Kitabı oku: «La Espuma», sayfa 2
Los años no conseguían ni calmar su pasión por las altas empresas ni mermar sus extraordinarias facultades. O por mejor decir lo que perdía en vigor ganábalo en arte, con lo que se restablecía el equilibrio en aquel privilegiado temperamento. Mas la fortuna, según ha tenido a bien comunicar a varios filósofos, se niega a ayudar a los viejos. El insigne capitán había experimentado en los últimos tiempos algunos descalabros que no podían atribuirse a falta de previsión o valor, sino a la versatilidad de la suerte. Dos jóvenes casadas le habían dado calabazas consecutivamente. Como sucede a todos los hombres de verdadero genio en quien los reveses no producen desmayos femeniles, antes sirven para concentrar y vigorizar las fuerzas de su espíritu. Patiño no lloró como Augusto sobre sus legiones. Pero meditó, y meditó largamente. Y su meditación fué de fecundos resultados. Un nuevo plan estratégico, asombroso como todos los suyos, surgió del torbellino de sus pensamientos elevados. Dándose cuenta perfecta del estado y cantidad de sus fuerzas de ataque y calculando con admirable precisión el grado de resistencia que podían ofrecerle sus dulces enemigos, comprendió que no debía atacar las plazas nuevas, cuyas fortificaciones son siempre más recias, sino aquellas que por su antigüedad empezasen ya a desmoronarse. Tal viva penetración del arte y tal destreza en la ejecución como el general poseía, anunciaban desde luego la victoria. Y, en efecto, a consecuencia del nuevo y acertado plan de ataque, comenzaron a rendirse una en pos de otra, a sus armas, no pocas bellezas de las mejor sazonadas y maduras de la capital. Y en los brazos de estas Venus de plateados cabellos siguió recogiendo el merecido premio a su prudencia y bravura.
Como el cartaginés Aníbal, Patiño sabía variar en cada ocasión de táctica, según la condición y temperamento del enemigo. Con ciertas plazas convenía el rigor, desplegar aparato de fuerza. En otras era necesario entrar solapadamente sin hacer ruido. A una dama le gustaba el aspecto marcial y varonil del conquistador; se deleitaba escuchando las memorables jornadas de Garravillas y Jarandilla, cuando iba persiguiendo a los sublevados. A otra le placa oirle disertar en estilo correcto con su hermosa voz de gola, acerca de los problemas políticos y militares. A otra en fin, le extasiaba oirle interpretar alguna famosa melodía de Mozart o Schuman en el violoncelo. Porque nuestro héroe tocaba el violoncelo con rara perfección y fuerza es confesar que este delicadísimo instrumento le ayudó poderosamente en las más de sus famosas conquistas. Arrastraba las notas de un modo irresistible, indicando bien claramente que, a pesar de su arrojado y belicoso temperamento, poseía un corazón sensible a las dulzuras del amor. Y por si este arrastre oportunísimo de las notas no lo decía con toda claridad, corrobóralo un alzar de pupilas y meterlas en el cogote, dejando descubierto sólo el blanco de los ojos, cuando llegaba al punto álgido o patético de la melodía, que realmente era para impresionar a cualquier belleza por áspera que fuese.
La maliciosa insinuación de Pepa Frías tenía fundamento. El bravo general hacía ya algún tiempo "que estaba poniendo los puntos" a la señora de Calderón, aunque ésta no daba señales de advertirlo. Jamás en sus muchas y brillantes campañas se le había presentado un caso semejante. Disparar contra una plaza durante algunos meses cañonazos y más cañonazos, meter dentro de ella granadas como cabezas y permanecer tan sosegada, durmiendo a pierna suelta como si le echasen bolitas de papel. Cuando el general le soltaba algún requiebro a quemarropa, Mariana sonreía bondadosamente.
–Cállese usted, pícaro. ¡Buen pez debió usted de haber sido en sus buenos tiempos!
Patiño se mordía los labios de coraje. ¡Los buenos tiempos! ¡El, que pensaba que nunca los había tenido mejores! Pero con su inmenso talento diplomático sabía disimular y sonreía también como el conejo.
