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Kitabı oku: «El Cuarto Poder», sayfa 22

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XVII.
que gonzalo toma una grave resolución y cecilia otra

La familia Belinchón se refugió en Tejada para vivir a solas con su dolor, durante algún tiempo. Doña Paula fué llorada como lo merecía, por su magnánimo esposo. Dando tregua al espíritu progresivo y reformista que le animaba, supo mostrarse tierno y sensible, lo cual en nada menoscaba su gloria de publicista. Cecilia no se cansó en mucho tiempo de llorar a su buena madre, con quien la ligaba tanto el parentesco de la carne como el del alma. De todos sus hijos, era ésta la que más semejanza guardaba con ella, aunque no era la preferida. El favorito, Pablo, la sintió todo lo profundamente que él podía sentir algo en el mundo. Es fama que, algunos días después del suceso, vió al último potro que había comprado alcanzarse en el trote, y no le afectó gran cosa. Pero en quien hizo sobre todo aquella repentina muerte un efecto extraño y terrible, fué en Venturita. Tanto la impresionó, que estuvo algunos días en la cama con fuerte calentura. Después que sanó, veíasela pálida y triste. Contestaba distraída a lo que le decían: no salía casi nunca del cuarto, a pesar de las instancias de su esposo. Este sentimiento tan vivo como inesperado fué para él una prueba de lo que Cecilia y doña Paula sostenían siempre; esto es, que Venturita era loca, caprichosa y altiva, pero buena en el fondo. Algo se mitigó con tal consideración el sincero dolor que experimentó por la muerte de su madre política. El último y maternal servicio que la buena señora le prestara, había puesto el sello al cariño que, con su conducta prudente y afectuosa, había sabido inspirarle.

El duque de Tornos se volvió a Madrid, poco después de la desgracia sobrevenida a sus amigos. Desde allá se escribía con don Rosendo, a quien obligó con más de un servicio en la lucha sin tregua que mantenía contra sus enemigos los del Camarote. Estos servicios fueron coronados, después de algún tiempo, por una gran cruz de Isabel la Católica. Al mismo tiempo que el diploma, le remitía el magnate una placa de brillantes, cuyo valor no bajaba de veinte mil reales. Puede cualquiera imaginarse la emoción y la gratitud de don Rosendo, al recibir aquella honrosísima distinción. Como en Sarrió nadie poseía una gran cruz, se vió precisado a ir a Lancia, para que un caballero de la orden llevase a cabo la ceremonia de ceñirle la banda. Y así que se vió caballero, él, que profesaba cierto desprecio metafísico a las religiones positivas, aprovechó una procesión de la parroquia para llevar el farol, con la hermosa placa en el pecho y la banda por encima del frac. Los amigos de Maza tragaron mucha hiel. Después la vomitaron, no sólo en su tertulia del Camarote, sino en el periódico, donde, en serio y en burla, vejaron de un modo repugnante al glorioso fundador del Faro de Sarrió. En algunas cáusticas, feroces gacetillas, se estaba viendo al bilioso alcalde con la pluma en la mano. Don Rosendo, por vez primera en su vida, leyó aquellas diatribas sin conmoverse, con un desdén sincero. Y es que, cuando se ha llegado a la cima de las sociedades humanas, deben parecer las amenazas de los pigmeos más curiosas que ofensivas.

Venturita salió, con este motivo, de su letargo sombrío. Habíase realizado uno de los sueños que más acariciaba. Tomó parte en la alegría y triunfo de su padre, y empezó a dejarse ver algunos días en la villa, siempre en carruaje, por supuesto. Creció su orgullo y aquella languidez señorial, imponente, que hacía morir de envidia y de rabia a las señoras y señoritas de la villa, quienes se vengaban de su desprecio llamándola, en sus horas de murmuración, «la princesa del Bacalao». La muerte de su madre, a quien todo el mundo había conocido en Sarrió artesana, «con pañuelo atado atrás», como allí se decía, contribuyó tanto como la gran cruz de su padre a elevar el nivel social de la familia, a aristocratizarla, por decirlo así. Ventura, con su desdeñoso porte, con sus riquísimos vestidos, con la frialdad despreciativa con que trataba a sus conocidas, vengaba lindamente a aquella pobre mujer, a quien las señoras de Sarrió tanto habían hecho sufrir en vida.

