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POLÍTICA, RELIGIÓN Y LAICIDAD

Política y religión en la 4T. Cooperación iglesia(s)-Estado. Consecuencias en las políticas sociales

Mariana G. Molina Fuentes*

La llegada de la Cuarta Transformación generó profundas expectativas en buena parte de la población mexicana. También conocida con el apelativo de 4T, la actual administración gubernamental se ha dado a conocer con ese nombre porque se concibe a sí misma como un parteaguas en el desarrollo del sistema político nacional. Y es que la decisión de identificarse como la 4T no es ninguna casualidad; discursivamente, apunta a su comparación con tres procesos históricos que, en definitiva, cambiaron el curso de nuestro país: la Independencia, la Guerra de Reforma, y la Revolución mexicana (Milenio Digital, 2018).

A la cabeza de este proyecto se ubica Andrés Manuel López Obrador. Con una amplia trayectoria política, en la que se incluye su gestión como jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal (2000-2005), el ahora presidente de la república participó como candidato a ese cargo en 2006 y 20121 (Bedoya y Colín, 2016). Más allá de los resultados en ambas contiendas, lo cierto es que López Obrador se erigió como un referente de la oposición a los partidos en el poder. Prueba de ello es el apoyo popular que le llevó a fundar el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), un partido político que escindió a la izquierda y que, sin duda, se benefició de su carisma (Ruiz, 2019).

Las elecciones de 2018 significaron una victoria indiscutible y arrasadora para Morena.2 Además, en ellas se presentaron hechos sin precedentes: nunca se había visto una diferencia tan amplia entre los votos obtenidos por el presidente electo y el candidato que le sigue, y la participación en las elecciones fue la más extendida desde la fundación del Instituto Federal Electoral3 (García y Jiménez, 2018).

Pero al margen del liderazgo asumido por López Obrador, debe señalarse que “la esperanza de México”4 llegó al poder en condiciones políticas y sociales especialmente complejas. En un estudio realizado por El Colegio de México y BBVA Research se afirma que, de las 36 naciones que forman parte de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), en 2018 nuestro país ocupaba el segundo lugar en materia de desigualdad (El Colegio de México y BBVA Research, 2018); la inseguridad cobró, cuando menos, 33 369 vidas (El País, 2019); y el número de personas desaparecidas ascendió a más de 37 mil5 (Wilkinson, 2019). Además, el Latinobarómetro reporta que 61% de la población consideraba que la corrupción había aumentado, 88% afirmaba que quienes gobiernan lo hacen sólo para su propio beneficio y 78% desaprobaba la gestión del presidente en turno (Latinobarómetro, 2017).

La 4T llegó al poder en medio de una evidente crisis del aparato estatal, manifiesta en la desconfianza frente a las instituciones y en la casi absoluta incapacidad para solucionar problemas que trastocan la vida cotidiana de quienes somos parte de esta nación. Por ese motivo, el movimiento encabezado por el actual presidente se percibió como una oportunidad para cambiar el país a partir de varias aristas, que van desde la desigualdad hasta la relación entre gobernantes y gobernados.

Todos los rubros que forman parte del proyecto de la 4T son por demás interesantes. Empero, en este texto nos centraremos exclusivamente en uno: el papel de la religión y de los grupos religiosos en el sistema político mexicano durante los primeros años de gestión del presidente Andrés Manuel López Obrador. Para ello, el texto se divide en cuatro secciones: en la primera se explican brevemente los conceptos de secularización y de laicidad, enfatizando sus diferencias y sus puntos de encuentro; la segunda se refiere al modo en que se construyó el Estado laico en México y la necesidad de repensarlo a la luz de las condiciones políticas y sociales en los albores del siglo XXI; la tercera tiene como propósito sintetizar la posición de la 4T frente al principio de laicidad, y las prácticas que derivan de ella y, por último, se ofrecen algunas reflexiones finales.

