Kitabı oku: «Periféricos»
PERIFÉRICOS
ANTONIO JOSÉ ROYUELA
PERIFÉRICOS
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2019
PERIFÉRICOS
© Antonio José Royuela
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2018.
Editado por: ExLibric
c/ Cueva de Viera, 2, Local 3
Centro Negocios CADI
29200 Antequera (Málaga)
Teléfono: 952 70 60 04
Fax: 952 84 55 03
Correo electrónico: exlibric@exlibric.com
Internet: www.exlibric.com
Reservados todos los derechos de publicación en cualquier idioma.
Según el Código Penal vigente ninguna parte de este o
cualquier otro libro puede ser reproducida, grabada en alguno
de los sistemas de almacenamiento existentes o transmitida
por cualquier procedimiento, ya sea electrónico, mecánico,
reprográfico, magnético o cualquier otro, sin autorización
previa y por escrito de EXLIBRIC;
su contenido está protegido por la Ley vigente que establece
penas de prisión y/o multas a quienes intencionadamente
reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,
artística o científica.
ISBN: 978-84-17334-70-3
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.
ANTONIO JOSÉ ROYUELA
PERIFÉRICOS
“In order to mold his people, God often has to melt them”
AMISH PROVERB
“Un hombre viaja por todo el mundo en busca de lo que necesita y regresa a casa a encontrarlo”
GEORGE A. MOORE
“El mal puede citar las sagradas
escrituras para sus propósitos”
EL MERCADER DE VENECIA (SHEKESPEARE, WILLIAM)
1
Justo cuando nos íbamos, no pude dominar las ganas de volver al servicio, ubicado en el fondo opuesto a la puerta de entrada. Mientras, ellos estarían en la calle echando un cigarrillo.
Miré el reloj al salir. Marcaba la una y media de la madrugada. Los músicos habían dejado de tocar y se miraban entre ellos con cara de extrañeza. Los parroquianos que quedaban gritaban y corrían de un lado a otro sin sentido alguno en sus pasos. Todos tenían los móviles en la mano. Parecía como si estuviesen concursando por ser los primeros en contactar y llevarse algún premio. Avanzaba hacia la puerta cuando una chica rubia, que rondaría los treinta años, me atropelló en su carrera a ninguna parte. Con la fuerza del encontronazo, tropecé con una silla y caí de espaldas sobre el húmedo suelo del pub. Tirado sobre el pavimento, la observé y noté en su expresión verdadero pánico. Fue entonces cuando reaccioné. Me levanté y corrí en dirección a la salida que, por alguna causa que todavía no llegaba a comprender, estaba despejada.
La claridad de una luna creciente fue sustituida por la luz tenue de una luna emborronada por las nubes. Multitud de estrellas compensaban la falta de luminosidad. Dos cuerpos yacían en el suelo con charcos de sangre a su alrededor.
Perdí la visión. Lo siguiente que recuerdo es que desperté en la camilla de la UVI móvil, atendido por una técnico de emergencias de ojos azules y gesto duro, poco apropiado para el desempeño de su trabajo.
—¿Qué les ha ocurrido a mis amigos? —pregunté sin fuerza y sin saber bien por qué estaba allí.
Sufrí un síncope brusco y momentáneo, aunque tuve la sensación de haber perdido el conocimiento durante varias horas.
—Fuera está la policía. No se preocupe, nos han pedido que le transmitamos tranquilidad. Ellos le explicarán todo lo ocurrido.
Cuando respondí correctamente a las preguntas de cómo me llamaba, qué edad tenía y qué día era, me indicaron que me incorporase despacio hasta ponerme de pie. Aunque algo aturdido, lo conseguí.
—Me encuentro bien —alegué sin poder ocultar mis ansias por salir a la calle.
—¿Ve con claridad o tiene la visión borrosa? —preguntó con sequedad y cierta irritación la enfermera, endureciendo aún más su rostro.
—Con claridad —balbucí.
La carretera había sido cortada al tráfico y solo quedaba un cuerpo rodeado por el equipo de la policía científica. La calle se llenó de gente que parecía salir como hormigas en busca de alimento. Efectivos de la policía local y de la nacional desarrollaban su trabajo en medio de una marabunta hambrienta por conocer los detalles de lo sucedido.
