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Adopción de costumbres europeas en el consumo gastronómico de las elites peruanas durante el siglo XIX según el Diario de Heinrich Witt: 1824-18901
Alejandro Salas Miranda
Desde fines del siglo pasado se observa un auge del reconocimiento internacional hacia la gastronomía peruana. El origen de este interés hacia la comida popular en Perú tiene sus orígenes en la década de 1980, cuando aparecieron volúmenes ingentes de investigaciones orientadas a difundir al público general las recetas y tradiciones que han dado forma al patrimonio alimentario nacional. Dicha tendencia se potenció en los noventa, cuando un grupo de chefs profesionales transformaron recetas tradicionales del altiplano, adaptándolas al estilo de la alta cocina. Tal impulso ha sido acompañado por estrategias de difusión del patrimonio alimentario nacional dentro de la población, principalmente a través de libros de cocina, artículos gastronómicos en periódicos y la creación de la Asociación de Gastronomía Peruana (Matta, 2013; Serrano, 2016). Este renovado interés, emergido desde la elite peruana, por las raíces populares de la gastronomía nacional se manifiesta en un incremento en el número de investigaciones, difusión comunicacional, franquicias comerciales internacionales y festivales gastronómicos (Valderrama, 2009).
La gastronomía peruana no solo ha adquirido reconocimiento en términos cuantitativos y de difusión, también ha sido elogiada desde la crítica gastronómica especializada y es considerada un componente identitario por su población. El sitio especializado Theworlds50best consideró dos restaurantes peruanos entre los diez mejores del mundo, el año 2019 y diez entre los cincuenta mejores de América Latina el 2018.2 Para la población peruana la gastronomía es un elemento relevante de su identidad, tal como lo muestra el número especial del Informe Gastronomía Peruana de la Encuesta Nacional Urbana (GFK, 2012), en la que el 44% de los encuestados se considera “muy orgulloso” y otro 46% “orgulloso” de su gastronomía nacional, mientras que un 76% considera que es una fuente de trabajo para muchos compatriotas.
La gastronomía y el turismo han adquirido gran auge y reputación en el país andino, aunque este entusiasmo no ha ido acompañado de un interés visible del mundo académico, en el cual las investigaciones de carácter disciplinario se encuentran en estado embrionario (Matta, 2013). Los estudios sobre la evolución histórica de la gastronomía, cómo han cambiado las recetas de algunas comidas emblemáticas, el uso social y los significados colectivos asociados a las comidas casi no poseen representatividad en artículos científicos y monografías de historiadores.
El desinterés por los orígenes, características e historia de la gastronomía peruana, ampliamente valorados por la mayoría de la población, no es exclusivo del mundo académico. Las recetas de comida local fueron despreciadas por la elite peruana en su conjunto, adoptando en el siglo XIX costumbres y hábitos más cercanos a los de Europa. Esto se observa con más notoriedad en los alimentos locales, que fueron eliminados de las reuniones de connotación social, siendo reemplazados por la culinaria francesa, tendencia que solo se ha revertido en años recientes.
El menú de Palacio de Gobierno o los banquetes de la rancia aristocracia eran, hasta mediados del siglo pasado, de raíces francesas, tan es así que hasta se redactaba el menú en francés… Hace quince años los dedos de la mano sobraban para contar los libros de comida autóctona. No había más que un par de escuelas de cocina y nuestra comida era una gran desconocida en el exterior” (Valderrama, 2009, p.166).
Estudiar las diversas facetas de la evolución histórica del patrimonio alimentario permite comprender las transformaciones que le han dado su forma actual. Ese conocimiento permite articular las características, variedades y valoraciones comunes de una tradición gastronómica en una narrativa explicativa que fundamente su carácter patrimonial y le permita acceder a reconocimiento y protección institucional, tanto a nivel local como internacional (Hernández, 2018; Medina, 2018). Este tipo de reconocimientos puede contribuir a la protección de los alimentos, utensilios, prácticas y espacios necesarios para que diversos actores subalternos puedan mantener la riqueza de sus tradiciones gastronómicas.