SECULARIZACIÓN Y LAICIDAD NO SON SINÓNIMOS. NOTAS CONCEPTUALES PARA EL ANÁLISIS

El papel que desempeña lo religioso en las sociedades es un tema que ha ocupado a las ciencias sociales desde sus orígenes. Puesto que la religión se erigió como la única base de organización legítima por varios siglos,6 el tránsito a la Modernidad en los territorios europeos despertó un profundo interés por comprender sus consecuencias para los sistemas sociales en su conjunto.

La llegada de la Modernidad significó una transformación de las dinámicas sociales. A decir de sociólogos clásicos, como Émile Durkheim o Max Weber, el proceso de modernización significó una diferenciación funcional que eventualmente derivó en nuevas formas de entender a la sociedad en su conjunto, y en las que la racionalidad ocupó un papel primordial.

En términos del tema que aquí nos ocupa, lo religioso fue desplazado como referente central de la organización social por medio del proceso que se conoce como “secularización”. Es importante advertir que, en contraste con algunos de los planteamientos primigenios al respecto (Luckmann, 1967; Berger, 1969; Martin, 1978), la religión no desapareció, y tampoco dejó de estar en contacto con otras esferas sociales. Empero, es indudable que perdió su capacidad para permear a la sociedad en su conjunto. Además, como se ha apuntado ya en otras reflexiones académicas (Hervieu-Léger y Champion, 1986; Tschannen, 1991; Casanova, 1994; Blancarte, 2008; Beaubérot y Milot, 2011), la secularización:

1. No es un proceso teleológico, lo que implica que no todas las sociedades transitan por éste. Por otro lado, parece imposible identificar un patrón o un camino único en las sociedades que lo experimentan.

2. No es un proceso progresivo y, por lo tanto, es susceptible de revertirse.

3. No es un proceso homogéneo ni totalizante; es decir, el hecho de que algunos sectores sociales operen con una lógica secular no se contrapone con la existencia de otros que mantienen una lógica integrista.7

4. No es un proceso calculado o deliberadamente planeado, lo que constituye su principal diferencia respecto de la laicidad.

En el lenguaje cotidiano es frecuente advertir un uso inadecuado de los términos “secularización” y “laicidad”, que suelen referirse como sinónimos. A pesar de ello, se trata de conceptos que apuntan a objetos de estudio distintos y que es necesario diferenciar analíticamente. Mientras que la secularidad indica un desplazamiento de lo religioso como articulador social único, la laicidad es un principio político que funge como rector del marco jurídico de un Estado. Así pues, la laicización es un proceso que deriva de un proyecto calculado, planeado e institucionalizado.

En México, por ejemplo, el proceso de laicización impulsado por el Partido Liberal inició en el siglo XIX. Esto significa que algunos grupos de la sociedad mexicana operaban ya con una lógica secular, pues de otro modo no habrían podido gestar el proyecto de separación entre Estado e Iglesia(s). No obstante, sería un error considerar que el sistema social en su conjunto funcionaba bajo esa misma lógica; de haber sido el caso, el proceso de laicización no habría sido objeto de oposición o resistencia alguna.

De hecho, y a pesar del peso histórico que ha adquirido la laicidad del Estado mexicano, parece evidente que en la actualidad no todos los grupos conciben el orden social a partir de una visión secular. Un ejemplo que ilustra esta condición es el de las comunidades educativas: si bien el currículum de estudios está definido por la Secretaría de Educación Pública y, por lo tanto, sus contenidos son laicos, en algunos de los colegios que pertenecen a órdenes religiosas éstos se aprenden a partir de una lógica integrista (Molina, 2018).

En ese orden de ideas, en este texto se sugiere que analizar la laicidad en sí misma es un despropósito: su construcción, su implementación, y las prácticas que de ella derivan pueden entenderse mucho mejor si se le estudia en relación con el proceso de secularización. Ante todo, debe reconocerse que existe un vínculo analítico insoslayable entre ambos objetos de estudio.

