Kitabı oku: «La democracia es posible», sayfa 2

Yazı tipi:

Democracia y sorteo

Solemos pensar que políticamente no hay muchas alternativas a lo que tenemos hoy. Estamos tan acostumbrados a entender la democracia solo mediante los partidos que cualquier otra alternativa suena fantasiosa. Incluso la llegada de los populismos o los profesionales a la política tiene lugar de la mano de los partidos. Por eso, quizá, banalizamos tanto la política, como si nos pareciera que diera igual lo que dijéramos de ella porque no se puede cambiar, a pesar de lo aburridos que estemos. Sin embargo, esto no se corresponde con la reciente historia política, al menos, en Europa. Si es cierto que siempre nos han contado que la democracia era lo que hacían los partidos, y que sin estos no tendríamos democracia, resulta extraño descubrir que en realidad no fue así casi nunca. Más bien al contrario. La democracia surgió hace unos 2.500 años, entre otras cosas, para evitar que la política quedara en manos de grupos y facciones enfrentadas, como los partidos. A partir de aquí, la democracia, como nos podemos imaginar, no tiene mucho que ver con lo que nos han contado o, al menos, es posible entenderla de otra manera.

Pensemos en lo que significa la política para desbrozar lo que la democracia ha sido siempre en la historia política. Según la RAE, es la actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos. O sea, que mediante la política alguien o algunas personas establecen la forma mediante la cual un conjunto de personas convive. Uno de los problemas mayores de la política, por supuesto, es quiénes se encargarán de esa actividad. La historia está llena de cruentas batallas por hacerse con sus riendas, porque ha sido siempre, y lo sigue siendo ahora, una actividad que determina muchas cosas en la convivencia (quién y cómo se pagan impuestos; qué es legal y qué no es legal; etc.) y, por tanto, la política ofrece poder, para discriminar, a quien se hace cargo de ella. Pues desde el principio de los tiempos en la civilización occidental, es decir, desde que los griegos empezaran a hablar de política hace 2.500 años y les siguieran después los romanos, se distinguieron siempre tres formas distintas de ejercer esa actividad, todas ellas diferenciadas según quién ostentaba el control de la actividad política. La primera era la monarquía, cuando la actividad era monopolizada por una persona. La segunda era la aristocracia, cuando se elegía entre pocos candidatos las personas más adecuadas para ejercer la política. La tercera era la democracia, que significaba que la política la realizaba el conjunto de la población, lo que implicaba no ya que todas las personas gobernaran a la vez, sino que cualquiera podía hacerlo5.

Decir que hoy no vivimos en democracia, siguiendo la lógica de ese esquema, es un asunto muy peliagudo, pero incluso aquellos que inventaron el diseño institucional que ahora tenemos (elecciones periódicas para elegir a los gobernantes) rechazaban el apelativo «democracia» para su invento. Fue en la Revolución francesa (1789) y estadounidense (1776) del siglo XVIII. Los revolucionarios solían calificar el nuevo régimen político como república, lo que solo posteriormente acabó llamándose democracia representativa. Según el historiador francés Rosanvallon6, la propia palabra «democracia» no fue de uso habitual en los manuales, la prensa, las cartas personales entre los intelectuales o en los discursos políticos hasta otra revolución que tuvo lugar en 1848 en Francia, más de sesenta años después. En sus disputas sobre quiénes deberían encargarse de la actividad política, los revolucionarios de 1789 en Francia y 1776 en Estados Unidos siempre apostaron por un régimen político de naturaleza aristocrática, es decir, que los gobernantes fueran elegidos entre los más capaces mediante un sufragio censitario, que solo daba derecho a votar a una minoría masculina y propietaria. El sufragio universal no llegaría hasta 1848 en Francia, y solo paulatinamente se fue extendiendo al resto de los países. Y es ahí cuando se extiende el sufragio a toda la población, primero masculina, y mucho después, la femenina, cuando los partidos políticos tal como los conocemos adquieren su protagonismo en el escenario político. Podríamos decir que es ahí cuando empieza a hablarse de lo que llamamos ahora democracia representativa.

