Kitabı oku: «Periféricos», sayfa 4

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Desde la primera llamada de Rafa, cuando me habló de Teo y de Abdel, empecé a padecer algún tipo de trastorno del sueño. No hablo de insomnio. A ese lo conozco bien de otras épocas. Nunca he sido de las personas que tienen un sueño reparador. Incluso, en algunas ocasiones, mis allegados me recomendaron ir a la unidad del sueño para que me tratasen. Pero la alteración de esa última semana era distinta. Me acostaba y no había manera de dormir plácidamente. A veces eran sueños reales, otras imaginarios, los que me desvelaban. Cuando amanecía y se acercaba la hora de despertarme, sufría una especie de parálisis que me forzaba a seguir dormitando. Era un sueño que me obligaba a estar el resto del día como si estuviese bajo los efectos de la marihuana. Mi cuerpo no aguantaría mucho tiempo estar en la niebla de somnolencia continua.

Me levanté un día más con la frustración que acabo de describir. No pude esperar a que pasara el plazo que me dio para contestar. Le llamé a primera hora para darle mi respuesta afirmativa. Quedamos para el sábado siguiente. Mientras, debía pensar algún plan de aproximación. Lo que no imaginaba es que tanto él como el agente del CNI ya lo habían ideado.

De niño jugaba a ser un superhéroe. En mis sueños de adolescente, siempre conquistaba a la chica que todos deseaban o impartía justicia utilizando los enormes poderes que poseía. Ahora, cuando los sueños son más tenues por la irresponsabilidad perdida y los semidioses han sucumbido a los mercados, se me presentaba la posibilidad de ser un espía al estilo de Mark Felt, el famoso Garganta Profunda. ¿Cómo iba a rechazar semejante oportunidad?

En las inmediaciones del piso donde vive Rafa se encuentra la terraza del bar donde nos habíamos citado, un lugar tranquilo que permite que la conversación entre los integrantes de un velador quede en la intimidad. Cuando llegué, ambos estaban sentados tomando una cerveza.

—¿Cómo va todo? —pregunté a Luis.

Era una sensación singular. Lo había visto dos o tres veces en toda mi vida y la imagen que guardaba de él era la de un arquitecto diligente.

—Trabajando mucho en la sombra para hacer de este país un lugar seguro.

No tenía nada que ver con lo que expresaba, pero cuando escuché la palabra sombra me vino a la mente un comentario que oí entre dos conocidos escritores. Ambos coincidían en que no hay peor sombra para un autor que la de no despertar el mínimo interés entre los lectores.

—Estaba seguro de que te involucrarías —dijo Rafa con efusividad.

—Conoces mi faceta de detective —repliqué, con una especie de mueca por sonrisa mirando a Luis.

—¿Has pensado cómo acercarte a Teo sin levantar sospechas? —me preguntó Luis.

—Le he dado mil vueltas a la cabeza. Llegar hasta él no me resultaría complicado. Su hermano mayor y los amigos comunes siguen jugando al fútbol una o dos veces a la semana. Teo les sigue con frecuencia y, en muchas ocasiones, lleva a cabo la labor de entrenador. Podría unirme al grupo sin grandes dificultades. En ese tipo de reuniones siempre es bienvenido uno más. Además, todos ellos me aprecian bastante. Hasta ahí, bien; más allá, no tengo nada claro que pueda ayudar.

—No está mal para empezar —dejó caer Luis con el gesto del pulgar hacia arriba y guiñándome un ojo.

Respiré profundamente y le di un sorbo a la botella de cerveza. Intenté relajarme en la silla, a la espera de escuchar lo que me tenían preparado.

—¿Quieres uno?

Negué con la cabeza. No me apetecía fumar.

—Es solo una idea. Seguro que encontraremos más. Tenemos tiempo para seguir pensando en ellas —habló Rafa, con un tono más seco del mostrado hasta el momento.

Por el tono deshidratado que utilizó y el semblante serio de ambos, intuía que lo que me iban a plantear no podía ser un viaje al Caribe con los gastos pagados. En la mayoría de las ocasiones, los caminos difíciles son los únicos por donde se puede transitar. Tuve la sensación de que esa fatalidad iba a recaer con todo su peso sobre mis hombros.

—¿Qué te parecería echarte una novia prostituta? —me preguntó Rafa con gesto socarrón.