Esta investigación se propone contribuir al conocimiento histórico de la relación entre patrimonio alimentario y sociedad, examinando la relación de la elite peruana hacia los alimentos que producía y consumía la mayoría de la población, buscando analizar cómo evolucionó la valoración de este grupo social hacia la gastronomía local durante el siglo XIX. Este periodo fue escogido por constituir un punto de inflexión en la relación de la elite con las costumbres y el consumo de alimentos locales, ya que en la época colonial el ingreso de productos e ideas más allá del imperio estaba regulado y se accedía casi exclusivamente a alimentos del virreinato. En esa época el consumo de alimentos locales era habitual, mientras que, en las décadas posteriores a la independencia, el país se abrió al comercio mundial y al ingreso de productos europeos.
La gastronomía es una actividad humana que apenas deja huellas materiales, por lo que su estudio avanza principalmente a través de la información que entregan fuentes escritas. Esta investigación utiliza el diario de vida de Heinrich Witt, un comerciante alemán que vivió en Perú entre 1824 y 1890 y, durante parte de ese tiempo, relató sus vivencias íntimas, a la vez que describió los lugares y costumbres de la población local (Mücke, 2016). Este documento poseía originalmente más de 11 mil páginas repartidas en 13 volúmenes, pero hoy solo se conservan 10, que fueron transcritos íntegramente por el historiador alemán Ulrich Mücke (Mücke, 2017).
El Diario de Heinrich Witt3 resulta valioso tanto por su extensión física como temporal, ya que supera las 7 mil páginas y abarca casi todo el siglo XIX republicano peruano, coincidiendo en sus inicios con los primeros años de vida independiente y termina poco después de la Guerra del Pacífico. La información del diario de vida describe principalmente los acontecimientos que rodeaban la vida de Witt y las personas con quienes se relacionaba, en su mayoría de la clase alta peruana, dando descripciones detalladas de sus hábitos alimenticios y modales, para comprender cómo cambiaron las pautas de consumo alimenticio de las elites peruanas durante el siglo XIX. Esta investigación plantea como hipótesis que, a inicios del siglo XIX las elites limeñas valoraban y consumían los alimentos tradicionales locales de manera generalizada pero, durante el transcurso del siglo, estas adoptaron normas de conducta y etiqueta eurocéntricas, reemplazando las comidas de la cultura propia, que no entraban en esos marcos por ser consideradas inferiores, por productos europeos importados.
Para desarrollar esta investigación se utiliza la metodología de los relatos de vida, que permite indagar en la narración que un sujeto realiza respecto a los acontecimientos y vivencias personales, dibujando el perfil cotidiano de su vida y de quienes le rodean, a lo largo del tiempo (Martín, 1995). Para ello se debe considerar el relato como una interpretación del narrador respecto de sus vivencias, que van cambiando con el tiempo. Con el objeto de aprovechar al máximo la información que entrega el texto, se debe llevar a cabo una investigación profunda que delimite qué se desea rescatar del texto, para posteriormente inspeccionar qué dice el contexto que rodea los elementos seleccionados y desarrollar un relato propio que interprete de manera distinta la interpretación del narrador sobre su realidad (Cornejo, Mendoza y Rojas, 2008). Esta metodología posee la ventaja de que permite organizar un marco categorial para identificar interpretaciones subjetivas que el autor hace de su realidad de manera suficientemente rigurosa como para evitar una interpretación arbitraria de su testimonio. En este caso se analizan las citas en las que Witt interactúa con alimentos y actividades sociales donde se sirvan comidas.
El texto explica primero el contexto de la cosmovisión imperante en las elites latinoamericanas del siglo XIX, que percibían la cultura europea como superior. El impacto de esto sobre la gastronomía peruana será estudiado en dos periodos divididos cronológicamente: el primero analiza las descripciones y juicios de valor emitidos por Witt en su primer viaje alrededor de Perú entre los años 1824 a 1829 y luego se analizan las actividades sociales que realizó entre 1842 y 1890, cuando pasó casi todo el tiempo en Lima, entre la aristocracia. Finalmente, se concluye con una reflexión sobre los hallazgos de la investigación y los planteamientos que quedan para investigaciones futuras. El diario de Witt está escrito casi enteramente en inglés, pero las citas presentes han sido traducidas por mí al español.