Se pasó el invierno en Tejada, un invierno crudo, como pocos lo habían sido. A temporadas llovió mucho, y esto hacía imposible el salir de casa. Otras veces heló cruelmente. El cielo se mantenía sereno, pero los campos, por la mañana, aparecían blancos, con una escarcha de medio dedo de grueso. En ocasiones también nevó abundantemente. Todos estos fenómenos meteorológicos tienen sus encantos en la aldea para el que sabe hallarlos. Gonzalo había nacido para vivir feliz en medio de las fluctuaciones de la Naturaleza. Si helaba, levantábase de madrugada y dejaba atónitos a los de casa saliendo al corredor en mangas de camisa, lavándose todo el cuerpo con el agua que se hacía sacar de las pilas de mármol, después de roto el hielo. Luego, se vestía con un ligero traje de caza, tomaba la escopeta, y emprendía famosas, descomunales correrías de seis y ocho leguas, sin que nadie le oyera, jamás quejarse de cansancio. Si nevaba, se ponía el impermeable, las botas altas y la gorra de pelo, y salía a matar palomas torcaces o gachas por las cercanías de la posesión. Más de una vez tiene caído en cisternas atacadas de nieve, logrando salir, gracias solamente a su vigor extraordinario. Cuando llovía no había más remedio que quedarse en casa. Pero aun entonces ofrecía la aldea placeres desconocidos en la villa. Aquel lavado de los árboles y plantas era grato a los ojos. El verde obscuro de las coniferas, después de algunos días de lluvia, adquiría tonos claros merced a los retoños que apuntaban en la cima de las ramas; en cambio la escarcha los marchitaba instantáneamente. Las hojas de las magnolias brillaban como cristales, y en aquella atmósfera acuosa los colores, los matices de la naturaleza cambiaban sin cesar, los contornos de los árboles y las montañas se desvahaían con suavidad exquisita. Y la misma monotonía del agua al caer constantemente sobre los árboles con triste rumor, engendra una soñolencia feliz, no exenta de voluptuosidad para los que nada tienen que hacer fuera de casa, y encuentran en ella las comodidades y refinamientos que la civilización proporciona a los ricos. Era grato escuchar el pío, pío de los ateridos gorriones, guareciéndose por centenares en una washingtonia que había cerca de casa, como en una gran pajarera: era grato ir a dar de comer a los animalitos exóticos que don Rosendo tenía en su finca, salvando en almadreñas la distancia que separaba sus cobertizos de la casa: era grato también quedarse adormecido en una butaca al pie de la chimenea con el cigarro en la boca y la botellita de ron delante, mientras Cecilia leía un cuento interesante o algunos versos sonoros y armoniosos.

Don Rosendo y Pablo se iban todos los días invariablemente a Sarrió después de almorzar y venían a la hora de comer. El uno se ocupaba en encauzar la opinión pública por los derroteros del progreso moral y material, con mengua de los «reptiles que se arrastraban por el cieno, impotentes para elevarse un instante a la región de las ideas, escupiendo su veneno a todo el que sobresale por la inteligencia o por la virtud». Excusado es decir quiénes eran estos reptiles a los que don Rosendo aludía con frecuencia en sus artículos. El otro, tratando de inclinar siempre los ojos y el corazón de cuantas forasteras hermosas llegaban a la villa, hacia su adorable persona. Alguna mañana salía con su cuñado de caza; pero observando que la intemperie atezaba su rostro, dejó casi por completo este ejercicio. Por otra parte, Piscis era enemigo nato de él. Para este inteligente centauro holgaba todo en la tierra menos los caballos.