–¿Cuándo te han comprado esa pulsera?—preguntó Pacita a Esperanza, reparando en una caprichosa y elegante que ésta traía.
–Me la ha regalado el general hace unos días.
–¡Ah! ¿El general, por lo visto, te hace muchos regalos?—dijo la de Alcudia con leve expresión irónica que su amiga no entendió.
–Sí; es muy bueno, siempre nos trae regalos. A mi hermanito le ha comprado una medalla preciosa.
–¿Y a tu mamá no le hace regalos?
–También.
–¿Y qué dice tu papá?
–¿Mi papá?—exclamó la niña levantando los ojos con sorpresa—, ¿qué ha de decir?
Pacita, sin contestar, llamó la atención de una de sus hermanas.
–Mercedes, mira qué pulsera tan bonita le ha regalado el general a Esperanza.
La segunda de Alcudia perdió su rigidez por un momento, y tomando el brazo de Esperanza la examinó con curiosidad.
–Es muy bonita. ¿Te la ha regalado el general?—preguntó cambiando al mismo tiempo con su hermana una mirada maliciosa.
–Aquí está Ramoncito—dijo Esperanza volviendo los ojos a la puerta.
–¡Ah! Ramoncito Maldonado.
Un joven delgado, huesudo, pálido, de patillas negras que tocaban en la nariz, como las gastaba entonces el rey, y a su imitación muchos jóvenes aristócratas, entró sonriente y comenzó a saludar con desembarazo a todos, apretándoles la mano con leve sacudida y acercándola al pecho, del modo extravagante que se hace algunos años entre los pisaverdes madrileños. En cuanto él entró esparcióse por la habitación un perfume penetrante.
–¡Jesús, qué peste!-exclamó por lo bajo Pepa Frías después de darle la mano-. ¡Qué afeminado es este Ramoncito!
–¡Hola, barbián!-dijo el joven tomando de la barba con gran familiaridad a Pinedo-. ¿Qué te has hecho ayer? Pepe Castro ha preguntado por ti….
–¿Ha preguntado por mí Pepe Castro? ¡Tanto honor me confunde!
Causaba cierta sorpresa ver a Maldonado tutear a un hombre ya entrado en años y de venerable aspecto. Todos los mozalbetes del Club de los Salvajes hacían lo mismo, sin que Pinedo se diese por ofendido.
–Ahí tienes a Mariana—siguió éste—que acaba de hablar perrerías de ti, y con razón.
–¿Pues?
–No haga usted caso, Ramoncito—exclamó la señora de Calderón asustada.
–Y Pepa también.
–¿Usted, Pepa?-preguntó el mancebo queriendo demostrar desembarazo, pero inquieto en realidad, porque la de Frías era con razón temida.
–Yo, sí. Vamos a cuentas, Ramoncito, ¿qué se propone usted echando sobre sí tanto perfume? ¿Es que pretende usted seducirnos a todas por el órgano del olfato?
–Por cualquier órgano me agradaría seducir a usted, Pepa. La tertulia celebró la respuesta. Se oyó una espontánea carcajada. Pacita la había soltado. Su mamá se mordió los labios de ira y encargó a la hija que tenía más cerca que hiciese presente a la otra, para que a su vez lo comunicase a la menor, que era una desvergonzada y que en llegando a casa se verían las caras.
–¡Hombre, bien! choque usted—exclamó la de Frías, dando la mano a Ramoncito-. Es la única frase regular que le he oído en mi vida. Generalmente no dice usted más que tonterías.
–Muchas gracias.
–No hay de qué.
–Ya hemos leído la pregunta que usted hizo en el Ayuntamiento, Ramoncito—dijo la señora de Calderón, mostrándose amable para desvirtuar la acusación de Pinedo.
–¡Ps! cuatro palabrejas.
–Por ahí se empieza, joven—manifestó Calderón con acento Protector.
