Kitabı oku: «Marta y Maria», sayfa 10
– ¡Oh!, no tanto…, no tanto como usted se figura, don Máximo… Hoy por hoy con la escasa guarnición que tenemos no sería un imposible ni mucho menos el sorprenderla… ¡Cuántas veces he pensado, haciendo la guardia de noche, que treinta hombres decididos me podían poner en un apuro!… Si lograsen entrar, la cosa estaba resuelta, bien pueden ustedes creerlo…
– ¿Lo oye usted, hombre inconvencible, lo oye usted?… Ya verá usted cómo nos hemos de acordar de Santa Bárbara después que caigan rayos y centellas… Pero escucha una cosa, Ricardo, ¿por qué no aprovecháis para la defensa de la Fábrica los últimos adelantos que se han hecho en la luz eléctrica?
– ¿Cómo?
– A mí se me figura que colocando en distintos parajes de ella unos cuantos focos de luz eléctrica que el oficial de guardia pudiese encender con sólo apretar un botón, se podría evitar muy bien el peligro de una sorpresa; y si al mismo tiempo se colgasen una buena cantidad de campanas poderosas, movidas igualmente por la electricidad, que produjesen alarma instantánea en la población y despertasen a los obreros, que por lo común viven cerca… Martita, ¿qué tienes?– exclamó de improviso cortando el hilo del discurso.
Todos acudieron a ella. La niña, que continuaba sentada sobre las rodillas de Ricardo, se había ido poniendo pálida sin que nadie se hiciese cargo. Cuando don Mariano se fijó en ella, casualmente, estaba blanca como el papel.
– ¿Qué te pasa, hija mía?
– ¿Qué tienes, Martita?
– Me siento un poco mal. Dadme un vaso de agua. María corrió por ella. Don Máximo le tomó el pulso y dijo:
– No es más que un amago de vahído, que se cortará con el agua.
En efecto, después que la bebió y se hubo sentado en el sofá empezó a serenarse, y a los pocos minutos ya estaba completamente bien. Siguió la conversación.
IX.
EXCURSIÓN AL MORAL Y A LA ISLA
Quince días por lo menos se habló de la excursión al Moral y a la Isla. Durante el invierno las jóvenes tertulianas de la casa de Elorza habían querido formar un capital, con los productos de la aduana y lotería, destinado a sufragar los gastos. Don Mariano las dejó formarlo, sonriendo bellacamente cada vez que le participaban el estado de la caja. Mas cuando llegó la época fijada para la excursión, a presencia de toda la tertulia tomó el puñado de plata del cajoncito donde se guardaba y se lo entregó al cura de Nieva para que lo repartiese entre los feligreses que más lo necesitaran.
– ¿Pues qué— exclamó el noble caballero al mismo tiempo— ; no es cien veces mejor dedicar este dinero a matar el hambre en algunos pobres, que a un pasatiempo frívolo y excusado?
– Es cierto, es cierto— dijeron las niñas poniendo una cara que no hacía, en verdad, recordar las puras satisfacciones de la virtud y las alegrías del justo.
Aquella noche se habló, se cantó y se bailó poco en la tertulia de Elorza. La virtud, severa por naturaleza, no gusta de manifestaciones ruidosas. Muchachos y muchachas expresaban la íntima y pura satisfacción que aquel sacrificio les había inspirado con una inefable serenidad que los tenía mudos y quietos la mayor parte del tiempo, cual si meditasen profundamente sobre algún texto del Evangelio.
Grande, pues, debió ser el disgusto que sintieron todos cuando don Mariano les dijo a última hora:
– Señoras y señores: el jueves, a las ocho de la mañana, agradecería a ustedes en el alma que diesen una vuelta por el muelle convenientemente provistos de sombrero, quitasol, abrigo, etcétera. Nada más fácil que a esa hora los marineros de mi falúa se empeñen en llevarnos al Moral, y como ustedes comprenden no sería cortés el desairarlos.
La tertulia deploró esta determinación que la privaba de sacrificarse por la fraternidad universal, con risa inextinguible, voces y movimientos desordenados:– «¡Qué don Mariano éste!– ¡Siempre ha de tener esas bromas!– El jueves, el jueves, ¿qué tengo yo que hacer el jueves? ¡Ah, me parece que nada!– ¿Llevaremos el impermeable? Yo creo que basta con el abrigo, etcétera.»
