Kitabı oku: «Meditaciones en el AVE»

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Meditaciones en el AVE

Antonio Gil Moreno


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Pórtico

Este libro surgió espontáneamente, al hilo de unos viajes continuados en el AVE, de Córdoba a Madrid, y de Madrid a Córdoba. Poco más de hora y media, que transcurría pronto, pero que ofrecía un precioso paréntesis en nuestras prisas y agobios. Era un tiempo para el descanso, ciertamente, pero también, propicio para contemplar el paisaje de Sierra Morena y de la Mancha; para leer pausadamente; para dialogar con nosotros mismos, por aquello del refrán, que «nadie es sabio si no dialoga con su propio corazón».

Desde luego, cada viaje suponía un tiempo precioso para la lectura, y acaso para repasar, no sólo la agenda de las actividades que nos obligaban a desplazarnos y a viajar, sino también esa otra agenda de la mente y del corazón. ¿Por qué no aprovechar estos viajes para meditar un poco, para poner un poco de luz en nuestros pasos y en nuestro caminar, para descubrir nuevos horizontes?

Y así, poco a poco, fui anotando una serie de temas y eligiendo una serie de textos que me parecían maravillosos para repasarlos durante los viajes del AVE. Al principio, eran sólo unos pocos. Pero, después, fueron aumentando. Se trata de textos breves, de reflexiones urgentes, para tanta gente que lleva prisa.

Este es el objetivo de este libro: hacernos pensar, descubrir nuevos paisajes para la vida y para el corazón. Y que al igual que contemplamos la naturaleza desde el tren, y salidas y puestas del sol, que son una maravilla, a tan alta velocidad, podamos contemplar esos otros paisajes rebosantes de verdad, de amor, de vida, de justicia, de libertad. Todo eso lo podemos encontrar en estas páginas.

Año nuevo, lucha nueva

No sólo al comienzo de cada año, sino al inicio de cada tarea, hemos de colocar en nuestros labios este precioso eslogan: «Año nuevo, lucha nueva». San Josemaría solía comentar con sano realismo que no creía en aquel refrán que dice: «Año nuevo, vida nueva», porque «en veinticuatro horas no se cambia nada. Sólo el Señor con su gracia puede convertir en un momento a Saulo de Tarso, de perseguidor de los cristianos, en apóstol. Sólo luchando repetidamente –venciendo una vez sí, y otras no–, sólo quien hace cada día su gimnasia podrá decir con verdad que, al final, tendrá una vida nueva». Y por eso, proponía que, en vez de decir «Año nuevo, vida nueva», se dijera «Año nuevo, lucha nueva», porque los que dicen «vida nueva» probablemente no mejorarán la vida, pero los que luchan cada día sí que tendrán el éxito asegurado.

Recordaré siempre un artículo del padre Jose María de Llanos, jesuita, en las páginas de la revista Vida Nueva, al comienzo de su singladura, cuando la dirigía el periodista José María Pérez Lozano, con el titulo «Año nuevo, vida vieja». El jesuita se reafirmaba en la tesis de que nadie iba a cambiar nada con la llegada del año nuevo. Al contrario, todo el mundo seguiría lo mismo, con sus mismas manías, con sus mismos hábitos, con sus mismos defectos. En tono desabrido, el padre Llanos pretendía poner el dedo en la llaga y espolear las conciencias para que se produjeran esos cambios por los que él, en aquella época, ya luchaba en el barrio madrileño del Pozo del Tío Raimundo.

Ciertamente, al inicio de cada año, de cada afán, de cada tarea nueva, bien podemos decir lo de «lucha nueva», porque la lucha desembocará en victoria.

Anhelos para los «años nuevos»

Ante el Año Nuevo –ante todo año nuevo: el del calendario, el del curso escolar, el del año agrícola, el de tantos ciclos de vida y de aventura como se van abriendo y cerrando–, me gustaría ofrecer este Decálogo de luz y amor, para iluminar el horizonte de nuestras vidas. Si todo proyecto es un pórtico hermoso, el anhelo de realizarlo debe ser su mejor introducción.

