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Kitabı oku: «El Cuarto Poder», sayfa 24

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– Desengáñese usted, Belinchón: en la dársena de usted, con viento entablado del Noroeste, no entran ni las sardinas.

El que más gozaba en esta fiesta, ¿quién lo diría? era un anciano, el buen don Mateo, a quien se debía exclusivamente. Para él, aquel baile significaba uno de los grandes triunfos de su vida. Más trabajo le había costado congregar allí a los enconados vecinos de la villa, que tomar un reducto a los carlistas en la acción de Guardamino. No cesaba en toda la noche de andar, mejor dicho, de arrastrarse de un lado a otro, expidiendo órdenes a los criados, al conserje, a la orquesta.

– Gervasio, ahora las bandejas de dulces… ¡Coged uno de cada lado, mastuerzos!– ¿Qué quiere usted, señor Anselmo? ¿Piden los muchachos que en vez de vals sea rigodón? Pues toque usted rigodón.– A ver, pollos, que hay una porción de señoras en el tocador que no tienen pareja para salir.– ¡Marcelino! ¿dónde se ha metido Marcelino? Baja al portal, que un pillo ha tirado una pedrada al farol, y lo ha roto.– ¡Pero, don Manuel, si no son más que las dos! ¿Se quiere usted llevar ya a las niñas, y aun no hemos roto la piñata?

Aquella noche estaba rejuvenecido el buen señor. Gozaba por todos los jóvenes, como los místicos gozan en una comunión general. De vez en cuando sus ojos opacos se fijaban por encima de las gafas, en el globo de madera que colgaba en medio del salón, y lo acariciaba con una sonrisa de placer. Aquel primoroso artefacto, venido de Burdeos, estaba pintado con rayas azules y blancas. Por debajo de él pendía una multitud de cintas de varios colores, todas las cuales, menos una, quedarían en las manos de las señoritas, al tirar por ellas. A la que diera con la cinta que abría la piñata se le adjudicaba el globo, cargado, sin duda, de confites, y, según se decía, de chucherías muy lindas.

Gonzalo, en el medio del salón, mostrábase también alegre, departiendo cuándo con una, cuándo con otra dama. Había bailado con su cuñada un rigodón, y una polka y un vals con dos amigas de su esposa. Sudaba copiosamente. No cesaba de limpiarse la frente con el pañuelo. Su gran figura de coloso, descollaba como una torre por encima de todas las cabezas.

– ¡Qué animado está el señor alcalde!– le decía una dama del bajo imperio.

– Hay que aprovecharse de la ausencia de Ventura— respondía el joven riendo.– ¿Dónde está su marido, Magdalena?

– Por ahí anda.

– Baile usted conmigo esta polka. Vamos a engañar a nuestros cónyuges respectivos.

– No puedo. La tengo comprometida con Peña.

Mientras así charlaba con todos los que se le acercaban, una mujer rebujada en dominó negro, con máscara del mismo color, no le perdía de vista un momento, situada ahora en un punto, ahora en otro; pero siempre a corta distancia de él. Por los agujeros de la careta se veían dos ojos lucientes y fieros. Era doña Brígida, la ingeniosa compañera del rebajado Marín, que acechaba el momento oportuno, como el barítono de Un ballo in maschera para dar la puñalada. La víctima allí, era un príncipe; aquí, nada más que alcalde. Las razones que la eminente señora tenía para meditar tal crimen, no serán tan poderosas como las del barítono a los ojos de un hombre; mas de seguro lo parecen a cualquier mujer. El Faro de Sarrió, en su afán de morder a todos los socios del Camarote, a sus parientes y amigos, la había emprendido desde hacía tres o cuatro meses, con la esposa de Marín. Salieron a relucir todos los secretos domésticos; la vida del matrimonio, la dependencia y degradación de Marín fueron puestas en caricatura. Se contaban a este propósito, en letras de molde, todas las anécdotas más o menos chistosas que corrían por la villa, y algunas más descubiertas o inventadas por los maleantes redactores. Y como si esto fuera poco, no había número del citado periódico en que de un modo u otro no se hiciese mención de la peluca de doña Brígida, que por tal circunstancia había llegado a ser popular en Sarrió. La irritación, la rabia, el odio y el deseo de venganza que se habían despertado en esta señora, nadie se los puede figurar. Baste decir que, cuando veía a cualquier redactor de El Faro en la calle, empalidecía horriblemente; costaba gran trabajo impedir que se le arrojase al cuello, como un gato rabioso. Hasta entonces no había podido satisfacer aquella ansia de venganza que la devoraba. Por eso ahora, contemplando a Gonzalo, se relamía de gozo, se estremecía de anhelo, como el tigre que divisa la presa. Aprovechando un instante en que nadie hablaba con él, se fué hacia él muy quedo y por detrás. Y poniéndose repentinamente delante, escupió más que dijo estas palabras:

