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Kitabı oku: «Marta y Maria», sayfa 16

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– Me encuentro… muy bien… ahora— dijo a María llevando la mano de ésta a los labios— . En cuanto sane…, iremos las dos… a Lourdes…, ¿no es… verdad?… Es muy… bonito… aquello…, muy bonito…, muy bonito… ¡Si supieras… lo que estoy… viendo ahora!… La Virgen… la Virgen que viene… rodeada de estrellas… Ponedme… el vestido de terciopelo… para recibirla… Vamos…, pronto, pronto… ¿No veis que ya entra… por la puerta?… ¡Ay qué pesados!… Buenos días, señora… Tengo una hija que se… parece mucho a vos… Tiene el pelo rubio y los ojos azules…, ¡muy hermosos!…, ¡muy hermosos!

Un leve ronquido empezó a salir de la garganta de la enferma, que exhalaba más que profería las anteriores palabras: era un ronquido seco y agudo que se fue señalando cada vez más. El confesor, al oírlo, hizo una seña a María y ésta tomó rápidamente un Cristo de plata que colgaba de la pared, y lo puso en las manos de su madre, diciéndole:

– Mamá, acuérdate de Dios… Acuérdate de lo que padeció este Divino Señor por nosotros…

– Yo… no me muero— dijo la enferma.

– Sí, mamá… sí…, te mueres— repuso la joven con el rostro encendido, llena de sobresalto y congoja, temiendo que no estuviese bien preparada— . Arrepiéntete de los pecados que hayas cometido… ¿No es verdad que te arrepientes y pides perdón de ellos al Señor?…

– Sí…, sí— murmuró la enferma.

– Diga usted conmigo el credo— manifestó el confesor tomando un tono más solemne— . Creo en Dios Padre…, todopoderoso…, creador de cielo… y de la tierra.

Doña Gertrudis repetía borrosamente las palabras del cura, y como si no se fijase en lo que hacía. Miraba al techo con singular insistencia, mientras las facciones de su rostro se descomponían precipitadamente. Un círculo azulado se iba dibujando en torno de los ojos, y la nariz se afilaba de modo extraño. Cuando el cura hubo terminado, volvió de nuevo a dirigir la palabra a María.

– La verdad… es… que no tengo sombrero… para hacer… el viaje a Lourdes… Los que tengo… son… muy antiguos… Hazme el favor… de escribir… a Luisa… y que me envíe… uno, de novedad… Tú también… necesitas un vestido… Encárgalo…, hija mía…, encárgalo.

– Mamá, deja las vanidades del mundo… Acuérdate de Dios… Mira que vas a comparecer muy pronto a su presencia…

– No…, no…, yo no me muero…

– ¡Ay mamá, por la Virgen Santísima te pido que pienses en que vas a morir!… ¡Piensa en tu salvación!

– Ya pienso…, sí…, ya pienso— dijo la enferma maquinalmente.

El cura se puso a rezar por un libro la recomendación del alma en latín. Todos se arrodillaron. Entonces la moribunda preguntó levantando un poco la cabeza:

– ¿Por qué os arrodilláis todos?

– Para encomendarte a Dios, mamá— repuso María.

Y levantándose y acercando el rostro al de su madre, siguió en voz baja:

– Di conmigo, mamá: Jesús…

La madre replicó torpemente:

– Jesús.

– Jesús mío.

– Jesús mío.

– Por vuestra sacratísima pasión.

– Por vuestra sacratísima… pasión.

– Por los innumerables dolores que habéis sufrido…

– Por los… innumerables.... dolores…

– Que habéis sufrido— repitió María.

– Que… habéis sufrido…

– Perdonadme mis pecados.

– Perdonadme… mis pecados.

– Y salvad mi alma.

– ¡Quita, quita!– dijo la moribunda separando con mano vacilante a su hija— . No; yo no me muero…, estoy buena… Ven acá, Martita… ¿No es verdad… que no me muero…, hija mía?