La referencia que hacemos a la historia es intencionadamente esquemática, porque no pretendemos plantear con ella un debate sobre lo que debería ser la democracia, sino comprender mejor dónde estamos ahora y qué alternativas podríamos imaginar para mejorarla. Porque para hablar hoy de democracia, bajo la exclusiva participación de los partidos, se ha erradicado de la vieja ecuación política el sentido aristocrático que las elecciones han tenido siempre en la historia, porque la «elección» ha sido siempre el procedimiento característico de los gobiernos que fundamentaban la tarea política en un ejercicio basado en el conocimiento y la capacitación de unos pocos. Si hoy decimos que lo que tenemos es democracia es porque hemos asumido que tanto las elecciones, como la necesidad de que la política sea ejercida por personas competentes, son rasgos inherentes a ella. Y el caso es que no siempre fue así. ¿Cómo ha ocurrido ese salto?

La decisión por la que las revoluciones francesa y estadounidense en el siglo XVIII, en las que se luchaba por liberarse de las cadenas de los opresores, no apostaron por la democracia (por sorteo) es aún tema de debate entre los académicos. Pero no es hasta hace muy poco (mediados de la década de 1990) cuando se empezó a discutir sobre esta cuestión de forma abierta, gracias a la fama que ganó un libro escrito por un profesor francés, Bernard Manin, que tenía por título Los orígenes de la democracia representativa7. Allí lo que el autor nos enseñaba era la compleja urdimbre que prosiguió a las revoluciones en su deseo por ofrecer un sistema político alternativo a las monarquías calificadas como despóticas, haciendo un equilibrio entre la eficiencia y un sistema que tenía que gobernar para todos (democracia). Rechazado el sistema que había, en ningún caso se podía abrazar un gobierno que no implicara a la población en general. Ambas revoluciones, al fin y al cabo, se hicieron con el objeto de acabar con las injusticias que cometían aquellas monarquías sobre la población. La democracia parecería corresponder mejor que ningún otro sistema político a esas intenciones. Sin embargo, para la mayoría de las y los revolucionarios esto no era viable hacerlo con los procedimientos característicos de la democracia (como el sorteo), porque: 1) pensaban que se necesitaba conocimiento y experiencia para ejercer una actividad compleja (la eficiencia política); 2) porque los nuevos gobiernos regirían un territorio amplísimo (los nacientes estados nacionales), lo que dificultaría extraordinariamente la gestión; y 3) porque los gobernados serían una multitud enorme, difícil de articular en una supuesta democracia.

La democracia (mediante el sorteo), ciertamente, solo había tenido lugar hasta entonces en territorios pequeños, ciudades básicamente, lo que ha sido constantemente tomado como justificación de la imposibilidad de una democracia, digamos, plena en los estados-nación. Para muchas investigaciones es por esto por lo que se suele hablar de la democracia representativa como la segunda mejor opción posible, después de la democracia clásica que se hacía mediante el sorteo8. Los argumentos que suelen apoyar el procedimiento representativo en la democracia giran alrededor de dos elementos. El primero tiene que ver con un fundamento epistemológico sobre la ciudadanía en general («no está preparada»). El segundo tiene que ver con problemas en su mayoría técnicos («imposibilidad de gestionar grandes territorios y grandes poblaciones con una democracia plena»). En los siguientes capítulos queremos ofrecer respuestas razonables a estos argumentos porque si podían ser fundamentos irrefutables hace dos siglos, hoy no lo son tanto. La sociedad del siglo XXI tiene poco que ver con aquella que dio luz a las revoluciones liberales en el siglo XVIII. Los avances tecnológicos, por ejemplo, nos sitúan en un escenario muy diferente, en el que no parece ya tan inverosímil una gestión política más democrática en grandes territorios. Como veremos, el impulso de las experiencias de sorteo cívico en el mundo durante los últimos quince años se han dirigido específicamente a problematizar esta cuestión con propuestas tendentes a racionalizar una gestión política basada en el sorteo en sociedades plurales, heterogéneas y de grandes dimensiones. Por otro lado, se puede cuestionar el hecho por el que se piensa que la ciudadanía no está preparada. No solo es que el perfil y preparación de la ciudadanía en general sea muy diferente hoy día al que tenía hace dos siglos, lo que de por sí podría ayudar a la verosimilitud de un argumento más democrático en el sistema político, sino que se puede fundamentar con buenas razones la eficacia política que implica la participación de la ciudadanía corriente y no especializada en los asuntos públicos.