Le miré sorprendido. No daba pábulo a sus palabras. Soy de los que piensan en lo injusto de ciertas imágenes estigmatizadoras que existen en la sociedad alrededor de las mujeres que ejercen el oficio más antiguo del mundo. Mi formación y la experiencia de la vida acumulada me hacen relativizar y cuestionarme algunos de esos estereotipos. Pero de ahí a echarme una novia prostituta de manera organizada había mucho trecho por recorrer.

—Mientras no tengamos que traer niños a este mundo y no sea muy besucona, ¿por qué no? —contesté poniendo sobre la mesa toda la imaginación e ironía de las que disponía en aquel instante.

Ambos rieron, pero no tuve claro si de forma natural o fingida. La simpatía y el interés de algo concreto son dos cuestiones distintas.

—Ya posees cierta información acerca de la organización del mafioso Wagner Soto, del papel de Teo en la misma e incluso también de Aquiles.

—Cierto —respondí con un sutil hilillo de voz.

—Por la experiencia e información de la que disponemos, algunas de las chicas que trabajan en los clubs de alterne tratan de ligar o entablar amistad con determinados clientes. Casi nunca con intención de mantener una relación seria, pero sí con suficiente solidez como para que les brinde la oportunidad de conocer los alrededores del sórdido mundo que habitan. Lo ideal sería entablar amistad con alguna chica de las que tengan una deuda contraída con la organización. Son las más vigiladas, pero también las que más información pueden aportar —explicó Luis en un tono pausado y continuo, como quien ya ha repetido en más de una ocasión el mismo discurso.

—Lo que me proponéis es de novela policiaca. ¿Cómo es que no lo intentáis con alguno de vuestros agentes? Seguro que estarán mucho más capacitados que yo para resolver todas las situaciones en las que pudieran verse implicados —argumenté con el corazón agitado.

—Es cierto lo que deduces. En más de una ocasión hemos infiltrado a agentes con esa misma misión. Hacerlo a través de ti es porque la relación que te une a Teo y tu estado civil de soltero te sitúan en las mejores condiciones para no levantar ningún tipo de sospecha. Te investigarán, seguro, pero no podrán encontrar nada que te vincule con nosotros.

—Fui yo quien le di toda la información de tu actual situación a Luis. Imaginé que no te molestaría —irrumpió Rafa.

—En absoluto. No hay nada que esconder al respecto —refuté con seguridad.

En realidad, Rafa se limitó a confirmar el amplio y detallado informe que Luis le presentó sobre mí. Los colaboradores como nosotros, llamados periféricos, eran estudiados con minuciosidad antes de ser contactados.

—Lo podrás dejar siempre, en el momento que consideres oportuno. Además, si en alguna ocasión valoras que conseguir la información conlleva un riesgo alto para tu integridad, abandonas la idea y punto —alegó Luis en un intento de allanar mi decisión. Lo que tendrás que tener siempre presente es el pacto de confidencialidad —matizó.

—Comprendido.

—Parte de mi trabajo consiste en que no haya rastro del mismo.

Nadie me puso una pistola en el pecho para decidir. Era el anhelo de aventura, la incoherencia entre mis buenas intenciones y la ceguera propia de quien parece que percibe, sin ver un carajo delante de sus ojos, lo que me sumergiría en una apasionante aventura con todas sus consecuencias.

Cuando conjugué el verbo aceptar en primera persona de presente de indicativo, asintiendo con la cabeza al mismo tiempo, empecé a tener una ligera consciencia del laberinto donde me metía.

Luis me explicó, con todo lujo de detalles, algunas pautas de conducta necesarias para no generar ningún tipo de desconfianza. En adelante, intentaríamos citarnos lo menos posible. La comunicación entre Rafa y yo debía seguir como siempre: éramos amigos y no había nada que ocultar. Sin embargo, con él solo nos comunicaríamos a través de un teléfono móvil que recibiría en mi casa. Debía utilizarlo desde lugares públicos muy frecuentados para dificultar posibles escuchas, a pesar de estar encriptado. No había fecha de caducidad y, por lo tanto, las prisas no eran buenas consejeras. Así, un sinfín de precauciones más que tener presentes en todo momento.

—¿Me harías los planos de una buhardilla que tengo en mente?

Quizá fuese una pregunta imprudente, pero sentía curiosidad por la manera en la que manejaba su tapadera. Hay personas indiscretas por lo que afirman y otras por lo que preguntan. Sin duda, yo pertenecía a este último grupo.