1. Apasiónate con tu vida y con la de los demás. Trátate con ternura y trata bien a los demás. No pidas a la vida lo que la vida no pueda darte.

2. Evita todo sentimiento negativo.

3. Controla tus sentimientos agresivos. No ataques a nadie.

4. Sé tú mismo, sé tú misma. Idealízate para vivir con ilusión.

5. No trabajes a tontas y a locas. Toda persona ha de tener un proyecto de vida, una meta que anime su trabajo, un horizonte que le invite a caminar con infinita esperanza.

6. Si alguien se interpone con sentimientos negativos en tu vida, ignóralo.

7. Pon amor donde hay amor. Y donde no lo hay, también.

8. La realidad de la vida es más bella que la fantasía. Acéptala.

9. Canta con frecuencia.

10. Fomenta la amistad. Un buen amigo, una buena amiga, es imprescindible.

11. Haz en tu corazón un nido cálido para la paz. Desde él, volará y visitará otros lugares, pero a ti nunca te abandonará.

12. Tienes un gran tesoro, formado por pensamientos, palabras y deseos.

¿Y si encendemos una lámpara?

En una Universidad católica de Madrid convocaron hace unos meses un concurso de cortometrajes entre sus alumnos. El tema era el sentido de la vida, y muchos estudiantes, que apenas habían cumplido la veintena, se presentaron al certamen. «Fue sorprendente el resultado. La mayoría de los cortos trataban sobre el suicidio, las drogas, la locura y el absurdo de vivir», comentaba uno de los profesores.

Sorprendente y preocupante. Que a un grupo de jóvenes se les proponga abordar el sentido de la vida y recurran al suicidio como si fuese la explicación más lógica, es para hacer saltar todas las alarmas. Pero es que si nos fijamos en muchas de las películas actuales comprobamos que ocurre exactamente lo mismo: o están cargadas de nubarrones negros de pesimismo y angustia o huyen por la superficialidad y la chabacanería, que son los disfraces que se suelen poner al sinsentido.

Y algo parecido ocurre con la pintura, la música y, especialmente, la literatura. Parecería que todos los artistas se hubiesen puesto de acuerdo para hacernos creer que lo mejor es encerrarse en casa y echarse a llorar o, en todo caso, dejarse resbalar por la rampa de los placeres.

Por eso me ha encantado la actitud de una monja sencilla y pintora extraordinaria: sor Isabel Guerra. En una entrevista que le hace el periodista Amilibia, le señala que con su pintura trata de sugerir paz y serenidad, pero que el mundo está lleno de guerras y tensiones.

Respeto a los artistas que dan testimonio de ese mundo, pero yo prefiero sugerir la paz, la luz, la serenidad.

Me parece una actitud muy cristiana. En vez de lamentarse por lo que hacen otros colegas suyos, sor Isabel Guerra se retira a la quietud y a la serenidad de su claustro para proponer al mundo la belleza y la paz que invaden su vida. A los jóvenes que confunden el sentido de la vida con el suicidio y la locura, más que recriminárselo, habrá que enseñarles la maravilla que es vivir en clave cristiana. Encender, como reza el epigrama, una lámpara, en vez de maldecir la oscuridad.

Lo que el mundo necesita

Hace unos años se puso muy de moda una canción de Burt Bacharach, que repetía: «Lo que el mundo necesita ahora es amor, dulce amor, es lo único de lo que hay siempre muy poco». ¡Qué gran verdad! Lo que el mundo sigue necesitando es amor. Compasión. Estar pendientes los unos de los otros, tratando de echar una mano cuando existe una necesidad, sin tener que esperar a que ocurran desgracias descomunales. El día a día también exige, de cada uno y de todos, una respuesta digna del hombre.

Así lo ha descrito un santo de nuestro tiempo, Escrivá de Balaguer, que, después de predicarlo infinidad de veces con su propia vida y su palabra, escribió en una homilía recogida en el libro Amigos de Dios:

«Magnanimidad: ánimo grande, alma amplia en la que caben muchos. Es la fuerza que nos dispone a salir de nosotros mismos, para prepararnos a emprender obras valiosas en beneficio de todos. No anida la estrechez en el magnánimo; no media la cicatería, ni el cálculo egoísta, ni la trapisonda interesada. El magnánimo dedica sin reservas sus fuerzas a lo que vale la pena; por eso es capaz de entregarse él mismo. No se conforma con dar: se da».

