Kitabı oku: «Emergencia climática»

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Antonio Cerrillo

Emergencia climática

Escenarios del calentamiento

y sus efectos en España


Índice

Introducción

1. Las señales de la emergencia

1.1. Los límites de un planeta finito

1.2. El bucle del falso bienestar

2. Recorrido por los escenarios del calentamiento en España

2.1 Adiós a los glaciares de los Pirineos

2.2. Ciudades como hornos

2.3. El delta del Ebro, devorado por el mar

2.4. Ríos con menos agua

2.5. La primavera llega antes

2.6. Sucesos extremos en el Mediterráneo español

2.7. Las aves cambian sus rutas migratorias

2.8. Bosques en llamas en Galicia

2.9. Gases que calientan y ensucian la ciudad

3. Propuestas para una transición ecológica

3.1. El Hierro, laboratorio de energías renovables

3.2. ¡Los kilovatios son míos!

3.3. Cuidar el cuerpo y poner a dieta el planeta

3.4. Otra forma de moverse: el coche eléctrico

Epílogo: Tras la conferencia del clima de Madrid

Sobre el libro

Sobre el autor

Créditos

Introducción

El libro que tiene el lector entre las manos persigue, sobre todo, divulgar conceptos fundamentales en torno a los grandes debates sobre la crisis climática que han sacudido la opinión pública los últimos años.

Se compone de tres grandes apartados: el primero es una introducción general, en la que se pone especial énfasis en el conocimiento científico de este fenómeno y en los principales efectos que está ocasionando, con algunos apuntes sobre las posibles soluciones.

En un segundo bloque, analizando diversos casos, se dibuja una visión panorámica de las consecuencias que está teniendo la crisis climática en España, en un recorrido que pretende ilustrar cómo se están viendo afectados los diversos ámbitos, actividades y escenarios de la geografía española.

Por último, hemos incorporado cuatro textos adicionales que sirven de ejemplo de algunas de las propuestas de transición ecológica, mostradas como iniciativas puestas en marcha para revertir la actual situación.

En conjunto, el libro pretende atrapar este particular momento histórico en el que la crisis climática ha entrado a formar parte de la agenda social y política, y cuando la ciudadanía ha descubierto también el enorme poder destructor del actual modelo energético y económico, capaz de alterar el clima y agrandar las desigualdades sociales.

El debate en España ha cobrado tanta intensidad que el nuevo Gobierno salido de las urnas del 10-N del 2019, formado por PSOE y Unidas Podemos, declaró la emergencia climática el pasado 21 de enero del 2020.

El Ejecutivo tomó la decisión “en respuesta al consenso generalizado de la comunidad científica que reclama acción urgente para salvaguardar el medio ambiente, la salud y la seguridad de la ciudadanía”. El Gobierno se comprometió a enviar al Parlamento el proyecto de ley de Cambio Climático, piedra angular de las políticas en esta materia, puesto que marcará la senda de descarbonización a largo plazo para asegurar la neutralidad climática (emisiones cero) en el 2050, incluida la meta de un sistema eléctrico 100% renovable.

1. Las señales de la emergencia

1.1. Los límites de un planeta finito

Vítores, aplausos, abrazos, sonrisas, mucha emoción… Era algo nunca visto antes en las veintiuna conferencias anteriores sobre cambio climático celebradas por Naciones Unidas. Era el 12 de diciembre del 2015. Se había conseguido lo que casi parecía imposible. Consenso pleno. Los representantes de 195 países lograron sacar adelante el acuerdo de París, el primer pacto mundial contra el calentamiento, un documento que recoge el compromiso de los países para aplicar políticas destinadas a atenuar sus efectos.

En la clausura de la conferencia se sucedieron las felicitaciones, en especial para el presidente de la conferencia, Laurent Fabius, quien logró el refrendo para el tercer borrador del acuerdo, y para el presidente François Hollande. Con aquella explosión de alegría quedaban atrás, al menos momentáneamente, los fantasmas de las frustradas cumbres del clima anteriores, especialmente la de Copenhague (2009), saldada con un estrepitoso fracaso.

