Kitabı oku: «El maestrante», sayfa 2
–No puede ser. Rechila no ha pasado de Mérida, que ha conquistado después de un corto asedio—manifestó Saleta sin turbarse poco ni mucho.
–Dispenze uzté, amigo; en el archivo de mi caza hay documentoz que acreditan que el zeñó Renchila ha entrao una mijita por la provincia e Málaga, y que el zeñó Matalaoza, mi abuelo, por la línea de madre, ni pa Dioz quizo deharle seguí ma adelante.
–Permítame usted, amigo Valero; me parece que está usted en un error. Ese Rechila debe de ser otro. Entre los suevos ha habido varios Rechilas…
–No zeñó, no… El Rechila que ha derrotao mi abuelo era el antepazao de uzté… Eztoy zeguro… De la provincia de Pontevedra… Ze le conocía enzeguidita por el acento.
Y afectaba gran seriedad al proferir estas frases. La alegría de los jugadores era cada vez mayor. Saleta, acostumbrado a las burlas de su colega, no se amoscaba ni perdía un punto de su irritante flema. La desvergüenza de este hombre para mentir y sostener luego sus mentiras era inaudita.
Cuando vio la inutilidad de seguir disputando, atendió nuevamente al juego. Los demás hicieron lo mismo, aunque de vez en cuando se les escapaba por la nariz el flujo de la risa.
Jaime Moro seguía ganando. Y se mostraba alegre y charlatán, comentando cada una de las jugadas con prolijidad. Era un guapo joven de barba negra recortada, facciones correctas, ojos rasgados sin expresión y tez suave y sonrosada. Su padre, administrador diocesano que había sido en aquella provincia, se murió el año anterior, dejándole una regular hacienda, setenta u ochenta mil duros, según los bien enterados. Este capital en Lancia le hacía un verdadero potentado. No hay para qué decir que fue el blanco de todos los tiros de las niñas casaderas, su ideal, su sueño dorado. Moro parecía poco inclinado al sexo femenino. Amaba infinitamente más a Mercurio que a Venus. Su afición al juego, a toda clase de juegos, era tan desmedida que bien podía decirse que su vida entera estaba consagrada a ella, que había nacido para jugar. Vivía solo, con ama de llaves, criado y cocinera. Levantábase de diez a once de la mañana, y después de acicalarse se iba a la confitería de D.ª Romana, donde hallaba sabrosa compañía que le enteraba de todos los cuentos que corrían por la población. Así que echaba a un lado esta tarea metíase en la trastienda oscura, grasienta, pringosa, con un olor a hojaldre que derribaba, y sentándose a una mesa que correspondía en un todo al decorado del recinto, se ponía a jugar la copa de Jerez y los pasteles al dominó con su íntimo amigo D. Baltasar Reinoso, uno de los muchos propietarios de cuatro o cinco mil pesetas de renta que residían en Lancia. A las dos a comer. A las tres al Círculo Mercantil a comenzar con tres de los indianos, que formaban el núcleo de aquella sociedad de recreo, el clásico chapó, que se prolongaba ordinariamente hasta las cinco. Y vamos corriendo a casa del muy ilustre señor deán de la catedral basílica, donde nos espera este señor en compañía del maestrescuela y del cura de San Rafael para ventilar el tresillo cotidiano. Cuando el chapó se prolongaba algo más de lo acostumbrado, solía venir un monaguillo al Círculo para avisarle de que sus compañeros estaban reunidos. Y entonces Moro se apresuraba a dar los tres o cuatro tacazos definitivos, y entre uno y otro se hacía poner el abrigo por el mozo para no perder tiempo, y pagando o cobrando con mano nerviosa el saldo de su cuenta, corría desalado con la lengua fuera hasta casa del deán. El tresillo de éste duraba hasta las ocho. A casa a cenar. A las nueve, escapado a la de D. Pedro Quiñones, a empalmarlo. Otras noches a la de D. Juan Estrada-Rosa a lo mismo. A las doce al Casino, donde se reunían unos cuantos trasnochadores y jugaban al monte o la lotería un rato. Por último, a las dos o las tres de la madrugada Jaime Moro caía en su lecho rendido de tan laboriosísima jornada, para comenzar al día siguiente otra enteramente igual.
