Kitabı oku: «Meditaciones en el AVE», sayfa 2

Yazı tipi:

¿Por quién doblan las campanas?

En el siglo XVII, John Donne escribía estas líneas tan hermosas y sugerentes:

«Ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo. Todo hombre es un fragmento del continente, una parte de un conjunto. Si el mar arrebata un trozo de tierra, es Europa la que pierde, como si se tratara de un promontorio, como si se tratara de una finca de tus amigos o de la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque yo formo parte de la humanidad. Por tanto, nunca mandes a nadie a preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti».

Thomas Merton tituló así uno de sus libros más difundidos: Los hombres no son islas. En él habla de ciertos temas aparentemente nada aptos para estimular esa solidaridad social, tales como la contemplación, el recogimiento, el ascetismo, la pureza de intención, incluso la necesaria soledad interior. Pues bien, se trata precisamente así de inculcar una solidaridad más honda, más lúcida y mejor fundada.

Nuestros pecados tienen siempre una dimensión social: afectan forzosamente a la sociedad humana y a la sociedad eclesial que, en definitiva, serían una misma cosa (¿qué es la Iglesia sino el nombre cristiano de la humanidad?). Esa dimensión social pertenece a cualquiera de los pecados, aunque haya sido cometido en la mayor intimidad y sin ninguna proyección exterior. «Los malos pensamientos –decía también Bernanos–, envenenan el aire».

Todo pecado cometido por un cristiano causa especialmente algún daño a sus hermanos en la fe. El pecado, que separa al individuo de la comunidad de salvación, constituye al mismo tiempo un golpe infligido a esa comunidad. Toda acción del cristiano, buena o mala, edifica o desedifica a la Iglesia.

«Después de los Andes: amo profundamente la vida»

El viernes 12 de octubre de 1972, el avión que llevaba el equipo de rugby de Uruguay, los Old Christians, jóvenes de la clase alta uruguaya, a jugar un partido a Santiago de Chile, se estrelló en la cordillera de los Andes. De los 45 pasajeros se salvaron 16, que superaron 72 días a 40 grados bajo cero. Veintiuno murieron en el impacto o en las horas siguientes. El resto improvisó un refugio con los restos de la cabina. A los pocos días, una avalancha mató a ocho más. A los diez días del accidente se enteraron a través de la radio de que el operativo de rescate se había suspendido.

Fue, entonces, cuando el estudiante de Medicina Roberto Canessa dijo que para sobrevivir deberían alimentarse de los cadáveres de parientes y amigos. Dos meses y medio después, Roberto Canessa y Fernando Parrado decidieron salir en busca de ayuda. Su travesía de once días por los Andes sin equipo y sin ropa de abrigo está considerada por los mejores alpinistas del mundo una hazaña imposible. Parrado superó la muerte de su madre y de su hermana, que le acompañaban en el viaje, un coma 4, fractura de cráneo, el alud y una caída en picado de 60 metros durante la expedición: «Me dieron la oportunidad de vivir otra vez y amo profundamente la vida. La capacidad de emocionarse es lo más valioso del ser humano».

Fernando Parrado tiene ahora 55 años. Vive en Montevideo. Está felizmente casado y completamente enamorado desde hace 28 años. Tiene dos hijas y una productora de televisión a medias. Sólo le interesa la política que prioriza al ser humano. «Creo que en los Andes encontré a Dios», ha declarado solemnemente en diversas entrevistas.

Durante aquellos diez días de búsqueda, hubo un momento de desánimo en el que le dijo a su compañero: «No me voy a morir mirándote a los ojos, Roberto. Voy a seguir peleando con estas montañas hasta que mi cara choque contra la nieve». «Bueno, vamos –dijo Roberto–. Moriremos juntos». Y siguieron. «Nosotros rezábamos cada uno consigo mismo, una avemaría detrás de otra. También pensaba mucho en mi padre. Me decía: Cada paso que doy estoy más cerca de mi padre». ¡Cuánto le enseñó los Andes! «A ser más paciente, a valorar lo bueno».

Cuatro heridas sobre la piel

La humanidad está herida en sus entrañas. No podemos remediarlo. Son heridas que la marcan en lo más vivo de su ser. Podríamos señalarlas y clasificarlas en cuatro grandes bloques.