–No; no se empieza por ahí—dijo gravemente Pinedo—. Se empieza por rumores. Luego vienen las interrupciones…. (¡Es inexacto! ¡Pruébemelo su señoría! La culpa es de los amigos de su señoría.) En seguida llegan los ruegos y las preguntas. Después la explicación de un voto particular o la defensa de una proposición incidental. Por último, la intervención en los grandes debates económicos…. Pues bien. Ramón se encuentra ya en la tercer categoría, en la de los ruegos.
–Gracias, Pinedito, gracias—respondió el joven algo amoscado—.Pues ya que he llegado a esa categoría, te ruego que no seas tan guasón.
–¡Hombre, tampoco está mal eso!—exclamó Pepa Frías con asombro—. Ramoncito, va usted echando ingenio.
El joven concejal fué a sentarse entre la niña de la casa y la menor de Alcudia, que se apartaron de mala gana para dejarle introducir su silla. Este Maldonado, muchacho de buena familia, no enteramente desprovisto de bienes de fortuna y elegido recientemente concejal por la Inclusa, dirigía desde hace algún tiempo sus obsequios a la niña de Calderón. Era un matrimonio bastante proporcionado, al decir de los amigos. Esperanza sería más rica que Ramoncito, porque la hacienda de D. Julián era sólida y considerable; pero aquél, que tampoco estaba en la calle, tenía ya comenzada con buenos auspicios su carrera política. Los padres de la chica ni se oponían ni alentaban sus pretensiones. Con el aplomo y la superioridad que da el dinero, Calderón apenas fijaba la atención en quién requería de amores a su hija, abrigando la seguridad de que no le faltarían buenos partidos cuando quisiera casarla. Y en efecto, cinco o seis pollastres de lo más elegante y perfilado de la sociedad madrileña zumbaban en los paseos, en las tertulias y en el teatro Real alrededor de la rica heredera, como zánganos en torno de una colmena. Ramoncito tenía varios rivales, algunos de consideración. No era lo peor esto, sino que la niña, tan apagada de genio, tan tímida y silenciosa ordinariamente, sólo con él era atrevida y desenfadada, autorizándose bromitas más o menos inocentes, respuestas y gestos bruscos que mostraban bien claro que no le tomaba en serio. Por eso le decía a menudo Pepe Castro, su amigo y confidente, que se hiciese valer un poco más; que no se manifestase tan rendido ni ansioso; que a las mujeres hay que tratarlas con un poco de desdén.
Este Pepe Castro no sólo era el amigo y el confidente de Maldonado, pero también su modelo en todos los actos de la vida social y privada. Los juicios que pronunciaba acerca de las personas, los caballos, la política (de esto hablaba pocas veces), las camisas y los bastones eran axiomas incontrovertibles para el joven concejal. Imitábale en el vestir, en el andar, en el reir. Si el otro compraba una jaca española cruzada, ya estaba Ramoncito vendiendo la suya inglesa para adquirir otra parecida; si le daba por saludar militarmente llevándose la mano abierta a la sien, a los pocos días Ramoncito saludaba a todo el mundo como un recluta; si tomaba una chula por querida, no tardaba mucho nuestro joven en pasear por los barrios bajos en busca de otra. Pepe Castro se peinaba echando el pelo hacia adelante, para ocultar cierta prematura calva. Ramoncito, que tenía un pelo hermoso se peinaba también hacia adelante. Hasta la calva hubiera imitado con gusto por parecerle más chic. Pues bien, a pesar de tan devota imitación no había podido obedecerle en lo tocante a sus incipientes amores. Y esto porque, aunque parezca raro, Ramoncito había llegado a interesarse de verdad por la niña. El amor pocas veces es un sentimiento simple. A menudo contribuyen formarle y darle vida otras pasiones, como la vanidad, la avaricia, la lujuria, la ambición. Así formado apenas se distingue del verdadero amor: inspira el mismo vigilante cuidado y causa las mismas zozobras y penas. Ramoncito se creía sinceramente enamorado de Esperancita, y acaso tuviera razón para ello, pues la apetecía, pensaba en ella a todas horas, buscaba con afán los medios de agradarla y aborrecía de muerte a sus rivales. Por mas que se esforzaba en seguir los consejos del admirado Pepe Castro, procurando ocultar su inclinación o al menos la vehemencia con que la sentía, no lo lograba. Había empezado por cálculo a festejarla, con el dominio sobre sí de un hombre que tiene libre el corazón: había llegado pronto, gracias a la resistencia desdeñosa de la chica, a preocuparse vivamente, a sentirse aturdido y fascinado en su presencia. Luego la competencia de otros pollos le encendía la sangre y los deseos de hacerse pronto dueño de la mano de la niña. En obsequio a la verdad, hay que decir que se había olvidado "casi" de los millones de Calderón, que amaba ya a la hija "casi" desinteresadamente.
