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Kitabı oku: «La aldea perdita», sayfa 4

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III.
Demetria.

Los mirlos que dormían en las higueras y cerezos de la huerta del tío Goro estallaron en un trino formidable al despuntar la aurora. Demetria abrió los ojos y una sonrisa divina se esparció por su rostro. Se puso velozmente de rodillas sobre la cama y juntando las manos dijo su oración matinal. Ciñó luego con prisa las enaguas, se echó un pañolito sobre el pecho y abrió el corredor emparrado. La luz tibia y rosada del amanecer penetró en la estancia. La brisa fresca de la montaña coloreó las mejillas de la doncella. Desde aquel corredor emparrado se descubría más de la mitad del valle de Laviana. Allá abajo, en el ángulo que forma el Nalón con su pequeño confluente, Entralgo rodeado de pomaradas. Enfrente, del lado de allá del río, un grupo mayor de casas blancas: la capital. Río arriba los Barreros, Peña-Corvera; río abajo Iguanzo, Puente de Arco. Y derramados por las faldas de las colinas algunos pequeños caseríos sepultados entre bosquetes de castaños y avellanos. El gran río cristalino herido por los rayos de la aurora parecía una franja de plata. Los maizales que bordan sus orillas salían del sueño de la noche esperezándose blandamente al soplo de la brisa. El tenue, blanco vapor, que los cubría se perdía en la claridad del aire. Un rayo de sol vivo, refulgente, hirió la cabeza de la Peña-Mea tiñéndola de color naranja. Una nubecilla arrebolada, nadando por el cielo azul, vino á besarla y después de darle largo y prolongado beso siguió más alegre su marcha. Los pámpanos de la parra, sacudidos por la brisa, azotaron suavemente el rostro de Demetria. Un mirlo de corazón osado saltó de la higuera más próxima á la baranda del corredor, miró descaradamente á la niña ladeando repetidas veces la cabeza, tuvo manifiestas intenciones de dar un picotazo en sus mejillas pensando con razón que eran más frescas y más dulces que la cereza que acababa de comerse. ¡Pero Demetria le clavó una mirada tan severa! Su pequeño corazón se encogió de susto, y avergonzado volvió á ocultarse entre el follaje.

La luz crecía por momentos. Á los trinos aflautados de los mirlos respondía el grito estridente de los gallos. En el establo mugieron las vacas. Allá lejos, entre la espesura de las pomaradas, ladraron los perros guardianes. Las sombras corrían perseguidas por las faldas de los montes á guarecerse en el fondo oscuro de las cañadas. El ambiente adquiría una trasparencia radiosa. El paisaje se iba tiñendo lentamente de un verde claro sobre el cual se destacaban las masas oscuras de los castaños. De la montaña venía un aire vivo; el fresco aliento de los bosques que pasaba por las sienes de la niña refrescándolas. Del valle subía olor de heno recién segado, aroma de flores y frutas maduras.

De pronto un rayo de sol cayó sobre la punta más alta del cerezo plantado delante de la casa de la tía Basilisa; volteó un momento sobre las hojas y saltó á otra rama más baja dejando tras sí una estela de esmeralda. Otro salto más y se plantó en la higuera más próxima á la casa del tío Goro. Dentro de ella se agitó gozosamente como una llama feliz que aspira á curiosearlo todo. ¡Zas! otro salto, y al alero del tejado. Después, con precauciones, solapadamente, descendió por el ramaje de la parra y oculto detrás de los pámpanos contempló algún tiempo el rostro peregrino de Demetria. ¡Es claro, le apeteció besarlo! Lo mismo le había pasado al mirlo. Pero más animoso que éste, después de corta vacilación, se dejó caer de golpe sobre lo que más le agradaba: sobre los ojos. Cerrólos la hermosa y sonrió de nuevo dejándose acariciar por él con suave condescendencia. Al cabo hizo un gracioso mohín de impaciencia y se retiró al interior.

¡Cielo santo, cuánto tenía que hacer! Lo primero, por supuesto, era ordeñar las vacas, como hacía todos los días. Bajó á la cocina, tomó una vasija y se fué derecha al establo. Pero allí ¡oh sorpresa! se encontró con que el tío Goro ya se le había anticipado.

– Padre, ¿por qué se ha levantado usted?