– No, mamá— respondió la niña apretándole las manos— , no te apures, mamita, no… Te has de poner buena pronto y saldremos a dar nuestros paseos en carruaje como antes… Ahora el tiempo está bueno…

– Sí, hermosa, sí…, saldremos… Mira…, incorpórame… un poco… Estoy mal en esta postura.

Marta fue a incorporarla; pero al hacerlo, los ojos de su madre se clavaron en ella, fijos, inmóviles, terribles. Aquella mirada penetró hasta lo más hondo del corazón de la pobre niña, y dando un grito espantoso, desgarrador, la dejó caer sobre la almohada. La cabeza de la señora de Elorza se desplomó como si estuviese descoyuntada, con la boca entreabierta y los labios rígidos. Y aun desde la almohada siguió dirigiendo a su hija, con sus grandes ojos vidriados, la misma fija y aterradora mirada.

– ¡Madre de mi alma!– gritó la niña abrazándose inmediatamente a ella— . ¡No me mires así, por Dios!… ¡Mamita mía, no me mires así! ¡Ay, no me mires así!… ¡Ay por Dios, que me das miedo!… ¡Mamita, mamita!… ¡Ay, Dios mío! ¿Qué es esto?

Don Mariano, que al oír el grito se había precipitado en la alcoba, el rostro encendido y los cabellos erizados, quiso separar a su hija del cadáver.

– ¡Sepárate, hija del alma, ya no tienes madre!

– Sí la tengo…, sí…, ¡aquí está!… ¡Mamá…, mamita!… ¿No es verdad que estás aquí?… ¡Responde!, ¡habla!… ¡Dame un beso, por Dios, mamita!… ¡Déjame, papá!… Déjame…, ahora me lo va a dar… ¡Espera un poco, por Dios!… ¡Déjame, papá del alma!… ¡Déjame que me dé un beso!…

La niña se había abrazado con fuerza incomprensible al cadáver de su madre y lo cubría de vivos y sonoros besos. Don Mariano, exaltado de un modo terrible, casi loco, tiraba de ella brutalmente, como si de arrancarla de aquel sitio dependiese la salvación de todos. María, de rodillas en un rincón del cuarto, elevaba los ojos y las manos al cielo, pidiendo la gloria eterna para la difunta.

Al fin, consiguieron arrancar a Marta de allí, trasladándola a otra habitación. Sin saber lo que hacían, le causaron un gran daño. La infeliz no había desahogado bastante su dolor. Con la emoción se le habían cortado las lágrimas y no volvieron a aparecer. Pálida, completamente demudada, los ojos fijos en el vacío, ni escuchaba lo que le decían ni quería tomar nada de lo que le daban para calmarla. No hacía otra cosa que repetir sin cesar en voz baja y enronquecida:

– Mamá…, mamá…, mamá…

El cura se acercó a ella y le dijo:

– Hija mía, cálmate, cálmate. Esta es una prueba que Dios te envía para que demuestres tu resignación. Lejos de rebelarte contra su voluntad, debes darle las gracias porque se ha acordado de ti.

– ¡No diga usted necedades, hombre de Dios!– exclamó la niña con voz colérica y arrojando sobre él una mirada de desprecio— . ¿Me ha de querer Dios por llevarme a mi madre?… ¡Pues tiene gracia el cariño!… ¡Tiene gracia el cariño!… ¡Tiene gracia el cariño!…

Y estuvo repitiendo la misma frase algún tiempo con acento irritado. Cuando se hubo calmado un poco, el sacerdote volvió a decirle:

– Hija mía, debieras tomar ejemplo de tu hermana, que sintiendo su desgracia tanto como tú, está dando pruebas de resignación y fortaleza cristianas. Ella no se rebela; acata los designios del Altísimo y contribuye con sus oraciones al mayor bien y gloria de la que acaba de expirar.

Marta comprendió que el sacerdote tenía razón. Se arrepintió de su cólera y bajó la cabeza murmurando:

– ¡Oh, mi hermana es una santa!