La aprobación del acuerdo de París simboliza tal vez uno de los momentos más lúcidos de la comunidad internacional, que pareció tomar conciencia por un instante de los límites biofísicos del planeta, en un momento de la historia en que ya nadie puede seguir ignorando las señales de alerta de un desarrollo insostenible.

La realidad es que la humanidad muestra un consumo cada vez más destructivo y un comportamiento más transgresor. En el 2019, a fecha 29 de julio, el hombre ya había agotado el cálculo estimativo disponible para hacer uso de los recursos naturales que le provee el planeta a lo largo de todo un año. Al ritmo de consumo actual, para saciar ese apetito, necesitaríamos el equivalente a 1,75 Tierras.

Cada año, la población mundial aumenta. Consumimos más recursos naturales de los que el planeta es capaz de regenerar o renovar anualmente. El mundo está consumiendo el equivalente a 2,7 hectáreas per cápita anuales para satisfacer esas necesidades. La cifra se obtiene considerando las demandas de consumo (de alimentos, recursos forestales, pastizales, pescado y urbanización e infraestructuras urbanas), traducidas en hectáreas de superficie equivalente, incluido el espacio forestal necesario para neutralizar las emisiones de gases invernadero. Y las emisiones de dióxido de carbono superan la capacidad de secuestro y absorción de los bosques.

El déficit ecológico crece año a año. Es como si ganáramos 1.000 euros al mes y nos gastáramos 1.750. Vamos incrementando la deuda; pero las consecuencias son imprevisibles y, además, las pagarán las futuras generaciones; o, mejor dicho, los jóvenes de hoy en día.

La sobreexplotación conduce a un agotamiento de recursos o, al menos, compromete su capacidad de regeneración en el futuro. Para hacer que funcione nuestra economía, estamos tomando prestados de la Tierra los recursos futuros. Esto puede funcionar durante algún tiempo. Pero es insostenible. La actividad humana deberá ajustarse inevitablemente a la capacidad ecológica de la Tierra. La cuestión es si elegimos llegar a esa meta por haberlo planificado o por la vía de un desastre. Está en juego la miseria o la prosperidad del planeta.

Estamos ante los efectos de una explotación masiva de minerales, talas de bosques tropicales y quemas de combustibles fósiles. Es como si nada frenara la idea de que los recursos y las fuentes de vida de este capital natural pueden ser extraídos, devorados y apurados hasta quedarnos con el esqueleto o el rastro final de ese agotamiento. Es el reflejo de un comportamiento social y económico que mide sus ganancias a corto plazo. Pero los efectos negativos a largo plazo de este modelo extractivista son cada vez más evidentes. Y ya son muy visibles.

Se aprecian en forma de erosión del suelo, en la deforestación de amplias zonas del planeta, la escasez de agua o la pérdida de biodiversidad.

Otra demostración palpable es, en este sentido, la acumulación de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera, cuyo incremento es paralelo a la subida de temperaturas y sus secuelas (olas de calor, deshielos, ascensos del nivel mar, incendios y otros fenómenos meteorológicos extremos).

La concentración de CO2 y de otros gases que atrapan el calor en la atmósfera de la Tierra –y que, por tanto, provocan el cambio climático– alcanzaron el 2018 un nivel máximo sin precedentes recientes. ¿Responsable? La mano del hombre: la quema de combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas) y las emisiones derivadas de las múltiples actividades que usan la energía fósil (automóviles, térmicas de producción eléctrica, industrias, calefacciones, sistema alimentario, residuos, turismo…).

La concentración media mundial de CO2 alcanzó en el 2018 un récord de 407,8 partes por millón, mientras que durante miles de años estos niveles habían permanecido estables, en unas 272 partes por millón.

La última vez que la atmósfera de la Tierra concentró una cantidad de CO2 comparable a la actual fue hace entre tres y cinco millones de años, y el resultado fue una temperatura entre 2ºC y 3ºC más alta, mientras que el nivel del mar se situaba entre 10 y 20 metros por encima del actual. La Organización Meteorológica Mundial (OMM) constata que esta tendencia está desencadenando un cambio climático a largo plazo, acompañada por la subida del nivel del mar, la acidificación de los océanos y un mayor número de fenómenos meteorológicos extremos, entre otras consecuencias.