– Hija— respondió Goro gravemente,– hoy es el día de la Virgen y tendrás demasiado que hacer.

Sí, era el día de la Virgen, el día más esperado del año, el que salía á relucir en todas las conversaciones de los zagales en Entralgo. Para el tío Goro, que frisaba en los cincuenta, no tenía el mismo atractivo. Sin embargo, á pesar de su gravedad y de su ilustración, guardaba aún cierto misterioso encanto que con todo cuidado procuraba disimular.

El tío Goro de Canzana era un hombre solemne, instruído, que fumaba en pipa y dejaba crecer la barba por el cuello á guisa de corbatín. Hablaba poco, como todos los hombres que reflexionan mucho, pero sus palabras eran oráculos, sobre todo para su digna esposa la señá Felicia. No tenía más que una pasión en su vida: la lectura. Durante la semana no podía satisfacerla: las faenas agrícolas en que se ocupaba lo impedían. Pero así que llegaba el domingo solía darse un hartazgo que le dejaba consolado y esclarecido hasta el domingo siguiente. Después que salía de misa se pasaba por casa del capitán. Éste le daba un libro, el primero que le venía á las manos, El año cristiano, El perfecto licorista, Tratado de fortificaciones marítimas, en fin, cualquiera, pues al tío Goro le bastaba su cualidad de libro para respetarlo más que á las niñas de sus ojos. Y llevándolo entre sus manos pecadoras con la misma unción que si fuese portador del sagrado cáliz, marchaba hacia el Campo de la Bolera. Allí se tumbaba sobre algún madero y en voz baja comenzaba á descifrar con regodeo las cláusulas misteriosas del impreso, mientras sus convecinos se deleitaban en jugar á los bolos ó á la barra ó á los naipes ó en otros fútiles entretenimientos indignos del sabio. Cuando se llegaba la hora de comer iba á depositar el venerado mamotreto en casa de su dueño: pero más de una vez sucedió no acordarse de comer y pasar la tarde también devorando una á una las sílabas que se le ponían delante de los ojos. Como D. Félix se cuidaba tan poco de la elección de libros, cuando no tenía alguno á la mano le entregaba un paquete de números atrasados del Boletín Oficial. No hay para qué repetir que el tío Goro los iba paladeando con igual felicidad.

Pues á pesar de tan vasta lectura era hombre sencillo, buen labrador, buen padre y buen esposo. Sin embargo, es necesario confesarlo todo, el tío Goro tenía una debilidad; la de que su hija Demetria se presentase en las romerías más lujosa y ataviada que las otras doncellas. Si tal debilidad nació en él espontáneamente ó había sido infundida por su digna esposa, no es fácil decirlo. Algo pudiera haber de todo. Lo cierto es que no iba jamás á Langreo ó á las ferias de Oviedo con ganado que no trajese en las alforjas algún pañuelo ó pendientes ó sarta de corales para su hija idolatrada. Y es lo curioso que aunque siempre compraba lo más lindo y magnífico que el comerciante le presentaba, á la tía Felicia nunca le parecía el regalo bastante rico. Á tal punto rivalizaban ambos cónyuges en agasajar á su hija.

Demetria se volvió á la cocina, que ocupaba toda la planta baja de la casa. Sólo en un ángulo habían fabricado con tabiques de tabla un cuartito para el pastor. En otro de los ángulos había un gran montón, que llegaba al techo, de leña. De allí tomó nuestra zagala algunos maderos, los juntó adecuadamente sobre el lar, puso entre ellos algunas ramas de árgoma y encendiendo un misto les dió fuego. Brotó la llama con fuerza: pronto se extinguió cuando el árgoma quedó consumida. Entonces Demetria, acercando el rostro cuanto podía, se puso á soplar el fuego con todo el aliento de su pecho. ¡Oh, cuán hechicera estaba la zagala inflando sus carrillitos amasados con rosas y leche! Si aquel mirlo tímido de la parra la hubiera visto ahora, sin remedio la hubiera picoteado pese á su vergüenza.

