Kitabı oku: «Indiscreto inconsciente», sayfa 2

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Hegelianos un poco

Como decíamos, si bien Jacques-Alain Miller hablaba para la Escuela de Psicoanálisis, podemos sopesar si sus argumentos se aplican al Estado. De entrada, el Estado aparece como un esfuerzo constante para reprimir, por los medios que sea, la realidad del sujeto dividido. De tal modo que, así las cosas, el Estado va en contra de aquello que lo hace existir. La cosa no tiene remedio; y el Estado evita difícilmente la violencia. Creo que es en este sentido que Jacques-Alain Miller, en el discurso mencionado, se refiere a Hegel y al que denomina nuestro hegelianismo espontáneo. “Aquí hay que ser hegeliano –dice–, tal como lo era el propio Lacan, y tal como lo es todo ser razonable…” –no sin añadir– “…hasta cierto punto”. Se trata de averiguar este “hasta cierto punto”, en el que reside lo irredimible de la división subjetiva.

Cuando Hegel presenta el Estado, lo hace denominándolo un “universal concreto”, es decir un universal al que le falta muy poco para realizar la Idea que comprenderá todas las razones y todos los actos, tanto de la naturaleza, como del hombre, como los divinos, como los filosóficos (si eso existe). La cuestión está en ese “muy poco”. Si admitimos, con Hegel,que el Estado es la unión de la Razón con la Libertad tal como se realiza justamente en la medida en que esta unión aún no existe, aceptamos conferir al Estado una Voluntad. Estamos pues aquí en una reflexión post-rousseauniana, en el sentido de que amplía su concepto de Voluntad General. Pero, más todavía, un Estado Concreto Universal tendría que ser mundial. Este es un paso muy hegeliano, por el que hemos de constatar que, en la situación histórica, o geohistórica, en la que se desarrolla nuestra existencia, no hay aún plenitud perfecta de la vida.

La plenitud no existe todavía; pero podemos tomar en consideración los grados en los que se actualiza esa plenitud. En un escrito de juventud, Hegel escribe cómo sería la “más perfecta” de estas plenitudes, la que “está al alcance de pueblos cuya vida acusa un mínimo de desgarro y desmembración, es decir, en pueblos felices”. Y añade: “pueblos menos felices no pueden acceder a estos niveles, sino que, en medio de la separación, se ven obligados a mantener a un miembro de esta separación, a guardar su independencia”. (5) Para entender este punto de vista hemos de tener en cuenta que, para Hegel, la verdadera reconciliación humana no se puede hacer en la dimensión de la política, sino de la religión. La concepción política de Hegel se desarrolla como una transformación dialéctica de la idea de contrato social que había expuesto Jean-Jacques Rousseau, para quien ese contrato sólo es posible como consecuencia de una integración de las voluntades privadas en una Voluntad General. Y esta Voluntad General, Hegel la eleva un peldaño para darle la consistencia de una Voluntad Universal. Y a esto le añade que si un “gran hombre” llega a ser capaz de conocer y expresar esa voluntad, accederá al nivel de una Voluntad Absoluta. Dado este paso, entraríamos en una dimensión política en la cual la Voluntad poseería la certeza de sí misma y el mal se habría reconciliado con la Voluntad. Ello implica que la constitución de un Estado pasa por un momento fundacional tiránico. Momento escalofriante, pero pasajero, que responde a aquel “detalle” del Contrato social de Rousseau, cuando debe admitir que si se da el caso de que en el reino de la libertad hay alguien que no la quiera para sí, “le forzarán a ser libre”. (6) Con esto, el tirano hegeliano actúa “divinamente”, en sí y para sí y al servicio del Espíritu Absoluto. Eso sí, si el tirano no dimite en el momento oportuno, la divinidad del Estado quedará rebajada a la de un animal: “necesidad ciega que merece precisamente ser detestada como el mal”.

Resumiendo, para Hegel la constitución del Estado es un momento necesario en la realización del Espíritu Absoluto, pero que no puede ser duradero. Esta es la base de su Filosofía del derecho, que es en realidad una filosofía política. Nos volverá a ocupar más adelante, cuando hablemos de la policía.

Pero antes de ello se impone examinar un poco más qué es una división colectiva. Para ello tomo dos expresiones de la división política, que nos trasladan al Renacimiento: una proviene de la obra de Shakespeare Romeo y Julieta; y la otra de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, de Maquiavelo.