Desde antes de la Conferencia sobre Desarrollo Sostenible de Río de Janeiro (1992), la humanidad era consciente del reto que tenía por delante. El acuerdo recogido en el Convenio de Cambio Climático (alcanzado en la capital brasileña) fue una primera aproximación (aunque una tibia respuesta) a un fenómeno que, si bien en sus inicios estuvo rodeado de ciertas incertidumbres, se ha revelado como una verdad inequívoca, respaldada y consolidada a través de cinco informes del Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC, en sus siglas en inglés) de las Naciones Unidas y el consenso de miles de expertos.

Vistas las carencias de este primer convenio –y ante la apremiante situación que se vislumbraba–, el protocolo de Kioto (1997) estableció las primeras obligaciones legalmente vinculantes para que las naciones desarrolladas redujeran sus emisiones un 5,2% (en horizonte 2008-2012 respecto a los niveles de 1990). Sin embargo, la globalización dejó en evidencia que esta meta era muy insuficiente, sobre todo cuando algunos de los países en desarrollo se convirtieron en potencias emergentes, en focos mundiales de gases, sin estar sujetos a restricción o freno.

Sin embargo, actualizar el protocolo de Kioto y construir un nuevo pacto, el primero realmente con compromisos para todos los países, fue muy complicado.

La disputa sobre los criterios de equidad en el reparto de esfuerzos entre países, cierta negativa a ser transparentes en la información ofrecida y la guerra comercial y de intereses entre las potencias postergaron el establecimiento de un marco legal internacional como respuesta al gran desafío que se venía encima. Hasta que, al final, se firmó el acuerdo de París (2015).

El pacto alcanzado en la capital francesa por 195 países estableció como primera meta detener el incremento de temperaturas por debajo de 2ºC (respecto a los niveles preindustriales) y proseguir los esfuerzos para contenerlos, incluso, en 1,5ºC. Este primer acuerdo, aceptado por todos los países (aunque al final Estados Unidos se desmarcaría), estableció por primera vez que todos los países presentarían a las Naciones Unidas planes de acción climática o contribuciones determinadas en el ámbito nacional incluyendo niveles diversos de reducción de emisiones con un horizonte a la vista del año 2025 o 2030.

Mucho más costó aclarar las reglas de funcionamiento de este pacto para concretar de qué modo los países presentan sus inventarios de gases y cómo se garantiza una verdadera transparencia de sus actividades y comportamientos a la hora de ser revisado y verificado por la secretaria del Convenio de Cambio Climático.

Sin embargo, hasta llegar a este punto, ya habían pasado más de 25 años desde que sonaron las alertas tempranas de los científicos: un plazo en el que no sólo no se había frenado el crecimiento de las emisiones de gases (con la excepción notable de la Unión Europea) sino que estas crecían de manera exponencial. Por todo ello, en estas dos décadas largas se ha ido agrandando la brecha entre la tendencia que muestran las emisiones de gases a la atmósfera y el recorte necesario para lograr un clima más estable.

Además, en estos años las evidencias del calentamiento se suceden como una letanía de récords. El año 2018 fue el cuarto más cálido desde que hay registros (a mediados del siglo XIX). Pero lo más relevante es la tendencia al calentamiento a largo plazo. Las temperaturas promedio para los períodos de cinco años (2015-2019) y de diez años (2010-2019) han sido las más altas registradas. Desde los años ochenta, cada década ha sido más cálida que la anterior. Se espera que esta tendencia continúe debido a niveles récord de gases de efecto invernadero que atrapan el calor en la atmósfera.

Evitar un calentamiento de 2ºC

Tres informes del IPCC han apuntalado las evidencias de que la humanidad está en una situación de emergencia climática (aunque no declarada).

La mejor información científica disponible concluye que el cambio climático ocasionado por el hombre ya está aquí. Y que sus consecuencias han sido observadas y docu­mentadas.