– Tú también puedes serlo, hija mía. El camino de la perfección está abierto para todo el que quiera seguirlo…

La niña recibió los consuelos del sacerdote y los de las demás personas que la acompañaban, sin contestar ya una palabra. Continuaba del mismo modo pálida, descompuesta, los ojos fijos y sin mover un dedo siquiera. Aquella inmovilidad llegó a inspirar temor, y fueron a avisar a su padre. Al entrar don Mariano en la habitación, Martita sintió una sacudida, y levantándose de pronto arrojose en sus brazos sollozando fuertemente. Estaba salvada.

Los amigos de la casa lograron a fuerza de instancias que don Mariano y Martita se retirasen a descansar unos instantes, mientras ellos se pusieron a dictar las medidas oportunas para la conducción del cadáver y funeral. María seguía orando en el cuarto de su madre. Las luces pálidas de la aurora sorprendiéronla todavía de rodillas con la mirada puesta en el cielo. Las hachas de cera, que ella misma había cuidado de colocar en torno del lecho mortuorio, ardían melancólicamente, rompiendo con su cruda luz amarilla la tibia claridad que envolvía la estancia. Nadie osaba distraerla de su devota meditación. Los que penetraban en la sala y la veían en aquella actitud murmuraban entre sí palabras de sorpresa y se retiraban silenciosamente, conmovidos y admirados.

Por fin, toda la gente de fuera se fue retirando, y la misma María se encerró en su cuarto a descansar, que harto lo necesitaba después de la amarga serie de peripecias y los grandes trabajos que había padecido en el espacio de algunas horas. A la del mediodía, reuniéronse en el comedor el padre y sus dos hijas, para dar comienzo a la triste comida, que todos los que hayan experimentado una desgracia de familia recordarán con horror; comida en que las lágrimas se mezclan a los manjares y los sollozos llenan los largos intervalos de silencio. En esta primera refacción apenas se habla. Ninguno se atreve a levantar los ojos para no encontrarse con los de los demás, y tan sólo se dirigen miradas furtivas y dolorosas al sitio que el ser que acaba de huir de este mundo para siempre ha dejado vacío. Los manjares se tragan maquinalmente, sin gustarlos, y el pañuelo va más veces a los ojos que la servilleta a los labios. El choque de la vajilla hiere cruelmente los oídos y las escasas palabras que se cambian salen temblorosas y sin aliento de los labios. El espíritu protesta sordamente contra aquella brutal necesidad que el cuerpo le impone y que le obliga a detener para un acto tan miserable la expresión de su acerbo dolor y el curso de sus melancólicos pensamientos.

Levantáronse de la mesa con el mismo silencio. María tornó a encerrarse en su cuarto. D. Mariano acompañado de Martita se fue también al suyo. Ambos se sentaron en un sofá y se mantuvieron estrechamente abrazados una gran parte de la tarde. Las caricias que mutuamente se prodigaban iban convirtiendo su dolor desesperado en un sentimiento tiernísimo que se deshacía en llanto. Alternativamente se consolaban. La niña aseguraba que desde el cielo su madre velaría por todos y prometía ser buena siempre y juiciosa y no dar ningún disgusto a su padre. Éste la apretaba contra su corazón y bendecía a su mujer por haberle dado unas hijas tan buenas y hermosas. Cuando llegó un criado a avisarles que había señoras de visita, sintieron malestar inconcebible, una impresión desagradable, como si les sacasen de aquel dolor melancólico y tierno para hundirlos otra vez en la desesperación.

Don Mariano adivinó el motivo de aquella visita. Se quería distraerlos para que no percibiese el ruido que habían de hacer los hombres al sacar el cadáver de casa. Y en efecto, un grupo de señoras y algunos caballeros procuraron con repetidas instancias llevarlos a las habitaciones interiores; pero fueron inútiles sus gestiones por lo que se refiere a don Mariano: antes rogó encarecidamente a sus amigos, y en tono que no daba lugar a réplica, que le dejasen solo, como así lo hicieron, llevándose consigo a Martita.