En las horas de la tarde, cuando llovía, si Ventura estaba de buen humor, jugaba con Cecilia y Gonzalo al tresillo. Si no, jugaban los dos últimos al tute mano a mano con las niñas sentadas en sus regazos respectivos, las cuales les molestaban a cada momento llevando sus manecitas a los naipes. Ambos eran de buena pasta y se contentaban con apartárselas suavemente.

– Quieta, Cecilita, quieta, que si le enseñas mis cartas a tu tía, me va a ganar.

– No hagas caso, monina, tira por ellas— decía la joven riendo.

Hasta que concluían por entregárselas, quedándose ambos arrobados mirándolas hacer castilletes, ayudándolas ellos mismos con grave atención, mientras la lluvia azotaba los cristales pintados de las ventanas chinescas y los maderos de haya chisporroteaban en la chimenea.

Las niñas comían antes que la familia. Era importante ocupación para Cecilia hacerles plato, anudarles la servilleta, servirles agua y vigilar «que no hiciesen cochinetas». Gonzalo, cuando estaba en casa, presenciaba con deleite la refacción: se mantenía en pie como un magiar detrás de las sillas de sus hijas. Después, era preciso llevarlas a la cama. Cecilia cogía una en brazos, Gonzalo la otra, y las llevaban al cuarto de aquélla, donde ambas dormían. La tarea de desnudarlas era complicada y entretenida. Gonzalo, a pesar de su musculatura de toro, poseía tanta delicadeza como una mujer para desatar las cintas y mover sus cuerpecitos a un lado y a otro sin lastimarlas. A menudo las manos de los cuñados se tropezaban. Cecilia retiraba la suya prontamente. Una leve nube sombría cruzaba rápidamente por su risueño semblante. Gonzalo no advertía nada. Cuando ya estaban acostadas, escuchaban sonriendo las inocentes oraciones que tiita hacía repetir a Cecilia. Paulina aun no sabía elevar su entendimiento al Ser Supremo, y hasta se rebelaba para hacer la señal de la cruz. Mientras se dormían, papá y tiita habían de estar bien pegaditos a las camas sin moverse. Si mantenían conversación entre sí, las niñas se agitaban y tardaban mucho más en conciliar el sueño. Así que procuraban guardar silencio, o cambiar solamente palabras sueltas en voz baja. Cecilita no podía dormirse sin tener cogida una oreja de su tía. Contra este capricho protestaba a menudo Gonzalo; todos los días hablaba de quitárselo; pero su cuñada no hacía caso; ella misma se inclinaba sobre la almohada para que la niña lo satisficiese. Gonzalo se quedaba algunas veces dormido sobre la de Paulina, sobre todo cuando había ido de caza. Al despertar, veía frente a sí el rostro pálido y dulce de su cuñada, con los ojos muy abiertos, mirando con fijeza al vacío.

– ¿En qué piensas, Huesitos?– le preguntaba restregando los suyos.

La joven salía de su éxtasis estremeciéndose, y sonreía bondadosamente.

– No lo sé yo misma… En nada.

– ¿No tienes algún quebradero de cabeza?– le dijo una noche levantándose y cogiéndola afectuosamente la barba.

– Bah, ¿qué quebraderos de cabeza quieres que tenga en esta aldea?– respondió Cecilia poniéndose colorada, y retirando el rostro.

– Puedes tenerlo en Sarrió.

– ¿Y había de ser tan ingrato que no viniera a verme en los meses que hace que aquí estamos?… Ya te he dicho que yo me quedo para vestir santos— añadió sonriendo.

– No puede ser eso— replicó con calor el joven,– - ¡no puede ser! Sería un delito de lesa humanidad que te quedases soltera. Tú has nacido para casada… No tienes más aficiones que la de arreglar la casa, cuidar a los niños, coser, limpiar… Serás una perfecta casada, como la describe Fr. Luis de León. No puede tolerarse que pudiendo hacer la felicidad de cualquier hombre, te empeñes en ser una solterona… Mira que son muy antipáticas…

No sabemos lo que Cecilia pensó en aquel momento; pero bien pudo ser una cosa semejante a ésta:– «Sí; he podido hacer la felicidad de todos… menos la tuya».