–¿Conque ha hablado usted en el Ayuntamiento, Ramón?—le preguntó Pacita—. ¿Y qué ha dicho usted?
–Nada, cuatro palabras sobre el servicio de alcantarillas—respondió con afectado aire de modestia el joven.
–¿Pueden ir las señoras al Ayuntamiento?
–¿Por qué no?
–Pues yo quisiera mucho oirle hablar un día…. Y Esperancita tiene más deseos que yo, de seguro.
–¡No, no!… Yo no—se apresuró a decir la niña.
–Vamos, chica, no lo disimules. ¿No has de tener ganas de oir hablar a tu novio?
Esperanza se puso como una amapola y exclamó precipitadamente:
–Yo no tengo novio, ni quiero tenerlo.
Ramoncito también se puso colorado.
–¡Pero qué cosas tan horribles tienes, Paz!—siguió aturdida y confusa—. No vuelvas a hablar así porque me marcho de tu lado.
–Perdona, hija—dijo la maliciosa niña, que se gozaba en el aturdimiento de su amiga y del concejal—. Yo creía…. Hay muchos que lo dicen…. Entonces, si no es Ramón será Federico…. Maldonado frunció el entrecejo.
–Ni Federico ni nadie…. ¡Déjame en paz!… mira, aquí está el padre Ortega; levántate.
II
Más personajes
Un clérigo alto, de rostro pálido y redondo, joven aún, con ojos azules y mirada vaga de miope, apareció en la puerta. Todos se levantaron. La marquesa de Alcudia avanzó rápidamente y fué a besarle la mano. Detrás de ella hicieron lo mismo sus hijas, Mariana y las demás señoras de la tertulia.
–Buenas tardes, padre—. Buenos ojos le vean, padre—. Siéntese aquí, padre.—No, ahí no, padre; véngase cerca del fuego.
El sexo masculino le fué dando la mano con afectuoso respeto. La voz del sacerdote, al preguntar o responder en los saludos era suave, casi de falsete, como si en la pieza contigua hubiese un enfermo; su sonrisa era triste, protectora, insinuante. Parecía que le habían arrancado a su celda y a sus libros con gran trabajo, que entraba allí con repugnancia, sólo por hacer algún bien con el contacto de su sabia y virtuosísima persona a aquellos buenos señores de Calderón, de quienes era director espiritual. Sus hábitos y sotana eran finos y elegantes; los zapatos de charol con hebilla de plata; las medias de seda.
Le dieron la enhorabuena calurosamente por una oración que había pronunciado el día anterior en el oratorio del Caballero de Gracia. El se contentó con sonreír y murmurar dulcemente:
–Dénsela a ustedes, señoras, si han sacado algún fruto.