A solas con el dolor, el señor de Elorza sintió más vivo su desconsuelo y más profunda su desgracia. En la juventud apenas hay una que no sea reparable. Las pasiones, los sentimientos son más intensos, pero también más fugaces. Se vive de lo porvenir, y al través de las más negras y furiosas borrascas, nunca deja de lucir algún punto luminoso que nos promete consuelo. Mas en la edad en que se hallaba nuestro caballero no existe la esperanza, no existe lo porvenir. Cada desgracia que se experimenta es un nuevo dolor que viene a agregarse a los pasados, esperando los que llegarán más tarde. Los afectos mueren, como los cabellos caen, no encuentran substitución. Don Mariano, con los ojos cerrados y la cabeza tristemente doblada sobre el pecho, dejó volar el pensamiento por todos los sucesos de su ya larga existencia, y en todos ellos, prósperos o desdichados, veía la imagen de su esposa, de la inseparable compañera de su vida. La veía despertando en su corazón juvenil una pasión tierna y ardorosa a la vez; bella y pura como un querubín, con el rostro fino y ovalado y ojos azules que le miraban con amor.

Recordaba perfectamente las pocas veces que de novio se había enfadado con ella y la ninguna razón que le asistía en casi todas. ¡Gertrudis tenía un genio tan apacible y un carácter tan débil! Siempre concluía por hacerla llorar. La veía el día de su matrimonio, vestida con su traje de raso negro (estaba aún de luto por su padre el marqués de Revollar), sobre el cual la blancura de su tez y el oro de sus cabellos resaltaban de un modo deslumbrador. Cierto personaje de Madrid que había asistido a la boda, le dijo llevándole a un rincón de la sala: «Elorza, se casa usted con una de las mujeres más hermosas de España; se lo digo yo, que he visto muchas en mi vida.» El mismo día se habían ido a viajar por los países extranjeros. Recordaba, como si aun la estuviese sintiendo, la impresión embriagadora, inefable, tal vez la más dulce y dichosa de la existencia, que le produjo el hallarse repentinamente a solas con su amada, cuando el cochero dio un latigazo a los caballos y oyeron los adioses de los deudos y amigos que los despedían a la puerta del palacio de Revollar. Todas las peripecias encantadoras de aquel viaje estaban clavadas en la memoria del señor de Elorza. Después, recordaba la extraña sensación de placer y sobresalto que experimentó al tener el primer hijo y la impresión deliciosamente cruel que su mujer le causó teniéndole fuertemente asido, sin querer soltarle, en aquellos momentos de angustia. Pero ¡ay!, al poco tiempo la pobre Gertrudis se puso enferma y nunca más volvió a recobrar una salud perfecta. A pesar de esto jamás se había entibiado su amor. Él la cuidaba con esmero, procurando por cuantos medios estaban en su mano hacerle más llevaderos los dolores, y ella agradecía sus sacrificios viendo en él una Providencia que se los mitigaba con sus caricias. Después de transcurridos muchos años y cuando ya nadie hacía caso de los males de la buena señora, todavía don Mariano era quien más la compadecía aunque fingiese mirar sus achaques con desdén. Ella lo comprendía perfectamente y le seguía reservando en su corazón el mismo puesto privilegiado que en la juventud. La armonía de sentimientos generosos y tiernos en ambos, el cariño que tenían depositado en sus hijas, la profunda estimación que se profesaban y el recuerdo, siempre presente, de sus apasionados amores, habían compenetrado de tal suerte su existencia que ninguno de los dos la comprendía sin tener el otro a su lado. Era la unión íntima perfecta y absoluta ordenada por Dios, y que los hombres pocas veces obedecen.

Un rumor triste, fatídico, que escuchó detrás de las paredes de su cuarto, le hizo levantar la cabeza y clavar los ojos atónitos en el vacío. Sí; no cabía duda; se la llevaban, se la llevaban. Don Mariano se arrojó de bruces sobre el sofá y hundió el rostro en los almohadones para reprimir los gritos.