Primero, las enfermedades. El hombre es un ser herido por el dolor, por la enfermedad, por las limitaciones en su salud. Tarde o temprano se verá acosado por una última enfermedad que le llevará a la tumba, en un desgaste total de su persona. El dolor acompaña nuestros pasos. Es inevitable. Y no podemos volverle la espalda, pero tampoco debemos permitir que nos avasalle. Decía Jacques Leclerq que un hombre no es verdaderamente maduro hasta que no ha contemplado el dolor y la muerte cara a cara.

Segundo, las injusticias. Martin Luther King decía que aceptar pasivamente un sistema injusto es colaborar con él; por tanto, el oprimido comparte la maldad del opresor.

Tercero, las violencias de todo tipo. Es cierto que siempre hubo violencia en el mundo, pero hoy la violencia se hace signo porque ha tomado unas características especiales. Hoy la violencia no sólo constituye un argumento de fuerza y de defensa, sino un elemento de filosofía, de sociología, de política y hasta de teología.

Cuarto, las esclavitudes. El esclavo pierde el don más preciado, su libertad. Comienza a depender de algo o de alguien. Y no puede salir de su laberinto. El clamor por la libertad atraviesa hoy el mundo entero. Por todas partes encontramos los signos de una «revolución de expectativas crecientes» y, al mismo tiempo, de una sensibilidad cada vez más profunda para el sufrimiento.

«Soy libre cuando amo lo que hago y hago sólo lo que amo.

Soy libre cuando, después de haber amado las cosas y a los hombres, ellos son más libres y yo menos esclavo.

Soy libre cuando acepto la libertad de los otros.

Soy libre cuando mi libertad vale más que el dinero.

Soy libre cuando acepto que en mi vida el primado pertenece a mi conciencia.

Soy libre cuando no existe un precio a mi libertad.

Soy libre si mi única ley es el amor.

Soy libre cuando sé darme a los otros sin exigir poseerlos.

Soy libre cuando desde la cárcel sigo gritando el derecho a mi libertad.

Soy libre cuando el amor es capaz de encadenarme».

Y aún existe una esclavitud mayor: la que nos imponemos nosotros mismos, la que se nos cuela de rondón en los hábitos y destruye poco a poco, cada día, la salud, o el alma, o el corazón.

La vida, según el Abbé Pierre

Una de las más hermosas definiciones que se han dado de la vida, se la debemos al Abbé Pierre, el fundador de los Traperos de Emaús, en Francia:

«La vida me ha enseñado que vivir es un poco de tiempo concedido a nuestras libertades para aprender a amar y prepararnos así al Encuentro con el Amor Eterno. Esta es la certeza que quisiera poder ofreceros en herencia. Porque esta certeza es la clave de mi vida y de todo lo que hice».

En su obra Testamento, el Abbé Pierre hace una curiosa división de la humanidad:

«La división fundamental de la humanidad no es entre los que se dicen creyentes y los que se llaman o llamamos no creyentes. La división fundamental es entre los idólatras de sí mismos y los comulgantes, es decir, entre los que, ante el sufrimiento de los demás se vuelven, y los que luchan por librarles. Es la división entre los que aman y los que se niegan a amar».

Muchos pobres conocen al Abbé Pierre. En la posguerra, en 1949, fundó Emaús, de ayuda social a la pobreza. Ha escrito, en colaboración con Fréderic Lenoir, director de Le Monde des Religions, un breve y delicioso libro: Dios mío, ¿por qué? Plantea preguntas de un creyente, de 94 años, en lo que es su testamento espiritual. Es un libro que puede molestar a la jerarquía, pero es tan hermoso que el lector corre el riesgo de deslizarse por su superficie sin sumergirse en las profundidades de sus pequeñas meditaciones sobre la fe cristiana y el sentido de la vida.

El Abbé Pierre vive una fe libre de prejuicios y dogmatismos. Vive entregado a los demás, sobre todo, a los pobres. Su fe incluye el ¿por qué? Por ejemplo, ¿por qué tanto sufrimiento? Y es que, pese a los tópicos dominantes, el creyente no es aquel que lo tiene todo resuelto y no tiene dudas, sino aquel que, desde los interrogantes humanos, confía en Dios pese a su enigmático silencio, espera cuando parece que no hay motivos de esperanza y ama aunque sea a cambio de nada.