El padre Ortega no era un clérigo vulgar, al menos en la opinión de la sociedad elegante de la corte, donde tenía mucho partido. Sin pecar de entremetido frecuentaba las casas de las personas distinguidas. No le gustaba hacer ruido ni llamar la atención de las tertulias sobre sí. No daba ni admitía bromas, ni tenía el temperamento abierto y jaranero que suele caracterizar a los sacerdotes que gustan del trato social. Si era intrigante, debía de serlo de un modo distinto de lo que suele verse en el mundo. Discreto y afable, humilde, grave y silencioso cuando se hallaba en sociedad, procurando borrar y confundir su personalidad entre las demás, adquiría relieve cuando subía a la cátedra del Espíritu Santo, lo que hacía a menudo. Allí se expresaba con desenfado y verbosidad sorprendentes. No lograba conmover al auditorio ni lo pretendía, pero demostraba un talento claro y una ilustración poco común en su clase. Porque era de los poquísimos sacerdotes que estaban al tanto de la ciencia moderna, o al menos semejaba estarlo. En vez de las pláticas morales que se usan y de las huecas y disparatadas declamaciones de sus colegas contra la ciencia y la razón, los sermones de nuestro escolapio trascendían fuertemente a lecturas modernísimas: en todos ellos procuraba demostrar directa o indirectamente que no existe incompatibilidad entre los adelantos de la ciencia y el dogma. Hablaba de la evolución, del transformismo, de la lucha por la existencia, citaba a Hegel alguna vez, traía a cuento la teoría de Malthus sobre la población, el antagonismo del trabajo y el capital. De todo procuraba sacar partido en defensa de la doctrina católica. Para rechazar los nuevos ataques era necesario emplear nuevas armas. Hasta se confesaba, en principio, partidario de las teorías de Darwin, cosa que tenía sorprendidos e inquietos a algunos de sus timoratos amigos y penitentes, pero esto mismo contribuía a infundirles más respeto y admiración. Cuando hablaba para las señoras solamente, prescindía de toda erudición que pudiera parecerles enfadosa; adoptaba un lenguaje mundano. Les hablaba de sus tertulias, de sus saraos, de sus trajes y caprichos, como quien los conoce perfectamente; sacaba comparaciones y argumentos de la vida de sociedad, y esto encantaba a las damas y las postraba a sus pies. Era el confesor de muchas de las principales familias de la capital. En este ministerio demostraba una prudencia y un tacto exquisitos. A cada persona la trataba según sus antecedentes, posición y temperamento. Cuando tropezaba con una devota escrupulosa, viva y ardiente como la marquesa de Alcudia, el buen escolapio apretaba de firme las clavijas, se mostraba exigente, tiránico, entraba en los últimos pormenores de la vida doméstica y los reglamentaba. En casa de Alcudia no se daba un paso sin su anuencia. Y en estos sitios, como si se gozase en mostrar su poder, adoptaba un continente grave y severo que en otras partes no se le conocía. Cuando daba con alguna familia despreocupada, con poca afición a la iglesia, ensanchaba la manga, se hacía benigno y tolerante, procurando nada más que guardasen las formas y no diesen mal ejemplo a los otros. Hacía cuanto le era posible por afianzar esa alianza dichosa establecida de poco tiempo a esta parte entre la religión y el "buen tono" en nuestro país. Cada día sacaba una moda que a ello contribuyese, traducidas unas del francés, otras nacidas en su propio cerebro. En la capilla u oratorio de alguna familia ilustre reunía ciertos días del año por la tarde a las damas conocidas. Eran unas agradabilísimas matinées, donde se oraba, tocaba el órgano expresivo la más hábil pianista, decía el padre una plática familiar, departía después amigablemente con las señoras acerca de asuntos religiosos, se confesaba la que quería, y por último pasaban al comedor, donde se tomaba te, cambiando de conversación. Cuando fallecía alguna persona de estas familias, el padre Ortega se hacía poner en las papeletas de defunción como director espiritual, rogando que la encomendasen a Dios. Luego repartía entre todos los amigos unos papelitos impresos o memorias con oraciones, donde se pedía al Supremo Hacedor con palabras encarecidas y melosas que por tal o cual mérito que resplandeció en su sagrada pasión perdonase al conde de T*** o a la baronesa de M*** el pecado de soberbia o de avaricia, etc. Generalmente no era aquel en que más había sobresalido el difunto, lo cual hacía el padre con buen acuerdo para evitar el escándalo y una pena a la familia. También se encargaba de gestionar la adquisición del mayor número posible de indulgencias, la bendición papal in articulo mortis, las preces de algún convento de monjas, etc. Siendo su amigo y penitente se podía tener la seguridad de no ir al otro mundo desprovisto de buenas recomendaciones. Lo que no sabemos es el caso que Dios hacía de ellas, si escribía encima de las memorias con lápiz azul, como los ministros, "hágase", o si preguntaba al padre Ortega, como la señora del cuento: "¿Y a usted quién le presenta?"