Ni se piense que era un joven codicioso. Nada de eso. Su liberalidad era conocida y loada por toda la ciudad. No le arrastraba a jugar el ansia del dinero, sino una decidida y desinteresada vocación que se había sobrepuesto en él a todas las demás aficiones. Era el suyo un temperamento excesivamente activo, sin inteligencia ni voluntad para darle un fin serio y útil. En sus cortos momentos de ocio aparecía como hombre sosegado, indiferente, linfático; pero así que tenía las cartas en la mano, o el taco, o las fichas del dominó, adquiría su figura brío inusitado, el rostro se le mudaba, las manos se estremecían como potros refrenados, los ojos expresaban la energía recóndita de su alma. Inspiraba generales simpatías en la población y las cercanías. No había hombre más dulce, más inofensivo en su trato. Jamás se le oyó hablar mal de nadie. Los que ven siempre la parte negra de las cosas de este mundo y el lado flaco de los caracteres, que van siendo cada vez más, por desgracia, sostenían que si no murmuraba era porque no sabía, que era tan bueno porque no podía ser otra cosa. ¡Como si no hubiera necios perversos! Un defecto tenía Moro, hijo de su misma afición. Se consideraba insuperable en todos los juegos a que se dedicaba. No se le podía negar gran maestría en ellos; pero de aquí a no tener rival hay mucha distancia, y Moro la salvaba. De esto procedían los prolijos, eternos comentarios con que sazonaba cada jugada, y que ya habían llegado a ser proverbiales en Lancia. Daba un tacazo en el billar. Las bolas no rodaban como se había propuesto. Se llevaba la mano a la cabeza con desesperación.
–¡Un poquito menos de bola, y la mía hubiera entrado por los palos!… Pero me veía obligado a tomar mucha bola, para que el mingo bajase; porque si no baja el mingo, ¿sabe usted? él me hace villa y se mete en casa… ¡Y a mí no me conviene eso!
Si los circunstantes asentían, aunque perdiese todas las mesas no le importaba nada. Salvada su honra profesional, el dinero era lo de menos. Vuelta a dar otro tacazo, y vuelta a comentarlo. No cesaba de hablar. Pues otro tanto pasaba en el tresillo; pero, al revés de lo que suele acaecer en este juego, se abstenía de reprender a sus compañeros y de mostrarse enojado. Hablaba, sí, y mucho; pero siempre para aclarar o glosar cualquier jugada, repitiendo infinitamente los conceptos en tono elocuente y persuasivo, que hacía sonreír a los mirones. «Si no me hubiera fallado el rey… Si hubiera tenido un triunfito más… No me atreví a dar la bola porque me figuré que D. Pedro… ¿Por qué este tres de copas no había de ser de oros?… Con dos estuches siempre ha tirado una vuelta este cura.» Era un compañero ruidoso, pero muy fino y muy desinteresado.
–Oiga uzté, ¿no va uzté a jugar?—le dijo Valero, metiendo la cabeza por entre los jugadores y examinándole las cartas.
–¿Cree usted que se puede?—preguntó Moro vacilante.
–A mí me parece que zí.
–Hay poco de esto y demasiado de esto otro—repuso, señalando discretamente con el dedo los naipes.
–Zin embargo, zin embargo… yo creo…
–Bueno, bueno, jugaremos—replicó Moro con su finura acostumbrada.
Aquel juego se perdió. Moro dirigió una mirada a sus compañeros y alzó los hombros con resignación. En cuanto Valero se apartó un poco, apresurose a decir por lo bajo:
–No quise contrariar a D. Enrique; pero aquel juego no se podía ganar.
Vindicada con estas palabras su fama, quedó tan alegre como si les hubiera dado una bola.
El conde de Onís, que en un principio se había mostrado jaranero, fue quedando poco a poco pensativo y amurriado. Jugaba sin atención alguna; de tal modo que sus compañeros le llamaron al orden más de una vez.
–Pero, conde, ¿qué es lo que tiene usted hoy? Le veo muy preocupado—dijo al fin D. Pedro.
–En efecto, ze noz ha puezto uzté mu triztón—corroboró Valero.