El tiempo que transcurrió desde la visión caótica que tuve al salir de la UVI móvil hasta que contacté con Antonio García fue como un descenso a los infiernos.
El miedo a que se confirmasen mis peores augurios derivó en un cuadro de ansiedad que me oprimía como si un camión se hubiese estrellado contra mi pecho. El gesto pétreo de la chica de ojos azules delató con rapidez la nueva crisis que estaba a punto de sufrir. De no ser por su veloz intervención, me hubiera dado de bruces contra el adoquinado una vez más. En esta ocasión, se acercó con un semblante más conciliador y, sujetándome por las axilas, me ayudó a sentarme en el acerado con la espalda apoyada en la pared. Al cabo de unos minutos, ella y su compañero me trasladaron a casa de mi hermana. No era prudente quedarme solo.
Eran casi las cinco de la mañana cuando llamé al portero automático del piso. Mi hermana se asustó tanto al escuchar mi voz que casi le da un infarto. Le di una versión adulterada con la mayor brevedad de la que fui capaz y llamé de inmediato al comisario de policía.
—Relájate. Lo tenemos todo bajo control —Antonio no dejó que llegase a preguntarle.
Esperaba mi llamada. Le faltaba conocer mi versión de los hechos. No pude aportarle un solo detalle. No vi nada. Me comprendió y me emplazó a descansar. Luego, se excusó aludiendo a una reunión inminente.
—Rafa está fuera de peligro. Intenta descansar de una u otra manera. Mañana hablaremos con más calma —fueron sus últimas palabras.
Eran tres las personas que iban conmigo: Iris, Berta y Rafa. Al salir, vi dos cuerpos tendidos en el suelo. Cuando recobré el conocimiento, solo quedaba el cadáver de Berta. Antonio García intentó tranquilizarme, diciéndome que Rafa estaba fuera de peligro, que tratara de descansar por todos los medios a mi alcance. No entendía nada. Con ese galimatías, el consejo del comisario me pareció fantasmagórico.
La única salida que encontré fue atiborrarme de diazepam. Nunca antes había tomado ese tipo de pastillas, que me parecen pequeñas dosis de muerte. Una vez que empiezas con ellas, el sueño deja de serlo para convertirse en olvido y desbarajuste. Aun así, tomé dos comprimidos del bote que mi hermana guardaba en el cajón de los medicamentos y maldije a Iris y a Berta, a Wagner Soto, a Teo Areces y a todos sus asociados, a Abdel Samal, a Kadar Adsuar y a sus fanáticos esbirros. No recuerdo si también a Antonio García por dejarme en ese estado de desasosiego antes de caer drogado en un sueño profundo.
2
Muchos de nosotros somos arrastrados por un destino que jamás imaginamos que fuese el nuestro. Para cuando abrimos los ojos y tomamos consciencia de las secuelas, es demasiado tarde. Sé bien de lo que hablo.
Os preguntaréis -por qué os cuento mi meditación, de quiénes os hablo, por el porqué de mi preocupación hacia Rafa y no hacia los demás, y también por las causas que me llevaron a tomar depresores del sistema nervioso central para poder conciliar el sueño.
Todo comenzó con la llamada de Rafa. Fue la tarde en la que acudí a un evento cultural que fusionaba música, pintura y poesía. Volvía en taxi desde Málaga hacia mi casa, en Torremolinos. Por alguna razón, el taxista estaba de mal humor. Tenía inoculado algún virus que le removía las entrañas y cuyo antídoto solo él conocía.
—¿Es cierto que el cornudo es el último que se entera?
Me pareció tan surrealista la pregunta de aquel acongojado hombre, que solo se me ocurrió decir:
—Perdón, ¿cómo ha dicho?
—Déjelo, no tiene importancia —replicó con una fuerte dosis de aflicción.
«Quizá un mensaje cariñoso de su mujer, una señal de que todo fue un error o algún aderezo que animara su frustración bastarían para levantarle el ánimo», pensé. No dije nada por temor a ser cómplice de una pasión criminal amorosa.
Ensimismado en semejantes pensamientos estaba cuando sonó el móvil.
—¿Contento por la cercanía de las vacaciones? —pregunté con alegría al saber que era Rafa.
Rafael Quesada es un amigo inseparable desde nuestro paso por la universidad. Hace algunos años aprobamos la oposición al cuerpo de maestros y ahora ejercemos en ciudades distintas. Él en Córdoba y yo en Torremolinos.