Cuando hubo cambiado algunas palabras corteses con casi todos los tertulios, haciendo a cada cual la reverencia que dada su posición le correspondía, la marquesa de Alcudia le tomó por su cuenta, y llevándole a uno de los ángulos del salón y sentados en dos butaquitas, comenzó a hablarle en voz baja como si se estuviese confesando. El clérigo, con el codo apoyado en el brazo del sillón, cogiendo con la mano su barba rasurada, los ojos bajos en actitud humilde, la escuchaba. De vez en cuando profería también alguna palabra en voz de falsete, que la marquesa escuchaba con profundo respeto y sumisión, lo cual no impedía que al instante volviese a la carga gesticulando con viveza, aunque sin alzar la voz.
Había entrado poco después que el padre un joven gordo, muy gordo, rubio, con patillitas que le llegaban poco más abajo de la oreja, mucha carne en los ojos y fresco y sonrosado color en las mejillas. La ropa le estallaba. Su voz era levemente ronca y la emitía con fatiga. Al entrar nublóse la descolorida faz de Ramoncito Maldonado. El recién llegado era hijo de los condes de Casa-Ramírez y uno de los pretendientes a la mano de la primogénita de Calderón. Jacobo Ramírez o Cobo Ramírez, como se le llamaba en sociedad, pasaba por chistoso por el mismo motivo que Pepa Frías, aunque con menos razón. Caracterizábale una libertad grosera en el hablar, un desprecio cínico hacia las personas, aun las más respetables, y una ignorancia que rayaba en lo inverosímil. Sus chistes eran de lo más burdo y soez que es posible tolerar entre personas decentes. Alguna vez daba en el clavo, esto es, tenía alguna ocurrencia feliz; mas, por regla general, sus chuscadas eran pura y lisamente desvergüenzas.
La tertulia, no obstante, se regocijó con su entrada. Una sonrisa feliz se esparció por todos los rostros, menos el de Ramoncito.
–Oiga usted, Calderón—entró diciendo, sin saludar—. ¿Cómo se arregla usted para tener siempre criados tan guapos?… A uno de ellos, el de la entrada, con la poca luz que había y la voz de mezzo-soprano que me gasta, le he confundido con una muchacha.
–¡Hombre, no!—exclamó riendo el banquero.
–¡Hombre, sí! A mí no me importa nada que usted traiga todos los Romeos que guste…. ¿Viene por aquí su amigo Pinazo?
Los que entendieron adónde iba a parar, que eran casi todos, soltaron la carcajada.
–¡No viene! ¡no viene!—dijo Calderón casi ahogado por la risa.
–¿De qué se ríen?—preguntó Pacita por lo bajo a Esperanza.
–No sé—respondió ésta con acento de sinceridad, encogiéndose de hombros.
–De seguro Cobo ha dicho una barbaridad. Se lo preguntaré después a Julia que no dejará de haberla cogido.
Volvieron ambas la vista hacia la mayor de Alcudia y la vieron inmóvil, rígida, con los ojos bajos como siempre. En el ángulo de sus labios, sin embargo, vagaba una leve sonrisa maliciosa que mostraba que no sin razón la hermanita fiaba en sus profundos conocimientos.
–Hola, Ramoncillo—dijo acercándose a Maldonado y dándole una palmada en la mejilla con familiaridad—. Siempre tan guapote y tan seductor.
Estas palabras fueron dichas en tono entre afectuoso e irónico, que le sentó muy mal al joven.
–No tanto como tú…, pero en fin, vamos tirando—respondió Ramoncito.
–No, no, tú eres más guapo…. Y si no que lo digan estas niñas…. Un poco flacucho estás, sobre todo desde hace una temporada, pero ya doblarás en cuanto se te pase eso.
–No tiene que pasarme nada…. Ya sé que nunca podré ser de tantas libras como tú—replicó más picado.