Capuletos y Montescos

Las obras de teatro de Shakespeare contienen mucha ciencia política. Recogen las formas tradicionales de las monarquías medievales, para poner en escena sus transformaciones renacentistas, a fin de explicar el sentido político de la nueva era de las monarquías y la que será su tendencia al absolutismo. Todo esto lo hallamos plasmado en la impresionante serie de sus tragedias históricas: los Ricardos y los Enriques y, junto a ellas, las protagonizadas por seres de ficción, como el Rey Lear, Hamlet o Macbeth. La tragedia de este último y el Ricardo II sirvieron a Ernst Kantorowicz para escribir páginas magníficas sobre la esencia de la monarquía. Pero podemos acercarnos a una tragedia “menor”, seguramente la más popular entre las primeras obras escritas por Shakespeare, y que no es conocida especialmente por su interés político. Me refiero al Romeo y Julieta o, más precisamente, a La muy excelente y lamentable tragedia de Romeo y Julieta, escrita en los últimos años del siglo XVI. (7) Habitualmente es tratada como una exposición del amor realizado, incluso del amor perfecto y su cercanía con la muerte; es así, pero admitamos también una lectura política de esa tragedia. Apenas he encontrado comentarios de los especialistas en este sentido, como si la historia de amor y muerte hipnotizara a los comentaristas y velara el trasfondo político de la obra. Veamos de qué se trata.

En una ciudad-república, Verona, la integridad del Estado está amenazada por una confrontación secular entre dos familias poderosas de la misma ciudad, los Capuletos y los Montescos. El amor que surge entre dos jóvenes pertenecientes a cada una de esas familias acaba siendo un acontecimiento propicio para realizar la unidad del Estado, de acuerdo con la idea premoderna según la cual un Estado fuerte y unido es el garante de la paz. Jean Bodin (o Juan Bodino) había escrito unos años antes (1576) sus Seis libros de la República, donde teoriza precisamente la idea de que el Estado tiene que ser fuerte para conseguir una entidad que se imponga a la necesaria maldad natural del hombre, a aquella la realidad aludida en la máxima clásica homo homini lupus: el hombre es un lobo para el hombre. El hombre destruye al hombre reiteradamente, mientras que el lobo, animal destructivo, no ataca al lobo. La razón de Estado, que Jean Bodin ––siguiendo a Maquiavelo y a Richelieu–– defiende, es una razón más allá de la moral. Hegel transformaría esta razón no razonable en lo que llamó “la astucia de la razón” para hacer de ella uno de los mecanismos fundamentales de la historia política como forma de mediación entre lo singular y lo general. Y si la llama “astucia” es porque no puede haber alcanzado todavía la categoría de la razón absoluta.

Examinemos el argumento de la obra. El escenario es Verona, una ciudad italiana cuyo Príncipe es Escalus. Verona es una república de dimensiones reducidas, pero que tiene la forma política de un Estado, en el cual lo que sucede guarda escasa relación con lo que pueda ocurrir fuera de sus fronteras. En esto contrasta, por ejemplo, con Hamlet, donde la acción, que tiene lugar en Dinamarca, mantiene una relación política y militar constante con la voluntad política y militar de otro reino, el de Noruega. Lo que les sucede a Romeo y a Julieta ocurre en Verona y nada más. Sólo Mantua aparece en un momento, pero no por lo que políticamente pueda suceder ahí.

Esto se ve ya desde el comienzo de la obra. Tras alzarse el telón, entra el Coro, que recita: “Dos familias iguales en dignidad, en la bella Verona, donde ponemos nuestro escenario, de antiguos rencores forman nuevas sediciones, en las que sangre ciudadana ensucia manos de ciudadanos”. (8) Viene luego una referencia al patriciado de las dos familias: the continuance of their parents’ rage, “la perpetuación de la furia de sus padres”. (9) En el otro extremo de la obra, el resultado será que aquel poder que estaba en manos de los patricios –sostenido por una significación ligada a los Nombres de las households, de los linajes– pasa a manos de Escalus. Este Príncipe no representa un tercer linaje; está emparentado con París, el pretendiente oficial de Julieta, y con Mercutio, un amigo de Romeo, es decir con las dos grandes familias de Verona; pero todo el tiempo encarna de manera efectiva el poder anónimo y unificado del Estado. Encarna el Estado inmortal; por su parte, los linajes son perecederos. Cosa que nos recuerda Shakespeare, al menos en la versión de la obra conocida como el primer Quarto, donde es mencionada una “marca de la muerte” que pasa de padres a hijos. De ahí que hacer del Estado algo hereditario sea someterlo a la lógica de lo perecedero.