El punto de partida: ¿por qué hablamos de sorteo?

Si hoy hablamos de sorteo (cívico) es, sobre todo, porque las experiencias de sorteo se han multiplicado en el mundo en estos últimos años tratando de dar una respuesta política razonable al descenso dramático de la confianza política por parte de la ciudadanía en muchos países del mundo. Al hilo de ese descenso dramático, hemos experimentado un incremento notable de la protesta social que ha tenido como objeto de crítica un sistema político percibido como poco democrático e injusto para muchas personas (el 15M en España, por ejemplo). Poco a poco ha ido creciendo la voz de una ciudadanía anónima que ya no acepta cualquier solución política. Esta puede cuestionar las decisiones adoptadas y tiene capacidad para informarse individualmente de lo que se ofrece y de las alternativas posibles. Un dato ilustrativo de esta situación lo encontramos en España: al tiempo que incrementaba de forma transversal la desconfianza hacia las instituciones políticas desde el año 2008 hasta el 2015, aumentaba el interés político de la gente, las conversaciones políticas informales entre amigos o familiares y el sentido de la eficacia política individual, es decir, el hecho por el cual cada vez más personas se sienten competentes para tener una voz y acción relevante en la esfera política9. Sin embargo, el resultado de este proceso social ha sido hasta cierto punto distinto del esperado. No ha habido una mayor democratización del Parlamento en términos de debate, no ha habido un mayor ejercicio de transparencia y diálogo entre los partidos, ni tan siquiera un mayor ejercicio de implicación ciudadana en los debates políticos «institucionales», sino un incremento de la fragmentación política mediante la inclusión en el Parlamento de más opciones políticas (desde Vox a Podemos). Uno de los efectos más tangibles de esta fragmentación ha sido el incremento de la polarización política. Muchas investigaciones contemporáneas subrayan la percepción que tiene la gente sobre la fragilidad del hilo que une las decisiones administrativas y la vida de la ciudadanía, lo que ha reforzado soluciones maximalistas o ancladas en posiciones de fuerza al margen de argumentos razonables. El resultado es un desgaste de las instituciones representativas. Las vías de comunicación entre partidos que gobiernan y ciudadanía están diseñadas para evitar el contacto, salvo en el ejercicio del voto cada cierto tiempo y, por supuesto, a través de la protesta social. Muchas de las investigaciones que han trabajado sobre el sorteo giran alrededor de esta «fatiga democrática» para reflexionar hasta qué punto las instituciones políticas actuales pueden dar una solución pragmática a este entuerto10.

El sorteo se ha expandido en el mundo recientemente como parte de la solución a este problema. Ofrece un procedimiento sencillo basado en dos elementos: el sorteo y la deliberación de un problema a partir de información proveniente de fuentes diversas. Dado que nunca antes habíamos tenido tanta información científica a nuestra disposición y tantos colectivos ciudadanos organizados en torno a temáticas concretas, la recuperación hoy del sorteo pretende hacer converger la reflexión serena de una porción aleatoria de la ciudadanía con la información cualificada y diversa de especialistas sobre la temática que se esté abordando. En este sentido, la mayoría de las veces el sorteo hoy día no se presenta como un procedimiento que reemplace el sistema político contemporáneo, sino que se organiza con el fin de implicar directamente a la ciudadanía en la toma de decisiones políticas relevantes para la comunidad. Ciertamente, la organización de procesos basados en la selección aleatoria de la ciudadanía implica muchas más cosas, pues trae de suyo una manera diferente de organizarnos políticamente. Por tanto, sería posible, como ya hacen algunas investigaciones, pensar un sistema alternativo basado en el uso del sorteo, como ocurría en la Grecia clásica11. Pero es cierto que la vuelta del sorteo al debate político tiene que ver mucho con esa banalidad que poco a poco contamina la política hoy día y que ha generado un grado elevado de incertidumbre sobre el futuro político. Si pretendemos reforzar la democracia, las tendencias populistas y tecnocráticas son una amenaza. La puesta en marcha de una organización basada sobre el sorteo plantea una alternativa en la dirección opuesta, con el firme propósito de transformar los sistemas políticos abriéndose a la ciudadanía. De alguna manera, podemos pensar que la expansión que experimenta el sorteo en el mundo se debe a que muchas personas se han tomado en serio el desafío político por el que transitamos.