Y en efecto, el jueves a las ocho de la mañana, la falúa de don Mariano y la de la Sanidad, limpias y aderezadas como dos muchachas en día de romería, aguardaban impacientes a la gente cabeceando una al lado de otra en el atracadero del muelle. Cuatro marineros daban la última mano en cada una al arreglo del aparejo, dirigiendo de vez en cuando miradas escrutadoras ora a la ría, bien a las calles que desembocaban en el muelle. Los señores no aparecían y la marea ya había bajado dos pies y medio. Alguno de los marineros expresaba sus impresiones desagradables por la tardanza con un rugido no bastante fashionable. Últimamente apareció un grupo abigarrado de damas y caballeros, donde predominaban los sombreros de paja y las manteletas encarnadas, y el viejo lobo marino que acababa de jurar como un carretero, blasfemó otra vez de puro satisfecho y colocó una tabla entre el atracadero y la falúa para que pasase la gente. El primero que saltó fue don Mariano. La falúa se inclinó blandamente sobre un costado al recibir el peso de su amo, como si le hiciese una reverencia cariñosa. Las niñas todas, incluyendo por supuesto a las señoritas de Delgado, fueron saltando después, apoyadas en la atlética mano de don Mariano; los caballeros las siguieron. Una vez llena la primera falúa, pasose a cargar la segunda, que a su vez no tardó también en llenarse. En la primera iban, entre otras personas distinguidas, las dos señoritas de Delgado con su hermana la viuda, que iba autorizándolas con su presencia; las de Merino con su hermano Bonifacio, el más complaciente de todos los hermanos; tres o cuatro oficiales de la Fábrica, don Mariano, don Máximo, Martita y Ricardo. María no iba por impedírselo el hábito que había ofrecido con voto de no asistir a ninguna fiesta. Tampoco los achaques de doña Gertrudis la dejaban tomar parte en la excursión. En la segunda se hallaba ya bien acomodada nuestra amiga, la simpática y vivaracha señorita de Mory, escrutada de cerca por los ojos saltones del ilustrado Isidorito. También pudimos distinguir entre otras una jovencita muy linda llamada Rosario, con quien el pollo que está a su lado no había podido bailar la noche del sarao de Elorza a causa de la guerra que el pianista tenía declarada a las mazurcas. Los marineros iban ya a zafar los cables para emprender la marcha, cuando de una de las falúas salió una voz preguntando:
– ¿Y las de Ciudad?
Faltaban las de Ciudad. Don Mariano y el médico de la Sanidad quedaron consternados al oír este nombre que envolvía un guarismo tan respetable. Antes de que pudieran salir de su consternación ya habían aparecido por una de las bocacalles del muelle las seis señoritas acompañadas por su papá, su mamá, el ingeniero Suárez y dos hermanitos de menor edad. En las falúas ya era imposible acomodar tanta gente: fue necesario buscar otra y tripularla con los primeros marineros que se hallaron, entre lo cual se perdió un tiempo precioso. Mas al fin, como todo se arregla en este mundo menos la muerte, las señoritas de Ciudad con sus adyacentes quedaron bien empaquetadas en una embarcación destinada a la pesca, y el patrón de la Sanidad pudo dar señal de marcha. Los doce remos de las falúas empezaron a caer acompasadamente en el agua con chapoteo lánguido, como brazos que se esperezan.
La superficie de la ría estaba tersa, inmóvil y brillante, como la de un espejo: la luz proyectaba sobre ella algunas extensas manchas argentadas hacia el centro y otras obscuras en los bordes. El cielo se presentaba velado por un levísimo toldo de nubes que hacían soberbia competencia a los quitasoles y sombreros de las señoras. Sólo una tenue brisa cargada con los acres olores de los pinos de la orilla venía a besar tímidamente la espalda turgente de las aguas y los cuellos no menos turgentes y frescos de las señoras. No era todavía una brisa legítimamente marinera sino mestiza, con las cualidades de mar y tierra.