– Gonzalo, ¿cómo eres tan borrico? Estás siendo la burla y la risa de todo el mundo. No hay una sola persona en el baile que no sepa que tu mujer está durmiendo a estas horas con el duque de Tornos.

El joven quedó como si le hubieran dado con un mazo en la frente. Se puso densamente pálido. Trató de agarrar a la infame máscara para arrancarle la careta; mas no le fué posible. Doña Brígida se había escabullido como una anguila por entre la gente. Como había muchas señoras con el mismo disfraz, imposible saber quién era. Entonces se apresuró a salir del salón. Las palabras aquellas le sonaban dentro de la cabeza como feroces martillazos. Temió caerse. En la antesala respondió con sonrisa estúpida a las frases amicales que le dirigían. Su tío don Melchor, viéndole tan pálido, vino hacia él:

– Qué tienes, Gonzalillo: ¿te sientes mal?

– Sí… Voy a tomar una taza de te.

– Te acompaño.

– No, no; vuelvo en seguida.

Y corrió, dejándole plantado cerca de la puerta.

Bajó las escaleras. Se encontró en la calle sin darse cuenta de lo que hacía. El aire frío de la noche le refrescó la cabeza y le hizo volver en su acuerdo. Súbitamente tomó la resolución de partir a Tejada. Buscó con la vista el coche y no le vió. Sin duda Ramón estaba en casa aún. Miró el reloj. No eran más que las dos y media. Dirigióse a paso largo hacia la casa de su suegro, en la Rúa Nueva, mas cuando hubo dado unos pasos, advirtió que iba sin sombrero y de frac. Volvióse al Liceo. Al primer criado con quien tropezó en la escalera, le pidió que le bajase el sombrero y el abrigo.

Cuando llegó a casa, Ramón estaba enganchando ya.

– Ramón, vas a llevarme ahora mismo a Tejada a todo escape.

El cochero le miró con sorpresa.

– ¿Se ha puesto peor la señorita?

– Me parece que sí— respondió metiéndose en el coche.– Para antes de llegar… en la revuelta del molino, ¿entiendes?

– Teme asustar a la señorita, ¿verdad?– preguntó el cochero con gran penetración.

No contestó.

Los caballos partieron a escape, haciendo bailar el coche ásperamente por encima del empedrado desigual de la villa. Gonzalo no advirtió siquiera aquel movimiento que le sacudía rudamente las visceras, ni el tránsito a la carretera al dejar la población. Toda su atención estaba fija, concentrada en un punto. ¿Sería verdad, o no? Desgraciadamente, sin saber él mismo por qué, la convicción de que su esposa le estaba engañando, entraba en su alma y se enseñoreaba de ella. Cuando había venido a Tejada a pie, hacía dos meses escasos, esta convicción no quería entrar. Por mucho que hacía para convencerse de que la delación del periódico era verdad, su mente y su corazón se negaban a darle asenso. Ahora sucedía todo lo contrario. Se hacía infinitas reflexiones para persuadirse a que la acusación de la encapuchada no era más que vil expresión de la envidia y el despecho en algún enemigo oculto, y a pesar de ellas no podía menos de darla fe.

Cuando el coche paró, no se dió cuenta del tiempo que hacía que caminaba; lo mismo podía ser un día que un minuto. Salió de su sueño y brincó del carruaje al suelo.

– Ahora vuélvete por la familia— le dijo a Ramón,– y no digas que me has traído. No hay necesidad de asustarles.