Alargó con un gesto de indiferencia los labios y respondió:

– ¡Qué le vamos a hacer! Esas cualidades las tienen todas las mujeres que no son bonitas. Las que pueden brillar, se ocupan de sus trajes, y tienen razón.

Había en estas palabras una ironía triste, desgarradora, que Gonzalo no pudo menos de sentir en el corazón.

– ¡Oh, siempre estás con esa tonadilla!… Me parece que te haces la modesta para que te regalen el oído… Demasiado sabemos todos que tú puedes brillar como la primera… Tienes unos ojos como no hay otros… eres esbelta, elegante, distinguida; ¿quiere usted más, mademoiselle Huesitos?… Lo que hay, señorita, es que usted tiene más de aquí que de aquí…

Y le puso primero el dedo en la frente y después en el sitio del corazón.

– Cuando venga alguno que sepa interesarte de verdad, ya se verá cómo desaparecen todas esas ideas de celibato.

Cecilia levantó los hombros y volvió a quedarse con los ojos extáticos, rehuyendo la conversación.

Ya no salía tantas veces con su cuñado de caza. El cuidado de las niñas reclamaba su presencia. Pero casi siempre iba a esperarle por las tardes, unas veces sola, otras con las niñas y sus doncellas. Al partir no se olvidaba Gonzalo de decirle por cuál camino tomaba:

– «Hoy voy hacia Naves a ver si suelto alguna liebre.– Hoy volveré por la carretera de Nieva.– Hoy voy por el camino de Rodillero».

Estas esperas, cuando iba sola, como quiera que se alejaba de la casa, no dejaban de ofrecer algunos peligros. Por más que Gonzalo se los representaba, nunca quiso hacer caso. Desde niña había mostrado siempre una extraña serenidad, nada femenina, para desafiarlos. Jamás había creído en apariciones o en duendes, ni la sobresaltaban, hasta el punto de turbarle la razón, los ruidos temerosos, ni siquiera los peligros ciertos. En más de una ocasión, ante una vaca desmandada o una riña de borrachos, cuando sus compañeras huían gritando o se desmayaban, ella sola se mantenía firme y sosegada, juzgando con precisión el riesgo, y evitándolo sin descomponerse. Tal cualidad había contribuido no poco a crearle aquella fama de fría y apática que tenía dentro y fuera de casa.

Llegó el mes de abril y la familia se trasladó de nuevo a Sarrió. Efectuáronse elecciones municipales en junio, y Gonzalo salió elegido concejal, contra su gusto. Don Rosendo le había impuesto este sacrificio. Ventura, desde que entró el verano, parecía más animada. Salía con alguna frecuencia de casa, y su aparición en coche descubierto, causaba siempre cierta sensación. La verdad es que estaba preciosa con sus ricos trajes de luto, llegados de París. Por coquetería debiera vestirse de negro, pues era incalculable lo que realzaba este color el brillo nacarado de su tez, los reflejos dorados de sus cabellos. Cuando iba los domingos a la iglesia para oir la misa de once, que era la más concurrida, nunca dejaba de levantar su presencia un murmullo reprimido de curiosidad en las mujeres, de admiración en los hombres. Aquel aire de princesa que ponía fuera de sí a las señoras, era lo que más placer causaba a los caballeros. Todos convenían en que por su belleza y elegancia, por sus modales distinguidos, se apartaba mucho de las demás jóvenes del pueblo, y haría lucido papel en los salones más aristocráticos. También Venturita había convenido en ello hacía mucho tiempo. La idea de irse a vivir a Madrid, trabajaba con ahinco en su mente. Insinuósela a su marido; pero éste mostró gran repugnancia a trasladarse. No era él hombre para la corte. Los deberes sociales que allí impone la cortesía, le aburrían. Había nacido para la libertad, para el goce que proporciona el aire libre del mar, el ejercicio corporal, los trajes cómodos, holgados. Además, presumía muy bien que la renta que en Sarrió les permitía vivir como los primeros, en Madrid no bastaría a sustentarlos en el mismo pie, sobre todo, dada la inclinación de su mujer al boato. Venturita, sin embargo, estaba tan segura de vencer esta resistencia, que no hablaba siquiera del asunto, meditando la época y la forma en que habían de irse.