Los remos cobraron al fin toda su agilidad y removieron airados con sus palmas el cristal de las aguas, produciendo en ellas remolinos fugaces y espumosos. Todos los semblantes expresaban la cándida alegría que comunica el movimiento y el espectáculo siempre nuevo y hermoso de la naturaleza. Las jóvenes inclinadas sobre el carel de la embarcación sumergían con deleite las manos en el agua, dejándola deslizarse con ruido entre sus blancos dedos ceñidos de sortijas, charlaban, gritaban, reían y se apostrofaban de una embarcación a otra. Los muchachos les salpicaban el rostro con los bastones y se inclinaban de repente sobre un costado para asustarlas, complaciéndose grandemente con sus gritos desesperados. Todo era ruido y algazara en la diminuta escuadrilla. Según avanzaba hacia El Moral, las cualidades marineras de la brisa fueron sobrepujando a las terrestres: se hizo más intensa, llegando hasta soplar con violencia en algunos parajes, cuando las falúas pasaban frente a alguna cañada formada por las colinas o lomas que cerraban la cuenca de la ría. Las cintas de los sombreros, los gallardetes de los palos de popa, los pañuelos y las corbatas comenzaron a tremolar vivamente. Los viajeros sintieron el dulce ensordecimiento que produce el viento agudo del mar, nutrido de sales. Algunos pajaritos acuáticos de poca importancia salieron de una de las orillas y pasaron volando sobre las falúas, lo cual fue causa para que don Serapio, en un rapto de entusiasmo marítimo, se pusiese en pie sobre la popa y agarrado al palo de la bandera entonase como un energúmeno la canción que empieza:
Al ver en la inmensa llanura del mar
Las aves marinas con rumbo hacia acá,
siguiendo envidioso su vuelo fugaz, etcétera.
Si la ría pudiera ruborizarse no dejaría de hacerlo al oírse calificar tan hiperbólicamente de inmensa llanura, si no es que creyéndolo broma de mal género lo echase a mala parte y se enojase seriamente. De todos modos, el viento se encargó de vengarla arrebatando de improviso el sombrero del inspirado cantante y cortando el arroyuelo, por no decir el torrente, de su voz. La falúa que venía detrás lo recogió y lo entregó muy bien remojadito a su dueño, que no manifestó deseos por el momento de seguir apostrofando a las aves marinas.
La escuadrilla continuaba acercándose al puñado de casas de El Moral, que distaban de Nieva legua y media próximamente. La villa se iba alejando cada vez más de nuestros viajeros, ofreciendo a sus ojos un espectáculo hermoso. Estaba asentada en la misma falda de una montaña no muy elevada, guarnecida por todos lados de huertas frondosas y bosques de laurel y naranjo. Su blanco caserío parecía colocado en tal sitio por una mano de artista amiga de combinar los recursos de la naturaleza para producir la emoción estética, como diría un revistero de teatros. La blancura deslumbrante de la villa resaltaba sobre el verde obscuro de la montaña como un gran pedazo de nieve desprendido de la cúspide. La sábana argentada de la ría extendiéndose a sus pies esperaba inmóvil y sumisa que viniera a caer en su seno. Las suaves colinas vestidas de pinos que bordeaban las orillas y que nuestros viajeros iban dejando atrás una en pos de otra semejaban lomos erizados de animales monstruosos y fantásticos.
Las conversaciones de falúa a falúa fueron cesando. Las embarcaciones recobraron su autonomía viviendo para sí. Oigamos algo de lo que se charlaba en ellas.
EN LA FALÚA DE ELORZA.– Yo soy muy viejo, don Máximo, pero cuento que mis hijas han de ver esta ría perfectamente canalizada. La cantidad de agua que penetra por la boca del puerto es capaz de producir, si no estuviese diseminada, un fondo suficiente para los buques de más calado. La cuestión es encauzarla. ¿Y cómo se consigue esto? Pues ha de ser forzosamente por medio de dos escolleras paralelas que arranquen en la misma barra y vengan a parar a Nieva. El agua, lo mismo en el flujo que en el reflujo, pasará entre ellas con mayor velocidad trabajando sobre el fondo hasta profundizarlo. Poco a poco el espacio comprendido entre el canal y las orillas irá quedando en seco y podrá sanearse fácilmente. Una vez saneados estos grandes espacios, no dudo que por ellos se ha de extender la población de Nieva a orillas del hermoso canal, que se verá surcado constantemente por toda clase de embarcaciones. La moderna villa fundada en una planicie tan dilatada tendrá seguramente sus calles trazadas a cordel como las de las ciudades americanas y magníficos muelles. Pero el verdadero puerto no puede ser aquí, sino en el surgidero de los arenales… Muy pronto pasaremos por delante de él… Es un sitio abrigado y extenso donde puede maniobrar una escuadra entera… Hoy tiene poca profundidad, lo sé perfectamente, pero el fondo es de arena y sabe usted que con las máquinas poderosas de dragar que hay ahora en muy poco tiempo se le puede dar dos o tres metros más de calado… Entonces Nieva será el puerto más importante del Cantábrico. La mayor parte de nuestros productos mineros se exportarán por él, porque la dársena de Sarrió es muy chica y no hay posibilidad de darle más amplitud. En vez de ir a los puertos franceses a pasar el verano, los españoles vendrán a estas hermosas provincias del Norte, abandonadas hoy por falta de vías de comunicación… ¿Qué Biarritz se puede comparar en el verano a estos sitios frescos y deliciosos? ¿Qué playa de Arcachón puede sostener la competencia con las nuestras de Miramar y las Huelgas?…
A BORDO DE LA SANIDAD.– Hoy he dormido perfectamente después de una porción de noches que llevo sin pegar apenas los ojos— dijo la señorita de Mory a su amiga Rosario que estaba sentada a su lado— . No sé qué tengo hace algún tiempo… Me siento nerviosa… Me duele la cabeza al levantarme de la cama… Yo creo que necesito refrescarme.