De manera similar a otros aspectos que configuran el marco jurídico y los códigos legales, en México existe un régimen de laicidad que no siempre se manifiesta en prácticas sociales concretas. Aquí se propone que esa brecha puede explicarse a partir de dos elementos: el desfase entre laicidad y secularización en algunos sectores de la sociedad mexicana; y la inconsistencia entre el proyecto de Estado laico del siglo XIX y las condiciones políticas y sociales de la actualidad. Esto último se discutirá en el siguiente acápite.

DE JUÁREZ A LÓPEZ OBRADOR: EL NECESARIO REPLANTEAMIENTO DE LA LAICIDAD EN MÉXICO

Uno de los hitos históricos recuperados por la 4T es la Guerra de Reforma. Ese enfrentamiento, acaecido entre 1857 y 1861, está directamente relacionado con las consideraciones vertidas en la sección anterior de este capítulo. La sociedad mexicana de inicios del siglo XIX estaba fuertemente influida por la religión católica, oficial desde que se instauró el virreinato de Nueva España.

Más allá de los vínculos entre la Iglesia y el Estado, que se asumía, entre otras cosas, como protector de la “religión verdadera”, lo cierto es que la autoridad eclesial permeaba todos los espacios sociales. Así, por ejemplo, la educación, los servicios sanitarios, y el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones estaban a cargo de la Iglesia católica (Rosas, 2012).

Ante la poderosa presencia eclesial en el espacio público, y en un clima de evidente tensión entre proyectos políticos disímiles, los partidarios del liberalismo consideraron que para consolidar un Estado fuerte era necesario que éste se condujera con autonomía respecto de otras instituciones, garantizando su supremacía por encima de ellas. Ese ideal se oficializó con la Constitución de 1857, en cuyo artículo 123 puede leerse que “Corresponde exclusivamente a los poderes federales ejercer en materias de culto religioso y disciplina externa, la intervención que designen las leyes” (Cámara de Diputados, s/f).

El liberalismo decimonónico subrayó la supremacía del Estado en relación con otras autoridades. Para asegurarse de que no hubiera cuestionamiento alguno sobre esto último, se incautaron los bienes de la Iglesia, se prohibió la obligatoriedad del diezmo, y los registros, escuelas y hospitales religiosos fueron sustituidos por instituciones cuya administración pasó a manos del Estado (Rosas, 2012).

A diferencia de otros contextos, como el estadounidense, donde la diversidad religiosa fue desde siempre una realidad social, en México el régimen de laicidad estuvo pensado para hacer frente al peso político de la Iglesia católica. Esto no significa que los miembros del Partido Liberal estuvieran en contra de la religión o del derecho a profesarla; el propio Benito Juárez se educó en un seminario católico y fue creyente hasta el fin de sus días (García, 2010). Empero, para quienes mantenían una lógica integrista, la separación entre Estado e Iglesia significó una afrenta directa al catolicismo, sus valores, y el orden social que había imperado por tres siglos. La Guerra de Reforma da cuenta del desfase entre laicidad y secularización en ese momento histórico; en otras palabras, la autonomía jurídica del Estado no se traduce en un cambio automático en los marcos de sentido a partir de los cuales se interpreta la realidad, o cuando menos no en todos los grupos sociales.

Desde entonces la autonomía estatal se mantiene incólume en su acepción legal.8 No obstante, los cambios políticos y sociales transcurridos en más de 160 años hacen cada vez más evidente la necesidad de repensar la laicidad en función de las condiciones actuales. En opinión de quien escribe estas líneas, las transformaciones más relevantes para el tema que aquí nos ocupa son tres:

La pluralización confesional. A diferencia del siglo XIX, hoy no puede hablarse de un sistema de creencias único ni de una iglesia hegemónica. Es cierto que el catolicismo continúa siendo la adscripción religiosa más extendida, pues 77.7% de la población mexicana se identifica en esa categoría (INEGI, 2020). Sin embargo, desde la década de 1950 se ha observado un incremento acelerado de otras denominaciones, especialmente de raíz cristiana (INEGI, 2020). Esta tendencia parece ir al alza; aunque la Iglesia católica prevalece como un actor religioso relevante, no es ya el único que se manifiesta tanto en el campo social como en el político.