Viéndose interpelado de este modo brusco, se turbó como si temiera que el casco de su cerebro fuese trasparente y leyesen dentro.
–No tiene nada de particular… Me siento bastante molesto de las muelas—respondió, apelando a un inocentísimo recurso.
–Mala enfermedá e, compañero—dijo Valero.
Y todos le compadecieron y se informaron con interés de las particularidades de la dolencia.
El conde se veía apurado y contestaba vagamente a las preguntas.
–Pues contra ese mal, señor conde—apuntó Saleta,—no hay mejor medicina que el hierro. Verá usted… Yo he padecido muchísimo de las muelas siendo estudiante. No me atrevía a sacar ninguna; pero la patrona que tenía en Santiago me convenció de que, atando un bramante a la muela y sujetándolo por el otro cabo al techo, poco a poco iba saliendo sin dolor. Me senté en una silla, ¿sabe usted? y cuando ya la muela estaba bien amarrada, la huéspeda tira de la silla y me deja colgando. ¡Claro, no tenía más remedio que saltar!…
Valero comenzó a sacudir la cabeza de un modo desesperado. Los demás le miran y sonríen. Saleta no lo advierte, o finge no advertirlo, y continúa con la palabra firme y sosegada y el acento gallego que le caracterizaban:
–Después perdí enteramente el miedo. En la Coruña me sacó un dentista cinco seguidas. Siendo juez en Allariz, tuve un fuerte dolor, y como no había dentista, el promotor me sacó tres con unas tenacillas de rizar el pelo su señora. De resultas de eso me atacó una inflamación terrible en la boca, ¿sabe usted? Fui a Madrid, y Ludovisi, el dentista de la reina, me quemó las encías con un hierro candente y me sacó siete buenas…
–Van quince—murmuró Valero.
–Y me quedé perfectamente, hasta que hace cuatro años, en un pueblecillo de la provincia de Burgos, estando de temporada en casa de un amigo, me volvió el dolor, ¡qué dolor! No había ni médico, ni cirujano, ni nada. Pero llegó casualmente por allí un charlatán que sacaba las muelas montado a caballo. Me vi tan apurado, que no tuve más remedio que apelar a él; me sacó dos con el rabo de una cuchara.
–¡Compañero, qué rozario!—exclamó Valero en el colmo de la indignación.—¿Le quea a uzté todavía algún novenario en la boca?
Con la algazara que se armó despertose Manín, desperezose bárbaramente, abrió una bocaza de media vara, dejando escapar un aullido formidable, que impresionó al auditorio. Luego volvió el ciclópeo torso de medio lado y se dispuso a empalmar el sueño.
–¿A tí no te habrán dolido nunca las muelas, eh, Manín?—preguntó el maestrante, que no podía estar un cuarto de hora sin comunicarse con su mayordomo.
–¡Quiá!—exclamó el gañán sin abrir los ojos siquiera.
–¡Es una roca!—manifestó el caballero con verdadero entusiasmo.
Pero Manín se incorporó un poco en la butaca y dijo restregándose los ojos con los puños:
–Nunca tuve más que un dolor en la paletilla. Me dio cargando un carro de hierba y me duró más de un mes. No probaba bocado. Parecía que tenía allá dentro una gafura que me iba royendo el cuajo. Se me quebraban las costillas, se me hundían los costados, me tiraba a las paredes, daba corcovos y regañaba los dientes como un basilisco. Estaba tan amarillo como la paja segada. Un día me dijo el señor cura:—Manín, tú careces del pecho.—¡Yo carecer del pecho, señor cura! ¡No me conoce usted bien! Apalpe aquí por su vida; más recia tengo la entraña de lo que usted piensa.—Pues no hay más remedió, Manín, tienes que llamar al mélico.—Que no, señor cura, que no quiero yerbatos ni cataplasmas.—Que sí, Manín, si no lo llamas tú lo llamo yo.—En fin, después de mucho gravitar, aunque yo tiraba siempre pa atrás, allá vino don Rafael, el mélico de las minas. Me mandó quitar hasta la camisa y me tumbó de espaldas sobre la masera. Enseguida comienza a darme unos golpecicos en el pecho con los nudillos, como quien llama a la puerta. Pega aquí, pega allá, y ascucha que ascucharás con la oreja arrimada a la carne. ¡Na! Yo decía:—¡Gravita, gravita, probiquín! ¡Busca el puzcalabre! Más de media hora llamando con los nudillos y ascuchando. Hasta que al fin se cansó de no oír na que le emportase…—¡Ay, amigo del alma!—me dijo santiguándose,—tienes un pecho ¡líquido! ¡líquido! que en mi vida he visto otro igual…—Eso ya lo sabía yo, D. Rafael…
Al llegar aquí se detuvo repentinamente, y paseando una torva mirada por el auditorio, masculló sin que le oyesen:
–¿De qué se reirán estos burros?