Un suceso vino a turbar en cierto modo la vida de la familia Belinchón. Gonzalo fué nombrado inopinadamente alcalde de Sarrió, por mediación del duque de Tornos. Su primera idea fué rechazar aquel nombramiento, presentar alguna excusa; pero cayeron sobre él don Rosendo y todos sus amigos, poniendo tanto empeño y calor en que aceptase, que no tuvo más remedio que hacerlo. A los del Saloncillo les iba muchísimo en ello. Verdad que se vieron defraudados, pues el nuevo alcalde no quiso de ningún modo poner al aire los cimientos de las casas de sus enemigos, como había hecho Maza, ni cometer otra porción de tropelías que le exigían. En el mes de septiembre, cuando terminó la temporada de baños, que en la villa era animada, y comenzaba en el campo la de la caza, Gonzalo se trasladó con la familia a Tejada. Las niñas se ponían aquí muy buenas y él se divertía extremadamente. Por otra parte, no dejaban grandes recreos tampoco en Sarrió. Algo le estorbaba su cargo de alcalde para este traslado; pero convino con sus compañeros de municipio en venir todos los días, o por lo menos con mucha frecuencia. El trayecto se recorría en carruaje en menos de media hora. No obstante, don Rosendo dejó abierta la casa de Sarrió para que Gonzalo y él pudiesen comer y dormir allí siempre que quisieran. Venturita, pensando en marcharse a Madrid la próxima primavera, no puso obstáculo a los planes de su marido.

Mucho se alegró éste de haber tomado aquella resolución cuando supo que el duque de Tornos pensaba venir el próximo mes de octubre, alegando que con la vida de Madrid habían vuelto a exacerbarse sus padecimientos, casi extintos mientras permaneció en Sarrió. Porque allá, en el fondo del alma, y sin querer confesárselo, nuestro joven sentía la mordedura de los celos. Cuantas reflexiones se hacía y argumentos poderosos a sí mismo se presentaba para tranquilizarse, no bastaban a arrancárselos del pecho. Había pensado, mientras el Duque estuvo por allá, que ya nunca más se acordaría de aquel rincón. La noticia de su venida fué, pues, para él, una contrariedad, si no un disgusto serio. Y, en efecto, hacia últimos de octubre, no tuvo más remedio que ir a esperarle a Lancia, en compañía de su suegro y de otra porción de señores, todos socios del Saloncillo. El nombramiento de alcalde a su favor, había constituído al magnate en protector decidido de este partido. Alojóse con su secretario en la fonda de la Estrella, y comenzó a hacer la vida de ejercicio que tan bien le sentaba, según decía (y así era la verdad). Muchos días buenos salía de pesca o de paseo; otros iba de caza o montaba a caballo. Esta vez no había traído más que dos, uno de tiro para un tílburi, y otro magnífico de silla. El secretario, cuando iba de paseo, montaba en uno que don Rosendo había puesto a su disposición.