Se dirigió lentamente hacia la puerta del parque, que estaba a unos doscientos pasos, mientras el coche se alejaba en sentido contrario. Cuando llegó, la tocó con mano trémula. Estaba abierta como la otra vez. Sintió un frío extraño en el corazón que le obligó a detenerse. Entró al fin con cautela, y quiso ver si estaba la llave por dentro para cerrarla; pero no la halló. La noche no estaba clara ni obscura; el cielo toldado. Llovía un agua menudísima, muy frecuente en el país, que impregna al cabo la ropa como la gorda, y aun mejor. No hacía ruido alguno al caer sobre los árboles y plantas del parque; pero aquéllos, empapados ya, al ser heridos por una ráfaga de viento, dejaban escapar multitud de gotas, un verdadero chubasco, que sonaba sobre los caminos con suave y fugaz repiqueteo.

Gonzalo se acordó de que no traía arma alguna. Pero alzó los hombros con desdén, con una confianza absoluta de que si llegara el caso no iba a hacerle falta. Miró a todos lados a ver si descubría el caballo del Duque y no lo vió. Lo que sí percibió fué la sombra de un hombre deslizándose al través de los árboles. Corrió hacia ella, mas se desvaneció al instante. Figúresele que era Pachín, el criado, y le acometió la sospecha de que él era el traidor que abría la puerta al Duque. Después de la noche aquella en que halló a su cuñada con éste, se había dedicado a averiguar quién era el que dentro de casa le protegía, sin lograr nada. En quien menos podía sospechar era en un criado tan antiguo como Pachín.

Pensó entonces en que podía ir a avisar a los traidores, y tomó otra vez la dirección de la casa a la carrera para ganarle por la mano. Subió de nuevo por la parra al cuarto de su suegro. Esta vez, el balcón estaba llegado nada más. De puntillas, pero velozmente, se dirigió al gabinete presa por un movimiento automático, como si, habiendo encontrado allí al Duque una vez, fuese de necesidad que estuviese siempre. Grande fué su estupor al encontrarlo desierto y obscuro. Quedó un momento clavado al suelo. Pero movido súbito por una idea, corrió al cuarto matrimonial, donde Ventura dormía. Hallólo cerrado por dentro. Llamó con la mano.

– Ventura, Ventura.

– ¿Quién está ahí?– gritó de adentro su esposa con voz extraña, indefinible.

– Soy yo… abre, abre pronto.

– Estoy en la cama.

– No importa, abre pronto.

– Déjame vestirme.

– No; abre en seguida o rompo la puerta.

– Voy, voy allá.

El joven aguardó un instante. En vez de la puerta, creyó percibir que se abría el balcón del cuarto.

– ¡Abre, Ventura!– gritó con furor.

Y no recibiendo contestación, dió un golpe a la puerta con su poderosa pierna de cíclope, e hizo saltar el pestillo con estrépito. El cuarto estaba en tinieblas.

– ¡Ventura, Ventura!– gritó.

Nadie contestó. Sacó con mano trémula una cerilla, y paseó una mirada de loco por la habitación. Su esposa estaba en camisa acurrucada en un rincón, pálida, desencajada. Gonzalo no detuvo los ojos en ella. Miró a todas partes en busca de algo, y, percibiendo el balcón entreabierto, se lanzó hacia él. Abrió. Vió correr entre los árboles una cosa blanca, el bulto de un hombre en mangas de camisa. No se descolgó. Saltó de un brinco al jardín, y corrió hacia él como una saeta. Mas el hombre ya llegaba a la puerta de hierro, la abría, desaparecía. Gonzalo le siguió poco después, pero al echar una mirada en torno, le vió entre las sombras, montado a caballo, lanzándose a la carrera en dirección a Nieva. Comprendió en seguida que era inútil perseguirle. Animado, no obstante, de una esperanza loca, volvió corriendo a las cuadras, sacó su hermoso caballo de silla, y, poniéndole un freno, saltó sobre él en pelo, y se lanzó igualmente a escape por la carretera de Nieva. No llevaba espuelas ni látigo, mas el bravo animal obedeció a su voz, mejor dicho, a sus rugidos, y tomó un escape violentísimo. Los ojos del caballo veían el camino. El no percibía delante de sí más que un gran agujero negro donde iba a sumirse. Los altos álamos que orlaban la carretera, pasaban raudos a su lado como negros fantasmas.