La imposibilidad de establecer límites entre lo público y lo privado. El pensamiento liberal decimonónico partió de la premisa de que existe una división entre el espacio público, cuya regulación corresponde al Estado, y el privado, en el que los individuos adoptan decisiones libres y autónomas respecto de su propia vida (Breña, 2006). Sin embargo, la realidad social muestra que las fronteras entre ambas esferas son difíciles de definir. Piénsese, por ejemplo, en el caso de la educación que se discutía en un apartado previo. Los padres tienen el derecho de educar a sus hijos e hijas a partir de los valores que consideren pertinentes, puesto que el hogar pertenece a la esfera privada. Empero, ningún menor está aislado de la sociedad, sino que construyen relaciones con otras personas. De este modo, lo que se ha aprendido en la esfera privada termina por tener repercusiones también en la pública.

La religión no es un fenómeno de carácter individual y privado. Puesto que las libertades se entienden a partir de un criterio de individualidad, es lógico que corresponde a los individuos decidir sus creencias y actuar de conformidad con ellas. Así, en un régimen laico tanto las convicciones religiosas como las prácticas que se les asocian corresponden exclusivamente a la esfera privada. No obstante, debe señalarse que la religión no se corresponde del todo con esa descripción.

Las religiones no son de ningún modo individuales; por el contrario, es precisamente la colectividad lo que les provee de significado y de un sentido de pertenencia (Durkheim, 2014). Por otro lado, parece ingenuo considerar que éstas se restringen al ámbito privado. De hecho, muchas de ellas tienen un proyecto social apoyado en la evangelización o en un compromiso por hacer el bien a partir de sus códigos de conducta. Por ese motivo, a ojos de quienes forman parte de un grupo religioso y mantienen una visión integrista en su participación en el espacio público no sólo es posible o deseable, sino absolutamente necesaria.

En este ensayo se argumenta que el régimen de laicidad en México se construyó a partir de un proyecto político que obedeció a los ideales del liberalismo, y que cumplió con el objetivo de lograr la autonomía estatal. Esa manera de entender la laicidad resultó funcional en el momento histórico en el que se originó, y continuó siéndolo durante varias décadas. Sin embargo, las transformaciones sociales aquí mencionadas son muestra de la necesidad de repensar qué se entiende por laicidad, qué implicaciones tiene para el Estado y para los grupos religiosos, y de qué modo habría de repercutir en la configuración del espacio público. A decir verdad, la autora de este trabajo no ha desarrollado una propuesta minuciosa que pudiera aportar a la sustitución de un régimen de laicidad por otro. Pero, ¿hay alguna apuesta de ese tipo en la administración gubernamental actual?

LAICIDAD, JUARISMO Y COOPERACIÓN CON LAS IGLESIAS. LA CONFUSA POSICIÓN DE LA 4T

El presidente López Obrador ha afirmado en repetidas ocasiones que guarda respeto por la figura de Benito Juárez, que se entiende a sí mismo como juarista y que defenderá el Estado laico (Barranco, 2019). A pesar de ello, ni sus declaraciones ni sus prácticas permiten entrever una definición clara de qué se entiende por laicidad o cómo se espera recuperar los ideales juaristas. En un intento por sistematizar las constantes contradicciones de las que se ha visto objeto el principio de laicidad en la 4T, esta sección se estructura a partir de los tres rubros esbozados en el acápite anterior.

La pluralización confesional

La diversificación religiosa en nuestro país no es un fenómeno nuevo; cifras oficiales muestran que la hegemonía del catolicismo comenzó a resquebrajarse desde la década de 1950, y a partir de entonces la pertenencia a otras iglesias ha experimentado un crecimiento sostenido (INEGI, 2020). Sin embargo, puede considerarse que la visibilización de tales grupos sí es relativamente reciente. Más allá de la edificación de templos, la asistencia a rituales, el uso de símbolos o el respeto a códigos de vestimenta que derivan de las convicciones espirituales, lo cierto es que algunas iglesias han tenido una mayor presencia mediática en los últimos años.

