy seguro de que sea el mejor médico de toda Inglaterra.

—Puede estar seguro de que no lo soy. Considéreme el peor, si quiere. Pero, mientras me halle aquí como su consejero médico, sólo puedo decirle la verdad a mi mejor entender. Y la verdad es que otra borrachera con toda probabilidad le matará, al igual que si recurre al estímulo alcohólico en su estado actual.

—Mandaré llamar a Fillgrave...

—Bien, mándelo llamar, pero hágalo cuanto antes. Créame esto: haga lo que haga, hágalo cuanto antes. Y cóncedame esto: deje que Lady Scatcherd se lleve la botella de brandy antes de que venga el doctor Fillgrave.

—¡Maldita sea si lo hago! ¿Es que cree que no puedo tener en mi habitación una botella de brandy sin echar unos tragos?

—Creo menos probable que eche unos tragos si no la tiene al alcance de la mano.

Sir Roger se volvió enfadado en la cama, tanto como sus piernas medio paralizadas se lo permitieron. Luego, tras unos instantes de paz, reanudó sus amenazas con mayor violencia.

—Sí, vendrá Fillgrave. Si un hombre está enfermo, realmente enfermo, dará los mejores consejos. Vendrá Fillgrave y también ese otro médico de Silverbridge. ¿Cómo se llama?... Century.

El médico desvió la mirada, pues, aunque la ocasión era grave, no puedo evitar sonreír ante la maliciosa venganza que su amigo se proponía.

—Lo haré. Y también Rerechild. ¿Cuál es el gasto? Supongo que cinco o seis libras cada uno, ¿eh, Thorne?

—Sí. Eso sería ser liberal, ya lo creo. Pero, Sir Roger, ¿me permite sugerirle lo que debería hacer? No sé hasta dónde quiere llegar con sus bromas...

—¿Bromas? —gritó el baronet—. ¿Habla de un hombre que está muriéndose y bromeando a la vez? No estoy bromeando.

—Bien, me atrevo a decir que no. Pero, si no confía en mí plenamente...

—No confío en usted en absoluto.

—Entonces, ¿por qué no va a Londres? El gasto no es impedimento para usted.

—Es un impedimento, un gran impedimento.

—¡Tonterías! Mande llamar en Londres a Sir Omicron Pie. Mande llamar a alguien en quien usted confíe.

—No hay nadie en quien más confíe que Fillgrave. Le conozco de toda la vida y confío en él. Mandaré llamarle para poner mi caso en sus manos. Si alguien puede hacer algo por mí, ése es Fillgrave.

—Entonces, por amor de Dios, mande buscar a Fillgrave —dijo el médico—. Y ahora adiós, Scatcherd. Como le manda llamar, déle una oportunidad. No se destruya con más brandy antes de que llegue.

—Ése es asunto mío y de él, no suyo —dijo el paciente.

—Que así sea. Déme la mano antes de que me vaya. Deseo que se mejore y, cuando esté bien, vendré a verle.

—Adiós, adiós y mire, Thorne, sé que se pondrá a hablar con Lady Scatcherd abajo. Por favor, sin tonterías. Me comprende, ¿eh? Sin tonterías, ya sabe.

[1] Ester 6, 9.

[2] Dionysos, dios del vino.

[3] Los misterios de Demetrio, Dionysos y Perséfone, que en la época clásica se celebraban en Eleusis sólo para iniciados.

[4] Término jocoso acuñado para una sesión de bebida individual, formado a partir de symposium, festín en que se bebe.

[5] Este canal se proyectó por primera vez en 1550, pero no se completó hasta 1914. Como oficial de Correos, a Trollope le interesaban las posibilidades del canal de Suez y de Panamá. Acabó El doctor Thorne estando en Egipto para negociar el paso del correo por medio del ferrocarril de Suez y, en 1858, mientras reorganizaba el sistema de Correos en el Caribe, inspeccionó la propuesta de un canal en Panamá o Nicaragua.

10. El testamento de Sir Roger

El doctor Thorne salió de la habitación y bajó, siendo plenamente consciente de que no podría marcharse sin haber hablado con Lady Scatcherd. En cuanto se halló en el pasillo, oyó sonar violentamente la campanilla del enfermo y, luego, el criado, subió la escalera y recibió la orden de enviar de inmediato un mensajero a Barchester. El doctor Fillgrave debía acudir tan rápido como le fuera posible al cuarto del enfermo y el señor Winterbones era quien debía escribir la nota.

Sir Roger estaba en lo cierto al suponer que el médico y Su Señoría intercambiarían algunas palabras. ¿Cómo iba a irse de la casa sin hablar, aunque no lo hubiera deseado? Hubo palabras y fueron abundantes, mientras iban a buscar la jaca del médico, hasta que concluyó la conversación que el contratista habría denominado «tonterías».

