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Kitabı oku: «Marta y Maria», sayfa 4

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– Pero infinitamente justo también…

– Encomiéndese a San José bendito. No hay culpa que el Señor no perdone por su intercesión… Vamos, déjese de lloros, que ahora va a confesarse y todo queda perdonado.

Después de serenarse un poco la niña, siguieron marchando. Y llegaron a cierta plazuela no muy espaciosa, donde se alzaba la fachada parda y severa de una gran iglesia que no llamaba la atención por su esbeltez ni por otra cualidad buena o mala. Atravesaron un pórtico grande y pardo como la fachada y entraron en el templo, que era igualmente pardo y enorme. Estas cualidades concluían por caracterizarlo. Constaba de tres naves, la del centro ancha y elevada como la de una catedral; las de los lados, bajas y estrechas; todas ellas enjalbegadas en otro tiempo, muy lejano, cubiertas ahora de polvo, descascaradas por varios sitios y salpicadas de manchas extensas y misteriosas. Los altares, profusamente tallados, ofrecían ya un color gris muy diferente del dorado que en un principio tuvieran. Al través de los cristales sucios percibíase la figura rígida de algún santo con nimbo de metal o el rostro sombrío y angustiado de un Eccehomo.

Era demasiado temprano para que hubiese mucha gente. Sin embargo, diseminadas aquí y allá, orando prosternadas frente a los altares con la cabeza cubierta, veíase algunas mujeres; otras se arrimaban a las ventanillas enrejadas de los confesonarios y extendían la mantilla por ambos lados de la cara para depositar con un cuchicheo imperceptible sus pecados en el sagrado tribunal de la penitencia. Algunos sacerdotes tenían abiertas las puertas del confesonario y se les veía con sotana y bonete inclinar el cuerpo y oído hacia la ventanilla, reflejando en su rostro fruncido y en su postura desmadejada el cansancio que sentían. Otros las tenían cerradas herméticamente y apenas se advertía dentro, al pasar, la presencia de un ser humano.

La luz bañaba tristemente algunos parajes del recinto, dejando los ángulos y los huecos de los pilares casi en total obscuridad. Las enormes lámparas de metal amarillo se balanceaban en el espacio sujetas al techo por un cordel. Los vidrios emplomados de dos grandes rosetones abiertos en lo alto de las paredes de la gran nave central dejaban paso a una triste claridad que se extendía como blanco mantel delante del altar mayor. Al lado de éste y algo separado, había otro altarcito sobre el cual se alzaba una imagen del Salvador con el pecho abierto, dejando ver un corazón ensangrentado, ceñido por corona de espinas y coronado de llamas. En torno de la imagen había una muchedumbre de cirios encendidos que chisporroteaban lúgubremente en el inmenso ámbito silencioso de la iglesia. Era un altar de quita y pon que se había colocado a causa de la novena del Sagrado Corazón de Jesús, que por aquellos días se celebraba.

Genoveva fue a la sacristía a preguntar a Fray Ignacio si podía confesar a su señorita. Ésta quedó hincada de rodillas al lado del confesonario esperando al sacerdote. Experimentaba cierta impaciencia medrosa; un poco de temor mezclado de ansiedad y deseo. El templo exhalaba un olor confuso de humedad y polvo, de cirios apagados y flores ajadas que la penetraba de respeto. Los momentos que precedían a la confesión eran de sobresalto amable para María. El aparato y misterio de que estaba rodeada aquella confidencia íntima, la más íntima que en el mundo existe, ejercía cierta fascinación sobre su espíritu y la turbaba hasta el fondo sin producirle disgusto. Sentía correr por su cuerpo leves temblores de frío alternados con ráfagas cálidas que le subían al rostro y se lo encendían. En aquel momento no pensaba en sus pecados, sino en la manera que tendría de relatarlos.

La figura negra, firme y severa de Fray Ignacio se abalanzó hacia el confesonario y sin dirigir siquiera una mirada a su penitente se introdujo en él. María, trémula y enternecida, se acercó a la ventanilla. Cuando se separó, al cabo de una media hora, tenía los ojos enrojecidos y las mejillas pálidas.