Ya está encendido el fuego. Toma un enorme pan, lo corta en sopas, las aliña y las pone á cocer. Sube arriba. La planta alta de la casa constaba de una salita y cuatro dormitorios, todos ellos con ventana al campo. Se dirige al de sus hermanos Pepín y Manolín.– ¡Sus! ¡Arriba, holgazanucos, arriba!– Los niños antes de levantarse se hacen besuquear y acariciar largamente por su hermana. El primero tenía diez años, el segundo ocho; ambos gordos y sonrosados que daba envidia verlos. Una vez en pie, conduce al primero de ellos al corredor y en una jofaina trasvertiendo de agua cristalina le mete la cabeza, le refriega los hocicos hasta dejarlos bien limpios y todavía más colorados. En seguida venga de peine para desenredar aquellas greñas rizadas. Pero he aquí que al hacerlo observa que algunos cabellos están unidos por un cuajarón de sangre.

– ¿Qué es esto, chico? ¿Cómo te has hecho esta herida?

– Fué Tomasín— respondió el niño confuso.

– ¿Qué Tomasín?

– El de la tía Colasa.

– ¿Y por qué te la ha hecho?

– Nos pegamos.

– ¿Y por qué os pegasteis?

Pepín bajó la cabeza sin responder.

– Vamos, niño, dí, ¿por qué os pegasteis?– repitió Demetria sacudiéndole por el brazo con impaciencia.

Pepín vaciló todavía algunos instantes: al cabo profirió titubeando:

– Porque… porque… porque dijo que tú no eras mi hermana… que tú eras del hospicio.

Toda la sangre de Demetria fluyó al corazón: quedó pálida como un cirio. No pudo articular palabra. Después de algunos instantes prosiguió en silencio y con mano temblorosa su tarea.

No era la primera vez que había sonado en sus oídos tal noticia. Cuando más niña, alguna compañera maligna le había injuriado de este modo. No le había hecho caso; ni siquiera había pensado en ello. ¿Por qué ahora le producía tan viva impresión? Quizá por ser el día de la Virgen y tener el alma inundada de alegría, quizá porque sólo entonces cruzó por su mente la idea de que pudiera ser cierto.

– Sí, me dijo que tú eras del hospicio— prosiguió Pepín imaginando que el silencio de su hermana significaba aprobación.– Yo entonces… yo entonces le dije: «Eso es mentira». Él entonces dijo: «Es verdad, que lo dijo mi padre». Yo entonces dije: «Pues es mentira». Él entonces quiso pegarme, pero yo con el puño así cerrado le di un golpe en las narices y empezó á sangrar. Entonces él cogió una piedra y me la tiró á la cabeza y echó á correr. Yo corrí tras de él, pero no pude atraparle porque se metió en casa. ¡Recontra, en cuanto le coja solo le voy á dar unas cuantas así por debajo!…

Demetria le dejó explayarse sin despegar los labios. Terminado el aseo principió el de Manolín, que se llevó á cabo con el mismo silencio. Y después que los hubo vestido se bajó á la cocina de nuevo, tomó la leche que había quedado de la noche anterior, la vertió en el odre y salió de casa dirigiéndose á la fuente para mazarla3.

Estaba la fuente un poco apartada del pueblo. Se iba á ella por estrechos caminos sombreados de avellanos. Al aproximarse hay que subir un senderito labrado en el césped por los pasos de los vecinos. Al pie de una gran peña que la cobija, rodeada por todas partes de zarzas y espinos y madreselva, menos por la estrecha abertura que sirve de entrada, brota de la piedra un chorro de agua límpida, se desparrama sobre ella en hilos de plata, cae formando burbujas en un recipiente de granito, se trasvierte luego y fluye en menudos cristales y resbala por el césped. Cúbrela á modo de bóveda el ramaje que sale de la peña, al cual se enreda la madreselva del suelo formando toldo espeso. Los rayos del sol se filtran por él con trabajo bañándola de una claridad suave y misteriosa.

Demetria se sentó en uno de los bancos de piedra que allí había, aplicó la boca á la abertura del odre y lo infló; lo amarró luego velozmente y lo dejó caer en la taza de la fuente para que la leche se enfriase. Con las manos cruzadas sobre las rodillas y la cabeza inclinada sobre el pecho aguardó. Una tristeza profunda oprimía su corazón. Debajo de aquella frente alta y pura de estatua helénica batallaban la duda, el temor, la esperanza, el despecho. Escrutó con ansia su pasado, recordó algunas insinuaciones malévolas, bastantes palabras sueltas, muchas sonrisas que á ella le indignaban más aún que las palabras. ¡Virgen María! ¿sería cierto aquello? Pero si era efectivamente de la Inclusa y los que tenía por padres no lo eran, ¿por qué la amaban más aún que á los dos niños? No, no podía ser. Todo era una calumnia. Las chicas del pueblo la envidiaban porque sus padres la regalaban y la vestían mejor que á ellas. Habían inventado esta mentira para humillarla… Mas… ¿cómo se les había ocurrido semejante cuento?… ¿Por qué había recaído sobre ella y no sobre alguna otra?