«No he podido consolarme y nunca podré hacerlo, de todos los sufrimientos que oprimen a la humanidad desde su origen. Recientemente, he conocido el cálculo según el cual unos ochenta mil millones de seres humanos han vivido sobre el planeta. ¿Cuántos de ellos habrán tenido una existencia dolorosa? ¿Cuántos habrán pasado fatigas y sufrimientos...? ¿Y por qué? Sí, Dios mío, ¿por qué?».

Y en las palabras introductorias de su libro, el Abbé Pierre insiste:

«Dios mío, ¿hasta cuándo va a durar esta tragedia? Los catecismos de todas las religiones nos dicen que la vida tiene un sentido. Pero, ¿cuántos hombres, cuántas mujeres de estas decenas de miles de millones habrán podido descubrir ese sentido? ¿Cuántos han podido acceder a la conciencia de una vida espiritual, de una esperanza? ¿Cuántos, por el contrario, habrán llevado una vida de animales, sumidos en el miedo, en la necesidad de sobrevivir, en la precariedad, en el dolor de la enfermedad? ¿Cuántos habrán tenido la oportunidad de meditar en el sentido de la existencia?

Tengo noventa y tres años, y la fe, esa que me sostiene desde hace más de ochenta, se hace cada ve más preguntas. Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué el mundo? ¿Por qué la vida? ¿Por qué la existencia humana?».

En el capítulo primero de su obra, el Abbé Pierre ofrece esta hermosa definición de la vida:

«Entonces digo: la vida es un poco de tiempo ofrecido a unas libertades para que, si quieres, aprendas a amar, con la certeza de que habrá que luchar contra el mal. Sentido de la creación: que el amor responda al amor. Si no existiera ese punto culminante en el que de pronto dos libertades pueden consagrarse y amarse, toda la creación sería absurda».

El Abbé Pierre va defendiendo que una vida cristiana auténtica no es buscar la felicidad a toda costa. Es buscar amar, al precio que sea.

* * *

El día 22 de enero del 2007, a las 5:25 de la madrugada, el Abbé Pierre fallecía en el hospital parisiense de Val de Grâce, a los 94 años de edad. Con una misa de funeral en la catedral de Notre Dame el presidente francés, Jacques Chirac, y numerosos representantes del Gobierno, la Iglesia y la cultura, dieron su último adiós al sacerdote de los pobres, al fundador de los Traperos de Emaús, al apóstol de los «sin techo».

«Gracias, Dios, por habernos dado un hermano como él. Gracias, abate Pierre, por haber sido un modelo a seguir».

Estas fueron las palabras del arzobispo de Lyon, en su homilía. El ataúd entró en la catedral, acompañado de una procesión de sacerdotes y monjes. Después, sus restos mortales recibieron sepultura en Esteville, Normandía, donde descansan los cuerpos de combatientes.

Me gustaría recordar los dos últimos mensajes que cerraban su Testamento. El primero es todo un tratado de pastoral para hoy: «Necesitamos gente que contagie. Ningún valor humano puede crecer y extenderse sin contagio». Y el segundo tiene aire de «reto profético» en la sociedad de nuestro tiempo: «Ahora está naciendo otro tipo de hombre. Por eso, a los que estáis en el umbral de la edad adulta, os digo: ¡Ánimo y arriesgaos!».

Código de conducta para vivir bien

Sergi Arola, el cocinero que ha convertido su nombre en una poderosa marca en el terreno de la gastronomía, impartió en el IESE una conferencia con un titulo tan extraño como este: Gastronomía y moda. Hacía referencia a la diversificación del talento, que bien se podía aplicar a cualquier otro aspecto de la vida profesional, social o familiar. Ante la sorpresa de propios y extraños, este personaje hizo un elogio, perfectamente razonado, del valor de la humildad y de la confianza que nace de su mano, al apostar, explicaba sin arrogancia, por quienes trabajan con él. Son actitudes que dan fuerza a una personalidad que resulta muy atractiva porque él mismo baraja y asume aspectos importantes para saber ganarse a la gente, como la paciencia, la simpatía, la humildad, la generosidad, la comprensión, el respeto, la honradez o el compromiso.