Y dejando caer de nuevo la cabeza poblada de greñas sobre la butaca, cerró los ojos con soberano desprecio.
Los tertulios del maestrante volvieron su atención al juego, sin dejar de reír. Pero el conde quedó muy pronto pensativo y distraído otra vez. Al cabo, no pudiendo reprimir el desasosiego de sus nervios, levantose de la silla.
–Vamos, D. Enrique, ocupe usted mi puesto. Este dolor me molesta mucho y necesito moverme.
II
El hallazgo
Cuando el conde puso de nuevo el pie en la sala, justamente se disponían los pollos a bailar un rigodón. Una de las chicas del Jubilado estaba ya delante del piano. D. Cristóbal Mateo, a quien apodaban de este modo en el pueblo, era un antiguo empleado que había servido muchos años en Filipinas, y que estaba jubilado hacía ya algunos, con treinta mil reales. Tenía porte militar, una figura realmente marcial con sus bigotazos blancos, ojos saltones, cejas espesas y velludas manos. Sin embargo, en todos los dominios españoles no existía hombre más civil. Había hecho su carrera en las oficinas de Hacienda, y toda la vida había profesado ideas contrarias al predominio de la milicia. Sostuvo siempre que las sanguijuelas del Estado no eran ellos, los empleados, sino el ejército y la marina. Para demostrarlo aducía datos, exhibía notas sacadas del presupuesto, se perdía en divagaciones burocráticas. Decía que el presupuesto de guerra «era la sangría suelta por donde se escapaban las fuerzas vivas de la nación,» frasecilla que había leído en el Boletín de Contribuciones Indirectas, y que había hecho suya con extremada fruición. Llamaba vagos a los soldados y profesaba rencor inextinguible a los galones y charreteras. Cuando el ayuntamiento de Lancia trató de pedir al Gobierno que enviase un regimiento para guarnecer la ciudad, se opuso, como concejal, tenaz y enérgicamente a ello. ¿A qué traer una caterva de zánganos? En cambio de los beneficios que la estancia del regimiento podría reportar, ¡eran tantos los daños! El mercado se encarecería: los jefes y oficiales gustaban de tratarse bien y llevarse a casa los alimentos más caros (¡para el trabajo que les costaba ganarlo!). Luego eran todos jugadores y su mal ejemplo contagiaría a los jóvenes de la población, que fuera de la época de ferias, se abstenían de los juegos prohibidos. Como estaban siempre ociosos (D. Cristóbal creía firmemente que un militar no tiene absolutamente nada que hacer), por fuerza habían de pensar en picardías y ruindades. En resumen, que el regimiento sería causa de perturbación en el pueblo y un elemento corruptor. Prevaleció su deseo, aunque no por serlo de él, sino porque al ministro de la Guerra no le plugó mandar soldados a Lancia, considerando quizá la condición mansa de sus habitantes.