Con la familia de éste mantenía cordiales relaciones; pero sólo había ido a Tejada tres veces en quince días. Como Ventura y Cecilia solían venir a Sarrió a menudo, aquí las veía y hablaba, por más que huía de acompañarlas públicamente. Gonzalo, desde que llegara, leía asiduamente El Joven Sarriense, que se publicaba ya tres veces a la semana, lo mismo que El Faro. Lo leía para apaciguar un poco la inquietud que sentía. Porque siempre estaba temiendo alguna gacetilla injuriosa como la que tanto le había hecho padecer el verano anterior. En los primeros números, después de la llegada del magnate, El Joven, francamente hostil ya a él, se contentaba con ridiculizarle bajo nombres transparentes, como pintor y pescador, y hasta como hombre político, insinuando la idea de que el Duque era un personaje desprestigiado de Madrid, rechazado por la corte y sin influencia con el Gobierno. Sacó a luz algunas anécdotas de su vida, en que no hacía muy honroso papel, y hasta la emprendió con sus trajes y corbatas, no perdonando medio para hacer reir a su costa. Don Jaime no leía tal papelucho; pero habiéndole indicado Peña algo de lo que decía contra él, sonrió malévolamente y escribió al gobernador de la provincia pidiéndole que aprovechase el primer pretexto para suprimirle. Los del Saloncillo sabían de esta carta y esperaban con ansia y fruición el golpe.

Al fin la envenenada flecha que tanto temía Gonzalo, vino a clavársele en el corazón. No fué una gacetilla, sino un cuento que figuraba pasar en Escocia, donde bajo nombres ingleses, salían a relucir él, su esposa, el Duque, don Rosendo y otras personas conocidas, para vejarlas y ponerlas atrozmente en ridículo. Entre otras cosas, se decía que mientras el sheriff (él, sin duda alguna) cumplía con extremado celo los deberes de su cargo, lord Trollope (el Duque) cumplía por él los deberes de esposo cerca de su bella mitad. Gonzalo sintió el mismo escalofrío de dolor y de ira que la vez pasada. Pero ahora, aleccionado, se propuso dominarse, cerciorarse de si aquella maligna insinuación tenía algún fundamento, y si por desgracia esto sucediese, tomar una venganza cumplida, y que fuese sonada. Gran trabajo le costó disimular la emoción que le embargaba. No estaba avezado a ocultar sus sentimientos. Mas el vivo deseo de salir de dudas, le ayudó poderosamente. Lo único que se notó en su casa fué que andaba un poco más triste y distraído. Se dedicó durante algunos días a observar a su esposa, no perderla de vista un instante; pero nada encontró que pudiera dar pábulo a sus sospechas. Al mismo tiempo, estudiaba si el Duque podía avistarse con ella y de qué manera. El resultado de sus investigaciones fué que sólo cuando él venía a las sesiones del ayuntamiento, podía darse esto caso. De día, sumamente difícil, porque no era el Duque persona que pudiera pasar inadvertida. Fijóse, por tanto, en las horas de la noche, cuando él se quedaba a dormir en la villa.

Resolvió saber de una vez la verdad. Para ello, anunció con dos días de anticipación a la familia, que el viernes debía dormir en Sarrió, a causa de una sesión del ayuntamiento, que presumía había de ser borrascosa. De nada menos se trataba que del nombramiento de uno de los dos médicos del partido, que la corporación municipal pagaba. Los de Maza tenían su candidato y los de don Rosendo también. La lucha estaba empeñadísima, no por razón de los votos, que estaban perfectamente contados de antemano, sino porque los del Camarote, que habían de resultar vencidos, tenían preparada una zancadilla parlamentaria, para inutilizar al candidato de sus enemigos, por faltarle algunos meses de práctica, para llenar el tiempo que el municipio había impuesto como condición a los pretendientes.