En un discurso pronunciado en octubre de 2019, el presidente de México se dirigió a un grupo de jóvenes para exhortarlos a ser tolerantes frente a la diversidad religiosa (Palacios, 2019). Aunque la tolerancia a ese tipo de pluralidad no se ha hecho una consigna explícita de su gobierno, ésta parece conducir sus prácticas tanto en lo discursivo como en lo político.

Sobre el primer rubro puede decirse que, a diferencia de quienes le precedieron,9 López Obrador ha tenido cuidado de no identificarse con una creencia en particular. Y si bien ha hecho saber que no existe contradicción entre su juarismo y su guadalupanismo10 (El Universal, 2017), discursivamente el presidente recurre con frecuencia a Dios y a Jesucristo, dos referentes compartidos por la mayoría de la población creyente. No hay manera de saber si las constantes menciones a dichas figuras constituyen una expresión real de sus convicciones o una estrategia comunicativa. Sea como fuere, las repetidas citas a la divinidad en actos públicos han causado polémica en algunos círculos políticos y académicos. Esto se debe a que la tajante separación entre Estado e Iglesia(s) en nuestro país se reflejó por varias décadas en una total ausencia de lo religioso en el discurso de la figura presidencial, especialmente en actos públicos.

Vicente Fox ya había roto con esa tradición política desde 2002 durante una visita del papa Juan Pablo II (Martínez, 2002). Sin embargo, el discurso del actual presidente resulta todavía más disruptivo en función de su naturalidad y de su recurrencia. Las interpretaciones al respecto están divididas. Hay quienes afirman que nombrar a Dios no va en detrimento de la laicidad porque no implica algún cambio institucional. Otras personas argumentan que se trata de un error inaceptable, pues no toda la población es creyente. Con independencia de la gravedad que se le asigne a esta práctica, es innegable que constituye una falta: en el artículo 40 Constitucional se establece que México es una república democrática, representativa, laica y federal (Salazar et al., 2017). Así pues, en su calidad de representante de Estado ningún presidente debería hacer referencias a símbolos o creencias dogmáticas, ya sean religiosas o seculares.

En opinión de quien escribe estas líneas, las referencias a la divinidad en el discurso presidencial son a todas luces inadecuadas. A pesar de ello, ése es quizás el punto menos preocupante en lo que al principio de laicidad se refiere. La diversidad religiosa se visibiliza también a través del contacto personal de López Obrador con varios grupos confesionales, y de su incorporación como parte del debate público mediante la Secretaría de Gobernación (Segob). Aquí no se pretende decir que las iglesias deben mantenerse al margen del desarrollo social, y mucho menos que sus aportaciones carezcan de valor. Sin embargo, la apuesta por resolver los grandes problemas nacionales a través de la cooperación con grupos religiosos supone varios problemas.

En primer lugar, el contacto con representantes de denominaciones religiosas ha sido más bien disparejo. Cuando menos mediáticamente se ha dado cabida, sobre todo, a miembros de la jerarquía católica y de una rama conservadora de organizaciones evangélicas, que esperan incidir en la agenda pública en torno a la así llamada protección de la vida, el matrimonio y la familia. De la primera resultó un compromiso del gobierno federal para apoyar los programas de “Escuelas de Perdón y Reconciliación” (Suárez, 2020), una cuestión totalmente incompatible con la laicidad estatal. De la segunda, un acuerdo para distribuir la Cartilla moral de Alfonso Reyes a través de las redes de Confraternice,11 un grupo que aglutina a varias iglesias evangélicas conservadoras y cuyo representante, Arturo Farela, tiene un vínculo cercano con López Obrador. Habría que ver cómo se difunde y en qué términos se discuten los contenidos de este material, cuya selección generó en sí misma fuertes discusiones en torno a su pertinencia para impulsar la pacificación nacional a través de la moral.