Con los treinta mil reales de pensión viviría desahogadamente en un pueblo barato como aquél, si no fuese porque sus hijas estaban dotadas de cierta fantasía poética que las impulsaba a preferir los sombreros de Madrid a los que hacía Rita, la sombrerera de la calle de San Joaquín, y los guantes de ocho botones a los de cuatro. Tal privilegiado temperamento era causa de frecuentes crisis en el hogar del Jubilado, con su cortejo de lágrimas, violentos portazos, repentina desgana de comer, etc. En estos terribles conflictos, hay que confesar que D. Cristóbal no siempre se mantenía a la altura de energía y coraje que denotaban sus bigotes y sus cejas enmarañadas. Verdad que siempre quedaba solo en la pelea. Ni por casualidad se dio el caso de que alguna de sus hijas le apoyase. Tratándose de asuntos ajenos a la dirección rentística de la casa, muchas veces se partían las opiniones; algunas hijas se ponían de parte de papá contra sus hermanas. Mas en cuanto asomaba el problema económico, constantemente se veía al Jubilado de un lado y a las cuatro hijas de otro. D. Cristóbal, como caudillo experimentado, apelaba en estas refriegas a mil ardides para derrotar a sus contrarios, o para capitular en buenas condiciones. Un día amanecían las chicas inspiradas, y pedían botinas de tafilete semejantes a las que habían visto a tal o cual muchacha de la ciudad, generalmente a Fernanda Estrada-Rosa. D. Cristóbal se replegaba inmediatamente en sí mismo. Se replegaba y meditaba. Por la noche, a la hora de cenar, deslizaba en la conversación la noticia de que había estado en La Innovadora (zapatería de lujo). Le habían dicho que las botas de tafilete daban muy mal resultado en Lancia, a causa de la humedad. Por otra parte, D. Nicanor (médico de la ciudad), que por casualidad estaba allí, había manifestado que el tafilete era funesto en climas tan fríos y lluviosos, y que por los pies se pillaban muchísimas veces los catarros que más tarde degeneraban en tisis galopantes, etc. Antes, mucho antes de que Mateo terminase su diatriba contra el tafilete, se la destripaban sus cuatro pimpollos con risas irónicas y pesadísimas palabras que dejaban confundido y triste al pobre viejo. En otras ocasiones, la imaginación acalorada de las niñas exigía que vinieran de Madrid unos abrigos muy lindos, de los cuales les había dado noticia Amalia: D. Cristóbal resistía algún tiempo los asaltos, pero viéndose muy apretado, capitulaba al fin. Su mente, fecunda en trazas, como la de Ulises, le sugería una magnífica para ahorrarse la mitad del dinero por lo menos. Se fue a Amalia y le rogó que le diese su abrigo por dos o tres días, a fin de que una de las modistas del pueblo le hiciese otros cuatro iguales. Exigiole, por supuesto, absoluto secreto, y la señora de Quiñones supo guardarlo. Pero ¡ay! no lo guardaron los fementidos abrigos, que al llegar muy empaquetaditos de la silla de posta, y al ofrecerse a las miradas ansiosas y zahoríes de sus cuatro dueños, lo pregonaron muy alto, por lo pobre de la ornamentación y lo chapucero del cosido.
–Estos abrigos no están hechos en Madrid—dijo resueltamente Micaela, que era la más nerviosa de las cuatro.
–¡Hija, no desbarres, por Dios! Pues ¿dónde habían de estar?—exclama D. Cristóbal con afectada sorpresa, sintiendo cierto calorcillo en las mejillas.
–No sé; pero desde luego se puede asegurar que no los han hecho en Madrid.
Y las cuatro ninfas comienzan a dar vueltas entre sus ebúrneos dedos a los abrigos, los estudian, los analizan con atento cuidado que pone en suspensión y espanto a su progenitor. Se dirigen miradas significativas, sonríen con desprecio, se hablan al oído. Mientras tanto, los feroces bigotes del jubilado de Ultramar se erizan, se estremecen con leve temblor que se comunica a sus labios y de ahí al resto del organismo.
Por fin, aquellas elegantes criaturas sueltan las prendas con descuido escarnecedor sobre las sillas de la sala y corren a encerrarse en el gabinete de Jovita. Cerca de media hora estuvieron deliberando secretamente. D. Cristóbal aguardaba inquieto y ojeroso, paseando con agitación por el corredor como un procesado que espera el veredicto del jurado.