—Te advierto que soy caro, pero cuando quieras nos ponemos manos a la obra.

—No conozco a nadie tan efectivo como él aparentando normalidad —añadió Rafa para dejar claro que él se sorprendió tanto como yo al conocer la faceta de espía de su cuñado.

Luis mostraba ser una persona de grandes recursos. Respondía con seguridad y rapidez. Sabía cómo arrancar una sonrisa en los momentos delicados. Me fui convencido de poder confiar en él.

Aunque resulte difícil de creer, ejercía de arquitecto. No me refiero a estar colegiado y a los demás requisitos burocráticos lógicos para ocultar su principal ocupación, sino a elaborar planos y dirigir obras civiles. No mintió cuando dijo que era caro. Era su manera de echar atrás a la mayor parte de clientes que se interesaban por sus servicios. Me sorprendió sobremanera que hubiese podido ocultar a su mujer durante diez años su actividad con el CNI.

—Lo tendré en cuenta.

Estaba más claro que el agua. No era ningún juego de niños, pero como humano e irresponsable ya sentía la melancolía de lo imposible.

Estuvimos reunidos cerca de tres horas. Días más tarde, percibí con claridad la maestría del plan que trazaron para enrolarme en su contienda. Su objetivo fue hacerme comprender que para darse cuenta de que se ha cometido un error hay que cruzar una línea que ya no puede descruzarse con facilidad. Lo más rocambolesco de la cuestión es que aseguraban una salida sin daños.

—¿Eres de los que piensan como Donald Trump? ⎯dejó caer Luis cuando nos marchábamos.

No supe intuir por dónde iba su comentario. Lo miré, perplejo, y contesté:

—Lo dudo. ¿Por qué lo dices?

—Al parecer, le gustan los traseros jóvenes y bonitos.

Reímos con simpatía, a pesar de la carga machista del comentario. Siempre hay una cuota de banalidad en la adversidad.

Regresé a casa con la tarea de organizar mi propio plan de actuación. No me hizo falta mucho tiempo para diseñar la estrategia. El presente absorbe la inquietud de lo inmediato. Una visita al Romeo y Julieta y pasarme por la plaza Cañero, donde solían reunirse los amigos de Teo, con la intención de ser el fichaje estelar para los campeonatos que se organizan en verano, eran los planes más inmediatos. También me rondaba la idea de visitar a Ahmed Oubalhi, un amigo marroquí relacionado con la poesía que había hecho a través de Facebook. Ahmed gestionaba un espacio parecido al de Kadar Adsuar en un pueblo cercano a Córdoba y tal vez pudiera aportarme información de interés. A partir de ahí, ya lo iría dilucidando.

En verano, a diferencia de los cordobeses que huyen despavoridos hacia lugares más frescos donde mitigar las altas temperaturas, sobrevivo a base de aire acondicionado y de ducharme varias veces al día. Al sureste de Córdoba se encuentra Cañero, un lugar tranquilo, de casitas adosadas, con centenares de naranjos repartidos por sus calles. Así, cuando en primavera florecen los naranjos, el color blanco del azahar y su maravilloso aroma hacen de él una zona pintoresca como pocas hay en la ciudad. Allí tengo mi morada, al menos la parte que me corresponde por llevar nueve años pagando una hipoteca de treinta.


Al llegar a mi casa no tenía muchas ganas de cenar. Me preparé una ensalada. De postre, un trozo de chocolate para finalizar con sabor dulce.

La noche anterior terminé de leer la absorbente novela que adquirí días atrás, así que decidí acostarme y dejar que Haruki Murakami me llevara en volandas a una realidad con grandes similitudes a su 1Q84, por extraño que parezca.

8

Aunque desayuno fuera de casa y disfruto de los suplementos dominicales de los periódicos, no me gustan los domingos. En vacaciones, todo es diferente. Suelo hacer las cosas mucho más relajado. La nostalgia está más presente. Melancolía e inmovilismo van unidos de la mano.

Ese domingo transcurrió sin sobresalto alguno. Pero la noche iba a ser distinta. El cortejo a mi Julieta se presentaba cargado de emociones.