De hecho, este desafío no solo se ciñe a la esfera de las instituciones políticas, sino que se expande también a otros ámbitos. Prueba de ello, una experiencia de seis años, desde 2014, en varias escuelas de Bolivia, en las cuales los consejos escolares se crean por sorteo, a partir de alumnado voluntario12. También en la esfera cultural, con un experimento que se hizo en el marco de la capitalidad cultural europea de Donostia-San Sebastián en 2016, durante la cual comités ciudadanos elegidos por sorteo (bajo el nombre de Ardora) fueron encargados de seleccionar los 132 proyectos del programa Olas de Energía (una línea de subvención de 483.840 euros abierta a iniciativas culturales diseñadas y producidas por la propia ciudadanía)13. Igualmente, en el ámbito académico, algunas voces proponen sustituir los comités de evaluación de los proyectos de investigación por procedimientos con sorteo14. O incluso seleccionar las y los jueces que forman parte de los Tribunales Constitucionales mediante el sorteo en lugar de ser elegidos por los partidos políticos15.

El sorteo, como es obvio, concita anhelos y rechazos que intentaremos desgranar a lo largo de estas páginas. A grandes rasgos, la experiencia basada en el sorteo, tal y como se practica en la actualidad, es un procedimiento mediante el cual se selecciona un grupo de personas aleatoriamente con el objetivo de debatir un problema concreto o una pregunta sobre posibles futuros y ofrecer después medidas políticas orientadas a solucionar ese problema. El principio que rige este mecanismo es que cualquier persona tiene igual oportunidad de ser seleccionada, que es donde reside también la legitimidad política del proceso. La pregunta que intenta responder este tipo de experiencias podría formularse como sigue: ¿cómo trataría la gente un problema si tuviera tiempo y recursos para aprender y deliberar acerca del mismo con el fin de tomar una decisión informada? Todos los procesos que englobamos bajo el sorteo se distinguen por estas tres características: 1) la selección de los participantes mediante el sorteo; 2) la realización de un debate informado con expertos; y 3) un proceso de toma de decisiones que habitualmente tiene que alcanzar una mayoría amplia entre los participantes.

En las siguientes páginas vamos a tratar de ofrecer las razones por las cuales pensamos que el sorteo y el debate público que se asocia con él puede alumbrar nuevas formas de asignar las responsabilidades de quienes se encargan de regir los asuntos colectivos, siendo una opción tan eficiente como democrática. El sorteo es un procedimiento muy antiguo que se utilizó hasta las revoluciones del siglo XVIII. No era solo un procedimiento de la democracia griega, pues durante la Edad Media, por ejemplo, algunos monarcas empleaban el sorteo para designar los gobernantes en los municipios y evitar así las guerras que se sucedían por alcanzar el poder, lo que ocurría a menudo en el territorio de la Corona de Aragón y algo menos en el de la Corona de Castilla. Los ejemplos emblemáticos del uso del sorteo en esa época son de todas maneras las ciudades italianas renacentistas, como Venecia, que empleó el sorteo para designar al jefe de la república durante 500 años16.

Sin embargo, hoy día hablar del sorteo no tiene que ver con los mundos pretéritos, bien sea la antigua Grecia o la Edad Media. Lo que queremos contar es que en el contexto actual, en el que se cuestiona más que nunca la política ligada a los partidos, en el que la ciudadanía tiene muy poca confianza en lo que hacen los y las representantes políticas y en el que se reclama una eficacia política que solucione los problemas de la convivencia, el sorteo cívico es una opción a la altura de nuestro tiempo.

1Simon Tormey y Ramón A. Feenstra, «Reinventing the political party in Spain: the case of 15M and the Spanish mobilisations», Policy Studies, 36:6, 2015, págs. 590-606.

2 https://www.elmundo.es/economia/empresas/2018/10/29/5bd74b35268e3e15508b45d4.html

3Antonio Costa Pinto, Maurizio Cotta y Pedro Tavares de Almeida (eds.), Technocratic Ministers and Political Leadership in European Democracies, Palgrave Macmillan, 2018.