—Deseando que llegue el día 30 —contestó, si cabía, con más júbilo.
A finales de junio, el cansancio acumulado a lo largo del curso escolar hace mella. Es difícil no exteriorizar el entusiasmo por el descanso veraniego. Hizo una pequeña pausa y añadió:
—Tengo preparado un plan para este verano que te seducirá.
—No me fío. Cuéntame.
Imaginaba algo como unos billetes de avión para un lugar paradisiaco. No fue así. La realidad superó a la ficción.
—Te voy a dar dos nombres para que caviles. A continuación colgaré y en dos días te llamaré para que me cuentes lo que recuerdas de ellos. ¿Te parece bien?
Debía de ser un asunto delicado cuando no quiso desvelarme nada más que unas pequeñas pinceladas del mismo.
—Déjalos caer.
Los nombró y finalizó la llamada, tal y como prometió.
Dejé a un lado la paranoia con la que el taxista me infectó y aproveché el tiempo que tardó en realizar el recorrido hasta la puerta de mi casa para recordar lo vivido junto a esos personajes, que irrumpieron con fuerza en mi cabeza.
Nada como una expectativa, por modesta que sea, para tenerte en vilo. Eso fue lo que ocurrió no con los dos, sino con los cuatro días que tardó en volver a llamarme. Con un simple juego de memoria consiguió el objetivo de despertar mi interés.
El primer nombre que puso mis circuitos neuronales a funcionar fue el de Abdel Samal. Fui su tutor durante mi primer destino como maestro.
Un día de tantos, mientras revisaba los deberes y tras descubrir que no los tenía hechos, le pregunté:
—¿Por qué no los has hecho?
—Es que ayer el profesor de religión islámica nos obligó a estudiar una de las suras y no tuve tiempo de hacerlos.
—Muy bien, ya sabes que tienes que quedarte en el recreo haciéndolos, para que otra vez recuerdes que los deberes son tan importantes como las suras.
—Pero ¿por qué? —preguntó elevando el tono y frunciendo el ceño, mientras añadía que era una de las suras más importantes, según le había dicho su maestro de religión.
—Ya te lo he dicho. Todos los deberes son igual de importantes. No quiero escuchar nada más.
Estuvo murmurando un buen rato. Cuando alguien posee un corazón de guerrero, ni la derrota más limpia puede borrar el hedor del fracaso.
En otra ocasión, todo el ciclo, quinto y sexto de primaria, viajamos a Selwo Aventura, en Estepona, como actividad complementaria. Mientras el resto del alumnado disfrutaba de la visita al parque, él se entretuvo en tirarles piedras a los pobres monos enjaulados.
Desde la oficina central del parque nos llamaron la atención por no controlar la conducta de nuestro alumno. Una situación bochornosa, que derivó en una temprana salida del parque hacia Córdoba, con el disgusto del resto de compañeros y el de los propios maestros. En aquella ocasión, se decidió expulsarle del colegio durante tres días.
El asombro me sobrevino con el segundo nombre, Teo Areces, a quien no podía considerar amigo, no en el sentido más íntimo de la palabra. Se podría decir que fue un colega de la infancia y la adolescencia.
Siendo todavía adolescentes, fui testigo de un acto vandálico por parte de Teo y sus amigos. En su momento, me marcó muchísimo. Ahora entendía que quien alza el puño con facilidad tiene muchas papeletas de convertirse en un fuera de la ley.
Era una noche bastante calurosa, a pesar de que septiembre tocaba a su fin. Teo y Mónica, su chica de entonces, estaban sentados en uno de los bancos que rodean la bonita plaza Cañero. En otro banco contiguo estaban algunos de sus colegas fumando de todo un poco y bebiendo cerveza. Mónica se ganaba la vida como stripper en despedidas de solteros, discotecas o en cualquier otro evento que le surgiera. Todo en ella era explosivo: piernas largas como autopistas, que dejaba al descubierto con sus minifaldas o shorts; pechos enormes, cuyos contornos se podían apreciar sin dificultad a través de sus vertiginosos escotes y unas nalgas dignas de pasearse en la playa de Copacabana compitiendo entre las mejores. No podría decir que fuese una belleza o que tuviese un cerebro privilegiado, pero sí confirmar que gozaba de los suficientes atributos para provocar las miradas libidinosas y los comentarios lujuriosos de cualquier mortal.