Cené copiosamente con la intención de crear una base sólida para prevenir los efectos adversos del alcohol. «Hombre precavido vale por dos», solía repetir mi abuela. Adopté un look más juvenil del que me correspondía. Si tenía que ligar, mejor cuanto más joven pudiera parecer. Me puse unos vaqueros claros y una camiseta blanca de las que se ajustan al talle, sin darme cuenta de que el volumen de mi barriga arremetía contra el elástico de la prenda dejándose ver más de lo que me hubiese agradado. Es lo que tiene dejar de lado el sueño de ser olímpico. Zapatillas de deporte y un peinado con cresta, más colonia de la habitual y doscientos euros en la cartera para posibles eventualidades. O conseguía mi propósito o tendría que suspender el viaje de vacaciones que tenía previsto. El placer del sexo profesional está muy bien para acaudalados Romeos, pero para despistados soñadores como yo podía llegar a ser tan letal como la heroína en la década de los ochenta.

Era aproximadamente la una de la madrugada. La temperatura seguía siendo alta. Aparqué el coche en la calle paralela a donde se encontraba el night club y me dirigí andando hacia la puerta principal. Dos tipos trajeados muy altos y el doble de anchos que yo la flanqueaban.

—Buenas noches —saludé al pasar a su altura.

Los dos respondieron con amabilidad al unísono. Uno de ellos era español, aunque no llegué a reconocer la zona de la que pudiera proceder su deje. El otro, de algún país del este; su acento le delataba. Entre ellos y la parte interior del local había un pasaje cubierto por un techo de metacrilato en forma de u invertida. Al final de este se encontraba la puerta de acceso de doble hoja, que se abría empujando el soporte que cada una tenía colocado en el centro de la misma. Estaba a treinta centímetros de la puerta. Alargué mis brazos para abrirla con las manos y me dejé llevar escrutando todo lo que estaba delante de mí.

Me sentí nervioso y con sensación de claustrofobia. Un espacio cerrado, rectangular, no muy grande y con poca luz. La barra estaba ubicada en el lado opuesto al de la puerta de entrada, hacia la parte derecha. En ella había dos tipos con pantalones negros, camisas blancas de manga larga y pajaritas, bastante menos corpulentos que los de admisión. Estaba claro que los requerimientos para sus funciones eran diferentes. En el centro del local, cuatro jaulas en alto sobre unos soportes metálicos formaban los vértices de un cuadrado en cuyo centro había una pole dance plateada que iba desde el suelo al techo. Taburetes altos repartidos por la barra, algún sofá y sillones que parecían bastante cómodos en el lateral opuesto al del mostrador del bar. Los servicios se encontraban en el lateral izquierdo, cerca de la puerta de entrada. En el lateral derecho, una puerta donde se podía leer: «Privado». Al menos veinte chicas vestidas muy sexis, con corsés, lencería provocativa, shorts, falditas cortas, vestidos seductores y hasta picardías estaban repartidas por todos los rincones. Solo cuatro clientes más. Crisis y domingo de madrugada no eran los condimentos ideales para el negocio. Sin embargo, para mis intereses podía ser la ocasión propicia. Como si fuese el Capitán América, me adentré en dirección a la barra del bar. Un cubata rápido facilitaría el discurso de un Romeo bisoño como yo.

—¿Su primera visita? —preguntó el más alto de los camareros mientras me servía la copa.

—Así es. ¿Se nota mucho?

—No se preocupe. Aquí todas las chicas son amables y muy serviciales.

Aún con la sonrisa tonta de pardillo y el cubata en la mano, por el flanco derecho se me acercó una chica mulata, entradita en carnes, de labios gruesos y mejillas voluminosas. Llevaba botas altas de tacón, short tremendamente ajustado y un sujetador al que le costaba hacer su trabajo.

—Es la primera vez que te veo, papito —me dijo al tiempo que ponía su mano en mi entrepierna.

Sentí una especie de escalofrío y noté cómo mi miembro iba cogiendo turgencia. El sexo humano no es más que una febril negociación comercial entre dos criaturas de familia distinta.

—Sí, pero si llego a saber que tú estás aquí hubiese venido antes —dejé caer en un alarde de casanova bobo.