La admiración de las elites latinoamericanas decimonónicas por Europa y su cultura
El proceso de adopción de normas gastronómicas europeas por parte de la elite peruana responde a un contexto general que consideraba a la cultura europea como superior a la propia. El siglo XIX constituyó una serie de cambios sociales, cuyas directrices se asociaron al concepto de modernidad como progreso humano, que fomentaron la libertad abstracta, la razón instrumental individual, el individualismo y la racionalidad técnico-científica occidental (Wagner, 2013). Esta última característica otorgó una ventaja a Occidente que le permitió dominar el resto de las regiones del mundo, lo que produjo en las elites de las sociedades dominadas una autopercepción de rezago causada por la falta de ideas y conceptos europeos: “para poner remedio a esta situación, trataron de importar y adoptar los conceptos procedentes de Europa que les permitieran reordenar la vida social, incluyendo aquí conceptos propios de la sociología europea” (Wagner, 2013, p. 12).
Esta repercusión de la influencia europea se desarrolla no solo en el plano institucional, ya que las sociedades de Europa occidental adoptan, en el siglo XIX, la convicción de que su forma de vida es la mejor. Los diversos aspectos de la cultura europea se aglomeran en el concepto de civilización, que a fines del siglo XVIII designaba la manera en que, primero Francia y luego Inglaterra se percibían a sí mismos, para designar a fines del siglo XIX a la civilización europea en general, contra el resto de las culturas, las que serían consideradas barbarie y debían ser reemplazadas por el Occidente superior: esa fue la misión civilizadora de Europa (Osterhammel, 2019).
La asociación entre costumbres, alimentación y modos de vida tradicionales de los pueblos latinoamericanos, con los conceptos de atraso y barbarie, están presentes en distintos testimonios del siglo XIX. Un ejemplo de lo anterior es el informe del viajero italiano Lorenzo Fazio (1889) quien, a fines del siglo XIX, se desplazó a la provincia de Santiago del Estero, donde caracterizó los diversos elementos naturales y humanos que llamaron su atención, señalando que la provincia había logrado un gran “progreso” al alcanzar niveles crecientes de desarrollo material y adoptar costumbres cosmopolitas, abandonando los alimentos y modos de vida campesinos, que se vinculan con la miseria y las costumbres “primitivas”. En cambio, la adopción de estéticas europeas en arquitectura, conductas y alimentación fueron asociadas con el progreso y la civilización, atribuidos al crecimiento económico argentino. Otra propuesta similar es la tesis de bachillerato del peruano Clemente Palma (1897), quien planteó que, a causa de la mediocridad inherente de las razas que conformaron la raza criolla, un proyecto civilizatorio para Perú era inviable, por lo que debían ingresar al país inmigrantes alemanes más dotados intelectualmente y creativos, que permitieran mejorar la raza y hacer avanzar la civilización en el país.
Este proceso de cambio en las normas de sociabilidad, desarrollado por las elites latinoamericanas en la segunda mitad del siglo XIX, se expresó en la vida cotidiana a un nivel general. Más allá de los hábitos culinarios, las fiestas, el vestuario y la conducta, también se modificaron, como ejemplifica Manuel Vicuña para el caso chileno, en un estudio sobre la imitación de las modas francesas en el país, al señalar que las fiestas de la elite chilena colonial se centraban en la música, interpretada exclusivamente por mujeres y el baile, sin mayores planificaciones; estas celebraciones estaban restringidas a círculos cercanos de los anfitriones (Vicuña, 1996). Pero la organización de las fiestas y el uso de vestimentas se vuelve más ostentoso durante el siglo XIX, cuando fueron introducidos gradualmente usos y costumbres de festejo europeos como método de distinción respecto a las clases populares, ya que solo las elites podían acceder al consumo suntuario de productos importados.
Las numerosas costumbres europeas adoptadas por la oligarquía aumentaban paulatinamente la distancia entre sus gustos y los del bajo pueblo. Con motivo de las exportaciones… la clase alta contó con un monto de recursos que le permitió incrementar el consumo de productos suntuarios procedentes del extranjero, con preferencia desde Europa” (Vicuña, 1996, p. 37).