La iglesia, en tanto, se había ido poblando, aunque casi exclusivamente de mujeres. Algunas entraban hasta el medio con almadreñas, produciendo verdadero estrépito al caminar sobre el embaldosado pavimento; las más se despojaban de ellas a la puerta y las traían en la mano. Un clérigo anciano, con sobrepelliz, subió al púlpito, que estaba cubierto con paño de tisú de oro. Los fieles, desde los más apartados parajes de la iglesia, se fueron replegando hacia el centro, formando apretado grupo en torno del púlpito. María y Genoveva hicieron lo mismo. El sacerdote hizo la señal de la cruz y comenzó el rosario en alta voz. Terminado el rosario comenzó la novena, la novena del Sagrado Corazón de Jesús. El clérigo se puso unas enormes gafas de plata, y con voz gangosa y lastimera exclamó:

«¡Oh corazón!– La muchedumbre repitió con solemne rumor:– ¡Oh corazooón!– amantísimo— amantísimooo— santísimo— santísimooo— y melifluo— y melifluooo— de mi divino Jesús— de mi divino Jesús.– Corazón— corazooón— lleno de llamas— lleno de llamas— de purísimo amor— de purísimo amooor.»

María repetía las palabras de la oración con el borde de los labios, puestos los ojos en el suelo. Genoveva las decía en alta voz, mirando cara a cara al sacerdote. La muchedumbre suspiró después de decir Amén.

Terminadas las oraciones, el sacerdote propuso que cada cual pidiese a Dios, por medio de estos sagrados corazones, lo que mejor le conviniera, y la muchedumbre meditó en silencio breves instantes. María pidió fervorosamente a Dios que la hiciese más buena. Genoveva estuvo un rato vacilando sin saber qué pedir, y, por último, pidió paciencia para sufrir los dolores de reuma. El cura leyó con voz gangosa que se arrastraba sobre las sílabas como un lamento el siguiente

EJEMPLO

«En la ciudad de Munich vivía no ha muchos años una dama de extraordinaria hermosura que hacía una vida ejemplar; de modo que todos le daban el nombre de santa. Acaeció que un día llegó a su casa un mancebo muy gallardo a hacerle visita de parte de una prima suya, y al instante logró el demonio que se prendase de él perdidamente. Fue su pasión tan loca y miserable, que al cabo de algún tiempo de relaciones consintió en un pecado de impureza ofendiendo a Dios gravemente. Caída en el pecado, viose abismada en una melancolía profunda, porque si bien rechazó prontamente al que había sido la causa de su culpa, la infeliz se creyó condenada al infierno. Comenzó a llevar una vida áspera, mortificándose con ayunos y penitencias sin conseguir desechar su horrible pensamiento. Al fin, por consejo de un peregrino que por allí acertó a pasar, dispuso hacer una novena al Sagrado Corazón de Jesús. Al quinto día de rezarla devotamente, hallándose por la noche en su lecho, oyó un gran estrépito y vio escaparse de su habitación un demonio aullando horriblemente y dejando tras sí un hedor intolerable. A la mañana siguiente se encontró curada de su melancolía y muy confiada en la infinita misericordia de Dios.»

Los fieles se apretaron más en torno del púlpito para escuchar el ejemplo y gustaron con deleite su sabor novelesco. La novena terminó con una oración en latín. La muchedumbre rezó un Avemaría y un Credo. El clérigo bajó de la tribuna.

Hubo fuerte y prolongado rumor en la iglesia. El grupo de mujeres se abrió, se ensanchó, se revolvió charlando todas a un tiempo. Volvieron a sonar los chasquidos de las almadreñas sobre las losas húmedas y sucias del pavimento. Un monaguillo fue a despabilar los cirios que ardían en torno de la imagen de Jesús, y de pie sobre el altar, con su cabeza rapada y sus ojos maliciosos, hizo muecas profanas a otros chicos que sus madres tenían orando de rodillas. Algunos clérigos salieron de los confesonarios y cruzaron hacia la sacristía a paso largo. Uno fue detenido en medio de la iglesia por varias señoras y estuvo hablando un buen rato con ellas, aunque con visibles deseos de dejarlas. Por los vidrios emplomados de los grandes rosetones pasaba ya toda la claridad del día que evaporaba el misterio del templo, dejándolo triste, pobre y sucio como en realidad era. Dos o tres pollastres matinales con cuello bajo y los puños muy sacados entraron lanzando rápidas miradas investigadoras a todos los sitios. A un sacristán se le ocurrió abrir el cancel de la puerta de par en par y una multitud inquieta y estrepitosa, que no había madrugado a rezar la novena, fue penetrando en la vasta nave a escuchar la palabra del misionero que en aquel momento subía al púlpito con ademán recogido y fervoroso.