Los caminos de la felicidad

El filósofo griego Epicteto nos regaló dos máximas en las que deja claro que parte de la felicidad a la que puede aspirar el hombre es una consecuencia que se deriva de hacer lo que es correcto:

«Define claramente la persona que quieres ser, como primer paso».

Y como consejo para tener una vida coherente animaba a preferir la satisfacción duradera a la gratificación inmediata. Estaba menos preocupado por lograr comprender el mundo que por identificar los pasos específicos que había que dar en la persecución de la excelencia moral.

La receta de este filósofo para lograr lo que él llamaba buena vida –nada que ver con lo que muchos identifican con pegarse la vida padre– se centraba en tres asuntos principales:

«Dominar el deseo, cumplir con el deber y aprender a pensar con claridad sobre uno mismo y sus relaciones en el marco de la gran comunidad de los seres humanos».

Al igual que Sócrates, Epicteto no dejó escritos filosóficos, pero por fortuna su discípulo Flavio Arriano preservó los principales aspectos de su filosofía para las generaciones futuras. Alumno suyo fue también el emperador Marco Aurelio, que, en sus Meditaciones, plasmó las enseñanzas recibidas. Algunas de las máximas de su manual de vida son las siguientes:

1. Cuando algo acontece, lo único que está en tu mano es la actitud que tomas al respecto; tanto puedes aceptarlo como tomarlo a mal.

2. Sé fiel a tus verdaderas aspiraciones pase lo que pase a tu alrededor.

3. Mantente fiel a tus ideales espirituales aunque seas objeto de burla por parte de aquellos que abandonan los ideales por la aceptación social o la comodidad.

4. Querer agradar siempre a los demás es una trampa peligrosa.

Cuatro reglas de oro para lograr esa coherencia personal que desemboca en una felicidad acaso pequeña pero muy satisfactoria.

El hombre en busca de sentido

He querido poner como título de este capitulo el mismo que puso Victor Frankl a su obra El hombre en busca de sentido, uno de los libros de mayor éxito mundial, que no ha defraudado a ninguno de sus millones de lectores, escrito después de que su autor pasara por los campos de concentración de Dachau y Auschwitz, durante la persecución nazi. Con un agravante: al salir de aquel espanto se encontró solo. Sus padres, sus hermanos y su mujer, con quien se acababa de casar cuando fueron detenidos, habían muerto en aquel infierno.

Covadonga O’Shea narra en su libro En busca de los valores la entrevista que mantuvo con Victor Frankl, en la que le descubrió como un hombre coherente y de gran rectitud. De entrada, dice que le sorprendió su forma de ser, optimista, jovial, acogedor, que a sus 73 años, y con semejante pasado a sus espaldas, no se cansaba de repetir ideas básicas, radicales, sobre la dignidad del ser humano y su capacidad de ser libre, en cualquier circunstancia, si mantiene firmes sus principios morales, o su carácter espiritual. «¡Hay que ser coherente con uno mismo!», insistía, y lo decía de muchas formas diferentes, no repitiendo la idea como parte del programa de una asignatura. Describía su propia experiencia al decir que «la libertad del hombre no es una libertad de condicionamientos, sean biológicos, psicológicos o sociológicos. No es de ninguna manera libertad de algo, sino “libertad para algo”, libertad para tomar una posición ante todos esos elementos externos. Si el hombre es infinitamente más importante que un animal, es precisamente porque es libre».

Frankl explicaba, sin la menor huella de resentimiento, que en los campos de concentración, que eran un banco de pruebas siniestras, observaba y comprendía que entre sus camaradas unos reaccionaban como animales heridos y otros como héroes o santos. El hombre tiene dentro de sí ambas posibilidades, y de sus decisiones, no de sus condiciones, depende por cuál de ellas transcurrirá su vida. «Nuestra generación es realista porque hemos llegado a saber un poco más lo que es el hombre; un ser que ha inventado las cámaras de gas, sí, pero también un ser que ha entrado a ellas con la cabeza erguida y musitando una oración, el Shema Yisrael (Frankl era judío) o el Padrenuestro. Al hombre se le puede arrebatar todo salvo la libertad».