Volviendo a la obra, vemos el interés para la trama de la tragedia el hecho político de que ambos jóvenes protagonistas sean, cada uno por su lado, herederos únicos y futuros cabeza de familia, de los Capulet, o Capuletos, ella, de los Montague, o Montescos, él. No sólo heredan bienes, sino también una posición simbólica, el Buen Nombre de la casa, la continuidad del linaje. De algún modo son personajes muy singulares, excepcionales en la división civil de la ciudad. Como herederos, ensamblan el pasado y el futuro de sus casas y de manera contingente los del Estado.

La acción de la obra comienza con dos personajes menores de la casa Capuleto galleando, poniendo en escena la alegría de su odio contra los Montescos. Entran luego en escena dos criados de la casa Montesco; las espadas salen de sus vainas; entran dos sobrinos, uno de cada casa, y se incorporan a la pelea; va aumentando el tumulto, al que se van incorporando ciudadanos. Hasta que al escenario de batalla entran los cabezas de ambas casas y, al fin, Escalus, Príncipe de Verona, en la primera de sus tres apariciones en escena. En esta primera lo hace como Escalus, pero no volverá a ser llamado por su nombre: en lo sucesivo será Príncipe, sin más. Y su discurso es ejemplar: “Súbditos rebeldes, enemigos de la paz, que profanáis el acero con la sangre de vuestros convecinos. ¿No me oís?” (10) Y les recuerda es la tercera vez que sacan las armas, hasta entonces enmohecidas por la paz, para reabrir la herida gangrenada del odio. Y convoca entonces a su palacio, o castillo, a horas diferentes, a los cabezas de ambas casas. Es una clara intervención del Príncipe que responde a una de sus supuestas funciones, la de garante de la paz. El castillo, evidentemente, tiene que ser superior a las casas, por más palaciegas que sean.

Entonces aparece Romeo, que está enamorado de Rosalina, la cual es, mira por dónde, una Capuleto, aunque no tan importante para el linaje como lo será Julieta. En ese momento son las nueve de la mañana, y Romeo aparece después de haber pasado la noche suspirando por su Rosalina. Hay que constatar que Romeo apenas duerme durante la obra. En esta primera noche anterior a la obra porque está suspirando por Rosalina. La segunda porque se enamora de Julieta, que le corresponde: inician entonces los coloquios nocturnos de su amor y de su nombre; luego, sin pasar por casa, Romeo se va a visitar a Fray Lorenzo, que le recibe con la frase: “Nuestro Romeo no pasó la noche en cama”. (11) La tercera noche consuma su matrimonio con Julieta; suponemos que, consumado el amor carnal, se duerme, pero por poco rato. Ese despertar había de ser difícil, como un franqueamiento, en varios sentidos, tal como lo expresa el poeta. Al final, toda esa vigilia es una preparación del sueño mortal de Julieta y acompaña al automatismo casi sonámbulo con el que el adolescente Romeo actúa en la obra.

Pero volvamos a la primera aparición de Romeo, aún enamorado de Rosalina. Pregunta qué ha pasado en la calle, y él mismo se responde, con una frase extremadamente ambigua: “Esto tiene mucho que ver con el odio, pero aún más con el amor”. (12) Destacamos dos de las muchas interpretaciones de esa frase. La primera: aquí ha habido un alboroto causado por el odio y Rosalina, mi amor, es una Capuleto. Y la segunda: mi pelea interior por el amor es más grande que la pelea de los ciudadanos en la calle. Sea como fuere, es notable que, en este momento, Romeo continúa su soliloquio ensoñado profiriendo una retahíla de oxímoron: amor batallador, odio amoroso, ligereza pesada, vanidad seria, caos armónico, pluma de plomo, humo explosivo, fuego frío, salud enferma, sueño velatorio. Todo aquello que es, a la vez no es; y aquello que no es, a la vez es. Sí, Romeo está angustiado; a Romeo le faltan las palabras: “Este amor siento que siento sin amor en él”. (13)