Lady Scatcherd no era compañía adecuada para las esposas de los baronets ingleses. Sin duda, por su educación y por sus modales encajaba más en la zona de la servidumbre, pero no por eso era una mala esposa o una mala mujer. Le preocupaba dolorosa y angustiosamente ese marido suyo, a quien honraba y adoraba, como le correspondía, por encima de todo. Le inquietaba su vida y creía fielmente que, si alguien podía prolongarla, era ese antiguo y leal amigo, del que sabía que era sincero desde sus primeros problemas matrimoniales.

Por consiguiente, cuando descubrió que lo había despedido y que un desconocido iba a ocupar su lugar, se le cayó el alma a los pies.

—Pero, doctor —dijo, con el delantal delante de los ojos—. Usted no va a abandonarlo, ¿verdad?

Al doctor Thorne no le fue fácil explicar a Su Señoría que la etiqueta médica no le permitía permanecer al cuidado del enfermo después de que le hubiera despedido y hubiera llamado a otro en su lugar.

—¡Etiqueta! —dijo llorando—. ¿Qué tiene que ver la etiqueta cuando alguien se está matando con el brandy?

—Fillgrave se lo prohibirá con la misma energía que yo.

—¡Fillgrave! —exclamó—. ¡Tonterías!

El doctor Thorne casi la habría abrazado por el fuerte sentimiento de confianza plena por una parte, y de desconfianza plena por otra, que se desprendían de estas pocas palabras.

—Óigame bien, doctor. No dejaré que se vaya el mensajero. Me encargaré de eso. Ahora ya no puede hacer mucho si sigue en cama. Le diré al muchacho que se quede. Aquí no va a venir ningún Fillgrave.

Sin embargo, este paso no lo iba a dar el doctor Thorne. Trató de explicar a la esposa inquieta que, después de lo que había pasado, él no podía prestar sus cuidados médicos hasta que se los pidiera.

—Pero usted no puede dejarle como amigo, ya sabe. Poco a poco puede ir acercándose, ¿eh? ¿No puede subir ahora? En cuanto a su tarifa...

Puede imaginarse con facilidad todo lo que dijo al respecto el doctor Thorne. De esta manera y compartiendo la comida a la que casi le obligaron, casi había pasado una hora desde que había salido de la habitación de Sir Roger y ponía el pie en el estribo. Pero tan pronto como se hubo movido la jaca en el suelo de grava que había en la parte delantera de la casa, se abrió una de las ventanas superiores para volver a llamar al médico junto al lecho del enfermo.

—Dice que vuelva, tanto si quiere como si no —dijo el señor Winterbones, asomándose por la ventana y poniendo énfasis en las últimas palabras.

—¡Thorne! ¡Thorne! ¡Thorne! —gritaba el enfermo desde su lecho, en una voz tan alta que el médico le oía, sentado como estaba en el caballo, y en la calle.

—Que vuelva, tanto si quiere como si no —repitió Winterbones, con más énfasis, evidentemente en la creencia de que la fuerza del mandato recaía en «tanto si quiere como si no», que le parecía invencible.

Si actuaba movido por estas palabras mágicas o por un proceso interno de la mente, no lo diremos; pero el médico, despacio y como sin querer, desmontó y lentamente desanduvo los pasos hacia la casa.

—Es inútil —dijo para sus adentros—, porque el mensajero ya ha salido para Barchester.

—He mandado llamar al doctor Fillgrave —fueron las primeras palabras que el contratista pronunció en cuanto volvió a hallarse junto al lecho.

—¿Me ha vuelto a llamar para decirme esto? —preguntó el doctor Thorne, quien ahora de verdad se sentía enfadado por la petulancia e impertinencia del hombre—. Podría pensar, Scatcherd, que mi tiempo tiene valor para otros.

—No se enfade, amigo —dijo Scatcherd, volviéndose a él y mirándole con el rostro distinto al aspecto que había tenido durante el día: un rostro en el que se distinguía un poco de humanidad y otro poco de afecto—. ¿No se va a enfadar porque haya mandado llamar a Fillgrave?

—Ni lo más mínimo —respondió el médico, muy complacido—. Ni lo más mínimo. Fillgrave le hará tanto bien como yo se lo pueda hacer.

—Y supongo que eso no es nada, ¿eh, Thorne?

—Eso depende de usted. Le hará bien si usted le dice la verdad y se deja guiar por él. Su esposa, su criado, cualquiera puede ser tan buen médico como él o como yo, tan bueno en el aspecto principal. Pero ahora ya ha mandado llamar a Fillgrave y, claro, debe recibirlo. Tengo mucho que hacer y debe dejarme marchar.