– ¡Up, up, up!

El noble bruto volaba como si le clavase el acicate. Así corrió por espacio de media hora.

– Es imposible— se dijo.– Su caballo es aún mejor que el mío, y me llevaba una delantera de dos tiros de fusil lo menos.

Mas cuando se iba haciendo esta reflexión, y vacilaba en tirar del freno al caballo, pasó por delante de otro, que estaba a un lado de la carretera, ensillado y sin jinete. Paró en firme al suyo con trabajo. Dió la vuelta para ver lo que era aquello. Reconoció en seguido la jaca inglesa del Duque.

– ¡Oh— rugió,– ya eres mío!

Porque se imaginó en seguida que había caído. Apeóse y reconoció el terreno, pero no dió con el jinete. Encendió cerillas, y nada, no encontró rastro del Duque.– «Puede ser que oyendo el galope de mi caballo, y temiendo que le alcanzase, se haya escondido por aquí cerca»– se dijo. Saltó a los prados, reconoció todo lo escrupulosamente que pudo a la luz de las cerillas los alrededores, miró detrás de los setos, escudriñó la maleza, siguió un buen trecho la orilla de un arroyo que había a la izquierda. Pero se agotó la caja de fósforos antes que pudiese topar con su enemigo. Dió la vuelta desesperado, bramando de rabia.

Si efectivamente el duque de Tornos andaba por allí escondido, ¡qué buen rato debió de haber pasado!

XIX.
en que da fin la presente historia con algunos notables, cuanto tristes sucesos

Ventura, así que vió desaparecer a su esposo por el balcón, se vistió apresuradamente. Salió del cuarto en busca de algún criado. Justamente llegaba Pachín, con una luz en la mano, con la faz descompuesta.

– El señorito va corriendo detrás del señor Duque por la huerta— dijo, con voz apenas perceptible.

– ¿Lo alcanzará?– preguntó la infiel esposa, muy pálida, aunque repuesta ya bastante del susto.

– No lo creo. El señor Duque tiene el caballo amarrado al lagar de Antón. Lleva delantera para poder montar, y entonces imposible seguirle.

– ¿Dónde me escondo yo? Si vuelve, me mata.

– Lo mejor sería salir de casa, señorita… Venga conmigo.

La joven le siguió al través de los pasillos. Bajaron la escalera de servicio, y salieron por la puerta de la cocina. Pachín quería llevarla a casa del párroco, que la tenía no muy lejos de la posesión. Cuando salieron al jardín, vieron venir corriendo a Gonzalo hacia la casa. Sólo tuvieron el tiempo preciso para esconderse detrás de la washingtonia próxima al comedor. Desde allí le vieron entrar en la cuadra, sacar el caballo y partir a escape. Ventura creyó morir de miedo.

– No, no, yo no quiero ir a casa del cura. Puede volver pronto, y el cura no puede defenderme de él… Es un pobre viejo… Quiero ir a Sarrió.

– ¿Pero, señorita, a Sarrió a estas horas y lloviendo?

– ¿No hay ningún carruaje?

– Hay la berlina; pero faltan los caballos… Aguarde usted un poco, voy a ponerle las varas, y engancharemos la jaca del señorito Pablo… No respondo de que tire.

– ¡De prisa, de prisa!

Todo lo más que pudo, Pachín hizo lo que decía. Ventura se metió en el coche, y partieron. Aunque al principio la jaca se rebeló un poco, puesta ya en la carretera, con la querencia de la cuadra de Sarrió, donde estaba generalmente, anduvo bastante bien. La joven ordenó al criado que la llevara a casa de don Rudesindo, con cuya señora mantenía bastante relación. Allí se refugió, y estuvo hasta que su padre, dos o tres días después del suceso, la llevó a Madrid. De allí a Ocaña, en uno de cuyos conventos la encerró, por acuerdo de él y Gonzalo. El gran patricio no tenía gran apego, como sabemos, a las religiones positivas; pero «mientras la sociedad no dispusiera de otros medios coercitivos para ciertas transgresiones de la moral, forzoso era acudir en demanda de ellos a las antiguas instituciones sociales, siquiera fuesen tan viciadas y deficientes como éstas».