Mónica se levantó del banco para ir a comprar frutos secos con los que acompañar la birra. El puesto quedaba al otro extremo de los bancos que ocupaban Teo y sus amigos. En el trayecto de vuelta, se cruzó con tres chavales veinteañeros que la piropearon.
—¡Maricones de mierda! ¡Chupapollas! Vuestras novias no os satisfacen, ¿verdad? —replicó ella.
Teo, como vigía, estaba al tanto de todo. En unos segundos, recorrió la distancia de unos treinta metros que los separaba. Sin mediar palabra, atizó un puñetazo en la cara a uno de los chicos, que cayó desplomado al suelo, sangrando por la nariz como si fuese una fuente.
En apenas unos breves instantes, todos los colegas de Teo rodearon a los dos chicos que aún quedaban en pie, preguntándose qué delito habían cometido para encontrarse en aquella situación.
No recuerdo con exactitud los acordes del breve diálogo que mantuvieron entre los bisoños casanovas y la guardia real de la princesa Mónica. Lo que no consigo olvidar es la lluvia de puñetazos y patadas que Teo y sus colegas propinaron a los pobres muchachos. Lo hicieron con la brutalidad de los que nada tienen que perder y el odio irracional de quienes solo anhelan venganza y sangre.
Por fortuna para los chicos, un grupo de personas variopintas que presenciaban la batalla desde los veladores de las terrazas circundantes a la plaza intervinieron para poner freno a aquella barbarie. El 061 les trasladó aún inconscientes al hospital, donde tuvieron que ser intervenidos de diferentes tipos de traumatismos y heridas.
3
La ausencia de niños en el centro esos últimos días de junio facilitó que me hiciera muchas preguntas acerca de lo que Rafa me ocultaba. Más tarde, cuando me destripó los entresijos de su propuesta, comprobé mi total desorientación.
A pesar del entusiasmo propio de esos días y del carácter alegre y emprendedor que me había permitido vivir muchas aventuras, no atravesaba mi mejor momento. La ruptura definitiva de una relación sentimental pesaba como un agujero negro. Llevaba cuatro meses buscando las claves para salir de él sin conseguirlo. Seis años de relación que fueron fructíferos y devastadores por igual. Con el paso del tiempo, los cajones de la memoria van haciendo hueco y terminan por abrirse de manera fluida. Hasta conseguirlo atravesé esa zona pantanosa de reemplazos discontinuos en los que una recompensa equivale a cuatro fiascos.
Faltaban dos días para coger las vacaciones. Junto a una amiga y compañera de trabajo disfrutaba de manera relajada de las vistas en una de las terrazas que hay a lo largo del paseo marítimo de Torremolinos. El sol amable y una brisa complaciente nos obligaban a reflexionar sobre lo indigno de las vidas aceleradas. Mirando a los turistas sin hacer comentarios y dialogando sobre poesía, el tiempo pasaba sin que nos diésemos cuenta. La llamada de Rafa vino a interrumpir la magia del momento.
—Han sido dos días muy largos, ¿no? —ironicé.
—Está siendo un final de curso durísimo. Ya te contaré. ¿Te acordabas de ellos?
Sin tiempo a plantearle una sola novedad, me vi sorprendido por el ímpetu con el que retomaba el tema. Al igual que las revoluciones tienen la facultad de mover todo de su sitio, mi amigo había cambiado las formas por las que suele discurrir un diálogo. Me dejé avasallar y le contesté:
—Sí. Son muchas vivencias compartidas con ambos. No encuentro el nexo entre ellos, pero sé que me lo aclararás pronto.
—A su debido tiempo —manifestó dando a entender que había que ir subiendo la escalera peldaño a peldaño—. Cuéntame —añadió con tono inquisidor.
Le hablé primero de Teo Areces. Daba la casualidad de que en varias ocasiones habíamos hablado de sus peculiaridades.
—Jugué al fútbol con él. Era uno de los mejores del equipo, muy violento y arrogante. Vivíamos en el mismo barrio. Sus padres y los míos eran buenos amigos. Hace algún tiempo que no sé nada de él, pero por su idiosincrasia y la cercanía que otorga la vecindad, siempre me he interesado por el deambular de su vida.
—Lo imaginaba. Me tienes expectante. Continúa —me espetó.