4Peter Mair, Gobernando el vacío: la banalización de la democracia occidental, Madrid: Alianza Editorial, 2015.

5Josiah Ober, «The Original Meaning of ‘Democracy’: Capacity to Do Things, Not Majority Rule», Princeton/Stanford Working Papers in Classics Paper No. 090704, 2007.

6Pierre Rosanvallon, «L’histoire du mot démocratie à l’époque moderne», La pensée politique, vol.1: Situations de la démocratie, Paris: Gallimard/Le Seuil, 1993.

7Bernard Manin, Los orígenes de la democracia representativa, Madrid: Alianza Editorial, 1995.

8Adam Przeworski, Democracy and the Limits of Self-Government, NY: Cambridge University Press, 2010.

9Ernesto Ganuza y Joan Font, ¿Por qué la gente odia la política?, Madrid: Catarata (cap. 1), 2018.

10David Van Reybrouck, Contra las elecciones: cómo salvar la democracia, Madrid: Taurus, 2017.

11Terril G. Bouricius, «Democracy Through Multi-Body Sortition: Athenian Lessons for the Modern Day», Journal of Public Deliberation: Vol. 9: Iss. 1, Article 11, 2013.

12Más detalle en: https://democraciaenpractica.org/

13Aquí un vídeo explicativo: https://www.youtube.com/watch?v=hZ-zHJo-IDs&feature=emb_logo

14Gérard Mauger, «A favor del uso del sorteo en las instancias de evaluación científica», Daimon Revista Internacional de Filosofía, (72), 2017, págs. 117-124.

15Gerhard Sonner, «Give Chance a Chance: An Alternative Process for Selecting U.S. Supreme Court Justices», en Alternatives: Global, Local, Political, 2020 (https://doi.org/10.1177/0304375419901220)

16Yves Sintomer, Petite histoire de l’expérimentation démocratique, París: La Découverte, 2011.

2
Cómo el sorteo (y la deliberación) puede(n) organizar la política

Hablar de sorteo y deliberación implica pensar la política desde un procedimiento democrático. El sorteo en sí mismo no resuelve nada, sino que es un medio por el que una sociedad decide elegir a las personas que tendrán la responsabilidad de regir los asuntos públicos. Y lo hace desde un punto de vista imparcial, no tiene en cuenta ni los méritos de los candidatos, ni las trayectorias de los y las elegibles. Rompe, en este sentido, con nuestra tradición política basada en el desarrollo de las carreras políticas en los partidos o en los méritos ganados por una u otra persona en el campo profesional. El valor político que el sorteo ha tenido siempre reside en esa forma de organizar la política según la cual cualquier persona puede ser elegida. Desde este punto de vista, el sorteo plantea una reorganización del poder, lo distribuye entre la ciudadanía y lo desconcentra. Más allá de cómo pensemos que se puede llevar a cabo, lo que veremos en los capítulos finales del libro, esa desconcentración del poder trae consigo una manera diferente de organizarnos políticamente, introduciendo también en el centro de la política un proceso deliberativo mediante el cual las personas pueden dialogar intensamente sobre los problemas políticos, entre ellas y con las personas expertas sobre la cuestión tratada. Y es precisamente esta forma de organizarse lo que deberíamos pensar para valorar en qué medida el sorteo ofrece una alternativa viable.

En este capítulo vamos a ofrecer las razones por las que pensamos que el sorteo y la deliberación implican una organización del poder que merece la pena considerando varios de los elementos que son cardinales para entender la política hoy día. Primero, la división de tareas sobre la que la democracia representativa ha erigido su funcionamiento, aislando al conjunto de la sociedad de las tareas políticas. En segundo lugar, veremos el peculiar modo que la deliberación tiene de plantear la política, más centrada en la resolución de los problemas; la lucha ideológica deja de ser un vector de organización política para insertarse en el debate público. En tercer lugar, veremos hasta qué punto el sorteo y la deliberación pueden ayudar a establecer un marco de debate público que allane la polarización política. Por último, mencionaremos la peculiar respuesta del sorteo ante los problemas de corrupción política.