Volvamos ahora a Gonzalo. Pasó todo el día cerrado en Tejada, en un estado de agitación próximo a la demencia. La única persona que se atrevió a entrar en su cuarto fué don Rosendo. Aunque adornado con perífrasis y redundancias periodísticas que acreditaban su temperamento de escritor, supo hablarle un lenguaje digno y generoso. Se ponía incondicionalmente de parte de él, y maldecía a su hija «cuya conducta incalificable, barrenando (últimamente le había cogido mucha afición don Rosendo al verbo barrenar), al mismo tiempo, la moral, el derecho y las prácticas sociales, la ponía fuera de toda protección legal y familiar». El fué quien propuso encerrarla provisionalmente en un convento. El pobre Gonzalo, abatido, convulso, no le contestó una palabra. Escuchábale paseando por la habitación en sentido diagonal, las manos en los bolsillos, la mirada húmeda y siniestra. Tan sólo levantó la cabeza para decir con firmeza:

– Llévesela usted donde quiera… ¡Pero que no vea a mis hijas! No quiero que sus labios las toquen.

Al obscurecer entró un criado a avisarle que dos señores que habían llegado en una carretela, deseaban hablarle con urgencia. En seguida le cruzó por el pensamiento lo que aquello significaba, y se apresuró a contestar:

– Que entren.

Entraron dos caballeros de Nieva. El uno era el marqués de Soldevilla, hombre de media edad, enteramente rasurado, color erisipeloso y dientes amarillos, que hablaba muy alto para aparecer campechano: el otro, un coronel retirado, llamado Galarza, viejo, canoso, y hombre de pocas palabras y amigos. Venían de parte del Duque a arreglar un asunto grave, que había acaecido la noche pasada, en el terreno del honor. El duque de Tornos no quería dejar al señor de las Cuevas sin la reparación que le debía. Huir en aquella ocasión, no entraba en sus costumbres y carácter, ni era digno de su jerarquía social. Pero al mismo tiempo, en interés de Gonzalo y de él mismo, exigía que todo se llevase a cabo con el mayor secreto posible.

Gonzalo dejó hablar al Marqués, que fué prolijo hasta la impertinencia, sin pestañear, afectando una tranquilidad que no sentía.

– Está bien— dijo cuando terminó.– Acepto, desde luego, el desafío. Estoy pronto a realizarlo como y cuando ustedes gusten… Un poco original es— añadió, al cabo, con risita nerviosa, que disfrazaba mal la cólera que le dominaba.– Un poco original es que sea el señor Duque quien desafía, siendo yo el ofendido. Ese acto, a la verdad, más que en la caballerosidad parece inspirado en el miedo.

– Señor de Cuevas— interrumpió agriamente el ex coronel,– nosotros no podemos consentir que en nuestra presencia se permita usted esas apreciaciones.

Gonzalo le miró con ojos distraídos, como si no hubiese oído, y siguió diciendo:

– En realidad, yo podía y hasta debía rechazar este desafío, porque no es costumbre que los hombres decentes se batan con los granujas, aunque éstos lleven un título del reino.

– Señor de Cuevas— profirió Galarza montando en cólera,– esto es insufrible. Yo no tolero que usted hable de ese modo.

– El duque de Tornos es un ganuja, ¿sabe usted?– respondió mirándole fija y provocativamente a los ojos.

La verdad es que hubiera sido gran temeridad meterse con Gonzalo en aquel instante. Galarza se puso pálido, y dijo levantándose:

– Está usted en su casa. Yo me retiro.

– ¿Quiere usted que vaya a decírselo fuera?– exclamó impetuosamente, levantándose también.