– Tal vez necesite usted refrescar el corazón, señorita— se aventuró a decir Isidorito con el rostro espantosamente contraído por una sonrisa.
– No sabía yo que se despachasen también en la botica refrescos para el corazón— repuso la joven con gesto desdeñoso, dirigiendo sus palabras a Rosario.
– ¡Oh! no, señorita; en la botica no. El corazón no se cura con los preparados de la terapéutica ordinaria ni con ninguna fórmula de la farmacopea, porque tiene, aparte de su naturaleza física semejante a la de las demás vísceras, otra naturaleza puramente espiritual en el uso corriente de la conversación, que no puede ser influida sino por medicamentos morales. Al decir que tal vez necesitase usted refrescar el corazón quería indicar que acaso convendría que usted desterrase de él ciertas preocupaciones de carácter amoroso que algunas veces lo suelen alterar.
– No tengo esas preocupaciones que usted dice, ni pienso en tenerlas, por ahora, Dios mediante— respondió la señorita con el mismo gesto desabrido y dirigiéndose siempre a Rosario.
– No puede usted afirmar eso de un modo tan categórico.
– ¿Pues?
– Porque en la edad que usted tiene es muy difícil, por no decir imposible, sondar las profundidades del espíritu y escudriñar todos sus pliegues. Frecuentemente las impresiones se introducen en nuestra alma de un modo subrepticio, sin que nos demos cuenta de ello; empiezan siendo vagas y fugitivas y por lo mismo pasan inadvertidas; pero lentamente van tomando cuerpo, haciéndose fuertes, y concluyen por apoderarse de la persona y gobernarla a su talante. Entonces pasan a la categoría de pasiones.
– Pues yo sé perfectamente lo que siento y lo que no siento.
– ¡Oh! no, señorita; permítame usted que le diga que no lo puede saber.
– ¡Hombre, tiene gracia! ¿No he de saber yo lo que siento?… Pues entonces lo sabrá usted…
– Quizá lo sepa mejor. La observación de sí mismo, según todos los filósofos y moralistas, es más difícil que la de los demás, y son pocos los que logran conocerse bien. Por otra parte, la juventud es irreflexiva de suyo y, sobre todo, las mujeres no saben darse cuenta cabal de sus inclinaciones y de las vagas emociones que cruzan por su corazón.
– Mire usted; las mujeres son como Dios las crió, y los hombres también.
– No lo dudo; pero Dios las ha criado así, con una capacidad sensitiva (si vale expresarse de esta suerte) más viva y delicada que la de los hombres. Se puede decir que han nacido exclusivamente para el amor y que el amor debe llenar su existencia. El amor y las consecuencias que de él se desprenden constituyen el primer fin de la unión conyugal o sea del matrimonio. Tal es lo que se encuentra establecido en todas las legislaciones y muy particularmente en la canónica, que es la fuente más pura de todas ellas. La mujer, por consiguiente, obra más bien impulsada por la fantasía y el sentimiento, que por la razón…
– ¡Jesús, cuántas cosas sabe Isidorito de las pobres mujeres!– exclamó la señorita de Mory en tono entre irritado y burlón.