Como ejemplo muy de andar por casa, que son los que la gente no olvida, decía Arola que para vivir bien, en paz, tranquilo, él tenía un cierto código de conducta que cabe resumir así:

1. Cada día, cuando me levanto, me pongo de buen humor porque al abrir el grifo de la ducha sale un buen chorro de agua. ¿Cómo no agradecer –yo añado a Dios y a quienes lo hacen posible materialmente– ese privilegio que sólo tenemos una proporción de habitantes del planeta? Lo agradezco y salgo contento a la calle.

2. Cada mañana hago otra reflexión que supone un buen punto de partida importante a la hora de actuar y de tomar decisiones: soy un simple ser humano. Pido a los que conviven y trabajan conmigo que me lo recuerden. Es una fórmula infalible para vivir con la perspectiva justa, sin equivocarnos cayendo en el absurdo de creernos superhombres.

3. Disfruto al máximo de lo que tengo y de lo que me dan mi familia y mis amigos.

4. Trato de acordarme de cómo pensaba cuando empecé con mi trabajo actual, para seguir siendo el mismo, es decir, para ser humilde hoy, en pleno éxito.

El hombre, «una isla de magia...»

¡Cuántas, qué hermosas y qué dramáticas las definiciones del hombre! Jorge Luis Borges (1898-1986), el más célebre de los escritores argentinos, ciego desde la mitad de su vida, resume la grandeza, la miseria y el enigma de la condición humana en tres versos magníficos:

«Para mí soy un ansia y un arcano,

una isla de magia y de temores,

como lo son tal vez todos los hombres».

«Una isla de magia y de temores...». Incomparable expresión que condensa ese constante deseo humano de plenitud, más o menos latente o despierto, pero siempre presente. Y también la desazón de lo que no se alcanza o nunca se logra plenamente porque, al fin, nos topamos con la muerte inevitable, «puesto que somos una sombra que la Sombra amenaza».

Octavio Paz nos dejaría su visión del hombre con estas palabras:

«Hombre soy de breve duración

y es enorme la noche.

Pero miro hacia arriba:

las estrellas escriben.

Sin entender comprendo:

soy también escritura

y en este instante alguien me deletrea».

Albert Camus, por su parte, ponía en labios de uno de los personajes de su obra El extranjero, esta definición de hombre:

«El hombre es un extranjero sin pasaporte en un mundo glacial».

Nada de extranjeros sin pasaporte, sino hijos de Dios muy queridos, nos dirá el padre De Lubac, a quien gustaba repetir que nuestra paradoja era estar hechos de tal modo que podamos y debamos esperar nuestra plenificación como don y como propia elaboración. Tal es nuestra peculiar y auténtica naturaleza. Los creyentes estimamos que ello es así porque el centro de nuestra gravitación no es algo sino Alguien, con rostro y nombre humanos, la persona del Verbo, encarnado en Jesús.

* * *

Ante las tres convicciones anticristianas que Chesterton acotaba para argumentarlas, a saber, que el ser humano es un mero animal evolucionado, que la religión primitiva nació del terror y de la ignorancia, y que los sacerdotes han abrumado de amarguras y nieblas a las sociedades cristianas, la visión de Pablo de Tarso coloca al hombre en el pedestal de la creación como criatura de Dios, como su proyecto más querido, frustrado por el pecado original y redimido después por Cristo, ofreciéndole para siempre sus preciadas señas de identidad: «hijos de Dios y herederos de su gloria». San Pablo subrayará con precisión: «Somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos...».

El hombre se perfila así como proyecto de Dios, encaminado a su realización en el escenario de la historia y a su plenitud en la metahistoria, conforme a la definición de «cielo» que ofreciera el papa Juan Pablo II: «La plenitud en la intimidad con Dios».