– Señores— gritó con voz cascada el Marqués,– un poco de sosiego. Galarza, no tiene usted derecho a irritarse. El género de ofensa que nuestro apadrinado ha hecho al señor (y siento tener que referirme a ella), le disculpa para extralimitarse en la apreciación de su carácter. Creo que en el momento que acepta el duelo, hace bastante y atenúa por completo el sentido de sus palabras, hijas de la irritación natural en que se encuentra…

Gonzalo estuvo por dejar caer la mesa, que tenía delante, sobre el necio conciliador. Permaneció inmóvil y silencioso, no obstante, porque deseaba ya ardientemente verse frente a frente con el Duque. El ex coronel volvió a sentarse a ruegos de su compañero. Por temor a su temperamento irritable o por vengarse, no volvió a pronunciar palabra.

Gonzalo manifestó que nombraría a dos amigos para que se entendieran con ellos, los cuales irían al día siguiente por la mañana a Nieva. Por lo tanto podían volverse desde luego a este pueblo, a no ser que le hiciesen el honor de ser sus huéspedes aquella noche…

Los amigos del Duque dieron las gracias: se dispusieron a marcharse. Cuando ya estaban en pie les dijo Gonzalo dirigiéndose, por supuesto, solamente al Marqués.

– Deseo que tanto las conferencias que celebren ustedes con motivo de este lance, como el lance mismo, se realicen en Nieva… Porque— añadió con acento, mitad sarcástico, mitad enternecido,– por más que a ustedes les parezca raro, todavía hay en esta casa personas que me aman.

Los padrinos prometieron complacerle, y se retiraron dando la vuelta a Nieva.

Cecilia los vió partir y se puso a rondar el cuarto de su cuñado sin atreverse a entrar. Este, al salir en busca de Pablito, se la tropezó en el pasillo, que estaba medio a obscuras. La joven le cogió repentinamente la mano, se la apretó con fuerza, y clavándole una mirada anhelante, le dijo:

– No te batas, Gonzalo.

El tuvo fuerzas para disimular, exclamando con desprecio:

– ¡Me había de batir yo con ese canalla! ¡Nunca!… Le mataré donde le encuentre…

Creyó en sus palabras; pero volvió a decirle con voz conmovida:

– Hazlo por tus inocentes hijas.

– Por mis hijas… y por ti— respondió acariciándole afectuosamente el rostro con la mano. Y se apresuró a alejarse, porque la emoción le ahogaba.

Cuando halló a Pablo, le dijo reservadamente:

– Contigo puedo hablar con franqueza. Eres un hombre y sabes bien que hay en la vida cosas inevitables. Acaban de irse los padrinos del Duque, y acabo de engañar a Cecilia prometiéndole no batirme. Como tú comprendes, eso es imposible…

– ¿Por qué?… No: tú no debes batirte… ¡Yo soy, yo, el que ha de matar a ese miserable!– exclamó fogosamente el hermoso mancebo.

– Gracias, Pablo, gracias— respondió Gonzalo gravemente con voz temblorosa, apretándole la mano con efusión.– Eso no puede ser. Medita un poco sobre el asunto, y verás que te engañan tus buenos deseos y el cariño que me tienes.

Costó mucho trabajo convencerle, sin embargo. A todo trance había de ser él quien desafiara al Duque primero, y ponía en prensa su no muy repleto cerebro, para buscar argumentos que lo hiciesen natural y lógico. Sólo después de larga discusión y quedando en que, si Gonzalo sucumbía o salía herido, él retaría al Duque, se dejó persuadir de malísima gana.

Había en aquella adhesión y cariño que toda la familia le mostraba, en lo franca y resueltamente que se ponían de su parte y rechazaban con horror a la extraviada hija y hermana, algo que a Gonzalo le conmovía y le sofocaba a un mismo tiempo. Este proceder tan digno, le obligaba a él a usar de generosidad, no mentando en la conversación el nombre de la infiel, que en sus labios sólo podía ir acompañado de un epíteto injurioso. Pablito no se los escatimaba. Pero él comprendía muy bien que no debía seguirle.

– Mira, mañana a primera hora, te vas a Sarrió y llevas unas cartas que yo te daré, a Alvaro y don Rudesindo. Que se pongan inmediatamente en camino para Nieva… procurando no asomarse a las ventanillas cuando pasen por aquí. Que arreglen el asunto lo más pronto posible y envíen el aviso del día y la hora a Sarrió. Tú lo recibes allí y me lo traes inmediatamente… Después ya me arreglaré para salir de aquí sin que tu padre y Cecilia lo adviertan.