A la inclusión selectiva de grupos religiosos se agrega una dificultad adicional; a saber, que la estrategia de reducción de la violencia se apoya en el compromiso asumido por las iglesias. Una vez más, aquí se reconoce el valor de las acciones emprendidas por los grupos religiosos en el ámbito social. Sin embargo, se considera también que ningún plan o política federal habría de considerar el sostén de las iglesias para su implementación: en ellas, tanto la autoridad como la responsabilidad son exclusivas del Estado.

La imposibilidad de establecer límites entre lo público y lo privado

En el acápite anterior se ha discutido que la laicidad en México no puede pensarse ya a través de una división artificial entre lo público y lo privado, pues ninguna persona se encuentra aislada de su entorno social. La relación entre ambos espacios parece fundamental para el proyecto de la 4T, y se vincula inextricablemente con la inclusión de las iglesias en el debate público, así como con su apoyo para llevar a cabo algunas de las estrategias impulsadas por el gobierno federal.

El razonamiento que sustenta dicha decisión puede formularse del siguiente modo: si lo que ocurre en el espacio privado tiene repercusiones en el público, entonces habría que incentivar ciertas prácticas en el primero para generar cambios favorables en el segundo. El argumento es lógico, y en principio no se contrapone con la laicidad ni con una administración pública adecuada. Empero, también en este punto pueden identificarse cuando menos dos inconvenientes.

Primero, que en aras de la laicidad y de los derechos reconocidos por la Constitución, el Estado no tiene injerencia en el espacio privado. En otras palabras, no hay modo de regular las acciones de los grupos religiosos, civiles o empresariales que han decidido brindar su apoyo a los proyectos de la actual administración. Respecto del tema que aquí nos ocupa, es indiscutible que las iglesias tienen derecho de operar sin ningún tipo de intervención estatal. Pero si éstas se encuentran dispuestas a contribuir con algunos programas gubernamentales, ¿deberían hacerlo con la misma libertad con la que practican y difunden su doctrina? La pregunta no es menor; se sabe, por ejemplo, que algunas instituciones religiosas se pronuncian en contra del divorcio, de la diversidad sexual y de los núcleos familiares conformados por padres del mismo sexo. Si una persona se acerca a uno de esos espacios para recibir información sobre la Cartilla moral o cualquier tipo de taller destinado a reducir la violencia, ¿se le orientará bajo los parámetros del gobierno federal o bajo los de la iglesia en cuestión? En el primer caso estaría obstaculizándose la libertad de los grupos religiosos para profesar sus creencias sin que el Estado intervenga; en el segundo, no hay manera de regular que la información recibida por la ciudadanía se ajuste al principio de laicidad. Sin una delimitación clara de los parámetros que habrían de guiar sus acciones, la apuesta por recurrir a las iglesias como coadyuvantes en algunos programas gubernamentales acarrea más problemas que beneficios.

La segunda debilidad en el proyecto de la 4T en relación con el vínculo entre lo público y lo privado consiste en asumir que los problemas colectivos pueden solucionarse a partir de acciones individuales. Un buen ejemplo de esta afirmación es el caso antes referido: la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la violencia son problemas estructurales, que no pueden resolverse a partir de un programa para moralizar a los individuos. Aquí se reconoce que las familias, las iglesias, las escuelas y cualquier tipo de organización de la sociedad civil pueden, sin duda, influir en la conducta (e incluso en la conciencia) de quienes pertenecen a ellas. Pero pensar que las soluciones dependen más de agentes individuales que del fortalecimiento de las instituciones, el diseño de políticas públicas o la aplicación de las leyes resulta francamente alarmante. Muy importantes los puntos mencionados.

Esta postura ha sido constante durante la presente administración, y abarca una amplia gama de problemáticas sociales. En julio de 2019, el presidente dirigió un mensaje a los delincuentes instándoles a “portarse bien, porque hacen sufrir a sus mamás”. Luego agregó que los actos que dañan al prójimo no son muestra de valentía, y que el buen comportamiento de la gente contribuyó en la resolución del problema del huachicol (El Universal, 2019). Ese mismo mes, el mandatario exhortó a los medios de comunicación a “portarse bien” y apoyar la transformación del país (Animal Político, 2019).