Ábrese finalmente la puerta, y el criminal escruta con ansia el semblante de los jueces. Éstos guardan actitud reservada, y por sus labios descoloridos vaga una sonrisa enigmática. Dos de ellas se ponen inmediatamente la mantilla y los guantes y se lanzan a la calle. Al cabo de un rato tornan al hogar trémulas, con la faz descompuesta y los ojos centellantes. La pluma se resiste a narrar la cruel escena que se produjo en la dulce morada del Jubilado. ¡Cuánto grito rabioso! ¡cuánto sarcasmo! ¡cuánta carcajada histérica! ¡qué manoteo! ¡qué crujir de sillas! ¡qué exclamaciones tan lamentables! Y enmedio de aquel espantoso desorden, de aquel fragor, capaz de infundir pavura en el corazón más sereno, los cuatro abrigos, causa de tal carnicería, desgarrados, convertidos en miserables jirones, arrastrándose con ignominia por el suelo en pago de su delito.
Fuera de estos sacudimientos periódicos con que la sabia naturaleza vigorizaba los nervios un poco enervados ya del Jubilado, la existencia de éste se deslizaba pacífica y suave. Ni le faltaban tampoco muchos y esmerados cuidados. Sus hijas se ocupaban a porfía en ponerle todo lo necesario a punto y en su sitio: la ropa acepillada; las camisas y los calzoncillos oliendo a frescura; las corbatas, hechas de vestidos viejos, tan flamantes como si saliesen de la guantería; las zapatillas en cuanto entraba en casa; el agua para lavarse los pies, los sábados; el cigarro al acostarse; el vaso de agua con limón a la madrugada, etc., etc. Todo marchaba con la regularidad dulce y mecánica que tanto placer causa a los viejos. Verdad que entre cuatro bien podían hacerlo sin molestarse mucho, sobre todo teniendo presente que las niñas no siempre estaban inspiradas. Sólo a la vista de un sombrero caprichoso, o al recibir la noticia de la llegada de una compañía dramática, o al anunciarse que el Casino daría una reunión de confianza, ardía súbito en sus corazones el fuego sagrado de la inspiración, despertábanse sus poderosas facultades poéticas, y en arrebatado vuelo salían de casa y se lanzaban a la de la modista, a la guantería, a la perfumería, dejando en todos los parajes señales de su agitación y alguna parte del peculio profecticio. No aliándose bien los arrebatos de la fantasía con la prosa de los pormenores de la existencia, éstos sufrían alguna alteración. D. Cristóbal en aquellos periodos de crisis echaba menos, con pesadumbre, algunos retoques. Mas al poco tiempo sosegaban los espasmos de las pitonisas y las cosas volvían a su ser y la vida seguía el mismo curso ordenado y tranquilo. El nombre de aquéllas, por orden de edades, era el siguiente: Jovita, Micaela, Socorro y Emilita. Eran las cuatro, en apariencia, seres insignificantes, ni hermosas ni feas, ni graciosas ni desgraciadas, ni muy jóvenes ni viejas, ni tristes ni risueñas. Nada había en ellas que fijase la atención. No obstante, en el seno del hogar el carácter de cada cual se pronunciaba y adquiría relieve. Jovita era sentimental y reservada; Micaela tenía el genio violento; Socorro era la más pava, y Emilita la más pizpireta.
Las dos intensas preocupaciones que llenaban la vida espiritual de D. Cristóbal Mateo eran la reducción del contingente del ejército y el casar a sus cuatro hijas, o por lo menos a dos. Lo primero llevaba buen camino: de algún tiempo atrás venían los políticos más conspicuos inclinándose a esa opinión. En cuanto a lo segundo, nos duele confesar que no tenía verosimilitud de ninguna clase. Ni por sacrificar otras comodidades a los trapos, ni por exhibirse sin medida al balcón y en los paseos, ni por asistir a los saraos de Quiñones con una constancia digna de ser premiada, pudieron lograr hasta la hora presente los dones preciados de Himeneo. Cuando algún imprudente tocaba este asunto en visita, todas ellas decían que mientras viviese su padre les costaría mucha pena el casarse; que les parecía cruel abandonar a un pobre anciano que tanto las quería y tanto se sacrificaba por ellas, etc… Aquí venía un elogio caluroso de las dotes espirituales de D. Cristóbal. Pero éste se encargaba inocentemente de desmentirlas, mostrando tales ganas de verse abandonado, un deseo tan vivo de experimentar aquella crueldad, que ya era proverbial en Lancia. Como si no bastasen ellas solas a ponerse en ridículo, el pobre Mateo las ayudaba eficazmente, metiéndoselas por los ojos a todos los jóvenes casaderos de la ciudad.
