Kitabı oku: «Perlas en el desierto», sayfa 2

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Y, como es sabio mirar desde otras perspectivas, miremos también desde la óptica de un rabino judío actual. En el libro La dignidad de la diferencia. Cómo evitar el choque de civilizaciones, Jonathan Sacks parte del planteamiento de Platón de que

las particularidades son imperfecciones, fuentes de error y de prejuicios. Y que la verdad, por el contrario, es abstracta, atemporal, universal, la misma para todos en todas partes. Ese pensamiento ha llevado a la filosofía y a las religiones occidentales a estar hechizadas por el fantasma de Platón. Y el resultado es inevitable y trágico. Si toda verdad –religiosa o científica– es la misma para todos en todo momento, entonces, si yo tengo razón, tú tienes que estar equivocado 5.

Aquí está, según él, la raíz de muchos males, de crímenes horrendos y del increíble derramamiento de sangre a lo largo de estos siglos. Y así Occidente, bajo estos esquemas religiosos, políticos o económicos, ha exterminado las formas más frágiles de vida y ha hecho disminuir «la diferencia».

Sacks se une a un camino abierto para las religiones por el que muchos ya transitan desde hace tiempo:

La proposición que hay en el centro del monoteísmo es que se adora a la unidad en la diversidad. La gloria del mundo creado es su asombrosa multiplicidad: las miles de lenguas habladas por la humanidad, la proliferación de culturas, la inabarcable variedad de expresiones imaginativas del espíritu humano, en la mayoría de las cuales, si escuchamos detenidamente, oiremos la voz de la sabiduría, que nos dice algo de lo que necesitamos saber 6.

Esta es «la dignidad de la diferencia» de la que habla.

Estamos en un tiempo nuevo, y el hermano Carlos es una lámpara resplandeciente que lo ilumina. Cada día son más los cristianos, con el papa Francisco a la cabeza, enamorados de este mundo de diferentes. Así podemos dar gloria a Dios y hacer que el universo progrese por caminos de paz, de comprensión, de concordia y de crecimiento hacia el Reino. Cada cual ha de renunciar a algo, nunca algo esencial, para evitar el choque y para que sea posible el diálogo de civilizaciones.

Y es en esta perspectiva y en este tiempo en los que nace este escrito, en el que he creído que un hombre como Carlos de Foucauld, un hombre con su temple y situado minoritariamente en el centro de la vida del islam podía ser el que nos diera las claves para afrontar la evangelización en medio de las diferencias y en el tiempo presente de la fe.

Pienso con humildad de corazón y desde el silencio al que me invita Foucauld que es hora de que dejemos a un lado durante un tiempo la evangelización directa y obsesionada por los resultados y nos centremos en los trabajos previos a la evangelización, que en realidad son ya en sí mismos una verdadera evangelización.

¿Cuáles son esos trabajos previos? Son los mismos que en la siembra: la preparación del terreno; el barbecho; la tierra removida hasta quedar suelta y ligera; el abono con nutrientes; la roturación de los surcos; la búsqueda de fuentes y la adecuación de los cauces para que llegue el agua; la siembra de la semilla precisa y a su tiempo; el riego posterior; la eliminación de las malas hierbas; evitar problemas meteorológicos; escardar más y más; amar la tierra y respetar el desarrollo de la mata; librarla de las plagas que afecten gravemente al cultivo; hacer llegar a la tierra y a la semilla el amor y la pasión del sembrador por lo que está preparando, sembrando, naciendo y prosperando.

Cuántos trabajos previos antes de obtener el fruto; cuánto derroche de amor y de energías humanas; cuántas oraciones sinceras desde lo profundo del corazón; cuánto esmero, cuidado, trabajo e inteligencia los del sembrador; cuánta paciencia y ternura.

Lo que hoy necesitamos son evangelizadores nuevos y bien formados, testigos fieles y pacientes en su fragilidad y en su pecado, que callen, que sepan callar y que se mantengan unidos a Cristo y entre sí. Esto es lo previo y esencial. Sin este trabajo previo de gastar todo lo necesario para engendrar y dar a luz una nueva generación de evangelizadores adultos y capaces, todo lo demás será humo.