El día de la gran prueba, Gonzalo estuvo muy agitado. Había tratado de inquirir con disimulo, si algún criado de la casa estaba comprometido, o por lo menos sabía algo. Nada encontró tampoco que lo hiciera presumir. Almorzó sin apetito. En cuanto tomó café mandó enganchar y se fué en compañía de su suegro. La sesión del ayuntamiento duró hasta las diez de la noche. A esa hora se retiró a casa y don Rosendo también, el cual encontraba a su yerno harto distraído y preocupado. Gonzalo se disculpaba diciendo que le irritaba mucho la bilis la conducta de los amigos de Maza. Fuéronse a dormir. A eso de las once, cuando todo estaba en silencio, nuestro joven salió sigilosamente de casa y emprendió a pie por el camino de Tejada. La noche estaba nublada, pero no muy obscura. La luz de la luna se cernía al través de la capa de nubes, dejando bien percibir los objetos a corta distancia. Caminaba con premura, apoyándose en un grueso bastón de estoque. Además llevaba en el bolsillo un revólver. Sentía una tristeza profunda. Aquella prueba que iba a hacer le causaba temor y remordimientos a la vez. Si su mujer era culpable, ¡qué horrible tragedia la que se preparaba! Y si no lo era, él cometía una bajeza sospechando de su honradez. Iba con el mismo recelo que el ladrón que va a asaltar una casa, ocultándose detrás de las paredes de la carretera en cuanto sentía pasos, estremeciéndose si escuchaba una voz, por lejana que fuese. La idea de que algún conocido le viese a aquellas horas caminando a pie, le causaba gran vergüenza, dando por seguro que había de adivinar su intención. El aire era fresco y le penetraba hasta los huesos, aunque rara vez había sentido frío en su vida. Los árboles, como negros fantasmas alineados a lo largo de la carretera, dejaban salir de sus copas blando rumor melancólico. Debajo de uno de ellos creyó percibir un bulto que se movía y saltó a los prados, temiendo tropezarse con alguien que le conociese. Miró por encima de la paredilla y vió una vaca acostada rumiando tranquilamente. Más allá, al pasar por delante de la casa de un labrador, se abrió repentinamente una ventana y apareció el bulto de una mujer. Echó a correr desaforadamente buscando la sombra de los árboles. A medida que avanzaba, el corazón se le oprimía. Mil encontradas ideas batallaban en su mente. Tan pronto recordando los deliciosos detalles de sus primeros meses de matrimonio, las palabras dulces, las pruebas ostensibles de amor que su mujer le diera, su mujer, cuyos defectos eran los de todas las niñas demasiado mimadas, se ponía a imaginar que estaba bajo el poder de una maldita alucinación, una de las mil infamias que los enemigos de su suegro habían inventado para hacerles daño, y estaba a punto de volverse a Sarrió y meterse nuevamente en la cama; como apreciando y pensando los motivos que tenía para sospechar de ella, aquella grave escena que determinó la salida del Duque de la casa de sus suegros, su frivolidad y coquetería, la denuncia aunque embozada persistente del periódico enemigo, se le encendía la sangre de golpe y apretaba vivamente el paso. ¡Oh, desgraciados de ellos si era verdad! ¡Más les valía no haber nacido! Y apretaba con mano crispada el bastón y tiraba del estoque para cerciorarse de que estaba allí pronto a obedecerle. No se le ocurrió ni una vez acariciar el revólver. Necesitaba a toda costa ver la sangre de los traidores.

Cuando llevaba la mitad del camino andado próximamente, sintió detrás de sí el galope de un caballo. Sin saber por qué, le dió un vuelco terrible el corazón. Se apresuró a saltar a los prados y aguardó con ansiedad mirando sigilosamente por encima de la pared a que el jinete pasase. No transcurrieron dos minutos sin que en efecto cruzase por delante de él como un relámpago. Pudo reconocer perfectamente el magnífico caballo alazán del Duque. A éste no pudo distinguirle porque iba envuelto en un capote, con un gran sombrero calado hasta las narices. Pero si los ojos no, el corazón lo vió con toda claridad. Quedó yerto, pegado al suelo. Sintió un desfallecimiento singular en las piernas como si fuese a caer. Mas prontamente la sangre hirvió dentro de su brioso temperamento de atleta. Tendiéronse sus músculos acerados y saltó sin tocar con las manos la paredilla de seis pies que cerraba la finca. Cayó en medio de la carretera. Sin detenerse un punto, emprendió una carrera vertiginosa, loca, detrás del caballo, como si tuviese la absurda pretensión de alcanzarle. Aunque su aliento era grande, sin embargo, se le concluyó mucho antes de llegar a la quinta. Necesitó pararse tres o cuatro veces. Por fin llegó a la verja. Entró por la puerta de hierro, que sólo estaba llegada. Echó una mirada en torno y vió el caballo del Duque atado a un árbol. Siguió precipitadamente, pero cuidando de no hacer ruido, por una de las avenidas orladas de coníferas que conducían a la casa. Como conocía todas las entradas, no se dirigió a la puerta cuyo llavín llevaba consigo. Temía que algún criado le sintiese. Escaló por una parra que adornaba el balcón del cuarto de su suegro, que solía quedar abierto cuando él no dormía en casa. Por desgracia estaba cerrado. Entonces sacó el estoque, y metiéndolo por la rendija de la puerta logró levantar el pestillo y entró.