Cumplió su cometido Pablo, saliendo al amanecer para Sarrió a caballo. Cumplieron el suyo también, Peña y don Budesindo, trasladándose a Nieva acto continuo. Gonzalo vió pasar el coche que los transportaba, desde el balcón de su cuarto.

El escándalo en Sarrió había sido terrible como debe suponerse. No se hablaba de otra cosa. Los amigos de Belinchón andaban mustios. No faltaban entre ellos, sin embargo, quienes creían que le estaba bien empleado a don Rosendo, por haber criado con tal mimo a su hija menor, y haberla consentido tomar aquellas ínfulas y aires de princesa. Los enemigos se bañaban en agua de rosas, y procuraban aumentar con mil trazas el escándalo. Las pocas personas imparciales que había en la villa, se limitaban a compadecer al pobre Gonzalo, y a censurar el proceder repugnante de la ingeniosa señora de Marín (pues ya se sabía que era ella la que prendiera fuego a la mecha). Muchos curiosos pasaban por delante de la casa de don Rudesindo mirando con atención a los balcones, preguntando a los criados que salían, husmeando, en fin, lo que dentro pasaba. Se decía que Ventura estaba muy tranquila, y poco arrepentida de su conducta, que había comido como si tal cosa, y que había charlado y reído toda la tarde, con la esposa del fabricante de sidra.

A la atención ávida de los curiosos, tampoco pudo ocultarse la marcha de éste para Nieva en compañía de Peña. En seguida se sospechó el objeto. Corrió por la villa como una chispa, la noticia de que Gonzalo se estaba batiendo con el Duque, no se sabía dónde.

Don Melchor de las Cuevas vivía solo con un criado y una criada. La noche del baile se había retirado a su casa, pasando antes por la de Belinchón. Allí le dijeron que el señorito Gonzalo se había ido a Tejada. El anciano sospechó que no sintiéndose bien, se iría a meter en la cama. Al día siguiente, él mismo se sintió un poco indispuesto, porque no estaba acostumbrado a trasnochar, y se quedó en casa. Mandó, sin embargo, al criado a la de Belinchón, a preguntar qué sabían de su sobrino. Enteróse el criado inmediatamente de lo acaecido, pero no se atrevió a decírselo a su señor. Le trajo el recado de que Gonzalo se hallaba en Tejada bueno. Pasó aquel día así. Pero al siguiente, martes, oyó el criado la especie de que el señorito se estaba batiendo con el Duque, y entonces, por temor de incurrir en responsabilidad o porque creyese que su señor podía evitar una desgracia, le dió cuenta de todo, aunque con algunas precauciones. Don Melchor, herido en lo más hondo de su corazón, se levantó convulso de la butaca y pidió que inmediatamente fuesen a buscar un coche que le trasladase a Tejada. En cuanto estuvo a la puerta, se metió en él, ordenando al cochero que fuese a todo escape a la quinta de Belinchón.

Con quien primero tropezó fué con éste, quien le recibió con alguna confusión y vergüenza, como si el pobre tuviese alguna parte en la desgracia que pesaba sobre Gonzalo. Don Melchor estuvo un poco frío con él, no intencionalmente, sino por el anhelo que tenía de ver a su sobrino. Don Rosendo le condujo hasta la puerta de su cuarto, y allí le dejó. El señor de las Cuevas llamó con los nudillos.

– ¿Quién va?– preguntaron de adentro ásperamente.

Levantó el pestillo sin contestar, y entró. Gonzalo, que estaba en pie en medio de la estancia, se puso rojo como una brasa al ver a su tío. Este le oprimió fuertemente contra su pecho. Las lágrimas corrieron abundantes por las mejillas del joven. Nadie le había visto llorar en aquellas críticas circunstancias. Pero aquel anciano era el padre de su infancia, y a él podía mostrar sin vergüenza las llagas más recónditas de su corazón. Estuvieron largo rato así abrazados. Don Melchor se separó al cabo, y dijo empujándole hacia una butaca:

– Siéntate.

Se dejó caer en ella, y ocultó los ojos con la mano.