El fiscal municipal quedó un poco acortado, pero al cabo prosiguió diciendo sin dejar la seudosonrisa que le atormentaba la cara:
– Siendo, por tanto, el amor el móvil más poderoso, por no decir el único, de la vida de la mujer, nada tiene de particular que haya supuesto que una joven como usted se encuentre agitada por ese sentimiento omnipotente y pague tributo a lo que constituye una ley indeclinable de la vida. Vea usted ahora cómo no andaba descaminado al afirmar que tal vez necesitase usted refrescar el corazón o, lo que es igual, aligerarlo de alguna impresión demasiado punzante.
– ¡Ay Dios, qué pesado!– dijo la señorita de Mory en voz baja; y en alta voz repuso— : Pues se equivoca usted de medio a medio, Isidorito; nada me pincha ni me punza por ahora.
– Permítame usted que lo dude.
– Es usted muy dueño de dudarlo, pero le aseguro que lo sé de muy buena tinta.
– De todos modos, en buena lógica, por más que usted asegure lo contrario, no hay posibilidad de sostener una afirmación semejante. No sólo la razón y el buen sentido se oponen a ello, sino que de la observación más superficial de los hechos resulta: primero, que el amor es un sentimiento natural y constante en las jóvenes; segundo, que en usted no existen motivos para sustraerse a él, y tercero, que el hecho de dormir poco y agitadamente hace muy verosímil la suposición de que usted se encuentra enamorada.
La señorita de Mory se encogió de hombros, hizo una mueca desdeñosa con los labios y sin dignarse responder entabló conversación con su amiga Rosario.
Isidorito había triunfado, como siempre, de su contrario. Porque para el joven fiscal la mujer con quien hablara era su contrario y se creía en el caso de envolverla en los pliegues de su lógica y estrecharla de cerca hasta que la rendía lo mismo que a un litigante rebelde. De este modo pensaba captarse la admiración y el respeto del sexo femenino. Mas el sexo femenino (dicho sea en su desdoro) no sólo no admiraba a Isidorito por su lógica contundente, por su formalidad y por sus vastos conocimientos jurídicos, sino que le miraba con marcada ojeriza y huía su conversación cual si se tratase de un ruido enfadoso.
La señorita de Mory, con quien había sostenido controversias reñidísimas sobre la naturaleza del amor y la amistad, las dulzuras del recuerdo, las amarguras del olvido, la simpatía y todo lo demás referente al corazón, en las cuales siempre salía, por de contado, victorioso, había llegado a aborrecerle de muerte. Así que nuestro sensato joven se hallaba a más de cien leguas de los tres mil duros de renta de la graciosa heredera cuando creía estar tocándolos ya con la punta de los dedos. Su formalidad jamás desmentida, su elocuencia reposada y serena, sus levitas prolongadas, sus ideas de orden y su jurisprudencia se habían estrellado contra una prevención tan cruel como injustificada.
EN LA FALÚA DE LAS DE CIUDAD.– ¡María Julia, Consuelo, mirad qué bonito hace el agua metiendo la mano dentro!
– ¡Lindísimo!
– Se va usted a mojar el vestido, Amparo.
– ¡Mire usted qué penachitos blancos tan monos salen por entre los dedos, Suárez!
– Preciosos…, pero se va usted a mojar la manga del vestido.
– Aguarde usted un poco… Me la voy a remangar… Ea, ya está bien… Mire usted, mire usted…
– Todavía me parece que se moja… Levántela usted un poquito más…
– ¿Más?
– Sí.
– ¡Pero me voy a descubrir todo el brazo!
– ¡Qué importa!
– Tiene usted razón; el tiempo no está para constiparse. Ahora me parece que ya queda bien… ¡Huy, qué fría está el agua!… ¡En la mano no se nota, pero en los brazos!… Mire usted, mire usted cómo salta… Poniendo la palma de la mano contra la corriente se sube por el brazo arriba… ¿No ve usted qué hermosa y transparente está hoy?…
– Hablando con franqueza le diré— murmuró el ingeniero al oído de Amparo— que en este momento me llama más la atención su lindo brazo.
– Si no se calla usted, pícaro, le sacudo el agua en la cara— manifestó la niña en medio de castas contorsiones.
– Aunque usted me echase a la ría lo seguiría diciendo… Yo soy artista ante todo, ya lo sabe usted… Nada hay tan hermoso como la forma humana… cuando es hermosa; y ese brazo sostiene la competencia con los más acabados modelos del arte escultórico.