—Le conocí cuando él tenía catorce años y yo diecisiete. Ambos jugábamos al fútbol en categorías diferentes. No recuerdo mucho más de aquella etapa de su vida, salvo que todo el mundo decía que tenía un gran porvenir como futbolista. Durante cuatro años, supe muy poco de su existencia. A la vuelta de ese tiempo, nuestras vidas volvieron a cruzarse de manera puntual. Por entonces, yo estudiaba en la universidad y él ganaba algún dinero como jugador de fútbol en equipos de tercera división. El deporte era el medio principal con el que se ganaba la vida. Aunque parezca contradictorio, también formaban parte de su rutina fumar cannabis en cualquiera de sus formatos y esnifar coca.
Creo que Teo me apreciaba. Quizá mi aura de intelectual por estar en la universidad y mi afición por la lectura me convertían en el tuerto en el país de los ciegos. Lo cierto es que compartí algún que otro canuto, alguna juerga y algún que otro debate acerca de la dificultad para encontrar trabajo, de cómo los empresarios explotaban a los trabajadores o sobre la ineptitud de los políticos corruptos que habitaban a lo largo de la geografía española, en todos los estratos de la Administración.
Una de las prioridades de Teo y algunos más de la pandilla, sin la enseñanza obligatoria cubierta, era saber las características de una variedad ingente de marihuanas. Sin embargo, hoy en día puedo asegurar que en pocas ocasiones he visto formular argumentos tan convincentes como los que escuché en aquellas tertulias cargadas del humo que desprenden los cigarrillos de la risa. Una cosa son las ideas, otra el corazón. Pero cuando uno debate con el corazón entregado en cada una de las palabras que dice, hasta las ideas más alocadas adquieren un sentido común difícil de rebatir.
—Así que ya sabes de dónde procede mi interés por los problemas que acucian a la sociedad —añadí con tono sarcástico.
—Te entiendo. La fascinación hacia tus antiguos camaradas nos va a ser de gran ayuda.
—¿De qué estás hablando? Me pides que te cuente lo que recuerdo de ellos y me sales con esto. Aquí hay gato encerrado. Dime de una vez lo que escondes.
Con tono burlón, volvió a la carga con una nueva pregunta sobre el otro viejo conocido. Mi compañera empezó a impacientarse. Contemplaba el horizonte de manera distraída y un educado asombro, sin poder ocultar la incomodidad que le suponía mi extensa conversación telefónica.
—Discúlpame. No puedo colgarle.
—¿Te queda mucho por hablar?
Negué con la cabeza. Le guiñé un ojo y le susurré que la compensaría. No dijo nada. Se acercó y me plantó un beso en la boca. No era el momento ni el lugar. Vio la ocasión y eso es algo que una mujer no desaprovecha nunca. Me encendí un cigarrillo y continué con la conversación telefónica, que empezaba a angustiarme por inoportuna.
—Tú también fuiste su profesor. En más de una ocasión hemos hablado de él y de las conductas disruptivas que generaba incesantemente. No sé qué podría decirte que desconozcas.
—Conmigo estuvo en la Educación Secundaria Obligatoria (ESO). Me gustaría conocer, si es posible, más detalles de su paso por primaria.
Qué extraño me resultaba todo. Dicen que la memoria mantiene fría la cabeza, porque le gusta jugar con los recuerdos. A mí me ardía por el esfuerzo de recordar lo que me pedía mi amigo.
—Abdel Samal nació en Tetuán trece años antes de que coincidiéramos. Repitió segundo curso, de ahí que tuviera un año más que la mayoría de sus compañeros. Con cuatro años viajó a España y se instaló en Córdoba con su madre. El padre llevaba aquí varios años trabajando en la hostelería, con el permiso de residencia en regla. En plena adolescencia, tener un año más que tu grupo de iguales es una gran ventaja. Abdel sabía aprovecharlo a las mil maravillas. Su poder de intimidación era considerable o, dicho de manera más coloquial, era un «matón». A pesar de todo, Abdel era un buen estudiante, sobre todo en matemáticas. Tenía un desarrollado pensamiento lógico-matemático. Recuerdo a sus padres muy interesados en todos los aspectos relacionados con su educación. Eran conscientes de la importancia que tienen las herramientas de una formación adecuada para que su hijo manejase bien los hilos de su vida en el futuro. Y eso es todo lo que recuerdo.