El calentamiento del planeta es de 1,1ºC respecto a las temperaturas de la época preindustrial, lo que se traduce en temperaturas extremas, olas de calor más frecuentes, aumento del nivel del mar o disminución del hielo marino en el Ártico, entre otros cambios, aparte de los daños en los ecosistemas naturales. El fenómeno está siendo experimentado en muchas regiones terrestres y alcanza valores entre dos y tres veces superiores a la media en todo el círculo polar Ártico. Y la predicción marca una mayor incidencia de los fenómenos meteorológicos extremos.

En su informe El calentamiento de 1,5ºC (2018), el IPCC destaca que algunos de los impactos futuros previstos pueden ser “duraderos e irreversibles”; y que, aunque los estragos del calentamiento podrían reducirse si se frenara el aumento de temperaturas a 1,5ºC, esa meta resulta ya tan ambiciosa, que se requeriría introducir cambios rápidos “de gran alcance y sin precedentes” en el modelo energético y económico.

La previsión es que la mayor parte del planeta sufrirá impactos más acusados todavía si se da un aumento de temperaturas de 2ºC en comparación al escenario de 1,5ºC. Resulta perentorio, por tanto, contener el aumento en 1,5ºC para lograr un clima estable. Pero para conseguirlo, las emisiones de CO2 que produce el hombre deberían descender un 45% para el 2030 con relación a las del 2010 y continuar una senda descendente hasta alcanzar un balance neto de cero emisiones para el año 2050. Si nos contentamos con contener la temperatura en 2ºC, las emisiones deberían bajar un 20% en el 2030, pero no se conseguiría el necesario balance de cero emisiones hasta el 2075.

Pero cualquier senda para limitar el calentamiento a 1,5ºC requeriría una transición rápida en casi todos los sectores de la actividad, como la energía, la agricultura, la gestión urbana o las infraestructuras, incluidos el transporte y la edificación. Este tipo de cambios se han dado en el pasado en algunos sectores específicos pero muy concretos y localizados. Sin embargo, no hay precedentes históricos de la escala de las transformaciones que ahora se precisan.

Una de las ventajas que supone actuar en la protección y adaptación del cambio climático es que permite en paralelo reducir emisiones que también contaminan y que afectan a la salud. Por ello, cualquier intervención en este campo es un acicate para mejorar la calidad de vida y los servicios e infraestructuras para un desarrollo justo y perdurable.

En cualquier caso, para contener un aumento de temperaturas a 1,5°C, se necesita acelerar la transición hacia un modelo energético limpio (lo que es tanto como reducir el consumo, mejorar la eficiencia y acelerar la rápida electrificación). En este escenario climático, las fuentes renovables deben abastecer entre un 70% y un 85% de la electricidad en el 2050.

Pero también será necesario poner en marcha grandes planes que permitan absorber y neutralizar el CO2, que se ha ido adueñando de la atmósfera. Habría que echar mano a sumideros (crecimiento de bosques, reforestación, restauración de suelos), a proyectos de secuestro y almacenamiento de carbono en suelos u océanos y a otras soluciones de gran alcance y que, incluso, aún no han sido experimentadas a gran escala. Todo ello, con el fin de lograr un balance de emisiones netas cero para mitad de siglo.

Pero los actuales compromisos firmados por los países bajo el acuerdo de París (2015) son insuficientes.

Las emisiones de gases han aumentado un 1,5% de media anual la última década, pese a todas las advertencias y alarmas. En el año 2018, el total de estas emisiones (incluidos los usos del suelo y la deforestación) alcanzó las 55 gigatoneladas de CO2 equivalente.

Si las cosas permanecen tal y como están, se espera un aumento de temperaturas de entre 3,4ºC y 3,9ºC a finales de este siglo, lo que causará un amplio abanico de impactos climáticos destructivos. Incluso si se cumplieran las actuales contribuciones determinadas a nivel nacional acordadas en París, la subida de temperatura se encaramaría hasta los 3,2ºC, según detalla el informe Brecha de emisiones del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma).