En la escena siguiente, los jóvenes de la casa Montesco se enteran de que en la casa de los Capuleto se prepara una gran fiesta, y deciden hacer la fanfarronada de acudir a ella enmascarados. En el grupo está Mercutio, personaje mercurial, fluyente, transversal, de palabra fluida y brillante, gran contador de historias y mejor urdidor de farsas. En esa ocasión pronuncia una famosa máxima de doble sentido, que dice haber oído en un sueño que ha soñado: dreamers often lie. (14) Intraducible condensación de sentidos entre los cuales están: los soñantes suelen estar en cama; los soñantes suelen mentir; los soñantes suelen joder. Y a partir de ahí, Mercutio se pone a recitar el cuento de la reina Mab, todo él un desafío para los interpretadores. Así acaba el gran lío del sentido inaugurado por la aparición en escena del Gran Enemigo del Estado, esto es, el Amor.

Cuando los jóvenes enmascarados ya están en la fiesta, Teobaldo, un sobrino de la casa Capuleto, reconoce a Romeo; pero el cabeza de la familia le exige que no haga nada: tiene muy presente la reprobación que ha recibido del Príncipe. Y es entonces cuando Romeo y Julieta se enamoran a muerte. Ella tiene 13 años y él unos 16; las indicaciones no dejan claro si ambos van enmascarados; podemos conjeturar que Romeo, al menos, sí lo está. Sea como fuere, la ocultación del rostro incrementa el valor de la voz, de la mirada y de los juegos verbales. La escena del enamoramiento ocurre en el curso de una compleja condensación de significantes: Romeo (nombre), romero (peregrino), romero (la hierba del recuerdo). Y todo esto discurre exactamente en los catorce versos de un soneto, forma poética de la que Shakespeare fue maestro. ¡Ah! Pero de esta cima del lirismo occidental hemos de descender cuando Romeo se entera de que Julieta es una Capuleto; así dice, entre otras cosas: “debo la vida a mi enemigo”. (15) Por su parte, Julieta, al enterarse de quién es su amado amante, dice para sí: “Mi único amor nació de mi único odio. Pronto lo ví sin conocerlo; demasiado tarde lo conocí. Prodigioso nacimiento del amor es para mí, que tenga que amar a un enemigo aborrecido”. (16) La escena siguiente es el famoso diálogo del balcón, en el que se aferran a la idea de que los nombres de familia no son consecuencia de las cosas y que nada tiene que ver con su amor. A pesar de ello, el amor topa con esos nombres que dividen a la ciudad.

Como hemos notado, Romeo vuelve a no dormir aquella noche. Acabado el dulce coloquio, ya de madrugada, se va a visitar a fray Lorenzo, a quien le confiesa su reciente amor por la hija de los Capuleto y le pide que los case sin tardar. Por lo visto, no se imponían las normas del Concilio de Trento, según las cuales un matrimonio secreto sería imposible. A al fraile se le ocurre que aquel matrimonio podría ser un camino hacia la paz: “esta alianza, dice, podría resultar afortunada y tornar el odio de vuestras familias en amor puro”. Aquí se encuentra el giro entre el amor y la política: bajo el signo de la unidad política, fray Lorenzo acepta casar a los enamorados. Romeo sale entonces para preparar las cosas, pero se encuentra con algo funesto, un hecho consumado: su amigo Mercutio ha muerto a manos de Teobaldo, el Capuleto. No sin resistirse, Romeo entra en duelo con él y se convierte en el vengador de la muerte de su gran amigo. Esta es la ocasión de la segunda entrada en escena del Príncipe, acción justificada porque Mercutio era pariente suyo también. En consecuencia, el Príncipe sentencia: Romeo debe partir al exilio inmediatamente. A ello sigue la impresionante lamentación de Julieta, en una oración nuevamente llena de oxímoron, expresión a la vez de odio y de amor contra Romeo. Lo más notable ahí es que, acabado su monólogo, Julieta se rehace y, erguida, se hace cargo de su nuevo ser; su enunciación ahora es distinta y habla como lo que es: la esposa fiel de Romeo.