– El golpe es rudo— dijo el marino con voz ronca después de silencio prolongado.– Una racha traidora que te ha metido la borda debajo del agua… Pero eres barco de mucha manga— añadió poniéndole las manos sobre los hercúleos hombros.– Tienes las cuadernas sólidas… Ya achicaremos el agua.

Gonzalo no contestó.

– ¿Por qué no te has venido inmediatamente a casa?

– Porque hubiera sido un desaire cruel para esta pobre familia, que está profundamente afligida. ¡Se han portado conmigo tan cariñosamente!

– Si es así, has hecho bien… Pero debiste darme aviso… Eso no te lo perdono.

– ¿Para qué? Cuanto más tarde recibiese usted el disgusto, mejor.

– ¡No; eso no! Yo soy tu padre, Gonzalo, y debo padecer contigo… Además, mi presencia hacía falta… Me han dicho que vas a batirte con ese… ¡con ese pirata! ¿Es verdad?

– No… por ahora no hay nada— respondió el joven con alguna vacilación.

– ¡No me engañes, Gonzalo! Ese desafío no puede realizarse. Vengo resuelto a impedirlo.

– No hay nada, tío. Sosiéguese usted.

– Es inútil que me engañes. Yo no me separaré de ti un momento. Aquí me quedo. Dormiré a tu lado para que no te me escapes, y te daré guardia de prima, de media y de alba.

Gonzalo quedó estupefacto. Comprendió que era necesario confesarlo todo, y abordar la cuestión de frente.

– ¿Y si fuese verdad, qué, tío? ¿Se atrevería usted a impedir que su sobrino fuese a cumplir con lo que el honor exige?

– Sí, señor… ¡Pues no me había de atrever!… Sí, señor, que me atrevo— replicó el viejo, ya enfurecido.– ¿Quieres que yo consienta que expongas tu vida por un pillo, por un ladrón, que se ha introducido en tu casa para robarte villanamente la honra? A los ladrones se les mata de un tiro, o se les ahorca; no se mide las armas con ellos… Tú estás obcecado, Gonzalo… Párate un momento, hombre. Da fondo al escandallo, y verás que no hay agua para marear…

– ¿Qué quiere usted que haga entonces? ¿Quiere usted que le deje marchar tranquilamente para Madrid? ¿Quiere usted que le vaya a despedir, y a desearle feliz viaje, dándole las gracias además por el favor que me ha hecho?

– ¡No, mala centella que lo parta, no!… Mátalo, si quieres, pero no expongas tu vida.

– Eso es muy fácil de decir, tío— replicó Gonzalo con amargura.– Figúrese usted que voy a Nieva, le busco y le pego un tiro o una puñalada y le dejo muerto… Pues desde allí voy a la cárcel, y, por bien que me vaya, no me escapo sin unos años de presidio… Aparte de que la mayoría de los hombres, aunque disculpasen la acción, no la hallarían muy valerosa.

Don Melchor se quedó unos momentos confundido, sin saber qué replicar. Aquello no tenía vuelta de hoja. Al cabo, levantó la cabeza con brío, los ojos brillantes de alegría:

– ¡Ya encontré la solución!

– ¿Cuál?

– Tú te estás quieto en casa. Yo me voy ahora mismo a Nieva, le desafío y le mato.

– ¡Oh, tío, muchas gracias! Eso no puede ser— replicó Gonzalo, sin poder reprimir una sonrisa.

– ¿De qué te ríes, ciruelo?– exclamó el buen anciano, echando fuego por los ojos.– ¿Te figuras, por ventura, que tu tío es un trasto arrinconado que no puede empuñar un sable o una pistola?… ¡Oh, demonio! ¡Oh, diablo!– añadió cada vez más irritado, gesticulando como un loco por la habitación.– Yo estoy lo mismo que si tuviera veinte años… Yo subo de cuatro en cuatro las escaleras, y no me fatigo… Yo bebo cinco botellas de pale-ale, y no me tambaleo… Yo derribo un toro de un puñetazo, y trinco al marinero más forzudo y le echo al agua… ¿A que no rompes tú cinco nueces con los cinco dedos de la mano, y eso que te las echas de tan bruto?…

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
480 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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