Scatcherd, no obstante, no le dejó irse y agitó con rapidez la mano.

—Thorne —dijo—, si quiere, haré que despachen a Fillgrave en cuanto llegue. Lo haré y pagaré todo el daño.

El médico tampoco podía aceptar tal propuesta, pero fue del todo incapaz de reprimir la risa. Había en el rostro de Sir Roger, mientras hacía esta sugerencia, una mirada anhelante de súplica y, unido a esto, había cierto aire de cómica satisfacción en su mirada, que parecía prometer que, si se le animaba, llevaría a cabo sus amenazas. Nuestro médico no se sentía inclinado a dar los pasos necesarios para despachar a su colega, aunque no pudo menos que admitir que la idea no era mala.

—¡Lo haré, por todos los demonios! ¡Si usted me dice una palabra!

Pero el médico no dijo nada y la idea se esfumó.

—No debería estar malhumorado con alguien que está enfermo —dijo Scatcherd, tomando la mano del médico, de la que se había apoderado—, sobre todo cuando es su amigo y, más aún, cuando se lo ha hecho creer.

No valía la pena que el médico afirmara que el malhumorado había sido él y que nunca había perdido su buen humor, así que se limitó a sonreír y preguntó a Sir Roger si podía hacer algo por él.

—Ya lo creo que sí, doctor y eso es por lo que le he mandado llamar, por lo que le mandé llamar ayer. Salga de la habitación, Winterbones —dijo entonces, bruscamente, como si estuviera echando del dormitorio a un perro sucio. Winterbones, en absoluto ofendido, volvió a esconder su copa bajo los faldones del abrigo y desapareció.

—Siéntese, Thorne, siéntese —dijo el contratista, hablando de un modo totalmente diferente—. Sé que tiene prisa, pero debe concederme media hora. Puede que me haya muerto antes de que me conceda otra. ¿Quién sabe?

Por supuesto el médico declaró que esperaba tener muchas conversaciones de media hora por muchos años venideros.

—Bueno, puede que así sea. Tiene que quedarse ahora. Que espere el caballo.

El médico cogió una silla y se sentó. Si le pedía que no se fuera, no le quedaba otra alternativa que hacerle caso.

—No era porque estuviera enfermo por lo que le mandé llamar, o mejor, por lo que le avisó Su Señoría. Que Dios le bendiga, Thorne: ¿cree que no sé lo que hace sentir así? Cuando veo a ese pobre desgraciado de Winterbones, matándose con la ginebra, ¿cree que no sé lo que me pasa a mí y a él?

—Entonces, ¿por qué bebe? ¿Por qué lo hace? Su vida no es como la suya. ¡Oh, Scatcherd! ¡Scatcherd! — el médico se dispuso a dar rienda suelta a su elocuencia para suplicar a este hombre singular que se abstuviera de su conocido veneno.

—¿Es esto todo lo que conoce de la naturaleza humana, doctor? Abstenerse. ¿Puede usted abstenerse de respirar y vivir como un pez en el agua?

—Pero la naturaleza no le ha ordenado que beba, Scatcherd.

—La costumbre es la segunda naturaleza y una naturaleza más fuerte que la primera. Y ¿por qué no debería beber? ¿Qué más me ha dado la vida por todo lo que yo he hecho? ¿Qué otro recurso me queda? ¿Qué otra gratificación?

—¡Oh, Dios mío! ¿No tiene una fortuna incontable? ¿No puede hacer todo lo que desea y ser todo lo que quiera?

—No —y el enfermo gritó con tanta energía que le oyeron en toda la casa—. No puedo hacer todo lo que quiero, ni ser nada de lo que desee. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo ser? ¿Qué gratificación me queda si no es la botella de brandy? Si me rodeo de caballeros, ¿puedo hablarles? Si tienen algo que decir sobre ferrocarriles, me harán preguntas; si me hablan de otra cosa, soy mudo. Si me rodeo de mis trabajadores, ¿me pueden hablar a mí? No, yo soy su amo y un amo duro. Mueven la cabeza y se miran los zapatos cuando me ven. ¿Dónde están mis amigos? ¡Aquí! —exclamó, y sacó una botella de debajo de la almohada—. ¿Dónde están mis pasatiempos? ¡Aquí! —y agitó la botella ante el rostro del médico—. ¿Dónde está mi único recurso, mi única gratificación, mi único consuelo después de mi trabajo? Aquí, doctor, ¡aquí, aquí, aquí! —y, diciendo esto, guardó su tesoro bajo la almohada.

Había algo tan horrible en todo esto que el doctor Thorne se echó hacia atrás perplejo y por un momento se quedó sin habla.

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9788432160806
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