La vestimenta evidencia más claramente la manera en que se exterioriza la distinción, porque es un atributo más fácilmente identificable a la vista y es indisociable de quien lo porta. Por ello, atuendos tradicionales locales fueron desechados por las elites durante el siglo XIX y, aunque menos visibles como señal de superioridad frente a los sectores populares, los hábitos de mesa también se convirtieron en un símbolo de distinción entre sectores dirigentes y los demás componentes de la sociedad chilena, ya que esto era muy difícil de imitar y constituía una señal de civilización en el plano íntimo frente a visitas, extendiendo el eurocentrismo de la nueva vida cotidiana desde el simple plano físico (la ropa) al performativo (las costumbres).
Desde comienzos del siglo XIX, la moda ha establecido diferencias cada vez mayores entre el estrato alto y el resto de la sociedad… Tanto la adopción de modales de mesa como de hábitos higiénicos, además de distanciarlos de las prácticas comunes, les abrieron al reconocimiento social de los extranjeros” (Vicuña, 1996, p. 33).
Un efecto de este cambio de hábitos culinarios fue la pérdida de recetas y el abandono de alimentos de origen colonial durante el siglo XIX, señalada en las reflexiones de autores coetáneos (Valega, 1973). Tal decadencia en la variedad de alimentos coloniales y su desplazamiento por comidas europeas devienen una tendencia generalizada en Sudamérica, como lo evidencian otras investigaciones realizadas en Chile y Argentina sobre el itinerario histórico de diversos productos, como el chacolí chileno (Lacoste et al., 2015), el queso de Chanco (Lacoste, Jiménez y Soto, 2014; Lacoste et al., 2015b; Aguilera, 2016), los chamantos de Doñihue (Castro, Mujica y Cussen, 2017), el Singani boliviano (Buitrago, 2014), el mate (Jeffs, 2014), el aguardiente cuyano (Lacoste, 2018) y el pisco, aunque este último producto logró mantenerse y se convirtió en 1931 en la primera Denominación de Origen de América Latina (Lacoste, 2016). En cambio, en Perú, la investigación de carácter disciplinar sobre la comida y la cocina popular se halla en estado embrionario (Matta, 2013) y se limita al estudio de recetarios antiguos con comida peruana del siglo XIX (Acurio y Masías, 2016).
La occidentalización de una sociedad como la peruana puede abarcar casi todos los aspectos de la cultura. Esta investigación se centra específicamente en el consumo y valoración de los alimentos locales, lo que Garufi denomina “patrimonio alimentario regional”, que es
(…) el espacio constituido por las producciones primarias, la agroindustria alimentaria y las cocinas regionales, que se articulan entre sí a través de las actividades de preparación, consumo y circulación de los alimentos; que se contextualiza en un entorno ambiental y sociocultural específico (Garufi, 2001, p. 28).
Esta definición posee un componente tangible, que corresponde a las comidas materiales y considera alimentos primarios, productos agroindustriales y manifestaciones culinarias de los alimentos; y uno inmaterial, correspondiente a técnicas de preparación culinaria, clasificaciones de alimentos y uso de estos en diversos contextos (Garufi, 2001). Esta investigación se centra en el componente inmaterial de la comida local, ya que analiza la relación de las elites con esta.
Costumbres locales al inicio del periodo de independencia: Consumo de productos locales y hábitos sociales comunes entre elites y el pueblo
Cuando Witt llega a Perú, como empleado recién contratado de la casa Anthony Gibbs & Sons (Mücke, 2016, vol. 1), no demuestra una disposición particularmente negativa respecto a las comidas locales ni menos un rechazo explícito de estos alimentos, incluso los consumía con regularidad y elaboraba juicios de valor positivos, especialmente de las bebidas alcohólicas. En sus primeros años de estancia en Perú no se observa discriminación hacia los alimentos por su origen geográfico ni que esta cualidad sea un criterio de calidad y sabor.