Las emisiones de gases invernadero de las veinte grandes economías del mundo (G-20) están aumentando. Y ninguna de ellas puede mostrar contribuciones que estén en línea con lo pactado en París.

Para lograr un clima estable, se necesitaría que las emisiones empezaran a declinar mucho antes del 2030; en caso contrario no quedaría más remedio que intentar echar mano apresuradamente a sistemas de captura y almacenamiento de CO2 hoy poco desarrollados y que están rodeados de grandes incertidumbres. Hoy no se dan pues las garantías de que las alteraciones del sistema climático no se escapen a nuestro control.

Un planeta sin hielo es más peligroso

La subida de temperaturas, los fenómenos extremos y la subida del nivel del mar son algunos de los elementos clave que han hecho disparar las alertas y que han dado lugar a la actual situación de emergencia climática.

Durante el siglo XXI, los océanos continuarán calentándose según los expertos del IPCC. La consecuencia es un derretimiento masivo de las capas heladas de la Tierra. Seguirán desapareciendo glaciares y plataformas de hielo, todo lo cual, unido a la expansión térmica de las aguas, traerá consigo una elevación de los niveles de los mares y océanos.

Pero un planeta con menos hielo será más peligroso en el futuro, con territorios costeros más expuestos a la subida de las aguas, la erosión, la intrusión marina y la pérdida de valiosos ecosistemas litorales.

El resultado es que el número de personas que viven en lugares de riesgo por inundaciones costeras relacionadas con el cambio climático es el triple de lo que hasta ahora se pensaba. Y esta vulnerabilidad seguirá creciendo a medida que se incrementen las temperaturas y los deshielos y crezca la prevista subida del nivel del mar.

Un total de 300 millones de personas viven en zonas litorales que están amenazadas con sufrir inundaciones anuales en el año 2050, una cifra que se elevaría hasta los 360 millones de personas a finales de siglo, según un estudio de Climate Central publicado en la revista Nature Communications. Y eso, siempre en un escenario con una reducción moderada de emisiones.

El ascenso del nivel del mar requerirá una mayor autodefensa. Entre 1902 y 2015 ya ha sido de 0,16 metros. Pero lo más significativo es que esta elevación tiene tasas crecientes (de 3,6 mm al año entre el 2006 y el 2015). Es decir, 2,5 veces más que la del período 1901-1990 (1,4 mm al año). Desde 1970, el deshielo de los glaciares del planeta y la expansión térmica de las aguas son los dos grandes factores clave que explican este fenómeno. Y detrás de ellos, está la mano del hombre.

Las proyecciones futuras apuntan la misma tendencia. Para el 2081-2100 la subida del mar oscilará entre 0,30/0,43 metros en un escenario muy optimista (siempre con relación al período 1985-2005). Pero si las emisiones de gases siguen desbocadas, esa elevación se situará entre los 0,71/0,84 metros. El ascenso puede llegar, incluso, a un metro en el 2100 debido a la prevista pérdida de hielo en la Antártida.

La subida del mar continuará en los próximos siglos. Hacia el 2100 será de 4 a 15 milímetros al año; pero puede ser de varios centímetros anuales en el siglo XXII y totalizar entre 2,8 y 5,4 metros en el 2300 en el peor de los casos. Todo ello subraya “la importancia de reducir las emisiones para limitar el ascenso del mar”.

Parece una distopía, pero son proyecciones científicas, basadas en modelos que toman en consideración los escenarios futuros según nuestro modelo de desarrollo (emisiones, grado de globalización, usos de la energía…).

Todo esto, lo sostienen los expertos del IPCC; no son interpretaciones. Los efectos más temidos se derivan, sobre todo, de la mayor vulnerabilidad de las poblaciones situadas en áreas más expuestas (zonas bajas, islas, deltas de ríos…) y pertenecientes a países menos adelantados, con más dificultades para su adaptación al cambio climático.

“Los límites de adaptación se han alcanzado”, recalca el IPCC, que define este concepto como un punto en que los riesgos son “insuperables”.