—Sigues teniendo una memoria prodigiosa —alegó sorprendido por la cantidad de información que le suministré.
—¿Qué hay detrás de todo esto?
—¿Si tuvieras que definir a Abdel cómo lo harías?
—El mejor combatiente del agravio, un número uno del enfado, un obrero tenaz capaz de construir un mundo nuevo a partir del fallido.
En aquellos años se podía vislumbrar la semilla incipiente de un delincuente común, incluso la de un fanático religioso y, al mismo tiempo, la de un buen matemático con un perfil idóneo para trabajar en un sinfín de empresas.
—Más que un maestro de primaria pareces un perfilador criminalista. Me has dejado de piedra —añadió Rafa.
Tan absorto estaba en la conversación que no me di cuenta de en qué momento mi compañera se fue a ojear los productos artesanales de los puestos instalados a pie de playa. El misterioso asunto de Rafa me iba a costar su amistad. Tenía que cortar sí o sí.
—Tenemos que dejarlo para otro momento.
—¿No tienes curiosidad por escuchar lo que sé de Abdel?
Claro que quería. Sobre todo, saber de qué trataba el argumento de la película. Pero también quería seguir disfrutando de la compañía y de la tarde soleada.
—Llámame esta noche. No puedo seguir hablando. Estoy acompañado y nos vamos a cenar.
No había mejor excusa. El mar, al fondo, susurraba su líquida canción.
—Mejor lo dejamos para cuando llegues a Córdoba. Suerte para esta noche.
Sabía que en tres días estaría de regreso. Nos despedimos y me fui en busca de la mujer que, en lugar de proporcionarme las claves de la felicidad, me hablaba de la cobardía ante el amor. Nada más llegar a su altura, me gastó una broma. Era buena señal. Estuvimos paseando entre bolsos, cuadros, pulseras y todo tipo de objetos que los mañosos artesanos fabricaban con esmero. El sol nos dejó sin su amparo y nos apeteció tomar una cerveza bajo la protección de una luna que menguaba.
—¿Has cerrado el acuerdo con la editorial? —pregunté.
—Si no hay contratiempos, estará en las librerías para finales de noviembre.
La felicité. Era una gran noticia. Llevaba más de dos años dándole forma a un libro de poemas que por fin vería la luz en los próximos meses. Los dos sabíamos del duro proceso de publicar un libro. Escribirlo tiene muchas similitudes con amar a alguien. La línea que separa el goce del dolor y la frustración entre letras es muy delgada. Por ese motivo, muchos escritores son seres frágiles y muy sensibles.
—¿Es la soledad la que empuja a escribir o los escritores son seres solitarios? —preguntó con tono taciturno.
Las palabras me llegaron a un ritmo lento. Respiré hondo. Me llevé su curiosidad al plano personal, aunque contesté de manera genérica. Era el ego tonto que nos puede a los que soñamos con ser reconocidos.
—Hay de todo. Auténticos misántropos y quienes no son capaces de pasar dos horas sin que les digan lo guapos que son.
—¿En qué grupo estás?
—En ninguno —respondí, desechando de inmediato mi absurda generalización.—Igual es que no tienes madera de escritor. —Permaneció unos instantes callada—. Es broma. Escribes muy bien —añadió a continuación.
La terraza nos permitía fumar sin necesidad de movernos. Ella es una poeta muy activa. Incluso en verano, cuando la actividad literaria reduce sus niveles de adrenalina, sigue con una frenética agenda de recitales. Mi caso es distinto. Durante el periodo estival necesito alejarme del mundo de las redes sociales y de los continuos saraos líricos.
Le agradecí su generoso comentario y le confesé mis planes para el verano.
—Empezaré a escribir la mejor novela del siglo XXI. —Le guiñe un ojo al tiempo que le sonreí—. Seguiré escribiendo y puliendo el libro de poesía social que me ronda la cabeza y, sobre todo, leeré muchísimo. Tengo un montón de lecturas atrasadas.—Me encantan tus propósitos. Envidio la fuerza de voluntad que tienen las personas como tú.
Nos recogimos cerca de las dos de la mañana. La ginebra puso la guinda a una velada de confesiones y de risas. Un abrazo fuerte y los deseos compartidos de disfrutar al máximo el verano nos alejaron hasta el inicio del curso siguiente.