– ¡Esposa mía! ¡Esposa de mi alma!… Te llevan…, te llevan para siempre… ¡Ay, qué horror!…

Y las lágrimas del buen caballero se filtraban por el tejido del damasco y su atlética figura se agitaba convulsivamente a impulsos de los gemidos. Después sintió una gran curiosidad, una de esas terribles curiosidades que suelen fascinar en tales momentos y dejar señal indeleble en la memoria del que las ha satisfecho. Atendió con cuidado y no tardó en escuchar el sordo rumor de la muchedumbre y más tarde el canto fúnebre, desgarrador de los clérigos, casi debajo de los balcones. Entonces se levantó velozmente y alzó con discreción una de las cortinas. Y vio el ataúd, el ataúd negro y dorado flotando como una barca sobre la muchedumbre. El cielo estaba nublado y tenía un color gris que sombreaba la gran plaza de Nieva. Las olas de la multitud se extendían por todo su ámbito con vaivén acompasado. Y la barca se alejaba, se alejaba llevándose para siempre su tesoro, precedida de una gran cruz de plata en medio de dos cirios encendidos.

Dejó caer la cortina y arrojose de nuevo sobre el sofá, murmurando palabras incoherentes. No supo el tiempo que estuvo así. La luz también fue huyendo, dejando el cuarto en la sombra, y todo quedó en silencio… Todo, menos su pensamiento, que le hablaba sin cesar, y el pecho, que se rompía en sollozos.

Y así estuvo mucho tiempo, mucho tiempo. Al cabo notó que la puerta del cuarto se abría suavemente. Volvió la cabeza y vio a su hija María, que vino a sentarse silenciosamente a su lado. Pero él, como si presintiera un nuevo dolor, no le preguntó nada, no le dijo nada. Contentose con apretarle la mano y cerró de nuevo los ojos.

– Papá— pronunció la joven después de largo rato de silencio— , hemos padecido una desgracia inmensa, una de esas desgracias que hacen levantar los ojos al cielo hasta a los más descreídos en demanda de consuelo. Sólo Dios tiene la clave de ellas, conoce su porqué y sabe enderezarlas a un resultado ventajoso para nosotros. Esta desgracia me ha afianzado en una resolución que hace ya algún tiempo tenía tomada: la de consagrarme a Dios para siempre… Conozco por mil señales que Él me llama, y sería en verdad muy ingrata si no atendiese a su llamamiento… Yo no sirvo para el mundo… Todas sus diversiones me causan tedio; así, pues, no hago ningún sacrificio encerrándome en un convento… Además, desde allí puedo mejor pedir por vosotros y seros más útil que aquí… La idea de matrimonio, que tú me has insinuado, repugna a mi corazón, en el cual ha echado por fortuna raíces otro amor más puro, que es inmortal… Esta resolución no debe cogerte de sorpresa… Yo creo que no debes sentirla… En este momento solemne en que la desgracia pesa sobre ti tal vez te servirá de consuelo el saber que vas a tener una hija asegurada de todo engaño, de toda traición, que vive feliz sirviendo a su Dios y pidiendo por vosotros…

María había hablado deteniéndose a menudo como si esperase que su padre la interrumpiera. Pero concluyó y aun transcurrió un largo intervalo de silencio sin que aquél se acordase de despegar los labios. Al fin la joven le preguntó tímidamente:

– ¿No me dices nada, papá?

– Nada— repuso éste sin mirarla.

– ¿Pero me das tu consentimiento para poner por obra mi propósito?

– Sí.

– ¡Oh, ya lo sabía!… Tú eres muy bueno… y bastante piadoso… Tú no eres como otros padres ciegos que prefieren entregar sus hijas a los peligros del mundo a dejarlas para siempre esclavas de Señor, recogidas en una santa casa… Gracias, papá, gracias… Yo temía, la verdad, temía que no te pareciese bien mi resolución… Pero Dios te ha tocado en el corazón… Ahora te dejo… me está esperando Marta… Adiós, papá… déjame darte un beso… Adiós.

Y la puerta tornó a abrirse y cerrarse suavemente. El señor de Elorza continuó inmóvil, en la misma postura que le había dejado su hija, sentado, con las manos enlazadas y la cabeza inclinada sobre el pecho.

El cuarto quedó en tinieblas. Los ruidos de lo exterior se fueron apagando lentamente. Un dolor inmenso, agudo, cruel palpitaba sólo en aquella estancia, y unos ojos fijos, atónitos, sin lágrimas, reflejaban los átomos de claridad que aún vagaban perdidos por el ambiente.