Sacó el odre del agua y se puso á zarandearlo. El ruido de la leche dentro hizo coro al glu glu de la fuente.

¡Dios mío, del hospicio!… Era horrible pensarlo. ¡Y ella que adoraba á aquellos padres!… ¡Y ella que era tan orgullosa!… ¿Qué diría Nolo cuando llegase á saberlo? Por supuesto la dejaría, porque un mozo tan galán y tan rico no podía en ley de Dios casarse con una pobrecita hospiciana…

Aquí los sollozos ahogaron á la cándida doncella. Dejó caer de nuevo el odre, y con la cara entre las manos estuvo llorando largo rato. Al cabo prosiguió su tarea; pero las lágrimas no dejaban de resbalar por sus mejillas escaldándolas. El aleteo y el piar de unos pajaritos la distrajeron un momento. Eran dos jilgueros que tenían allí su nido. Apenas se le veía como un punto negro en la espesura del follaje, pero se oía el débil piar de los polluelos cuando sus padres con agitación iban y venían para cebarlos. ¡Qué alegría la de aquellos animalitos al verles llegar con un mosquito en el pico! ¡Qué gozo triunfal expresaba el trino de los padres luego que depositaban el alimento en la boca de sus pequeños!

Cuando los hubo contemplado un rato, bajó de nuevo los ojos al cristal de la fuente y se dijo llorando otra vez copiosamente: «Ellos tienen padres: yo no los tengo. ¡Yo fuí criada por lástima!»

Al cabo la leche quedó mazada: la pelota de manteca batía ya con fuerza las paredes del odre. Lo desató, extrajo el aire y anudándolo otra vez y lavándose después los ojos para borrar las huellas del llanto, emprendió la vuelta de su casa.

Ya estaba en pie Felicia cuando llegó á ella.

– ¿Por qué no me has llamado como siempre, picarona?– le preguntó, dándole una palmadita cariñosa en la mejilla.

– Porque ayer se ha acostado usted tarde y quería que descansase— respondió Demetria besándole la mano.

– ¡Has mazado también, hija mía! ¿Para qué te has tomado ese trabajo? Yo lo hubiera hecho mientras te arreglabas.

La tía Felicia, que era una mujer gruesa, mofletuda, sonrosada y tersa como si tuviese veinte años, creyó advertir algo extraño en el rostro de su hija. La miró con fijeza y profirió asustada:

– ¡Tú has llorado!

– Llorar, ¿por qué?

Felicia la tomó por la mano, la condujo hasta el corredor y repitió con más fuerza:

– Sí, sí: tú has llorado.

– No, madre, no: se engaña usted— respondió Demetria sonriendo.

– No me lo niegues, hija. ¿Te ha regañado tu padre?

– ¿Mi padre?– replicó la zagala con asombro.– Mi padre no me regaña nunca.

– Es verdad… Pues tú has llorado… Algo te pasó entonces en la calle… Cuéntamelo, hija mía… ¿No tienes confianza en tu madre?

Y al mismo tiempo le pasó los brazos al cuello y la besó con efusión. Demetria se sintió enternecida y rompió á llorar perdidamente.

Felicia quedó estupefacta.

– ¿Cómo? ¿Qué es esto?… ¿Qué te pasa, hija querida?

Y la buena mujer, con el rostro contraído por el asombro y el dolor, le sacudía la mano para instarla á que hablase. Al fin, con voz entrecortada por los sollozos, Demetria habló:

– Me han dicho que no soy… que no soy hija de usted… que soy del hospicio.

Lo mismo que le había pasado á su hija poco antes, toda la sangre de la buena Felicia fluyó al corazón. Quedó igualmente pálida y sin poder articular palabra.

– ¿Quién te ha dicho eso?– logró proferir al cabo.