Por su parte, Romeo se entera por fray Lorenzo de la pena de exilio que ha caído sobre él. Mientras tanto, Julieta mantiene una fuerte discusión con sus padres y con su nodriza, al final de la cual asume más enteramente aún la soledad del amor maduro; al empezar el siguiente acto es ya una mujer decidida. A la vez, resulta que París visita a fray Lorenzo porque quiere los case. Es entonces cuando Julieta decide jugárselo todo, literalmente, a vida o muerte. Fray Lorenzo le ofrece escenificar una muerte fingida; si el plan sale bien, Romeo se la podrá llevar a Mantua o adónde sea, pero dejando la convicción de que Julieta está muerta, en una suerte de muerte civil que permitirá a ambos emprender una nueva vida. Para realizar el plan de fray Lorenzo sólo disponen de cuarenta y dos horas. Dispuesto el plan y ya ejecutándolo, Julieta vuelve a su casa y pide perdón a su padre; pero éste avanza un día el matrimonio proyectado con París: será mañana. El tiempo es aún más corto. Entonces Julieta se apresura: se toma el veneno, no sin haber recitado su monólogo: “Mi lúgubre escena debo actuarla sola”. (17) Así es como la encuentran fingidamente muerta, se alzan las grandes lamentaciones y es enterrada en la cripta familiar.

En el acto siguiente, Romeo está en Mantua, donde le llega la noticia de la muerte de Julieta, que toma en su sentido literal. Ocurre que, si bien Fray Lorenzo había mandado a un emisario para advertir a Romeo del plan urdido y del papel que a él le correspondía, éste no llegó a tiempo a causa de los controles por la peste. Romeo, convencido de la muerte de Julieta, se procura entonces un veneno, éste de verdad y se vuelve a Verona. En la escena siguiente, fray Lorenzo se entera de que Romeo no tiene aún conocimiento del plan; Julieta va a despertarse en pocas horas; se dispone a sacar a Julieta de la cripta para llevarla a su celda, pero allí se encuentra con París, que la está cubriendo de flores. Corre a su celda para volver a escribir a Romeo; pero al punto éste llega con su criado Baltasar. Para no despertar las sospechas de su criado, le dice que quiere entrar en la cripta para rescatar una sortija de Julieta. Romeo aleja a Baltasar; se pelea con París; lo mata; entra en la cripta y se toma el veneno que trae. Llega entonces de nuevo fray Lorenzo; Julieta se despierta; ve a fray Lorenzo y se da cuenta de que Romeo está muerto. Quiere tomarse el mismo veneno que él, pero ya no queda y se mata con la daga de Romeo. Entonces llega todo el mundo, y también el Príncipe, en su tercera entrada en escena. El padre Capuleto exclama: “la funda de la daga está vacía en la cintura del Montesco, y se ha hecho una vaina en el pecho de mi hija”.

Con el entierro de los dos amantes, y tras las muertes de Teobaldo, Mercutio y París, las dos familias se reconcilian. La República se salva.

El príncipe

Intentemos ver ahora quién es ese Príncipe que obtiene tanto con tan poca acción. Para ello lo mejor es acudir a la fuente primera de su noción: El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, donde está descrito con toda claridad cómo debe actuar un Príncipe si no quiere perder su condición. Piedra de escándalo o libro de cabecera, lámpara de príncipes o fuente de oscurantismo, este libro sigue presente como un desafío al entendimiento de qué es un amo en ejercicio, cómo olvida qué le llevó a encarnar esa posición, cuáles son los medios con los que debe auxiliarse y cuáles son las consecuencias políticas de sus actos, antes de que se hundan en el lodazal de la historia. Las dos obras principales de Maquiavelo, El Príncipe y los Discursos, publicados póstumamente, inauguran ese complejo siglo XVI, de grandes conflictos entre creencias e increencias, que se resolverían en la Reforma y la Contrarreforma. Es el tiempo de la evolución manierista del Renacimiento y el inicio de su transformación en el barroco postridentino, y del conflicto entre política y religión.