El desarrollo de productos alimenticios con atributos únicos se realizó en distintas localidades de la América colonial, principalmente como un esfuerzo de satisfacer con los recursos existentes las demandas de la población local. El aislamiento geográfico y político hizo que los productores locales buscaran técnicas propias, llevando a desarrollar comidas con métodos específicos de un lugar.
Uno de los alimentos más emblemáticos de la sociedad peruana es el pisco. Un destilado de uva que surgió por el auge del mercado de Lima y se popularizó gracias al auge minero de Potosí, siendo exportado principalmente por vía marítima, a través del puerto de Pisco, que debe su nombre al licor homónimo (Lacoste, Jiménez, Castro, Rendón y Soto, 2013). Actualmente, el producto mantiene su popularidad en Perú, apareciendo tanto en la música popular tradicional como en el rock juvenil (Zapata, 2014) y en la opinión pública, expresado esto último en la encuesta GFK (2012) donde se aprecia que el 57% de los encuestados considera al pisco sour la bebida que más simboliza al país. En su viaje por Perú, Witt degustó varias veces el destilado, junto con varios tipos de chicha, señalando que las poblaciones locales consumían estos productos de manera regular. El primer contacto con el aguardiente de Ica ocurrió durante un viaje a Quilca, el 26 de septiembre de 1824, donde consumió pisco, entregando la descripción más temprana de las características del producto. El pisco solía venderse a viajeros en posadas, así, Witt, en la misma ciudad, conoció a un tipo llamado Vincent, con quien viajó hasta una cabaña donde ingirieron vinos, pisco, pan y queso local; al salir del pueblo y atravesar el valle de Quilca, tomaron agua y pisco como provisiones: “Aquí probé por primera vez algo de Pisco, un puro, blanco y fuerte aguardiente, hecho de uvas, principalmente en los alrededores de Ica, que fue nombrado así por el puerto de Pisco, donde es exportado” (Mücke, 2016, p. 58, vol. 1)
El pisco era consumido por toda la región andina, que se comunicaba económicamente a través de caminos donde comerciaban arrieros, que eran los únicos que podían recorrer la accidentada sierra peruana, como ejemplifica Witt en un viaje cerca de Tambillo, el 8 de junio de 1842, donde menciona que “encontramos muchos arrieros con sal de Huacho, con brandy de Pisco” (Mücke, 2016, p. 543, vol. 1), por lo que se infiere que el pisco estaba presente en casi toda la región andina entre Perú y Bolivia. Witt menciona un viaje muy difícil, en medio de una tormenta con nieve y granizada, en el que atravesó el Alto de Toledo, en la provincia de Puno; para poder salir del entumecimiento que le provocó el viaje tuvo que tomar rápidamente una botella de pisco:
Este horrible clima había durado todo el tiempo que crucé el alto de Toledo… antes de desmontar, me entregaron un pequeño vaso con pisco puro y lo engullí como agua, cosa que creo que nunca hice antes ni lo he hecho desde entonces (Mücke, 2016, p. 144, vol. 1).
La importancia que tuvo el pisco para la población de Ica es evidente por las descripciones de Witt sobre el puerto de la región. Cuando lo visitó menciona que existe un claro contraste entre la escasa población de 1.500 habitantes y el lujo del lugar, que tenía una catedral y cuatro bellas iglesias: Santo Domingo, la Merced, San Juan de Dios, la Catedral y la iglesia de los Indios (Mücke, 2016, p. 254, vol. 1). En una descripción extensa, realizada el 1 de agosto de 1828, Witt menciona que el pisco es el brandy que la gente de Ica exporta, se produce en todos los departamentos del norte del Perú y en los valles de Majes (Arequipa) y Vitor (Moquehua). Observa que los viticultores hacían poco vino, utilizando casi toda su producción para fabricar brandy, con un valor de $8 el quintal, que se transporta por todo el país en botijas cubiertas de brea de seis arrobas, llevadas al puerto por mulas, señalando finalmente que:
Un tipo superior de brandy de la uva moscatel llamada de “Italia” también se destila en los alrededores de Ica; se tiene en alta estima y se llena en pequeños frascos, las botijuelas se han enviado con frecuencia a Europa como un regalo que gusta mucho (Mücke, 2016, pp. 255-256, vol. 1).