Cuando estuvo en pie dominando el concurso con la sagrada paloma de madera pintada sobre su cabeza, el ruido se fue apagando poco a poco. La muchedumbre, extraordinariamente engrosada, se apiñó otra vez debajo de la tribuna. Había ya muchos hombres que no venían por pura devoción, sino también con el objeto de juzgar el sermón literariamente. Mas por la puerta seguían entrando grandes oleadas de gente que turbaban a los fieles de adentro e impedían establecer el silencio. María y Genoveva fueron arrastradas diferentes veces de un punto a otro por el vaivén de la muchedumbre. El orador aguardó en vano que se apagara el rumor. Al fin, extendiendo el brazo en forma académica hacia la puerta, exclamó con énfasis, como quien se encuentra ya en pleno discurso:

– ¡Cerrad ese cancel!

Las puertas se cerraron lentamente, como si nadie las tocara. Los fieles se fueron acomodando en su sitio. Durante un rato se oyeron muchas toses. Al fin cesaron y el templo quedó en un silencio frágil y artificioso, a menudo roto por algún constipado rebelde o por el trompeteo de una nariz al sonarse.

El orador era joven, alto y delgado, con grandes ojos negros enclavados en un rostro pálido y correcto. Vestía también sotana con sobrepelliz y bonete. Infundía respeto por su gravedad dulce y mansa.

Se quitó el bonete y dijo unas cuantas palabras en latín que nadie pudo escuchar. Después, poniéndose de nuevo el bonete y abalanzándose sobre la baranda, exclamó en alta voz:

«Amados hermanos en Jesucristo…»

Poseía una voz clara, de timbre dulce y simpática en extremo, que prestaba mayor realce a la gravedad de su rostro. Principió mostrando un asombro irónico de que aun hubiera quien dejase las vanidades del mundo para escuchar la palabra de Dios y felicitó calurosamente a los fieles que habían acudido a tomar parte en la novena del Sagrado Corazón de Jesús.

Dedicó la primera parte de su oración a describir los tormentos del alma apartada de su Dios por el pecado y trazó un cuadro minucioso y perfecto de las ofensas e injurias con que diariamente traspasamos el dulce Corazón de Jesús. Al pintar los sufrimientos que el pecado origina, abandonó el camino trillado de hablar de las penas materiales del infierno, y sólo describió los padecimientos espirituales, las congojas y las angustias que el alma siente cuando se ve privada por su culpa del amor del Creador; pero los pintó con tan sombríos colores y con tal fuerza de expresión, que aquel padecer infinito, aquella soledad profunda, aquel silencio y obscuridad causaron más efecto en la fantasía del concurso que el fuego y las culebras de costumbre.

María sintió miedo y tristeza. Se acordó de sus pecados y pensó con horror que podía morir de repente y condenarse. Entonces hizo solemne promesa interior de enmendarse. Pero ¿cómo? Para cambiar de vida era preciso romper el lazo que más la ataba a la tierra y al pecado. Acometiole una turbación profunda, preñada de lágrimas, que no pudo verter. La voz clara y armoniosa del sacerdote resonaba en la gran nave relatando sin fatiga, uno a uno, los dolores del condenado. La muchedumbre escuchaba inmóvil y aterrada. Allá en el fondo, cerca del altar mayor, la imagen del Salvador, rodeada de cirios, parecía una gran mancha roja cuyos resplandores hacían pasar algunas sombras fugitivas por las paredes del templo.

«Pero la clemencia divina es inagotable. No hay pecado, por enorme que sea, que no pueda borrarse por la misericordia de Dios. El amor del Salvador a las almas que ha redimido con su sangre no se marchita y fenece como el de los hombres. Como un amante padre, como un esposo enamorado, está siempre dispuesto a abrir los brazos al pecador arrepentido. Si pecaseis, lavad con lágrimas de arrepentimiento los pies del Redentor, como hizo la santa María Magdalena, y seréis salvos. Acordaos de aquella triste pecadora que, transida de pena, desmayada de amor, da consigo a los pies de Jesús y se los lava con sus lágrimas y se los limpia con sus cabellos y se los unge, sin que se escuche una palabra de su boca porque se derrite en fuego de amor. ¡Oh lágrimas derramadas por Dios, y cuánto valéis y cuánto podéis y cuánto acabáis! Para alcanzar perdón más valen las lágrimas que las palabras, porque las lágrimas, como dice San Máximo, son ruegos callados, no piden perdón, sino que lo merecen. Con las lágrimas no se engaña como con las palabras. Por eso San Pedro, para obtener el perdón de su culpa, no usó de las palabras, con las cuales había pecado, había mentido, había blasfemado y renegado, sino que lloró con amargo llanto y fue creído y perdonado. Son las lágrimas moneda que no se puede falsificar, único refugio nuestro: lavan las manchas de nuestros pecados, aplacan la ira de Dios, alcanzan el perdón, alegran el alma, fortifican la fe, aumentan la esperanza y encienden la caridad. El mismo divino Jesús lo ha dicho: «Bienaventurados los que lloran, porque sacarán fruto de consuelo.»