El papa Francisco, que es consciente de esta necesidad urgente, sabe dónde ha de crecer y fundamentarse la Iglesia en el tiempo presente, y así les decía a los superiores mayores de las congregaciones religiosas: «Estoy convencido de una cosa: los grandes cambios de la historia se realizan cuando la realidad no se ve desde el centro, sino desde la periferia». Y por eso propongo adentrarnos en el secreto desértico y periférico del hermano Carlos. Desde él descubriremos la periferia: «El Sahara –dice A. Riccardi– es para Foucauld y sus seguidores la verdadera periferia del mundo, el sitio donde buscar a Dios» 7. Busquemos por ese camino.

Lo que este libro propone, desde la vida y la obra de Carlos de Foucauld, es que los testigos del Evangelio se formen y conformen en el desierto de sus vidas y en los desiertos de nuestras ciudades y sociedades mientras vayan creciendo y dando testimonio. Más que empezar evangelizando y creyendo que los sembradores están ya preparados, hemos de empezar conformándolos con Cristo, para que vuelva a arder la llama del Espíritu en la tierra. Los nuevos evangelizadores han de renacer hoy enamorados y apasionados de Cristo y por Cristo, el único capaz de movilizarlos y de sacarlos de sus poltronas; si no es así, mejor será que nos quedemos todos en nuestros hogares y no entorpezcamos, al menos, la obra más auténtica y amorosa de la Iglesia.

Permíteme que, al final de esta presentación, me dirija a ti directamente, amigo lector: si eres uno de los miles de obispos, sacerdotes, religiosos, miembros de la vida consagrada o laicos que asumen su bautismo y la misión evangelizadora a ti confiada, mírate a ti mismo con compasión y con ternura. Mira a tus hermanos en la fe, los que han recibido la misma vocación y la misma misión que tú. Mira a esos otros, también hermanos tuyos, a los hombres, a los pecadores, a los pobres de los que formas parte. Y mírale a él. Contempla. Confía, Cree. Espera. Sé humilde y sincero de corazón. No dejes que tu ego, en cualquiera de sus facetas o tentaciones, se ponga por delante de Cristo y de su Evangelio. Que no lo haga ni en tu corazón ni en tu mente.

Y, tras pasar por la prueba absolutamente necesaria del desierto, como Cristo Jesús, llegado al punto crucial de tu conversión, bien discernido por la Iglesia, comienza esta grandiosa aventura de la entrega de la vida al Evangelio de Jesús, encontrando compañeros y participando de lleno en la comunidad cristiana. Y de dos en dos, como sugiere el Señor, emprended la más maravillosa de las aventuras: la de proponer y susurrar el santo Evangelio en los oídos y en el corazón de aquellos a los que el Señor os envíe como sus mensajeros. ¡Evangelizar! Qué suave, santa y grata misión.

¿Qué podemos, qué puedes hacer? Lee, escucha interior y atentamente y encuentra el punto de partida desde el que emprender con pasión y entusiasmo la tarea encomendada por el Señor de la vida, que habla en los corazones:

Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,18-20).

PRIMERA PERLA:
LAICOS BAUTIZADOS BAÑADOS EN FUEGO

ADENTRARSE EN LAS AGUAS

La mirada principal en este libro se dirige, por un lado, hacia la persona y los escritos de Carlos de Foucauld y, por otro, a la vida renacida de los laicos bautizados, llamados a ser los artífices de la nueva evangelización. Vamos a partir, mirándolos a ellos y a él, de una petición de perdón por la historia de incomprensión y enfrentamientos de las religiones y de la humanidad, y por el pecado de nuestras comunidades. Y, partiendo del desierto de Foucauld y del de nuestra Iglesia, situémonos, en primer lugar, en el oasis cristiano de la Pascua, en el baño purificador y reparador del bautismo. Y como andamos buscando perlas en el desierto, saliendo transformados y renovados, hallaremos las perlas que buscamos. El bautismo es algo tan sustancial que, cuando el que ama el Evangelio se vuelve a adentrar en la Pascua en las aguas comprometidas de su fe, sale renacido y dispuesto a volver a empezar. Y el laico cristiano del siglo XXI sale del agua viva aceptando a los diferentes lejos de toda competencia con ellos. «Entre vosotros no ha de ser así» (Mt 20,26), sentenció Jesús.