De pronto, cuenta Covandonga O’Shea, hizo un parón y, en el mismo tono de toda la entrevista, mezcla de desenfado y metafísica, afirmó: «La libertad es sólo una cara de la moneda. La otra es la responsabilidad. Cuando no se tiene en cuenta esta realidad, la libertad corre el peligro de acabar en libertinaje. Es la razón por la que llevo diciendo al mundo que la Estatua de la libertad que preside la costa Este de los Estados Unidos tendría que compensarse con otra dedicada a la responsabilidad en la costa Oeste».

Nadie pone en duda la tesis de la libertad. Los poetas le dedican sus mejores versos, los políticos centran en su idea los programas electorales, muchos han dado su vida en guerras sangrientas, tantas veces incomprensibles desde nuestro punto de vista, por defenderla para ellos y para los suyos... Y sin embargo, ¿quién tiene claro lo que entraña este valor y lo que exige cuando somos capaces de comprometernos con ella?

Lo que mejor define la libertad, la coherencia y, en definitiva, la rectitud es la facultad de marcarse un objetivo en la vida y hacer todo lo posible por conquistarlo, tratando de ser consecuente con las propias decisiones. En cada acto libre entran en juego las dos facultades superiores del hombre: la inteligencia, que conoce y distingue entre el bien y el mal, y la voluntad, que tiende al bien, nunca de forma necesaria, sino después de toda una deliberación entre lo que se nos presenta para elegir.

El hombre, por su condición racional, es necesaria y radicalmente libre. Ser una persona inteligente, capaz de conocer y no poder elegir sería una tortura insufrible. Lo importante es saber qué queremos hacer con nuestra vida. Tenemos que empeñarnos por asimilar lo que opinan estos genios de todos los tiempos y apuntarnos a la mejor opción.

De ahí esas cuatro preguntas –cuatro hermosos puntos cardinales– que plantean nuestras principales decisiones: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?,

¿adónde voy?, ¿en qué lugar me encuentro? Cuatro preguntas que nos invitan a tomar la vida entre las manos, contemplarla despacio, con emoción y misterio, y colocarla después con cuidado en el camino apropiado que la conduzca a su verdadera y plena realización.

El hombre de nuestros días

¿Cómo es el hombre de nuestros días?

¿Cuál es su perfil y cuáles sus dimensiones o destellos principales? El periodista y escritor José María Carrascal, en una de sus «croniquillas volanderas», trazaba este perfil:

«El hombre de nuestros días se nos aparece insatisfecho, desasosegado, ansioso, neurasténico incluso muchas veces. No voy a repetir aquí por archisabida, la teoría del “hombre unidimensional”, que intenta llenar su vacío interno con cosas, con objetos, cada vez más sofisticados. Pero lo que parece cierto es que la sociedad de consumo, pese a habernos rodeado de artilugios que hacen nuestra existencia mucho más fácil, variada y placentera, desde el ordenador hasta el lavavajillas, la hemos complicado hasta tal punto que en muchos casos perdemos el control de ellos y de ella.

Estamos rodeados de anuncios, de promesas, de tentaciones que nos ofrecen belleza, salud, éxito, felicidad. Se nos pone la juventud, la fama, la línea, el amor incluso al alcance de la mano.

Y eso causa frustración. Frustración si se alarga la mano y se comprueba que la cosa no es tan fácil ni tan simple como parece. Frustración si no se alarga y le queda a uno el resquemor de no haberlo hecho todo».

La solución a las frustraciones se dirige por dos sendas, una de ellas, con cierto peligro para la propia sociedad: el apetito de autodestrucción que se enseñorea de nuestra época o la huida en viajes urgentes a ninguna parte, para volver quizá con nuevas dosis de frustración. Como ocurre tantas veces, el hombre antepone el placer a la salud; o el vértigo y el hedonismo a los valores más primordiales.