Las ponderaciones que el buen padre hacía del carácter, de la habilidad, de la economía y buen gobierno de sus hijas no tenían fin. Así que llegaba un forastero a Lancia, D. Cristóbal no sosegaba hasta trabar conocimiento con él, y acto continuo le invitaba a tomar café en su casa y le llevaba al teatro a su palco y a merendar al campo y le acompañaba a ver las reliquias de la catedral y la torre y el gabinete de historia natural; todas las curiosidades, en fin, que encerraba la población. El público asistía sonriente, con mirada socarrona a aquel ojeo, que ya se había repetido porción de veces sin resultado. La única que logró tener novio durante tres o cuatro años fue Jovita. Por eso fue también la que se despeñó de más alto. El galán era un estudiante forastero que la festejó mientras seguía los últimos cursos de la carrera. Terminada ésta, partió a su pueblo y, olvidándose de sus promesas de matrimonio, lo contrajo con una paleta rica. Las demás no habían alcanzado este grado excelso de la jerarquía amorosa. Inclinaciones vagas, devaneos de quince días, algún oseo por la calle; nada entre dos platos. Poco a poco se iba apoderando de ellas el frío desengaño. Aunque no hubiesen perdido la esperanza, estaban fatigadas. Aquel pensamiento fijo, único, que las embargaba hacía ya tanto tiempo, iba convirtiéndose en un clavo doloroso en la frente. Pero D. Cristóbal ni se rendía ni se le pasaba por la imaginación el capitular. Creía siempre a pie juntillas en el marido de sus hijas, y lo anunciaba con la misma seguridad que los profetas del Antiguo Testamento la venida del Mesías.
–En cuanto se casen mis hijas, en vez de pasar el verano en Sarrió, donde se guardan las mismas etiquetas que en Lancia, me iré a Rodillero a respirar aire fresco y a pescar robalizas.—Atiende, Micaela, no seas tan viva, mujer… Comprende que a tu marido no le han de gustar esas genialidades; querrá que le contestes con razones…
–Mi marido se contentará con lo que le den—respondía la nerviosa niña haciendo un gracioso mohín de desdén.
–¿Y si se enfada?—preguntaba en tono malicioso Emilita.
–Tendrá dos trabajos: uno el de enfadarse y otro el de desenfadarse.
–¿Y si te anda con el bulto?
–¡Se guardará muy bien! ¡Sería capaz de envenenarlo!
–¡Jesús, qué horror!—exclamaban riendo las tres nereidas.
Aquel marido hipotético, aquel ser abstracto salía a cada momento en la conversación con la misma realidad que si fuera de carne y hueso y estuviera en la habitación contigua.
La que comenzaba ahora a teclear en el piano era Emilita, las más musical de las cuatro hermanas. Las otras tres estaban ya en pie, cogidas a la manga de la levita de otros tantos jóvenes; como si dijéramos, en la brecha.
El conde tropezó a los pocos pasos con Fernanda Estrada-Rosa que venía de bracero con una amiga. Por lo visto no había querido bailar. Era la joven que hacía más viso en la ciudad por su belleza y elegancia y por su dote. Hija única de D. Juan Estrada-Rosa, el más rico banquero y negociante de la provincia. Alta, metida en carnes, morena oscura, facciones correctas y enérgicas, ojos grandes, negrísimos, de mirar desdeñoso, imponente; gallarda figura realzada por un atavío lujoso y elegante que era el asombro y la envidia de las niñas de la población. No parecía indígena, sino dama trasportada de los salones aristocráticos de la corte.
–¡Qué elegantísima Fernanda!—exclamó el conde en voz baja, inclinándose con afectación.
La bella apenas se dignó sonreír, extendiendo un poco el labio inferior con leve mueca de desdén.
–¿Cómo te va, Luis?—dijo alargándole la mano con marcada displicencia.
–No tan bien como a tí… pero, en fin, voy pasando.
–¿Nada más que pasando?… Lo siento. A mí me va perfectísimamente; no te has equivocado—repuso en el mismo tono displicente, sin mirarle a la cara.
–¿Cómo no, siendo en todas partes donde te presentas la estrella Sirio?