Partiendo del propio vacío, tras las renuncias y las promesas, el bautizado se encuentra ante Jesucristo resucitado. Jesús da forma y figura a su persona renacida y le da participación en su misión, en las tareas del Evangelio. El bautismo le da nueva vida: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Lc 15,24). El laico bautizado, amante del Evangelio, está llamado a renacer como hombre nuevo y a dejar que aflore el niño, el hijo amado que lleva en las entrañas de su hombre viejo 1. «Jesús le dice: “El que se ha bañado no necesita lavarse; está del todo limpio [...] Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”» (cf. Jn 13,1-15). Ahí nace el compromiso de aprender a vivir con paz las diferencias. Los nuevos evangelizadores han de renacer de estas aguas en su desierto.

En la renovación pascual, adquirida la forma y la figura de Cristo, la fe recibida como don conlleva la semilla de un hombre nuevo, soñado por el Padre. Carlos de Foucauld es la expresión limpia de este adulto renacido y conformado con Jesucristo. No es un adulto perfeccionista. El bautizado, como Foucauld, solo aspira a «ser perfecto como su Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). La perfección en el amor, que es la gran aspiración del cristiano bautizado, no se intenta por uno mismo. Es gratuita. Se da por añadidura. Y solo precisa, desde un silencio receptivo y sanador, dejarse hacer y exprimir por las manos amorosas del Padre, del Hijo y de su Espíritu.

Una historia ilumina esta experiencia de fe:

Me estaba preparando para dar una conferencia y decidí llevar una naranja al escenario como una proposición para mi clase [...] Entablé una conversación con un joven brillante que estaba sentado en la primera fila, y le dije:

–Si yo exprimiera esta naranja tan fuerte como pudiera, ¿qué podría salir?

Él me miró como si estuviera un poco loco y dijo:

–Zumo, ¡por supuesto!

–¿Crees que podría salir de ella zumo de manzana?

–¡No! –él se reía.

–¿Y zumo de toronja?

–¡Tampoco!

–¿Qué saldría de ella?

–Zumo de naranja, obviamente.

–¿Por qué?, ¿por qué cuando exprimo una naranja sale zumo de naranja?

–Bueno, es una naranja, y eso es lo que hay dentro.

Asentí con la cabeza y le dije:

–Cierto. Vamos a suponer que esta naranja no es una naranja, sino que eres tú y alguien te aprieta, pone presión sobre ti y te dice algo que a ti no te gusta; te ofende y fuera de ti sale ira, odio, amargura, miedo. ¿Por qué sale esto?

La respuesta que dio el joven fue:

–Porque eso es lo que hay dentro.

Esta es una de las grandes lecciones de la vida: ¿qué sale de ti cuando la vida te aprieta, cuando alguien te produce dolor o te ofende? Si la ira, el dolor y el miedo salen de ti, es porque eso es lo que hay dentro. No importa quién «exprima», si tu madre, tu hermano, tus hijos, tu jefe, tu esposa... Si alguien dice algo acerca de ti que no te gusta, lo que sale de ti es lo que hay dentro; y lo que está dentro solo depende de ti, ¡es tu elección! Cuando alguien te presiona y sale amor, es porque eso es lo que has permitido que habitara en tu interior. Hoy hay una naranja para ti y para mí. Ahora nos toca reflexionar qué hay dentro de ti y de mí, porque «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 15,18). A Jesús lo «exprimieron» y solo salió de él perdón, sangre de amor y misericordia por nosotros. Nos dio vivo ejemplo de que, aunque lo insultaron, lo laceraron, lo humillaron y lo trataron peor que a un criminal, ¡de él solo salió amor! Trata de llenarte de ese amor gratuito y vive cada día siguiendo su ejemplo. No, no te equivoques.

La historia nos hace comprender que la Iglesia católica precisa recuperar a los laicos cristianos, bautizados conscientes, adultos exprimidos y configurados con Cristo crucificado. Cristianos que hagan posible una silenciosa y enamorada lectura adulta del Evangelio, que renuncien a vivencias infantiles o adolescentes de la fe cristiana: las meramente piadosas o interesadas, las politizadas o ideologizadas, las manipuladas o enfermizas, las victimistas, rigoristas o impositivas, las pregoneras de calamidades, las «progres» de salón, las críticas sin piedad del enemigo y las que se escandalizan de las maravillosas diferencias creadas por el Padre. Estos modos de entender la fe no parecen servir para evangelizar el siglo XXI. No todos valen para esta tarea. «Muchos son los llamados y pocos los escogidos» (Mt 22,14).