¿Cuánto tempo permaneció así?

Los pajarillos que vinieron a posarse a la madrugada sobre los hierros de los balcones acaso pudieran dar respuesta. Pero la palidez de unas mejillas, el lívido círculo que rodeaba ciertos ojos y las profundas arrugas que surcaban una frente la daban, sin duda, más exacta.

XV.
GOCÉMONOS, AMADO

En la pequeña y linda iglesia de las monjas Bernardas de Nieva había gran movimiento. El sacristán, ayudado de tres monagos, las dos demandaderas de convento y un marica de la población, célebre por su pericia en vestir los santos, armaban un trajín insoportable sacudiendo con zorros y plumeros los retablos de los altares. No tenían escrúpulo en colocarse de pie sobre ellos y hasta encaramarse sobre los mismos santos, cuando así lo requería la necesidad de quitar el polvo a alguna moldura o poner un cirio en el paraje designado. La madre abadesa desde el coro, con la frente pegada a las rejas, dictaba sus órdenes como un general en jefe, con vececita delgada y áspera.

Aquí un candelabro; allá un ramo de flores; subir un poco más esa lámpara; poner derecha la corona a esa Virgen…

En lo interior del convento también reinaba agitación. Un grupo de monjas contemplaba, desde la puerta de una celda, cómo otra compañera daba la última mano al pobre lecho que estaba arreglando, después de haber colgado el crucifijo reglamentario sobre la cabecera. Una gran bandeja de plata descansaba sobre la mesa, también reglamentaria, de pino. Cuando la monja dejó lista la cama, salió de la celda, dirigiendo breves palabras a las otras al pasar. Después volvió con un lío de ropa en la mano, que todas se apresuraron a tomar en las suyas abriéndolo, extendiéndolo y dándole mil vueltas. Era un hábito completo de novicia; la túnica de franela blanca, la toca de lienzo, los zapatos, el rosario, la cruz de bronce, etc. Las monjas contemplaba con afán cada uno de los objetos como si se tratase de algo que jamás hubiesen visto, emitiendo en voz baja muchas y diversas opiniones.

– ¡Ay! este rosario me parece que tiene las cuentas más gordas.– No, hermana, tome el suyo y verá cómo son iguales.– Voy a ver por gusto… Es verdad, son iguales…, ¡qué tonta!– La franela está demasiado tiesa.– Es que no la han mojado bien.– La toca está planchada.– ¡Jesús mío, qué puntadas!… ¡Esto no es coser, es hilvanar!…– ¿Quién ha hecho esta túnica?– La hermana Isabel.– ¡Pues se ha lucido!– No diga eso, hermana, que tal vez ella lo haría peor.– ¡Yo, peor!… ¡Anda, anda! Nunca en mi vida hice una chapucería semejante.– ¡Cuántas habrá hecho, hermana!– ¡Nunca, nunca!– repitió la monja en tono colérico— . A los siete años ya sabía yo coser mejor.

En aquel momento apareció la superiora en el pasillo. La monja que había reprendido a su compañera se destacó del grupo para decirle:

– Madre, la hermana Luisa acaba de jactarse de coser mejor que la hermana Isabel y se ha impacientado mucho porque le dije que no debía hacerlo.

– ¿Es verdad, hija mía?– preguntó en tono severo la superiora.

La hermana Luisa bajó la cabeza.

La superiora meditó unos instantes; después le dijo:

– Hija, ya tiene bien sabido que aquí nadie debe jactarse de hacer nada mejor que otra… Debes creerte la última, porque acaso lo serás… Hace tiempo que vienes siendo poco humilde y es necesario que empecemos a corregirte ese vicio… Por lo pronto, ve a pedir perdón a la hermana Isabel de tu falta y en seguida enciérrate en la celda a rezar un rosario a la Virgen… Después, cuando esté en el locutorio con la novicia, te presentarás allí y te pondrás de rodillas para que la gente vea que estás castigada.

La hermana Luisa inclinó aún más la cabeza y se alejó con paso precipitado. La monja triunfante sonrió con el borde de los labios.