Era una de las chicas que menos me atraía del lugar, pero el ingenio de mi ego estaba dispuesto a tenderme una trampa tras otra. En el único sitio del universo donde no hace falta ser locuaz para atraer a una chica, estaba yo con mi verborrea cándida en un alarde de ingenuidad. A mamita, curtida en esas lindes, no le costó trabajo alguno mantenerse a mi lado y sacar todo aquello que iba buscando. Tomamos dos cubatas cada uno, nos metimos mano y nos contamos historias de las que provocan insomnio. No supe negarme a su insistente persuasión, a pesar de que pronto me di cuenta de que no podía ser la chica que andaba buscando. Subimos a la segunda planta como unos recién casados que llevan treinta años de novios, con la fantasía que genera la situación y con el convencimiento de que parte del deseo se ha quedado en el recorrido. Lo pasé muy bien. Cuando Dulce, propicio nombre para una cubana, se puso a la faena y desplegó todos sus encantos, demostró una gran profesionalidad. Entre las bebidas y el amor corsario me gasté cien euros que no sirvieron para la cruzada emprendida.

9

Tendría que esperar un tiempo antes de regresar al Romeo y Julieta para no levantar sospechas. Tenía intacto el ímpetu, a pesar de mi pequeña derrota. Con el tiempo he aprendido a mantener las ilusiones por mucha desesperanza que crezca a mi lado. Tocaba trazar el plan de acercamiento a Teo a través de la pandilla de amigos. Ahí todo sería diferente. Me conocían y estimaban. No habría problemas, al menos en la fase inicial de aproximación.

La explosión de la burbuja inmobiliaria y la ruina del sector joyero en Córdoba dejaron un panorama desolador entre los antiguos camaradas de la plazuela Cañero. El paro continuado de las personas provoca la sensación de haber entrado por la puerta equivocada y salir por otra donde te regalan un collar de tristeza. En esas situaciones, no hay nada como reunirse entre amigos para paliar sus efectos.

A pesar de la calima que al mediodía golpea con dureza la ciudad en esas fechas, solían reunirse en algún banco de la plaza, bajo el refugio que da la sombra de las palmeras. De mi casa al lugar de las reuniones hay dos minutos andando. Conforme me acercaba, pude ver con más claridad a alguno de los miembros allí presentes.

—Buenas tardes, chicos. No sé cómo no os derretís —saludé al grupo.

—¡Joder, cuánto tiempo sin saber de ti! Te vendes caro, colega —expuso mi amigo José Luis, al tiempo que se levantaba para darme un abrazo.

—¿Sigues por Málaga? —preguntó el Canijo, apodo de otro de los viejos camaradas.

—Pídete unas birras para tus compañeros de equipo —me espetó Lorenzo, hermano de Teo y uno de los capitanes del equipo de fútbol siete.

—Pero si del equipo solo estás tú, canalla —le contesté.

—Así te saldrá barato, profe —replicó, al tiempo que sonreía para toda la comunidad allí reunida.

Había nuevos miembros en el clan a los que no conocía. Eran más jóvenes y descarados. Dirigiéndome a ellos, pregunté:

—¿Alguien quiere beber algo?

—Una birra —dijo Lorenzo.

—¡Otra, si puede ser! —exclamó uno de los jóvenes atrevidos que veía por primera vez.

Con un guiño y un gesto de asentimiento con la cabeza, giré y me dirigí al bar. Pasé un rato agradable. Charlamos con ira de la corrupción política reinante, para todos causa principal de la trágica situación que atravesaba el país y, en particular, de la de muchos de ellos. No dejamos títere con cabeza. A Lorenzo le hice saber que contara conmigo para el campeonato que unos días más tarde iban a jugar. Sin necesidad de preguntarle, él mismo me informó sobre Teo. Dejó entrever algún trapicheo oscuro. Le resultaba rara la cantidad de pasta manejada por su hermano para ser el simple encargado de un night club. Suponía que su novia marroquí desconocía quién era en realidad la persona de la que se había enamorado. Su lesión de rodilla le impedía jugar al fútbol, pero en ocasiones se acercaba a verlos y recordar viejos tiempos. En definitiva, nada que no supiese. Pero el paso estaba dado. Era cuestión de tiempo. Lo vería en alguno de los partidos del campeonato o en alguna de las asambleas que se montan alrededor de la plaza, como en la película Los lunes al sol.

Durante esa semana me dejé ver por las reuniones con la intención de seguir indagando sobre Teo y con la esperanza de que un día se presentara allí. No hubo suerte. No obstante, constaté que el sentir general del grupo sobre él era que se había adentrado en un terreno de minas, sin posibilidad de dar marcha atrás y esquivarlas.

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