Tanto el Príncipe como los Discursos son resultado de un esfuerzo perseverante y difícil para desgajar pieza a pieza las condiciones de la política tomada como un discurso propio; diríamos un esfuerzo para definir una política de la política misma, como una defensa de ese ámbito en el que los hechos dominan al concepto. La tensión máxima de los escritos de Maquiavelo reside en el esfuerzo por ir descartando cualquier clase de parentesco entre las esferas de la política y de la religión. Merece la pena recordar que, unos años antes y en la misma Florencia, Savonarola había predicado enérgicamente la supeditación de lo político a lo religioso, hasta un fanatismo que le valió su condena a muerte. Pero incluso tras su ejecución, aquel modo de intolerancia se mantuvo como algo más que un estado de opinión, casi como un verdadero partido con fuerza política. (18) La Contrarreforma, que con su celo religioso consagró la división política de Europa, había de recuperar algunos de los estados de ánimo de Savonarola. Pero la obra de Maquiavelo, regularmente denostada, siguió presente como muestra de una racionalización posible para las leyes del acto político: un acto humano y solamente humano, fundado en la imposibilidad de recuperar la contingencia. Razón y contingencia deben andar juntos en cualquier examen que se haga de los resultados del ejercicio del poder, pero no todo lo azaroso se puede calcular. Los imperialismos posteriores tendrían muy presente la constatación maquiavélica de que el Estado, desligado de la religión, pierde fuerza de cohesión, y que esa cohesión debe ser recuperada de algún modo. Por supuesto, los métodos más crudos son la vigilancia y el castigo; ciertamente, la ley ordena y somete, pero nos queda la pregunta si es inevitable el castigo para mantener el miedo que supuestamente reforzaría el pacto social.

Maquiavelo saca a la luz las contradicciones que fundamentan la política, la cual nunca llega a efectuar una síntesis entre la libertad y la fuerza, entre la paz y la guerra, entre el valor de lo individual y la imposición de lo colectivo. El príncipe, el amo, para serlo, debe encarnar estas contradicciones, lo que exige atropellar la pasión de la verdad y la compasión de la fraternidad cristiana. Y si bien el arte, la cultura o la ciencia muestran su capacidad de colectivizar la pasión, ni la verdad ni la conquista de la naturaleza ––lo que llamamos la ciencia––, pueden avanzar sin la complacencia del Príncipe o, en términos modernos, del Estado. Precisamente una de las fuerzas de la Compañía de Jesús ––otra gran creación del siglo XVI–– proviene de la aceptación de la ciencia como instrumento del Estado moderno, a diferencia de otras órdenes religiosas anteriores que habían visto en la ciencia naciente una amenaza para la verdad revelada. (19)

El Príncipe describe las condiciones bajo las que un amo puede constituir y mantener como Estado algo que podemos llamar vagamente “sociedad”. El siglo empieza a convencerse de que la teoría política de santo Tomás de Aquino, la oficial del catolicismo, resulta sumamente ineficaz para el desarrollo de los Imperios ––continentales o ultramarinos– que se consolidan tras la Reforma y la Contrarreforma. Para santo Tomás, el Estado pertenece a un orden natural que coincide con la voluntad del Creador y el Príncipe es un elegido de Dios; así, la historia tiene el mismo carácter finalista que la naturaleza aristotélica. Es claro que Maquiavelo parte de unos principios completamente distintos: el Estado es un asunto entre seres humanos y la Providencia es ahí sólo una figura retórica. Por otra parte, el Príncipe adquiere el poder que lo define como tal por la acción combinada de la virtus y de la fortuna. Aquélla la configuran las fuerzas naturales de las que dispone el individuo que encarna al Príncipe, con unas facultades más o menos adecuadas para el cargo, entre las cuales destaca la capacidad de decisión, esto es, de actuar como individuo nunca del todo identificado con el pueblo. Por su parte, la fortuna es la contingencia, algo que el Príncipe debe saber reconocer y aprovechar en favor suyo. Entre ambas, se desarrolla el discurso de la política, que ensalza a unos y hace caer a otros. Cuando las acciones sucesivas se van enlazando con los acontecimientos que crean, pueden dar lugar a un relato, llamado Historia, que cuando se pretende total merece la descripción que Macbeth, el personaje de Shakespeare da de la vida: un relato contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada.