En marzo de 2020, cuando se declaró la emergencia sanitaria provocada por el Covid-19, López Obrador afirmó que para enfrentarla había que estar fuertes y, por tanto, evitar el desgaste mental que provocan las preocupaciones. Añadió también que para combatir la pandemia “el escudo protector es la honestidad, eso es lo que protege, el no permitir la corrupción” (Badillo, 2020). La apuesta por el buen comportamiento individual para combatir la pandemia se mantuvo por varios meses. Durante una conferencia celebrada a inicios de junio, el presidente hizo algunas recomendaciones sobre la sana alimentación y agregó que “[…] estar bien con nuestra conciencia, no mentir, no robar, no traicionar, eso ayuda mucho para que no dé el coronavirus” (Animal Político, 2020). El 13 de junio se publicó un decálogo de autoría del mandatario para incorporarse a la nueva normalidad; entre otras cosas, en éste se recomienda ser optimista, no dejarse llevar por el materialismo y aferrarse a un ideal o creencia, sea o no religiosa (Muñoz, 2020).

Aquí se suscribe que las acciones realizadas en el nivel individual y en el espacio privado tienen consecuencias para el ámbito colectivo en el espacio público. No obstante, se considera también que la administración gubernamental no habría de centrarse en ese recurso para dar solución a problemas que rebasan lo individual. En opinión de quien escribe estas reflexiones, apostar por el buen comportamiento personal resulta analíticamente ingenuo e irresponsable desde la perspectiva política; máxime si se toma en cuenta la feroz crítica del presidente en turno hacia el neoliberalismo y la disolución del Estado como rector del desarrollo nacional.

La religión no es un fenómeno de carácter individual y privado

A diferencia de sexenios anteriores, en los que se partió de la noción decimonónica de que la laicidad equivale a un confinamiento de lo religioso al ámbito privado, el proyecto de la 4T parece contemplar su carácter colectivo y público. Así, por ejemplo, desde la Segob se han hecho varios intentos por impulsar la inclusión y el respeto a la diversidad religiosa a través de espacios de diálogo incluyentes (Monroy, 2019).

Autores como Timothy Samuel, Alfred Stepan y Monica Duffy han sostenido que en un régimen democrático, el Estado debería garantizar la igualdad de condiciones para participar políticamente. Esa igualdad habría de incluir a personas y grupos religiosos, ya que forman parte tanto del sistema político como de la sociedad en la que éste opera (Samuel, Stepan y Duffy, 2012). Dicha consideración es razonable, y en principio apunta a la necesidad de repensar en el régimen de laicidad para adecuarlo a las condiciones actuales. Sin embargo, para el caso particular de nuestro país ese reto conlleva también algunas previsiones que no deben perderse de vista.

Abrir la posibilidad de que las iglesias participen políticamente en el espacio público hace necesario definir en qué asuntos pueden hacerlo, a partir de qué actividades y cuáles son los parámetros mínimos que habrían de conducir sus prácticas. Hasta ahora, ni el presidente de la república ni quienes componen la administración pública se han pronunciado al respecto.

En el momento en que se escribe este texto no se ha sugerido alguna modificación al sistema político para impulsar la participación de las iglesias a través de la vía partidista. Empero, no debe olvidarse que uno de los partidos que integraron la coalición por la que López Obrador participó en la contienda electoral es de raíz evangélica y de tendencia conservadora.12 No existe ninguna prueba de que la agenda de la 4T en materia de política pública esté comprometida en función de los intereses de ese partido, y sería irresponsable afirmar tal cosa. A pesar de ello debe admitirse que, en la medida en que se permita la participación política de grupos religiosos, existe la posibilidad de que quienes entablan alianzas con éstos impulsen una agenda fundada en sus principios morales. Por ese motivo, aquí se sostiene que fortalecer las instituciones a partir del principio de laicidad resulta trascendente para garantizar los derechos de una ciudadanía plural.

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