A la misma hora los criados de la casa de Elorza iban y venían de un lado a otro con diversos objetos en la mano. Pedro, el viejo cochero, daba cera a la carretela de lujo, mientras dos mozos de cuadra limpiaban los caballos. Martín, el cocinero, preparaba un espléndido refresco. Las doncellas subían y bajaban desde el piso principal al cuarto de la señorita María, que estaba lleno de gente, a pesar de no haber aún sonado las diez de la mañana. Las quince o veinte damas, que apenas podían revolverse en aquel sitio, hablaban a un tiempo, como es natural, haciendo de aquel silencioso y elegante retiro un insufrible gallinero.

De pie, en medio de él, se hallaba la primogénita del señor de Elorza, a medio vestir, y en torno suyo unas cuantas señoras, algunas de ellas de rodillas, que la estaban aderezando lo mismo que si fuese una Virgen de madera. Reinaba gran emoción en todas. Ya le habían puesto un precioso vestido de raso blanco guarnecido por delante desde el pecho hasta los pies con una franja de azahar. Una la estaba calzando en aquel momento con diminutos y elegantísimos zapatos de la misma tela, mientras otra cosía precipitadamente algunas flores que se le habían caído. Por la parte de arriba le estaban poniendo una guirnalda de azahar en la cabeza: había gran marejada con tal motivo. Amparito Ciudad sostenía que la guirnalda era demasiado grande y que no dejaba ver bien el hermoso cabello de su amiga, mientras las demás creían que no había necesidad de aligerarla. Después de vivo altercado se convino en adoptar un término medio, quitando algunas florecitas a la guirnalda, aunque pocas. Se oían frecuentes exclamaciones de las que no tomaban parte en el tocado.

– ¡Ay, qué valor se necesita, Dios mío!

– ¡Esta sí que es verdadera vocación!… ¡Una chica tan joven y tan guapa!

– No se habla de otra cosa en la villa… ¡Todo el mundo anda revuelto con el dichoso monjío!

– ¡Dichosa ella, querida! Yo no sé si tendré valor para ver la ceremonia.

– Pues yo, aunque me cueste una enfermedad, la he de ver.

Algunas derramaban ya lágrimas llevándose el pañuelo a los ojos; otras se contaban al oído los preparativos para la fiesta y las circunstancias que habían acompañado a la determinación de la joven. Se hablaba mucho de una carta que ésta había escrito al marqués de Peñalta despidiéndose de él y disculpándose. Algunas compadecían a Ricardo, mientras otras murmuraban que no le faltaría novia para casarse. Después de todo, si Dios la llamaba a Sí por ese camino, ¿había razón para apartarse de Él porque un muchacho estuviese enamorado de ella? ¡Si lo dejase por otro!… Pero siendo por Dios, no había motivo para quejarse. Este era el mismo argumento que resplandecía en la carta de la señorita de Elorza. Escrita y remitida a Ricardo quince días antes de aquel en que estamos, decía así al pie de la letra:

«Mi querido Ricardo: Aunque hace ya tiempo que nuestras relaciones amorosas se han roto tácitamente y por virtud de providenciales circunstancias más que por iniciativa de mi voluntad, juzgo obligatorio el darte algunas explicaciones acerca de la resolución que he tomado y que tú conocerás seguramente. No puedo ni debo olvidar que has sido mi prometido con el beneplácito de mis padres y el cariño sincero de mi corazón.

Antes de renunciar para siempre al mundo, debo manifestarte que no tengo absolutamente ninguna queja de tu conducta para conmigo. Has sido siempre bueno, leal y cariñoso y me has estimado en más de lo que merezco. Hasta tal punto es así, que por ningún hombre de este mundo te cambiaría si hubiese de quedar en él, y me juzgaría muy dichosa llamándome tu esposa, si no me juzgase mucho más siéndolo de Cristo. La preferencia que establezco no puede ofender ni aun disgustar a un joven tan bueno y tan piadoso como tú. De aquí en adelante ya no existe el amor terrenal entre nosotros; sólo queda una amistad pura y suavísima, amándonos en el sagrado corazón de Jesús. No te olvidaré en mis pobres oraciones. Olvídame tú cuanto te sea posible. Eres bueno, eres noble, hermoso y rico; busca una mujer que te merezca más que yo te merecía, y cásate y sé feliz. Yo rogaré siempre por vosotros.