«El peregrino»: preguntas y respuestas

En la obra El peregrino, de José Luis Martín Descalzo, nada más abrirse el telón, se escucha una voz potente que lanza al patio de butacas estas preguntas:

«¿Quién soy? ¿Qué busco? ¿Adónde voy?».

Y el peregrino, levantando los ojos hacia la voz, responde con una pizca de desaliento e ironía:

«¡Qué preguntas! ¿Quién soy? ¿Qué busco? ¿A dónde voy?

Si yo supiera contestar a esas tres preguntas, mi vida estaría resuelta y concluida. Pero, ¿cómo saberlo? ¿Quién soy? No lo sé. Llevo veinte años preguntándomelo y aún no lo sé. De momento, sólo sé que soy un peregrino y que estoy muy cansado.

¿Adónde voy? También lo ignoro. Sé que estoy caminando. Sé que voy a algún sitio. Sé que no me gusta este en el que estoy viviendo y que busco una tierra o un mundo mejor. Pero no sé si esa tierra y ese mundo mejor existen o si todos mis pasos me conducen al sueño de un sueño.

Y ¿qué es lo que busco? Algo debe de haber, puesto que yo lo busco. Algo distinto de este vacío sin límites en el que ahora floto. Busco algo que no sé lo que es, pero que, en todo caso, es algo que estoy necesitando. Sé que si estoy inquieto es precisamente por eso. Pero no sé en absoluto qué es lo que necesito».

Al peregrino le responderá una voz que sale de una discoteca, precedida de una gran carcajada:

«Este es tu error: buscar. Buscar en lugar de gozar y vivir. Mientras buscas y buscas vas a perder tu vida. Pero, ¿es que no ves que no hay nada que encontrar? El mundo está cerrado, concluido, muerto. Hace tiempo expiró. Se hundieron en el tiempo los siglos de los grandes ideales y todos, uno a uno, fueron pisoteados.

¿Qué podemos buscar, si todo se concluye en la amargura? Convéncete, los jóvenes de hoy hemos llegado tarde, hemos llegado a la hora 26, la hora que no existe. Es inútil buscar lo que no encontraremos.

¿Amor? A otro perro con ese hueso. ¿Felicidad? ¡El sueño del sueño de un borracho! ¿Justicia? ¡La palabra con que tapan los hombres su egoísmo!

No hay nada que buscar, ni nada que esperar.

Goza, baila, disfruta, ven con nosotros».

Y continúa la obra de teatro, con su juego de luces y de interrogantes. Pero el problema está planteado. A la actitud de búsqueda se abren dos caminos: primero, no hay nada que encontrar, salvo la diversión; segundo, el camino que se ofrece al final de la obra:

«En marcha hacia todos los sepulcros donde los hombres mueren. No estaréis solos. Contáis con tres ayudas: la ayuda de Dios Creador, que sigue sabiendo crear; la ayuda de María, que dio a luz a Cristo, y la tercera ayuda, la decisiva, la del gran resucitador, Jesús. ¿O creéis que Él resucitó para sí mismo? ¿O creéis que Él volvió a la vida sólo para pasearse por ella como un nuevo rico, demostrando lo fuerte que era? No, Él resucitó para resucitar».

Aquí está la clave: saber aceptar las preguntas y tener a punto las respuestas. ¿Quiénes somos? Hijos de Dios y herederos de su gloria, es decir, vida de su vida hasta la plenitud infinita de los tiempos. Podemos morir en muchos recodos del camino, quedar sin vida, muertos, derrotados, pero llegará Él para resucitarnos de nuevo.

Todas las preguntas del hombre caben en una respuesta: Padre. Dios es Padre de ternuras y bondades. O mejor, Dios es mi Padre, que me ha colocado en el escenario de la historia y me invita, cada instante, al festín de su reino, donde «no hay llanto, ni luto, ni lágrimas, ni dolor».

A mí me corresponde vivir, es decir, caminar de su mano, confiando en su Palabra y en sus promesas.