–Pues tienes más hierbas.
–Allá nos vamos, chico; no vengas echándotelas de fanciullo, porque es muy cursi, sobre todo delante de estas niñas.
–¡Pero hombre, que siempre han de estar ustedes riñendo!—exclamó Pepa Frías—. Acaben ustedes pronto por batirse, ya que los dos no caben en el mundo.
–Donde no caben los dos—le dijo por lo bajo Pinedo—es en casa de Calderón.
–Nada de eso—manifestó Cobo en tono ligero y alegre—. Los amigos más reñidos son los mejores amigos. ¿Verdad, barbián?
Al mismo tiempo tomó la cabeza de Ramoncito con ambas manos y se la sacudió cariñosamente. Este le rechazó de mal humor.
–Quita, quita, no seas sobón.
Cobo y Maldonado eran íntimos amigos. Se conocían desde la infancia. Habían estado juntos en el colegio de San Antón. Luego en la sociedad siguieron manteniendo relaciones estrechas, principalmente en el Club de los Salvajes, adonde ambos acudían asiduamente. Como ambos ejercían la misma profesión, la de pasear a pie, en coche y a caballo; como ambos frecuentaban las mismas casas y se encontraban todos los días en todas partes, la confianza era ilimitada. Siempre había habido entre ellos, sin embargo, una graciosa hostilidad, pues Cobo despreciaba a Ramoncito, y éste, que lo adivinaba, manteníase constantemente en guardia. Esta hostilidad no excluía el afecto. Se decían mil insolencias, disputaban horas enteras; pero en seguida salían juntos en coche como si no hubiera pasado nada, y se citaban para la hora del teatro. Maldonado tomaba las cosas de Cobo en serio. Este se gozaba en llevarle la contraria en cuanto decía, hasta que conseguía irritarlo, ponerlo fuera de si. Mas el afecto desapareció en cuanto ambos pusieron los ojos en la chica de Calderón. No quedó más que la hostilidad. Sus relaciones parecía que eran las mismas; reuníanse en el club diariamente, paseaban a menudo juntos, iban a cazar al Pardo como antes. En el fondo, sin embargo, se aborrecían ya cordialmente. Por detrás decían perrerías el uno del otro; Cobo con más gracia, por supuesto, que Ramoncito, porque le tenía, fundada o infundadamente, un desprecio verdadero.
–Vamos, les pasa a ustedes lo que a mi hija y su marido….—dijo la de Frías.
–¡No tanto! ¡no tanto, Pepa!—interrumpió Ramírez afectando susto.
–¡Pero qué sinvergüenza es usted, hombre!—exclamó aquélla tratando de contener la risa, que no cuadraba a su mal humor característico—. Se parecen ustedes en que siempre están regañando y haciendo las paces.
Y se puso a describir con bastante gracia la vida matrimonial de su hija. Lo mismo ella que el marido eran un par de chiquillos mimosos, insoportables. Sobre si no la había pasado el plato a tiempo o no la había echado agua en la copa, sobre los botones de la camisa, o si no cepillaron la ropa, o tenía la ensalada demasiado aceite, armaban caramillos monstruosos. Los dos eran Igualmente susceptibles y quisquillosos. A veces se pasaban seis u ocho días sin hablarse. Para entenderse en los menesteres de la vida se escribían cartitas y en ellas se trataban de usted—. "Asunción me ha pasado un recado diciéndome que vendrá a las ocho para llevarme al teatro. ¿Tiene usted inconveniente en que vaya?"—escribía ella dejándole la carta sobre la mesa del despacho—. "Puede usted ir adonde guste"—respondía él por el mismo procedimiento—. "¿Qué platos quiere usted para mañana? ¿Le gusta a usted la lengua en escarlata?"—"Demasiado sabe usted que no como lengua. Hágame el favor de decir a la cocinera que traiga algún pescado, pero no boquerones como el otro día, y que no fría tanto las tortillas". Ninguno de los dos quería humillarse al otro. Así que, esta tirantez se prolongaba ridículamente, hasta que ella, Pepa, los agarraba por las orejas, les decía cuatro frescas y les obligaba a darse la mano. Luego, en las reconciliaciones, eran extremosos.