– Vamos, no sea usted bromista… Mi brazo es como otro brazo cualquiera… Lo que hay es que ya voy sintiendo frío en él… ¡Caramba con el agua! ¡Parecía tan templadita al principio!… ¡Y cómo se va enfriando poco a poco hasta que se le mete a una por los huesos!…
– Sáquelo usted, sáquelo usted… Vamos a secarlo.
Y Amparito lo sacó, en efecto, del agua, y lo entregó inocentemente al ingeniero, que se puso a secarlo con el pañuelo, prodigándole cuidados exquisitos y diciendo al mismo tiempo:
– ¡Pero qué brazo tan precioso tiene usted, Amparito!… ¡Qué blancura!… ¡Qué cutis delicado!… ¡Y qué bien torneado sobre todo!… El brazo de la mujer ha de ser así…, redondo y fino, como el de la Venus de Médicis… La disminución hacia la muñeca debe ser gradual y proporcionada… La verdad es que si el resto del cuerpo corresponde al brazo, es usted una de las mujeres mejor formadas que un artista puede apetecer para modelo… Las mujeres bien hechas son ahora bastante escasas. A esto se debe la decadencia de la escultura, según los críticos. Si hubiera muchas como usted, no podrían decir eso, seguramente… ¡Qué brazo, qué brazo tan lindo!… No puede usted figurarse el placer que siento al tener una obra tal de arte entre las manos…
El ingeniero al decir esto daba tantas vueltas al brazo de la niña, lo manoseaba tanto, que el señor de Ciudad, que contemplaba la operación desde la proa con ojos torvos, no pudo menos de exclamar en tono colérico:
– Amparo, ¿quieres bajarte esa manga?… ¡Chicuela más tonta!…
La niña se ruborizó y bajó la manga. El ingeniero, no pudiendo desenvolver sus teorías artísticas con el modelo a la vista, renunció por algún tiempo al uso de la palabra.
Las falúas estaban ya delante de los Arenales. El sol había conseguido hacer algunos agujeros en el toldo nubloso y amenazaba desgarrarlo por completo en plazo más o menos breve. El manojo de rayos que por estos agujeros caía sobre los montecillos de arena, hacíalos brillar como enormes pepitas de oro derramando sus resplandores sobre toda la extensión de la sábana de agua. A veces, cuando los rayos del sol fenecían momentáneamente por la interposición de alguna nube, los resplandores se apagaban y la arena tomaba los matices grises y dorados de las telas amarillas de seda. Los viajeros convinieron todos en que aquellos arenales daban una idea bastante aproximada de los desiertos de África, y don Mariano expresó la opinión de que sería muy fácil fijar la arena por medio del esparto y otras plantas adecuadas y convertirlos pronto en magníficos bosques de pinos.
El valle, que en la mitad del camino se abría adquiriendo mayor amplitud, tornaba a cerrarse al llegar al Moral. Las aguas se mostraban más inquietas, revelando la proximidad del mar. Las colinas que protegían el pueblecillo con sus faldas pedregosas y sus cimas desnudas y tristes, también lo anunciaban. Empezaba a sentirse el hálito del monstruo que soplaba vivo y soberbio por la estrecha boca de la ría y escuchábase a lo lejos el sordo y formidable rumor de sus entrañas. Las falúas tropezaban aquí y allá con algunos pañuelos de espuma que venían rodando sobre el agua como jirones desgarrados del manto de algún dios que hubiese combatido toda la noche con los monstruos del océano.
Llegaron al Moral. Don Mariano les tenía preparado un suculento refrigerio dentro de un vasto almacén que allí poseía, y la numerosa comitiva demostró una vez más que los aires del mar son el más excelente aperitivo para todos los estómagos. Cuando hubieron dado buena cuenta de él y descansado un ratito, tornaron a embarcarse para continuar su excursión. A poco trecho del Moral se hallaba la boca del puerto, por donde salieron, dejando a la derecha la torre del faro colocada sobre una eminencia. Los marineros soltaron el remo e izaron las velas para aprovechar el viento fresco del N. E. que los empujaba. Eran las once de la mañana. El toldo nubloso se había replegado enteramente sobre el horizonte, mostrando al descubierto un hermoso cielo diáfano y azul, donde el sol nadaba altivo y encendido como nunca.