Una persona le había visto: Cecilia. En una de las noches anteriores, ésta, cuya habitación estaba próxima a la de sus hermanos, había creído sentir ruido por la noche y se había levantado. Miró al través de los cristales hacia la huerta y vió a Pachín, el criado, en compañía de otro hombre a quien no pudo conocer. Sin embargo, concibió una viva sospecha que la aterró. El modo de andar de aquel hombre, de quien no percibía más que el bulto, no era de un campesino. Gonzalo dormía aquella noche en Sarrió. Además, su cuñado era mucho más alto. Fuertemente sobreexcitada por una idea espantosa, se acostó otra vez, pero no logró dormir. Todo el día siguiente estuvo triste y preocupada. Al cabo logró dominarse y resolvió en su interior vigilar a su hermana y saber de cierto si eran quimeras o realidades lo que pensaba. Al efecto, no perdió de vista a Pachín. Observó que el día mismo que Gonzalo había de dormir en Sarrió, fué a este punto con una comisión de Ventura, aunque él no era el encargado de hacer la compra. Cuando llegó quiso ver lo que traía. Era una novela francesa que no pudo tener en las manos porque Ventura se apoderó de ella al instante y se fué a su cuarto. No le cupo duda de que el libro traía entre sus páginas alguna carta. Se propuso entonces no dormirse aquella noche y saber de una vez la verdad. Después de comer cosió un rato mientras Ventura leía a la luz del quinqué. En cuanto sonaron las diez ambas hermanas se retiraron a sus respectivas habitaciones. Cecilia se echó una manta por encima de los hombros, apagó la luz y se sentó detrás de los cristales del balcón. Esperó una, dos horas. A las doce, próximamente, de la noche percibió entre los árboles dos sombras. Aunque con dificultad, reconoció a Pachín y al hombre de la noche pasada, que esta vez advirtió bien que era el Duque. Las dos sombras desaparecieron al instante entre los árboles cercanos a la casa. Quedó petrificada. Una ola de indignación, que se formó en su pecho, subió a los labios y exclamó:– ¡Qué infame! ¡qué infame!– Siguió sentada en la silla y con la sien pegada al cristal, aturdida, llena de confusión y vergüenza como si ella fuese la culpable. Al cabo de algunos minutos, estando con la mirada fija, atónita, en el parque vió correr otra sombra con extraña velocidad hacia la casa. No pudo reprimir un grito de espanto. Quedó en pie como si la hubieran alzado con un resorte. Luego, trompicando en la obscuridad con los muebles y las paredes se dirigió al cuarto de su hermana. Se hallaba en tinieblas. Vaciló un instante en llamar: mas de repente se le ocurrió seguir adelante pensando que Ventura no podía delinquir tan cerca de ella y las niñas. A los pocos pasos, al revolver la esquina de un pasillo vió claridad. Corrió hacia ella. En el gabinete persa, que era una rotonda aislada en cierto modo de la casa, había luz. Dió dos golpecitos a la puerta diciendo por el agujero de la cerradura:

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
480 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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