–Dispensa, chico, no entiendo de astronomía.
–Sirio es la estrella más brillante del cielo. Eso lo sabe todo el mundo.
–Pues yo no lo sabía… ¡Ya ves, como soy una paleta!
–No es cierto; pero está muy bien la modestia, unida a la hermosura y al talento.
–No; si ya sé de sobra que no tengo talento. No te mortifiques en decírmelo.
–Hija, te acabo de manifestar lo contrario…
En el tono displicente de Fernanda iba entrando un poco de acritud. En el del conde, pausado, ceremonioso, se advertía leve matiz de ironía.
–Vamos, entonces te he entendido al revés.
–Algo de eso ha habido siempre.
–¡Caramba, qué galante!—exclamó la joven empalideciendo.
–Siempre que has pensado que pudiera decirte algo desagradable—se apresuró a rectificar el conde, advertido por el cambio de fisonomía de la idea que cruzaba por su mente.
–Muchas gracias. Estimo tus palabras como se merecen.
–Harías mal en no estimarlas sinceras… Además, no necesito yo decirte lo mucho que vales. Eso lo sabe todo el mundo.
–Gracias, gracias. ¿Te has cansado de jugar?
–Me duelen un poco las muelas.
–Sácatelas.
–¿Todas?
–Las que te duelan, hijo. ¡Ave María!
–¡Con qué indiferencia lo dices! ¿A ti no te importaría nada, por supuesto?
–Yo siento siempre los males del prójimo.
–¡El prójimo! ¡Qué horror! No tenía noticia de haber llegado ya a la categoría de prójimo.
–Qué quieres, chico; los honores vienen cuando menos se piensa.
Apesar de lo impertinente y hasta agresivo del tono, Fernanda no se movía del sitio, teniendo siempre cogida del brazo a la amiguita, que no desplegaba los labios. Fijándose un poco, se podría observar que la rica heredera estaba muy nerviosa. Con el pie daba golpecitos en el suelo, apretaba en su mano con vivas contracciones el pañuelo y sus labios temblaban de modo casi imperceptible. Alrededor de los hermosos ojos árabes se marcaba un círculo más pálido que de costumbre. Aquel pugilato la interesaba.
El conde de Onís había sido de sus novios el que más tiempo había durado. Al aparecer Fernanda en sociedad, y aun antes, cuando era una zagalita que iba con la criada al colegio, produjo su figura, su elegancia y sobre todo la amenaza de los seis millones que iban a caer, andando el tiempo, en su regazo, una verdadera explosión de entusiasmo. No hubo joven más o menos gallardo o acaudalado que por iniciativa propia o por las insinuaciones de su familia no se resolviese a pasearle la calle, a esperarla a la salida del colegio, a mandarle cartitas y a decirle requiebros en el paseo. De Sarrio, de Nieva y de otras poblaciones de la provincia acudieron también, con pretexto de las ferias, algunos golosos. La niña, ufana con tanto acatamiento, embriagada por el incienso, no se daba punto de reposo tomando y soltando novios. Era raro el galán que duraba más de un par de meses en su gracia. En realidad ninguno estaba en posición de merecerla. En Lancia y en el resto de la provincia no había quien tuviera hacienda proporcionada a su dote. Si alguno existía, no estaba por su edad habilitado para casarse con tan tierno pimpollo. Sería algún indiano averiado por los ardores tropicales, o mayorazgo rústico y solitario de los que vivían en sus casas solariegas. Sin necesidad de que su padre se lo advirtiese, la niña comprendía admirablemente que ninguno le convenía; pero gozaba coqueteando con todos, haciéndose adorar de la juventud laciense. Entre ésta existía, sin embargo, un mancebo hacia el cual ninguna doncella de la ciudad había osado levantar los ojos hasta entonces con anhelos matrimoniales. Era el conde de Onís. Por su alta jerarquía, más respetada en provincia donde se tributa a la nobleza un culto que delata al villano y al siervo bajo la levita del burgués, por su cuantiosa renta, por el apartamiento de su vida y hasta por el misterio y silencio de su palacio antiquísimo, parecía habitar en atmósfera más elevada, al abrigo de las flechas de todas las beldades indígenas.