El mar se desplegó ante los ojos de nuestros viajeros como una mancha azul, enorme, infinita, que cerraba por todas partes la esfera celeste para recoger su luz y su armonía. Sobre esta mancha azul la madeja luminosa del sol hacía brillar otra de plata poblada de luces trémulas y chispeantes que se extendía en línea recta hacia el Occidente. En cada una de las crestas que la brisa levantaba en el agua, los rayos del astro depositaban una luz fugitiva y viva, que al mezclarse y confundirse con las demás en cabrilleo incesante semejaba la ebullición monstruosa y fantástica de los tesoros ocultos en el fondo del océano. Los viajeros siguieron con la vista aquella línea argentada sin desplegar los labios por un buen espacio, gustando la impresión profundamente amable y solemne que el mar produce siempre en el alma. Los contornos de la Isla se dibujaban a lo lejos, desvaídos y confusos por el exceso de la luz, frente a la misma embocadura de la ría, a unas cinco millas de la costa. En torno de ella percibíanse grandes jirones de espuma que crecían y menguaban alternativamente ciñéndola de un blanco cinturón de encaje. El viento soplaba recio, pero franco y benigno, porque tenía espacio donde extenderse. Las tres falúas con las velas desplegadas cortaban el agua una en pos de otra como otras tantas gaviotas que se persiguieran. Las maromas rechinaban, los palos gemían en los agujeros que los aprisionaban y las velas se doblaban bajo el soplo de la brisa, inclinando las embarcaciones harto más de lo que desearan las señoras. El agua al dejar paso se rompía, produciendo un garganteo flautado que sonaba en la proa, deslizándose después por ambos costados con rumor de sedería que se despliega.
Don Serapio sintiose acometido nuevamente de un rapto marítimo, y sujetando el sombrero con una mano y accionando dramáticamente con la otra, cantó:
Dichoso aquel que tiene
su casa a flote
y a quien el mar le mece
su camarote.
La voz indefinible del fabricante de conservas tuvo el honor de unirse al eterno concierto de los mares, como uno de tantos ruidos de olas que chocan o piedras que se arrastran. El viento no quiso encargarse de llevarla a veinte varas de distancia siquiera.
Las falúas al resbalar sobre la espalda turgente de las olas subían y bajaban con movimiento blando y perezoso, que agradó en un principio a los pasajeros. Se dejaban columpiar dulcemente; cerraban los ojos con sonrisa voluptuosa y feliz, entregándose de nuevo a los sueños vagos y poéticos que la brisa del mar despertaba en su mente. ¡Quién había de decir, ¡ay!, que los que tan gratamente soñaban y se mecían en un mundo risueño de fantasmas vaporosos y doradas ilusiones se habían de ver a los pocos minutos con la cabeza tristemente inclinada sobre el mar, el cuello apoyado en el carel como si fuese un tajo, el rostro lívido y los ojos fijos en el agua, cual si tratasen de escrutar los arcanos del océano! ¡Oh terrible instabilidad de las cosas humanas!
¿Pero qué pasaba en la falúa de la Sanidad para que diese la vuelta y se apartase de sus compañeras? Un suceso imprevisto y muy enojoso ciertamente. A Isidorito le había hecho daño el almuerzo. Al poco rato de salir del Moral empezó a quedarse pálido y silencioso, sin que nadie lo echase de ver, hasta que la palidez subió tanto de punto que realmente parecía un cadáver. Entonces se creyó que era mareo y le mandaron meter los dedos en la boca; pero el fiscal municipal, harto bien al corriente de la tragedia que en aquel momento se representaba en su estómago, no quiso hacerlo y suplicó humildemente que si era posible diesen la vuelta y lo dejasen en tierra. Todos quedaron estupefactos ante aquella proposición, y la falúa prosiguió su rauda marcha, como si no la hubiese oído. Mas al cabo de un rato, Isidorito la formuló de un modo más enérgico y los marineros se vieron precisados a contestar que, aunque no imposible, el tocar en tierra otra vez les haría perder una hora de tiempo. Pasó otro rato. Isidorito se levantó de improviso con el rostro desencajado y extendiendo su diestra hacia la tierra, exclamó con voz poderosa y angustiada:– ¡Vuelta, vuelta por Dios, o me arrojo al agua!– Entonces la falúa, no queriendo ser cómplice de un suicidio, giró sobre sí misma, dejó caer la vela, y echando los remos al agua, comenzó a caminar lo más velozmente que pudo al punto más cercano de la costa. Hay datos, no obstante, para creer que el distinguido jurisconsulto no llegó a tierra con suficiente oportunidad. La señorita de Mory se creyó bastante vengada de las muchas molestias que su inflexible lógica le había ocasionado.