Adiós.

María.»

– ¿Podía haber píldora mejor dorada? No, no; Ricardo no tenía derecho a quejarse.

Mientras el grueso de las señoras ponía interminables glosas a este documento, las que vestían a la nueva prometida de Jesús andaban cerca de concluir su tarea y daban la última mano al tocado con la misma complacencia que un artista da las últimas pinceladas a un cuadro, alejándose y acercándose infinitas veces para hacerse cargo del efecto que produce. Aquí un alfiler; el cuello un poco más abierto para dejar ver la hermosa garganta de alabastro; algunos rizos sobre la frente saliendo al desgaire por entre las flores de azahar; pegar un botón que ha saltado…

María ayudaba con vivos movimientos a sus nuevas camaristas. Todas admiraban su serenidad. ¡Y, en efecto, la joven desposada no podía mostrar un rostro más jovial en aquellos momentos! Advertíase, no obstante, cierta agitación en aquella alegría. Sus movimientos eran demasiado vivos y resueltos, como si tratase de ocultar el leve temblor de sus manos y el estremecimiento que corría por todo su cuerpo. ¿Era un estremecimiento de placer?

¡Oh, sí, María sentía un inmenso placer!

Las rosetas encarnadas de sus pómulos así lo decían; el brillo inusitado de los ojos también lo pregonaba. Tenía los labios secos y las ventanas de la nariz sonrosadas y más abiertas que de ordinario. La cándida frente estaba surcada por una leve y prolongada arruga que anunciaba el vivo deseo, el ansia inquieta y sensual que debajo de ella se ocultaba. Era el ansia henchida de gozo del glotón que se encuentra frente a su plato favorito después de largo ayuno. Por aquel rostro encendido, brillante, pasaba una muchedumbre de soplos cálidos, cargados de congojas, sobresaltos y anhelos voluptuosos, en revuelta y vaga confusión. Iba a ser la esposa de Jesucristo y encerrarse para siempre entre cuatro paredes, pasando toda la vida en misterioso coloquio, cuyas dulzuras aun no había gustado por completo. Una gran curiosidad la dominaba, la irritaba en grado indecible. Siempre le había fascinado aquel coro del convento de San Bernardo, donde la media luz que penetraba por las altas claraboyas dormía con místico sosiego sobre los sillones de roble. ¡Cuántas veces, viendo cruzar una figura blanca y silenciosa y sentarse allá en el fondo, se había estremecido! Era un temblor dulce, voluptuoso, que le hacía apetecer con ansia la entrada en aquel fantástico recinto. Las monjas con sus blancas y esbeltas figuras le parecían seres sobrenaturales, ángeles bajados a la tierra casualmente y que no tardarían en remontar vuelo. Fijose particularmente en una porque era joven y hermosa. Cuando la veía entrar en el coro no apartaba de ella los ojos. La belleza severa y correcta de aquella religiosa y su mirada límpida y firme le causaban una impresión que no se explicaba. En su pecho nació cierta inclinación extravagante hacia ella y vivo y ardiente deseo de ser su amiga o más bien su discípula, de postrarse ante ella y decirle: «¡Enseñadme, dirigidme!» ¡Oh, si le permitiera darle un beso por pequeño que fuese! Cierta tarde le acometió una tentación inmensa de pedírselo. El templo se hallaba desierto. Echó una mirada hacia atrás y vio que la hermosa monja penetraba en el coro y se arrodillaba cerca de la reja; y sin reparar en lo que hacía se dirigió a ella, diciéndole con voz temblorosa: «Madre, ¿me deja usted una mano para que la bese?» La monja le hizo una seña graciosa de que no podía ser, pero levantándose le tendió el crucifijo de su rosario con sonrisa tan dulce y protectora que María, al besarlo, sintiose profundamente conmovida.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
330 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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