Se necesitan bautizados convertidos que gusten ya de un cambio auténtico de sus vidas. Hombres y mujeres pecadores como Carlos de Foucauld son llamados en la Iglesia a proclamar y extender el Evangelio. Configurados con Cristo. A Foucauld no le faltaba ningún dolor, ni descalabro, ni fisura; ninguna diferencia. Las tenía todas y de todo tipo. Conviene pararnos a contemplar dónde le nace su vocación adulta.

Carlos de Foucauld vive en un final de siglo decadente, ofuscado por un frustrante pesimismo ambiental. Él es un militar fogoso y patriota. Le vemos viajar a Marruecos para defender su patria en contra de Alemania, que quiere anexionárselo. Es un hombre con una pura visión política de los acontecimientos. Junto a su tía y a su sobrina, la señora Bondy, se posiciona incluso como defensor de la monarquía. En Marruecos descubre la dureza de la vida y reafirma un voluntarismo intransigente que ya practicaba. Su tendencia natural y familiar le conduce por la senda del extremismo. Hubiera podido ser un fanático, un fundamentalista, un inquisidor, pero, ciertamente, el islam produce en él una gran conmoción; aunque la conmoción y la transformación completa de su ser le vendrán a través del encuentro con un hombre extraordinario, que le influirá y le conducirá espiritualmente a lo largo de su vida: el abbé Huvelin.

El padre Huvelin es un sacerdote con una inteligencia fuera de lo común. Renuncia a ser profesor del Instituto Católico de París y permanece como coadjutor de la parroquia de San Agustín hasta su muerte. Es un hombre al que consultaban profesores y filósofos, gente muy capacitada. Acompaña a dos de ellos hasta su muerte, incluso a Émile-Maximilien-Paul Littré, que fue un lexicógrafo y filósofo francés, famoso por su Diccionario de la lengua francesa. Huvelin es un hombre y un sacerdote excepcional, tanto como consejero espiritual y amigo de no creyentes como cura de las empleadas de hogar y de la gente menuda de ese barrio de la burguesía parisina.

En octubre de 1886, Carlos de Foucauld, por insistencia de su prima Marie de Bondy, se encuentra por primera vez con el padre Huvelin. Desde ese momento, Foucauld se va a dejar guiar por él. De un modo progresivo comenzará un largo proceso de acompañamiento y de transformación. Ese año, Huvelin tiene 48. Rehúsa ser profesor de Historia y se dedica a dar charlas en la cripta de la parroquia de San Agustín. Allí acuden muchas gentes y muchos intelectuales parisinos. Su enseñanza fascina y provoca la amistad de bastantes agnósticos. Su bondad, sus cualidades espirituales, su humildad hacen de él un hombre de gran discernimiento de la voluntad de Dios en la vida de los que le visitan. Y lo hace con una gran finura. Manifiesta una profunda alegría interior. Adivina el secreto de muchos corazones a base de silencio y discreción. Y mantiene una salud muy quebradiza, que le hace estar exhausto largas horas al día.

No podemos pasar por alto la influencia decisiva en Carlos de Foucauld de este sacerdote increíble y el reconocimiento explícito e importantísimo del acompañamiento espiritual al cuasi fanático Carlos de Foucauld desde el momento en el que el padre Huvelin aparece en su vida. El Dios de la señora de Bondy y de Carlos de Foucauld, cuando aparecen en San Agustín, era un Dios de bondad y de inteligencia; Huvelin le enseñará al hermano Carlos la ciencia del corazón. Frente a los jesuitas, que fomentaban la devoción al Sagrado Corazón de Jesús con una mentalidad de expiación y de víctimas, Huvelin precisa lo que ha de ser una auténtica devoción al Sagrado Corazón de Jesús: «Un corazón viviente en medio de la humanidad, unido a la divinidad [...] no es el corazón sangriento, aislado, separado del cuerpo». Huvelin pasa de la concepción política a la concepción mística de esta devoción.

La hondura, la prolongación en el tiempo y la discreción de la dirección espiritual de Huvelin será el fundamento del cambio de rumbo en la vida de Carlos de Foucauld. A partir del encuentro de los dos hombres, el fuego de Dios transformará, incluso físicamente, a Carlos de Foucauld. Probablemente también a Huvelin. El fuego de Dios transformó la psicología voluntarista y las tentaciones del hermano Carlos, del mismo modo que ha de seguir transformando el voluntarismo de los laicos bautizados del siglo XXI, para transmitir el Evangelio. Y observamos en la vida de Foucauld, como en la de los cristianos bautizados actuales, que, cuando la gracia de Dios invade la existencia de una persona, se producen verdaderas maravillas. Pablo d’Ors habla de la importancia de la psicología religiosa, que ocupa un lugar importante en la vida espiritual y es capaz de diluir poco a poco nuestras sombras. Carlos de Foucauld, gracias a la magnífica orientación recibida por el padre Huvelin, confió su vida plenamente a Dios.