Como consecuencia de todo ello, algunas islas-nación probablemente se volverán inhabitables, aunque la capacidad para reconocer este umbral de resistencia es difícil de evaluar, admiten los expertos.

El calentamiento oceánico exacerbará la acidificación. El pH de las aguas será mucho más bajo, con lo que determinados organismos dejarán de tener capacidad para formar sus conchas o sus esqueletos calcáreos (crustáceos, moluscos...).

Si seguimos obsesivamente la evolución de estos territorios helados no es sólo por su interacción con el clima, sino porque afectan a las personas. Si se llega a un aumento de 2ºC en las temperaturas, la capa helada del Ártico (que alcanza de manera cíclica, anualmente, su extensión mínima en verano antes de recuperarse en otoño e invierno) llegaría a desaparecer del todo en los meses estivales una vez cada década. De hecho, el hielo retrocede en este océano a razón de un 12,3% por década desde 1979; y la nieve en las tierras árticas mengua con una tasa del 13,5% por década.

Todos los procesos de escorrentía de caudales desde los glaciares y las zonas heladas al mar continuarán a largo plazo debido al incremento de las temperaturas del aire en superficie.

Las capas heladas de Groenlandia contribuyen actualmente más que la Antártida en los vertidos de caudales sobre los océanos, pero la Antártida podría convertirse en el más importante factor que contribuya al final del siglo XXI a este fenómeno.

La previsión es que para el 2100 desaparezca entre el 24% y el 69% de los suelos de permafrost (tierra permanentemente helada). El efecto sería la liberación de decenas de cientos de millones de toneladas de carbono acumuladas bajo tierra así como metano y CO2, lo que comporta un gran potencial para acelerar el cambio climático.

El fin de los hielos incide especialmente sobre las comunidades y municipios de las tierras árticas, que afrontan ya los fallos de las infraestructuras por inundaciones y el derretimiento del permafrost, mientras en zonas de Alaska se ha planificado incluso la relocalización y realojamiento de parte de sus poblaciones. Los modos de vida, de caza, de pesca o el manejo del ganado se han visto convulsionados por estos cambios.

También las actividades del turismo de alta montaña se verán perjudicadas por un planeta con menos color blanco visto desde el espacio. Las tecnologías para producir nieve y favorecer la práctica del esquí serán cada vez menos efectivas, sobre todo en la mayor parte de Europa, Norteamérica y Japón, y especialmente si el calentamiento supera

los 2ºC.

Pérdida de biodiversidad

La humanidad cada vez utiliza más recursos. La población de los países en desarrollo y, en general, los sectores sociales menos favorecidos intentan equipararse al mundo industrializado siguiendo sus pautas de consumo. Pero el problema es que el aumento demográfico, la huella ecológica y la desaparición de especies no siguen una tendencia lineal, sino que muestran dinámicas exponenciales.

Los expertos hablan del concepto de tipping point, puntos de inflexión o de no retorno, o umbrales. Por eso, el acuerdo de París pone un listón al aumento de temperaturas (de 2 ºC, como máximo, o de 1,5ºC, respecto a las de la época preindustrial).

Sabemos que los ecosistemas, una vez superado ese punto de inflexión en ciertos parámetros (temperatura, número de especies, funcionalidad), no se van a comportar de la misma manera. Pueden suplirse sus funciones. No tiene por qué ser el final de la historia; pero esas transformaciones dejan huella. El ecólogo Fernando Valladares pone también como ejemplo el calor de los océanos. Las masas de agua de mares y océanos se han calentado poco a poco durante los treinta últimos años; las emisiones de gases invernadero han causado tal cantidad de calor, que eso no es fácilmente reversible. Haría falta mucho tiempo (siglos) y unas condiciones físicas que posiblemente no se van a dar en el medio plazo.

Si dejáramos de emitir gases de efecto invernadero no notaríamos inmediatamente que se revierte ese calor: porque hemos iniciado un proceso en el que es difícil dar marcha atrás. Se puede, eso sí, atenuar. Y es probable que, si mantuviéramos esas emisiones reducidas mucho tiempo, y sin nuevas interferencias de otros componentes climáticos, en unos siglos la situación se empezaría a aliviar. Pero el problema de las grandes masas de agua con un exceso de calor acumulado duraría décadas, sino siglos, aunque redujéramos las emisiones de gases de efecto invernadero.