– Pepín.

– ¡Ah pícaro!… ¡Le voy á arrancar las orejas!– exclamó cambiando súbito su emoción en furor. Y ya se disponía á ir en busca del criminal, pero Demetria la retuvo.

– No, madre, no salió de él… Fué Tomás el de la tía Colasa quien se lo dijo y por eso se pegaron.

– ¿El hijo de Colasa?… ¡Esa bruja había de ser! Desde que Goro la quitó de pacer su vaca en el castañedo del Regueral no nos puede ver más que al diablo. Ya sabes cómo para vengarse metió sus cerdos entre nuestro maíz. Goro quería llevarla al juzgado y que pagase el daño, pero yo conseguí calmarlo y que la perdonase porque me daba lástima… Pues en vez de agradecerlo la picarona el otro día en la fuente me tiró unas indirectas tan picantes… ¡Qué indirectas, hija mía!… Que si yo era una holgazana, una comedora, que hacía trabajar á mi marido como á un burro, que echaba sobre ti el peso de la casa… que os mataba de hambre mientras yo me comía á solas magras de jamón y torta… ¡No sé cómo me contuve y no la arranqué los pocos pelos que tiene en el moño! Y todo porque uno defiende lo que es suyo. Por mí hubiera pacido su vaca toda la vida en el castañedo, pero Goro me dijo: «Mujer, eso no puede permitirse. Si la vaca se comiera sólo los yerbajos y la maleza, anda con Dios; por un poco más ó un poco menos de rozo no habíamos de reñir; pero se come también la cría de los árboles… ¡ya ves tú, mujer, la cría! La cría hasta los criminales la respetan, cuanto que más los hombres». ¿Yo qué le iba á decir entonces? Entonces le dije: «Goro, tienes razón…»

Trazas llevaba la buena mujer de no terminar en toda la mañana su alegato, pero advirtió que Demetria no parecía escucharla: sollozaba cada vez con más desesperación.

– ¿Por qué lloras de ese modo, hija? ¿Por un dicho, por una niñería?… ¡Deja á esa deslenguada que la coma la envidia!

– Es que yo, madre— profirió la niña con trabajo,– yo quisiera saber… si ese dicho era cierto… porque ya lo he oído otras veces, aunque nunca se lo dije hasta ahora.

Felicia en vez de responder rompió á llorar hilo á hilo como su hija, de tal modo que ésta se vió al cabo necesitada á consolarla.

– ¡Nunca pensara, Demetria, que me habías de dar un disgusto tan grande!– articulaba entre sollozos que la rompían el pecho.

Demetria atribulada la besaba y la abrazaba con anhelo.

– Perdóneme, madre… yo no quería disgustarla… ¡No llore, madre, no llore!

Felicia se calmó; pero Demetria se quedó sin obtener respuesta satisfactoria á su pregunta.

– Anda, hija mía, vé á lavarte los ojos para que no conozcan que has llorado. Yo voy á hacer lo mismo. Arréglate también, que el tiempo pasa y habrá que vestir el ramo. Tu padre ya bajó á Entralgo… ¿Quién le quita á él su rato de tertulia en el atrio de la iglesia antes de entrar en misa?

Demetria hizo como se le mandaba. Cuando se estaba bañando los ojos con agua fresca llegó á sus oídos el penetrante son de la gaita y el redoble del tambor. Borróse súbita la melancolía de su rostro. Una dulce sonrisa volvió á esparcirse por él, y sin terminar de secarse salió apresuradamente al corredor. El gaitero con su gaita adornada con cintas de colores y el tamborilero desembocaban ya frente á la casa seguidos de un enjambre de niños. Allí se pararon para tocar la alborada. Los vecinos salían á las ventanas y á las puertas pintándose en todos los rostros la alegría.

También salió Celso, el heroico Celso, con la frente vendada para dar testimonio de la descomunal batalla que había librado la noche anterior; fresco, no obstante, y espléndido como una rosa. Avanzó hasta el medio de la calle y despojándose de la montera y agitándola en la mano como si fuese á brindar la muerte de un toro profirió dirigiéndose á Demetria:

– Bendita sea tu sandunga, chiquita, y el cura que te puso la sal y la comadre que te cantó el ro ro y hasta el primero que te dijo ¡por ahí te pudras, serrana! ¡Bendito sea tu salero y esos negros bozales que tienes en la cara que cuando los veo me hace pío pío el alma como si tuviese escondido un ruiseñor aquí dentro!