Esto demuestra que el pisco era un producto prestigioso, ya que era consumido y exportado, pese a su elevado valor, evidenciando un reconocimiento general a su calidad y buen sabor. La chicha no tenía la distinción del pisco, pero su consumo era más generalizado entre la población, casi de forma regular, pero no por eso era rechazada por las clases altas de la sierra ni tampoco por Witt, quien gustaba de su consumo, porque alimentaba al estar hecha de maíz: “muchas de las cholas son de un tamaño grande porque les gusta la bebida fermentada llamada chicha, que tiende a producir corpulencia” (Mücke, 2016, p. 230, vol. 1).
En un viaje a Tarma, Witt evidencia una disposición a reconocer la calidad de los productos por sus cualidades intrínsecas, sin importarle en esos tiempos los criterios de etiqueta y prestigio social, llegando incluso a aceptar que el disfrute de una frugalidad cómoda puede ser tan placentero como una vida de confort y comodidades:
los refrigerios consistían en nada más que una buena chicha hecha de pan, un poco de vino y pasteles, y el mobiliario casi igual en todas las casas era tan modesto… una prueba clara, si fuera necesario, de que los grandes preparativos y la extravagancia no siempre son necesarios para el disfrute de la vida (Mücke, 2016, p. 199, vol. 1).
Durante un viaje al puerto de Islay, el cual resultó muy agotador debido a las complejidades presentadas por la ruta, tuvo que detenerse en Guerreros para renovar fuerzas y refrescarse con la chicha del lugar, que calificó como excelente. “En Guerreros me detuve por un momento a tomar un vaso de la excelente ‘chicha’ hecha allí” (Mücke, 2016, p. 262, vol. 1).
Pese a la disposición y apertura para conocer lugares nuevos y degustar alimentos, sí manifestó cierto rechazo hacia las costumbres de la población local, que no eran muy diferentes de la elite con que se relacionaba, rechazando las conductas que no calzaban con el ideal de autocontrol civilizado de la cultura europea, por lo que consideraba que las costumbres eran vulgares, las personas y los lugares denotaban miseria material. Un claro ejemplo de esto lo da cuando asiste a una boda en 1828, donde se observa que las elites no se diferencian mayormente del resto del cuerpo social en sus conductas y mantenían elementos identitarios indígenas, como el lenguaje. Witt consideraba a los novios de aspecto “tosco” y la celebración vulgar, lo cual muestra que la opulencia material no era un signo de distinción social importante a inicios del siglo XIX y que algunas familias indígenas mantenían un estatus social destacado en la sociedad de la sierra andina:
Hacia el anochecer fuimos a una fiesta celebrada en conmemoración de una boda a la que nos invitó una mujer que tenía una tienda en el camino. Era un evento vulgar, la novia y el novio de aspecto tosco; solo se habló quichua, el aguardiente fue la bebida que se entregó y los frailes de La Merced y San Francisco asistieron (Mücke, 2016, p. 232, vol. 1).
En una visita a la localidad andino-amazónica de Tarma, el 25 de diciembre de 1827, Witt describe de manera detallada las costumbres de la época al momento de comer, mencionando que los platos no eran uniformes en tamaño, se bebía de un mismo vaso y, a veces, también de un mismo plato y estaba permitido comer con las manos. Ritos muy distintos a los occidentales, según los cuales se suele consumir casi todo de forma individualizada:
Desayunamos en la casa de doña Angelita; la comida en sí era buena y abundante, pero se servía y comía en una manera que en 1827 todavía era habitual en muchas familias peruanas. La loza de barro, por ejemplo, tenía diferentes patrones, los platos eran de varios tamaños, Moore y yo tuvimos que beber de un vaso, doña Angelita y su hija comieron del mismo plato, y Goche, probablemente teniendo en cuenta que los dedos existían antes de los cuchillos y tenedores, consideró apropiado prescindir de estos últimos (Mücke, 2016, pp. 197-198, vol. 1).