Los hombres confiados, los que se dejan hacer humildemente por el amor universal, son los que necesita esta tierra para avanzar y expandir la frescura y la ternura del Evangelio. Y es maravilloso poder hacerlo en este tiempo oscuro y de gran pesimismo ambiental, como en el tiempo de la conversión de Foucauld en París. Nadie mejor que él para orientar nuestra reflexión y nuestro cambio necesario. Este es un tiempo asombroso en el que el mundo real exprimirá a los nuevos evangelizadores como si fueran naranjas.

El mensaje anunciado por Carlos de Foucauld se encierra en lo que vivió, en lo que intentó hacer. Está también en las abundantes páginas que redactó, donde dejó traslucir lo esencial de su experiencia espiritual. Cerca de cien años después de su desaparición, estamos muy lejos de haber hecho un inventario de toda la riqueza de su testimonio. Sin embargo, se pueden situar algunos elementos principales, presentados aquí brevemente bajo algunas citas de las cartas a su amigo Henri de Castries 2.

SOLO LOS BAUTIZADOS ADULTOS SERÁN CAPACES DE AFRONTAR LA EVANGELIZACIÓN DEL TIEMPO PRESENTE

La primera perla es de vital importancia para poder entender el trasfondo de este libro. Pretende, en primer lugar, que, antes de hacer un planteamiento de evangelización del mundo actual, se tenga bien definido qué tipo de evangelizadores, de discípulos de Cristo, son los necesarios, y se los prepare con prioridad absoluta sobre el resto de la acción pastoral de la Iglesia. Si algo le sobra a la Iglesia es clericalismo enfermizo. Y si algo le falta es la formación y conformación con Cristo del laicado cristiano. Ellos han de ser los artífices de la evangelización en el tiempo presente. Es ahí donde se sitúa la apuesta que empapa todo el libro. En una cultura como la actual no hay otro camino que la irrupción laical, sana, no contaminada, fortalecida por una fe comunitaria, fraterna, espontánea y auténtica.

Para desvelar el tipo de laico adulto que necesitamos vamos a seguir la pista de unas citas elementales del pensamiento vital y de la transformación espiritual de Carlos de Foucauld. Intentamos encontrar caminos para el crecimiento de un cristiano adulto, de un evangelizador renacido y renovado, conformado y configurado con Cristo y sustentado en el amor a las diferencias. Un discípulo que se sabe, como los de todas las generaciones cristianas, llamado a ser «pescador de hombres» (Mt 4,19). La selección de citas –parte de la gran aportación espiritual recogida por la Familia de Carlos de Foucauld– es expresión de su ser en Dios, convertido, salido de la noche e iluminado por la gracia. Foucauld nos ofrece en este capítulo inicial los primeros trazos del enamorado del Evangelio, del discípulo adulto transformado por el fuego de Dios que precisa la evangelización silenciosa de este siglo XXI.

«Una gracia interior extremadamente fuerte me empujaba» 3

Foucauld enseña que no se puede afrontar la vivencia del Evangelio desde fuera de la gracia. Todo paso fuera de ella será inútil. Una experiencia que se sucede a lo largo de la historia de la Iglesia. Nada acontece sin la gracia, lo cual no presupone ni éxito ni triunfo. Foucauld es buen guía en este empeño. Los llamados a evangelizar se entregarán a Cristo y a su Evangelio, conscientes de que nada depende de ellos. Solo así la fe germinará en un cristiano adulto, experimentado en el camino de la gracia, libre y ágil, sin pesos inútiles o infantiles, alejado del protagonismo y con el solo deseo de servir.

«¿Qué milagro de la infinita misericordia de Dios me ha llevado tan lejos?»