El hombre se recorta en el horizonte de la historia como caminante, sembrador y testigo. Primero, caminante y peregrino por los caminos polvorientos de una existencia enmarcada en el espacio y en el tiempo, consciente de que la vida comienza y termina, tiene un pórtico y un epílogo. Quizá por eso, la imagen del peregrino es una de las más apropiadas. No tenemos morada fija y habitamos en tiendas de campaña, expuestos a las tormentas y a los vendavales.

Segundo, la imagen del sembrador, todos somos sembradores, con la semilla de nuestra palabra, de nuestras obras, de nuestras acciones. Nada de lo que hacemos o decimos se pierde, sino que lleva la fuerza de la levadura en medio de la masa o del grano de trigo en el surco de la besana.

Tercero, testigos, es decir, consumadores operativos de una misión que sentimos y llevamos impresa en lo más vivo del alma. En la hora presente hacen falta más testigos que maestros, decía Pablo VI. Es decir, más ejemplos que buenas palabras.

A lo largo de la vida, el hombre deberá emprender cuatro hermosas tareas, por etapas, vividas en el esfuerzo cotidiano: primero, su realización; segundo, su reconciliación; tercero, su restauración, y cuarto, su resurrección.

Así ha de sentirse cada día: realizado en su vocación y profesión, fiel a sus compromisos, puntual en sus trabajos y esfuerzos; reconciliado consigo mismo, satisfecho con su hacer y quehacer a través de la integridad de su vida, sin traicionar sus principios ni desviarse de su camino, reconciliado asimismo con su Padre Dios, en la transparencia de una conciencia libre; restaurado y reparado por un exigente examen que descubre con humildad los desconchones propios para que la ruina no amenace el edificio; y, por último, resucitado, es decir, «vuelto a la vida» tras la muerte de un fracaso o de una derrota, con ilusión creciente.

Tarde te amé

No encuentro mejor texto para avanzar en estas Meditaciones, que las hermosas palabras de san Agustín, un hombre que alcanzó las tres luces o constelaciones que manifiestan a Dios irresistiblemente. Porque es converso y es doctor y es padre. Es decir, en él es Cristo Camino y es Cristo Verdad y es Cristo Vida. Faltó el martirio, pero ¿puede haber mejor testigo y más ardiente que el renacido en el fuego, el abrasado en sabiduría, el procreador y patriarca de generaciones y generaciones?

¡Tarde te amé, oh mi Dios,

oh Santa Trinidad,

hermosura antigua y tan nueva,

tarde te amé!

Tú estabas dentro de mí, yo, fuera.

Por fuera te buscaba y me lanzaba

sobre el bien y la belleza

creados por ti.

Tú estabas conmigo y yo

no estaba ni contigo ni conmigo.

Al retenerme las cosas lejos de ti,

yo no te veía ni te sentía,

ni siquiera te echaba de menos.

Tú, oh Dios compasivo,

mostraste tu resplandor

y pusiste en fuga mi ceguera.

Exhalaste tu perfume

y aspiré tu belleza.

Ahora respiro y suspiro por ti.

Viniste a mí y, al encontrarte

en ti, mi hambre y mi sed

quedaron saciadas.

Me tocaste, y me abraso en tu paz.

El decálogo de Enrique Rojas

Enrique Rojas, catedrático de Psiquiatría en Madrid, habla con frecuencia de temas palpitantes, relacionados sobre todo con la comunicación y la armonía. Prepara un libro sobre la depresión. Y al hilo de los problemas que vivimos, con sus propias palabras, me he permitido confeccionar este Decálogo orientador para el ciudadano de a pie.

1. Hoy son muchas las personas que viven el «síndrome de amaro». El amaro es una planta labiada, que huele muy mal, pero cura ciertas afecciones de la piel. Extrapolando eso al lenguaje de la televisión, el síndrome de amaro es el deseo, el interés por conocer la vida de los famosos siempre que esté rota. La vida ajena de los llamados «famosos» sirve de pasatiempo, de entretenimiento; uno se sumerge en esas vidas truncadas y se olvida de la propia por un rato.

2. Uno de los azotes de la sociedad actual es el de las separaciones y parejas tan débiles. Para mí, no se trata de una crisis de la sociedad, sino que su origen es más profundo y preciso: es una crisis de la persona que, cada vez menos madura, con poco criterio y bombardeada por tantos mensajes tan contradictorios, se ve perdida y sin rumbo.