–¿Sabe usted, Pepa, que no quisiera estar yo allí en el momento de la reconciliación?—dijo Cobo haciendo alarde nuevamente de su malignidad brutal.
–Tampoco yo, hijo—respondió, dando un suspiro de resignación que hizo reir—. Pero ¡qué quiere usted! Soy suegra, que es lo último que se puede ser en este mundo, y tengo esa penitencia y otras muchas que usted no sabe.
–Me las figuro.
–No se las puede usted figurar.
–Pues, querida, a mí me gustaría muchísimo ver a mis hijos reconciliados. No hay cosa más fea que un matrimonio reñido—dijo la bendita de Mariana con su palabra lenta, arrastrada, de mujer linfática.
–También a mí … pero después que pasa la reconciliación—respondió Pepa, cambiando miradas risueñas con Cobo Ramírez y Pinedo.
–¡De qué buena gana me reconciliaría yo con usted, Mariana, del mismo modo que esos chicos!—dijo en voz muy baja el almibarado general Patiño, aprovechando el momento en que la esposa de Calderón se inclinó para hurgar el fuego con un hierro niquelado. Al mismo tiempo, como tratase de quitárselo para que ella no se molestase, sus dedos se rozaron, y aun puede decirse, sin faltar a la verdad, que los del general oprimieron suave y rápidamente los de la dama.
–¡Reconciliarse!—dijo ésta en voz natural—. Para eso es necesario antes estar enfadados y, a Dios gracias, nosotros no lo estamos.
El viejo tenorio no se atrevió a replicar. Rió forzadamente, dirigiendo una mirada inquieta a Calderón. Si insistía, aquella pánfila era capaz de repetir en voz alta la atrevida frase que acababa de decirle.
–Por supuesto—siguió Pepa—que yo me meto lo menos posible en sus reyertas. Ni voy apenas por su casa. ¡Uf! ¡Me crispa el hacer el papel de suegra!
–Pues yo, Pepa, quisiera que fuese usted mi suegra—dijo Cobo, mirándola a los ojos codiciosamente.
–Bueno, se lo diré a mi hija, para que se lo agradezca.
–¡No, si no es por su hija!… Es porque … me gustaría que usted se metiese en mis cosas.
–¡Bah, bah! déjese usted de músicas—replicó la de Frías medio enojada.
Un amago de sonrisa que plegaba sus labios pregonaba, no obstante, que la frase la había lisonjeado.
Ramoncito volvió a sacar la conversación del teatro Real, la liebre que sale y se corre en todas las tertulias distinguidas de la corte. La ópera, para los abonados, no es un pasatiempo, sino una institución. No es el amor de la música, sin embargo, lo que engendra esta constante preocupación, sino el no tener otra cosa mejor en qué ocuparse. Para Ramoncito Maldonado, para la esposa de Calderón y para otros muchos, los seres humanos se dividen en dos grandes especies: los abonados al teatro Real y los no abonados. Los primeros son los únicos que expresan realmente de un modo perfecto la esencia de la humanidad. Gayarre y la Tosti fueron puestos otra vez a discusión. Los que habían llegado últimamente dieron su opinión, tanto sobre el mérito como sobre la disposición física de los dos cantantes.
Ramoncito se puso a contar en voz baja a Esperanza y a Paz que la noche anterior había sido presentado a la Tosti en su camerino. "Una mujer muy amable, muy fina. Le había recibido con una gracia y una amabilidad sorprendentes. Ya había oído hablar mucho de el, de Ramoncito, y tenía deseos vivos de conocerle personalmente. Cuando supo que era concejal, quedó asombrada por lo joven que había llegado a ese puesto. ¡Ya ven ustedes que tontería! Por lo visto, en otros países se acostumbra a elegir sólo a los viejos. De cerca era aún mejor que de lejos. Un cutis que parece raso; una dentadura preciosa; luego una arrogante figura; el pecho levantado y ¡unos brazos!…"