En el Año de la misericordia que convocó el papa Francisco se hizo comprensible que, al margen de la misericordia, no es posible la evangelización. La Iglesia ha de cuidar, observar y vigilar para que la misericordia envuelva la evangelización y la torne humilde y sana. Y que las acciones evangelizadoras sean conformes a su misericordia. El adulto misericordioso bebe en la fuente del Hijo, duerme en la casa del Padre y respira al aliento del Espíritu. Sin la misericordia el evangelizador, que pronunciará amorosamente las palabras vivas del Evangelio, no madurará. Antes de poner la mano definitiva en el arado (cf. Lc 9,62) del Reino aprenderá a dejarse estrujar mediante la práctica de las obras propias de la misericordia y a poner el corazón a tono con el silencio amoroso y comprometido del misterio de Dios.

«Acabo de ser ordenado sacerdote y hago gestiones para continuar en el Sahara la vida oculta de Jesús en Nazaret» 4

Qué buena sería, en los evangelizadores, la aspiración a una vida oculta, alejada del estrellato. Sin dejarse engañar por la doble militancia que impone el ego. Qué bueno el renacer de evangelizadores que abran caminos y puertas y no taponen la gracia, que dejen respirar en la Iglesia al Espíritu e impulsen y desarrollen su acción. Todos, sacerdotes como Foucauld, evangelizadores, obispos, misioneros, religiosos y laicos a los que la Iglesia confía la misión de evangelizar, abrirán caminos nuevos junto al pueblo humilde y desgarrado. La vida oculta y callada de Jesús, como la de Foucauld, ha de ser el eje de atracción del que evangeliza: entrar en el cuarto propio, cerrar la puerta y orar al Padre, que está en lo secreto (cf. Mt 6,6). Sinceros para con Dios. Discernidos por la Iglesia. Ahí está la configuración con Cristo.

«Me di cuenta de que no podía hacer otra cosa que vivir únicamente para él» 5

El cristiano conformado con Jesús está dispuesto a comprender y compartir el Evangelio, entregando su vida a un solo Dios. No a dos dioses, o a tres, o a muchos diosecillos. Vivirá solo para Dios, únicamente para él. Será un hombre de Dios y solo de Dios. El evangelizador vivirá el «solo Dios basta» teresiano. Cada cual en el estado en el que Dios le haya situado. Los laicos han de aprender a vivirlo de modo diferente a los religiosos y clérigos.

«Así pues, debía imitar la vida oculta del humilde y pobre obrero de Nazaret»

Jesús, el humilde y pobre obrero de Nazaret, es el icono por excelencia para Foucauld. Y es aliento para los obreros estrujados por amor al Evangelio. Muchos evangelizadores se sienten obreros del Evangelio. Han nacido en familias humildes. En sus casas paternas se respiraba el aliento que mantenía la fuerza y la tradición propia de los cristianos comprometidos del posconcilio. Existe una aspiración cada día mayor en toda la Iglesia por la recuperación de unos obispos y unos sacerdotes obreros y pastores, entrelazados en la vida del pueblo, no alejados de él. Se ven cada vez más obispos que se alejan de una vida palaciega y mundana. El papa Francisco proclama proféticamente que, en esta era de la comunicación, los que creen en el Evangelio y lo proclaman no han de comportarse como «señores» en sus lugares de vida y relación. En la era de la comunicación digital y generalizada, y del «humanismo excluyente» 6, la vida de Dios en la sociedad precisa del apoyo de vidas sencillas, coherentes, obreras, honestas, justas, al lado de la gente humilde. Encarnados como el Señor. Y los que se saben llamados y aceptados para vivir y proclamar el Evangelio han de procurar ser como Cristo y adquirir, como Foucauld, la forma de Cristo, viviendo como unos humildes y pobres obreros del Evangelio.

«Leer, releer, meditar el Evangelio y esforzarse en practicarlo» 7

El posible evangelizador adulto es un hombre o una mujer, como Foucauld, asentado en el Evangelio; y esté donde esté, haga lo que haga y hable lo que hable, será puro y llano Evangelio. Pues el Evangelio, o está encarnado en quien lo predica, o no llegará al corazón de la humanidad. El Evangelio busca la entrega del hombre para ser fermento. La gracia de Dios actúa cuando, donde y como quiere. La tarea del evangelizador es leer, releer, meditar, silenciar y practicar con suave delicadeza el Evangelio. Muchos de los que acompañan la fe del pueblo, antes de salir de sus casas leen, meditan y rumian el evangelio del día. Luego lo van aplicando en sus diálogos y decisiones, en el trabajo y en las relaciones en los grupos apostólicos o en los sindicatos y las asociaciones. Y así se lo enseñan a hacer a los que entregan la vida a la proclamación del Evangelio.