3. ¿Cómo mantenerse enamorado con el paso de los años? En la vida conyugal, uno sigue el rastro del otro muy de cerca. Conoce lo positivo y lo negativo del otro al milímetro. Mantenerse enamorado significa seguir admirando al otro, valorar sus esfuerzos para mejorar muchas vertientes y para sacar lo mejor que lleva dentro. Y después: complicidad, sentido del humor y desdramatizar adversidades...

4. ¿Por qué tantas depresiones? La depresión es uno de los signos de nuestro tiempo. Es la enfermedad del desencanto. Pero la palabra «depresión» se usa en exceso, y a cualquier descenso del estado de ánimo le llamamos depresión. La depresión auténtica es una enfermedad presidida por una tristeza profunda, que lleva al abatimiento y a la desesperanza; en ella se alinean una serie de síntomas muy concretos: sentimientos de culpa, ansiedad, vivir el presente empapado de un pasado que se percibe como negativo, dificultad para proyectarse hacia delante, ausencia de placer en las cosas que habitualmente lo producían y, en los casos más graves, ideas de suicidio.

5. Hoy se curan más del 90% de las depresiones llamadas endógenas, es decir, las que son biológicas, inmotivadas, de fondo hereditario. Las exógenas o reactivas dependen de los motivos que las hayan producido, por eso tienen una evolución más incierta. Hoy estamos en la década del cerebro. Los avances son espectaculares: los nuevos fármacos para la depresión cada vez mejores; los diseñados últimamente adelgazan, lo cual es de enorme interés, sobre todo para las mujeres. Otro ejemplo: en las depresiones resistentes a los fármacos habituales, contamos con un aparato que puede ayudarlas mucho: el estimulador magnético transcraneal, que, sin anestesia, activa ciertos neurotransmisores y produce una mejoría evidente del ánimo.

6. Ansiedad y depresión suelen ir asociadas. Se mezclan a la vez la melancolía y la inquietud interior. El resultado es un sufrimiento singular, de gran desgaste.

7. ¿Cuál es la mayor ansiedad del hombre moderno? Ansiedad es siempre miedo anticipatorio, vivir el presente lleno de un futuro incierto. Durante todo el siglo XX ha flotado en su atmósfera el mito del progreso indefinido, que ha culminado con grandes avances técnicos y con dos desastres humanos: el nazismo y el comunismo.

8. Contemplemos el futuro de nuestra sociedad: ¿por dónde irá el ser humano en las próximas dos o tres décadas? Debe ir por la senda de un nuevo humanismo: el gozo de ser persona, de vivir en una tecnología cada vez más precisa y refinada y, a la vez, abierta a los nuevos valores: la solidaridad, la secularidad bien entendida y, por supuesto, no relegar lo religioso al ámbito de lo privado, como una vuelta a las catacumbas.

9. Lo religioso debe estar presente en la vida social, sencillamente, porque la religión es la rebeldía del hombre que no quiere vivir como un animal, presidida por el amor verdadero. Europa está vieja y enferma. Los padres de ella, Monnet, Schuman, De Gasperi, eran profundamente creyentes. Hoy está vigente el nuevo código social, llamado «lo políticamente correcto», y el que se sale de ahí, lo pasa mal, pero hay que ir contracorriente. Gianni Vattimo habla del pensamiento débil; yo me refiero al hombre «light», centrado en el hedonismo, el consumismo, la permisividad y el relativismo.

10. Hay dos modos contrapuestos de relación sexual: el sexo sin amor y la sexualidad con amor comprometido. El primero es cuerpo a cuerpo, contacto sin vínculos, desechable, de «usar y tirar»; en él se utiliza el cuerpo del otro como objeto. El amor comprometido es una relación de persona a persona. Su principal característica es la integridad.

Ciertamente, el panorama de la sociedad, sus pilares principales y una visión trascendente del futuro, son recogidos en este decálogo, extraído de las palabras y declaraciones de Enrique Rojas. Puede servir de pauta para el hombre y la mujer de hoy, tantas veces inmersos en las tinieblas exteriores e interiores.

Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.