– ¿Qué estás diciendo, Celso? ¡No entiendo una palabra!– exclamó riendo la zagala.

Los demás también reían sin comprender. Iba el flamenco á proseguir en sus piropos exóticos aprendidos allá en la tierra de María Santísima entre tragos de manzanilla y bocados de gazpacho blanco, cuando una voz bronca gritó desde el corredor vecino:

– ¡Celso! ¡Celso!

Y apareció el rostro espantable de la tía Basilisa.

– ¿Y el verde para el ganado, grandísimo holgazán? ¿Todavía no lo has segado?

– Ahora mismito, abuela.

– Anda listo, zángano, comedor, porque si no voy allá y te estrello en la cabeza la sartén.

El héroe agitó la cabeza con desesperación; rechinó los dientes. Su alma se inundó de amargura. ¡Cruel humillación para un hombre que había corrido tantas juergas á orillas del Guadalquivir!

Miró al corredor y cerciorándose de que la vieja se había ya retirado, exclamó con voz sorda:

– ¡Ande allá, abuela, que tiene usted la cara más fea que la papeleta de la contribución!

Y se encaminó á la casa en busca de la guadaña acompañado de la risa y algazara de los espectadores.

Felicia salió con un vaso y una botella en las manos: escanció el rojo licor de Castilla y lo ofreció liberalmente al gaitero y tamborilero.

– Que usted la goce muchos años, tía Felicia, y que esa manzanita encarnada que está al balcón no se la coma ningún pícaro, sino un hombre de bien como el tío Goro… La Virgen del Carmen las proteja… Adiós… adiós…

La gaita y el tambor se perdieron por las retorcidas callejuelas de la aldea.

Demetria, disipada ya por entero la nube de tristeza que sombreaba su alma, corrió á vestirse. Delante de un espejillo fementido peinó su cabellera soberbia; la cubrió después á medias con un pañuelo de seda azul, cuyos flecos le caían graciosamente por la frente: colgó de las orejas los pendientes de aljófar que su padre le había traído recientemente de Oviedo; ciñó su garganta con tres sartas de corales; apretó su talle con el justillo de cien flores y cordones de seda torzal; se puso el dengue de pana, la saya negra de estameña, la media blanca, el zapato de becerro fino… ¡Ea, ya está lista la zagala!

Ahora á casa de Telva á vestir el ramo. De Canzana debían salir tres. Eran unos armatostes de palo á modo de jaulas, alrededor de los cuales se colgaba una razonable cantidad de panes, que vendidos luego servían para el culto de la Virgen. Iban adornados con flores y cintas de colores. Sólo mozos muy robustos y remudándose podían soportarlos hasta la iglesia.

Á las diez se formó la procesión en la más amplia abertura que la aldea tenía. En torno de cada ramo se agruparon las zagalas cuyas familias lo costearan. Todas iban engalanadas como el día de más fiesta del año. Sus pañuelos de cien colores agitándose producían mágico efecto en los ojos; pero sus rostros frescos de nieve y rosas y sus gargantas amasadas con puras natas hacían latir de felicidad el corazón. Colocaron á la novilla delante, la novilla ofrecida á la Virgen por el pueblo de Canzana. Era un hermoso animal de pelo rojo y brillante. Adornaron sus cuernos con papel dorado: ciñeron su cuello con cintas de diversos colores. Un mozo designado por la suerte la llevaba amarrada por los cuernos.

Ya se pone en movimiento la comitiva; ya comienza á descender por el áspero tortuoso sendero de la montaña sombreado de castaños. Las zagalas agitan sus panderos, cantan á coro, y sus voces puras bajan en alas de la brisa hasta el valle. El tambor redobla alegremente; la gaita grita; la novilla ofrecida á la Virgen brinca y juguetea haciendo sonar la esquila que lleva al cuello.

Delante de todos disparando cohetes marcha el valeroso Celso. El humo de la pólvora le embriaga; los cantos le alegran; un vértigo delicioso se apodera de su magullada cabeza y por un momento se borran de su mente las dulces memorias de la Bética.

3.Golpear la leche para separar la manteca.
Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
330 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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