Cuando Witt llegó a Perú en la década de 1820, no era crítico ni tenía un juicio tan estricto respecto de las conductas adecuadas en situaciones sociales, especialmente en la mesa, donde la mayoría de las familias de la sierra peruana, independientemente de su estatus social, se comportaban de maneras que no encajaban en los moldes europeos de autocontención individual. Sin embargo, esto cambia drásticamente en las décadas siguientes, sobre todo en Lima, donde la elite capitalina tuvo contactos más directos con el comercio y las ideas extranjeras.
Adopción de costumbres y consumo de productos por parte de la elite peruana y desplazamiento de las comidas locales
A diferencia de sus primeros años en Perú, durante la década de 1840 Witt no solo describe los alimentos que consumía y los evalúa a base de su sabor, sino que también los juzga por su estatus y presentación, remarcando la importancia que asigna a la conducta de los comensales como un indicador de refinamiento. Esta valoración pone a las costumbres estrictas de la burguesía europea en el pináculo del comportamiento civilizado, que sirve para juzgar a los demás pueblos como en un lugar inferior.
En la década de 1840 algunas costumbres europeas ya estaban instaladas en familias de la elite peruana; un ejemplo de esto lo da Witt en un viaje a Cajamarca en mayo de 1842, donde cenó con un grupo de extranjeros que trabajaban con familias distinguidas del sector. Sobre la comida, menciona que esta se sirvió casi de manera adecuada, excepto porque, en lugar de acompañar los alimentos con vino, había una botella de pisco: “Pronto llegó la hora de la cena, que estaba bien servida y bien preparada, lo único que se oponía un poco a mis ideas de etiqueta de la cena era una botella de pisco, en lugar de vino” (Mücke, 2016, p. 487, vol. 1).
En esta observación, la mesa no está completamente bien servida por un asunto de “etiqueta”, es decir, no cumple con las normas occidentales de cómo tiene que servirse una mesa. El pisco es un elemento externo a todo el imaginario europeo que, pese a su reconocida calidad, no tiene cabida en la mesa. Un caso del mismo año, pero muy distinto, fue la visita a la familia de John Hoyle, cuyos hábitos consideraba tan primitivos que, por muchos años que había pasado, nunca pudo acostumbrarse, como el compartir platos y cubiertos, la escasez de cubiertos y vasos y que tomaran todos juntos de un gran mate hecho de calabaza.
La cena se sirvió de una manera primitiva, a la que nunca pude acostumbrarme, a pesar de mi larga estadía en el país. Los comestibles estaban sazonados con mucho ají (pimienta española). De los invitados, algunos estaban sentados, había un plato, tal vez dos, una gran escasez de cuchillos y tenedores, una o dos tazas para beber, y un gran mate hecho de una calabaza, rellena con excelente chicha, que se pasa de mano o más bien de boca en boca (Mücke, 2016, pp. 467-468, vol. 1).
Las reglas europeas de etiqueta y urbanidad son costumbres aprendidas, que van asociadas a las particularidades de la historia cultural de ese continente, por lo cual en el siglo XIX estas no eran parte del universo de representaciones de las elites peruanas en los años cuarenta del siglo. El contraste entre las normas europeas valoradas por Witt y las costumbres locales menos pudorosas queda en evidencia durante la visita a un pueblo llamado Balsas, donde es recibido por la esposa del alcalde, quien le sirve para cenar un plátano hervido caliente, que cumplía la función del pan y un caldo con carne de plato principal, con una cuchara de palo para beber, sin tenedores ni cuchillos. Para el comerciante alemán estas costumbres son un indicio de que las clases altas del lugar, pese a considerarse blancas como los europeos, tienen un nivel bajo de civilización:
Su esposa me preparó una cena, que consistía en plátano hervido caliente en lugar de pan, un caldo caliente con trozos de carne, servido en dos platillos, el caldo que bebí, la carne que comí con una cuchara de madera. Cuchillos y tenedores no fueron hallados entre los rudos habitantes de balsas que, aunque se llamaban blancos, todos los trabajadores comunes se hallaban en un estado de civilización bajo, hablando español, es cierto, pero con un acento desagradable, y difícilmente se podía obtener alguna información de ellos (Mücke, 2016, p. 509, vol. 1).