«Una caridad fraternal y universal que comparte hasta el último bocado de pan con cualquier pobre, cualquier huésped, cualquier desconocido que se presente» 8

La opción de «una Iglesia de los pobres y para los pobres», que el Papa Francisco asumió como uno de los retos de su pontificado, se hace necesaria para renovar la evangelización. La clave la presenta Foucauld: una caridad fraterna y universal que comparte hasta el último bocado de pan con cualquier ser humano, sin mirar su raza, credo, condición social, nacionalidad o su modo de pensar. Si así se vive y cumple, se dará nacimiento a los hombres adultos que precisa el Evangelio. Hombres y mujeres sensibles con sus prójimos, otros Cristos.

«Y recibiendo a todo ser humano como a un hermano muy querido» 9

La fraternidad universal es un precioso don que renace con el cristianismo. Cuantos se han acercado a la fuente de la fe en Cristo Jesús han bebido un agua fresca con un ligero sabor a Cuerpo y a hermanos, a pueblo y humanidad, o, como dice Francisco, «con olor a oveja». La Iglesia es un Cuerpo. En él todos son iguales y todos diferentes. Y en él todos han de limar sus asperezas, las propias del pecado; se han de dejar estrujar y limar las aristas del ego con el roce del Cuerpo. Redondearse para acoplarse. Todos al unísono y todos empujando con el aliento del Espíritu. Todos, por la acción del Hijo, realizando el poliedro soñado por el Padre. Todos, como hijos de la humanidad, conformados por las manos de Dios y llevando su huella y su marca en las manos. Todos formando la gran familia de la plenitud.

Las religiones –dice Melloni– se han equivocado en su pretensión de totalidad, que les ha hecho secuestrar el Misterio. Cada una ha pensado que agotaba los caminos hacia el Absoluto absolutizando su propio camino, en lugar de aceptar y de alegrarse de que pueda haber otros múltiples accesos para llegar a esa misma Plenitud 10.

Foucauld puede decir que cada hombre es un hermano muy querido. Nadie es ajeno a quien proclama el Evangelio, aunque sea diferente o se postule como enemigo.

«¡Qué grande es Dios! ¡Qué diferencia entre Dios y todo lo que no es él!» 11

«Yo pensaba que el hombre era grande y me equivoqué, pues grande solo es Dios», así rezaba un canto infantil del posconcilio que se cantaba en las catequesis infantiles. Solo Dios es grande. Suena a ese «Alá es grande» de los hermanos musulmanes, con los que Carlos aprendió a volver a mirar la grandeza de Dios y el sentido de su vida. Su grandeza se experimenta cuando está presente en el corazón del hombre. Y la ruina se vive cuando desaparece o no aparece. Un Dios grande, no un dios pequeño y manipulado. El evangelizador conformado con Cristo siente un santo temor de convertir al Dios grande y misericordioso en un diosecillo manoseado al que utilizar en su propio provecho.

«Aquí soy el confidente y a menudo el consejero de mis vecinos» 12

El que vive para el Evangelio sabe que vive para el servicio de los hermanos. Esa es una de las pruebas de la veracidad de la fe de los hombres elegidos para llevar en su mochila el Evangelio.

«¡Sentirse en manos del Amado, y de qué Amado; qué paz, qué dulzura, qué abismo de paz y confianza!» 13

Foucauld enseña algo que está más allá de lo inmediato, de la vida común, de lo que se ve y se toca. Aunque está en el centro. Se ha de entrar a través del silencio y de la oración personal y comunitaria en las entrañas del misterio del amor de Dios. Y ahí el evangelizador ha de sentirse en las manos del Amado, en ese abismo de paz ilimitada y de confianza; las mismas que tiene el niño confiado en los brazos de su madre o su padre, como canta el salmista: «Me mantengo en paz y silencio, como niño en el regazo materno. ¡Mi deseo no supera al de un niño!» (Sal 131,2). Todo un proceso vivido místicamente, como paz y dulzura en el Amado. La relación interpersonal con el Amado, en la oración y en la calidez del servicio a los pequeños es el don por excelencia y el motivo para que la Evangelización sea verdadera. Es el Amado el que estruja con ternura, el que le da al cristiano su forma y su figura, el que cambia todo en el hombre y lo vuelve nuevo.

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