En este contexto, la pérdida de diversidad biológica (sobre la que se asienta la disponibilidad de alimentos, medicinas y muchos servicios ambientales) agrava el panorama.

Y por eso, preocupa sobre todo su efecto exponencial. Un millón de especies de animales y plantas (de los ocho millones existentes) están en peligro de extinción. Así lo indica el estudio más completo realizado hasta ahora sobre la vida en la Tierra, de la Plataforma Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos (IPBES), que reunió a expertos convocados por la Unesco.

La humanidad obtiene actualmente más alimentos, energía y materiales que nunca. Sin embargo, la explotación de estos recursos se está haciendo a expensas de la capacidad de la naturaleza de seguir proporcionando materias primas que garanticen el bienestar futuro. Desde 1970, la producción agrícola, pesquera y forestal y la extracción de materias primas han crecido. Pero, la capacidad de recuperación de los ecosistemas está disminuyendo rápidamente.

En este sentido, la importancia de los servicios ambientales tiene entre sus mejores ejemplos el papel de los insectos polinizadores. Más de un 75% de las cosechas agrícolas mundiales, incluidas las de frutas y verduras, así como algunos de los más importantes cultivos comerciales (café, cacao o almendra), dependen de la polinización. Se estima que cada año están en riesgo ingresos mundiales procedentes de las cosechas valorados entre 210.000 millones y 515.00 millones de euros como resultado de la pérdida de insectos polinizadores.

Un 75% de los ambientes terrestres y un 66% de los ecosistemas marinos han sido gravemente modificados, y la mayoría de ellos continúa sufriendo un proceso de degradación. Ecosistemas sensibles, como los humedales y los bosques maduros de crecimiento largo, sufren el declive más rápido. Desde el año 1500, las acciones del hombre han provocado ya la desaparición de 680 especies de ver­tebrados.

Están amenazadas de extinción un promedio de un 25% de especies terrestres, de agua dulce y vertebrados marinos, así como de invertebrados y grupos de plantas estudiados. Más de un 40% de las especies de anfibios, casi un 33% de los corales de arrecifes y más de un tercio de los mamíferos marinos se encuentran en la misma situación.

La proporción de insectos en peligro de extinción es incierta, pero algunas estimaciones la sitúan en un 10%. Se calcula que hay unos 8 millones de especies de animales y plantas (5,5 millones de las cuales son insectos), y de esa suma total de especies, 1 millón están amenazadas de extinción. Un 9% de las especies tienen unos hábitats tan fragmentados y escasos, que son insuficientes para garantizar su supervivencia a largo plazo. De ahí que el informe crea que pueden ser consideradas como especies zombi.

Los bosques de manglares han reducido al menos un 25% su extensión original, mientras que las praderas de fanerógamas marinas (ricos ecosistemas subacuáticos) merman su superficie a un ritmo de un 10% por década. La pérdida y el deterioro de hábitats costeros restan capacidad para proteger la costa.

El diagnóstico sobre los bosques es dispar. Hay una ganancia en las latitudes altas y templadas, y una pérdida en los trópicos. Globalmente, la tasa de deforestación se ha reducido a la mitad desde los años noventa del siglo pasado (con excepciones). Sin embargo, la superficie forestal continúa disminuyendo y ahora ocupa un 68% del espacio que tenía en la época preindustrial. Mientras, los bosques primigenios, vírgenes, intactos, han menguado un 7% entre el 2000 y el 2013, tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo.

Entre un 10% y un 15% del suministro maderero mundial procede de talas forestales ilegales (porcentaje que alcanza un 50% en algunas áreas). Entre los años 1980 y 2000 se perdieron además unos 100 millones de hectáreas de bosque tropical como resultado sobre todo de la creación de haciendas ganaderas en Latinoamérica y de plantaciones en el Sudeste de Asia, destinadas básicamente a palma aceitera (para productos de alimentación, cosméticos y

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