Leo Strauss, en sus conferencias sobre Maquiavelo, da por sentado “que Maquiavelo no llega al confín de su razonamiento” (20) y que la lectura de Maquiavelo es más compleja de lo que parece al lector distraído. De entrada, lo que hace difícil a la vez que atractivo el esfuerzo por seguir las argumentaciones de Maquiavelo es que no tienen en cuenta ningún tipo de Estado de naturaleza, ni divino ni humano, como origen de la ley. Todo lo que es político se juega en lo actual. No hay retorno ni recuperación; y la previsión es siempre provisional. El origen de las leyes no reside en un “derecho natural”; las leyes siempre son políticas, están hechas por seres humanos en una situación existente y como movimiento estratégico cuyos resultados son, en el momento, ignorancia pura. Que su formulación esté dominada por la ambición de durar o por el delirio de permanencia, no las legitima. En el origen no hay un bien; de modo que, tanto como no se puede proponer un mal originario que habría que rectificar, tampoco se puede proponer un bien perdido que habría que recuperar. La Biblia y su mito del paraíso se quedan en su lugar: la religión. No hay política que se pueda extraer de las Sagradas Escrituras, a no ser tomándolas como documento histórico a interpretar.

Todo esto abre un gran debate político, que se prosigue durante el Barroco, de la mano de Spinoza especialmente, y la Ilustración, y que lleva hasta la corriente exegética de la Haskalá o incluso el tratado de Sigmund Freud sobre Moisés y la religión monoteísta.

Maquiavelo abre pues un espacio nuevo, el de la política entendida como el discurso del poder, sin origen ni finalidad externas a él, y sin posibilidad de establecer una doctrina definitiva sobre él. En la política todo es parco, perecedero, local. El buen orden no existe; la ley eventualmente pone freno a los apetitos individuales y lo hace en el ámbito de los vínculos sociales, pero no como un principio interno a los sujetos que conforman el cuerpo político, sino desde el exterior. La ley nunca coincide con el cuerpo político, que le es anterior, y que se fundamenta en algo que siempre resultará indeterminado. El cuerpo político no es una identidad, ni un destino, ni una naturaleza, ni menos aún una raza. Cuando más, podemos hablar de una comunidad de goce. Cuando menos, la vemos unida paradójicamente por una desunión constitutiva: entre clases, entre el pueblo y los grandes, entre los fuertes y los débiles, entre los que quieren desmesuradamente dominar y los que admiten la dominación. La paz siempre es inestable y la rigidez de un equilibrio de fuerzas acaba inevitablemente quebrándose.

La ley no viene de un espacio exterior al espacio social, que es abierto y está dividido por el deseo. La ley nace de la desmesura del deseo; tratándose de política, Maquiavelo lo califica como deseo de libertad. El motor de la política es entonces la desmesura; es aquello que hace salir a los individuos de la esfera de su egoísmo. Es un desorden paradójicamente protegido por las leyes, porque ellas provocan siempre la cuestión de la legalidad y la unidad del Estado. Y esa inconsistencia obliga a quienes dirigen a poner en juego una y otra vez su destino, tanto el propio como el de la colectividad.

Pero además de El príncipe, Maquiavelo escribió también los Discursos, que son más enigmáticos. Los Discorsi sopra la Prima Deca di Tito Livio tienen una estructura muy compleja que no deja de responder a la doctrina general de Maquiavelo, quien, a diferencia de lo que sostenía Aristóteles, considera que en política no hay términos medios. El Príncipe tiene que saber alternar entre el vicio y la virtud, pero sin confundirlos ni mezclarlos. Su naturaleza ha de ser, o bien la de hombre, o bien la de animal salvaje, pero nunca la de hombre salvaje. Todo esto a partir de la idea de que la política es el arte de la singularidad y de la ocasión, y que la civilización no es equivalente a la paz perpetua.

Si la lectura de El príncipe ha dado lugar a comenarios de todo tipo, menos los han merecido los Discursos. Entre ellos destacamos los mencionados de Leo Strauss. Los Discursos de Maquiavelo se basan en un amplio comentario a la primera parte de la obra de Tito Livio, Ab Urbe condita, redactada en los tiempos del emperador Augusto, donde relata el curso histórico de Roma desde los tiempos inmemoriales de su fundación. El interés de los autores renacentistas por la obra de Tito Livio fue grande; si ya Dante la elogió en su Comedia, Petrarca consigió reunir algunas partes que andaban dispersas de la obra. La obra de Tito Livio había de ser más tarde lectura principal, por ejemplo, de Montesquieu y de Voltaire. Su estilo es muy ágil y hace verosímil todo lo que describe; con ello se presenta como el gran relato de una realización política que no dejó de crecer, a pesar de los accidentes que obstaculizaron su éxito.

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