María se sintió enternecida. Aquel fervoroso panegírico de las lágrimas ahuyentó el temor de su pecho. Al considerar la bondad inagotable de Jesucristo, que después de haber sufrido tanto y haber derramado su preciosa sangre por nosotros, olvida a cada instante las mayores ofensas con sólo presentarse a él arrepentido, la conmovió hasta lo último. Representose a la santa de su nombre, María Magdalena, bañada en llanto a los pies del Redentor, y pensó que ella hubiera hecho lo mismo. Un torrente de lágrimas se escapó de sus ojos al imaginar que ya estaba postrada delante de Jesús. Las mujeres que se hallaban cerca la vieron llorar y le dirigieron miradas respetuosas de admiración cuchicheando entre sí.

Terminó el sermón exhortando a los fieles, con arranques de elocuencia henchidos de imágenes, a que se muestren devotos del Sagrado Corazón de Jesús. «Un cuarto de hora todos los días de plática amable con este Sagrado Corazón proporciona al alma el gozo más puro que puede tener en la tierra. Gustate, et videte quoniam suavis est Dominus. Probad a conversar un rato con el Señor, y sentiréis las delicias celestiales y los contentos especialísimos que hallan los que le aman. Todo cuanto hay en el mundo es locura y engaño; festines, comedias, tertulias, diversiones y lo demás que los hombres tienen por bienes están mezclados con hiel y sembrados de espinas. No dudéis que el Corazón de Jesús da más gustos y consuelos a las almas que van a visitarle con devoción y recogimiento que el mundo con todos sus pasatiempos y placeres insulsos. ¡Qué delicia es estar hablando un instante con el amabilísimo Jesús, pronto siempre a escuchar nuestros ruegos! ¡Descubrirle uno su pecho como se hace con un amigo íntimo! ¡Pedirle su gracia, su amor y su gloria! ¡Oh amados míos, gustate et videte, gustate et videte!»

El orador terminó los últimos párrafos de su oración siempre con estas palabras: gustate et videte, gustate et videte!

Al concluir, deseando la gloria eterna a todos, estaba pálido de fatiga. Algunas gotas de sudor se deslizaban por su frente espaciosa. Había dicho la última parte de su discurso con creciente agitación y entusiasmo que supo transmitir a los oyentes. María, después de haber llorado, quedó sosegada y hasta contenta. Genoveva le dijo al oído, mientras bajaba el sacerdote del púlpito:

– Señorita, acabo de ver entre la gente a don César.

La niña se inmutó ligeramente. El grupo comenzó a disolverse, extendiéndose por todo el ámbito del templo. La mayor parte de la gente acudió a la puerta en tropel, empujándose para salir. Después de algunas apreturas, María y Genoveva consiguieron verse en el pórtico y emprendieron el camino hacia casa. Mas la señorita de Elorza volvía con frecuencia la cabeza. Un caballero anciano, alto, delgado, pálido, con perilla y grandes bigotes blancos, vestido de negro de pies a cabeza, las seguía a larga distancia. Al entrar en el soportal de una calle estrecha y solitaria, el caballero apretó el paso y las mujeres lo aflojaron, de suerte que muy presto se juntaron. El caballero se dirigió a María y le dijo gravemente en voz baja:

– Señorita, esta noche llegué de donde usted sabe.

– He pedido a Dios que le trajese a usted bueno, don César.

– Gracias, gracias. ¿Ha terminado usted de bordar el estandarte?

– Sí, señor.

– ¿Y los corazones de franela?

– También.

– Está bien, señorita. Tendré presente su diligencia y entusiasmo.

Don César no movió un pliegue de su rostro varonil en esta conversación. Sus ojos, de una extraña firmeza que rayaba en ferocidad, no se apartaban de la niña. Guardó silencio un instante, meditando alguna cosa, y al cabo lo rompió diciendo con tono conciso de mando:

– Mañana a estas horas preséntese usted donde otras veces. Tenemos que darle algunas comisiones.

– No faltaré.

Don César advirtió que dos jóvenes acababan de doblar la esquina y venían hacia ellos. Entonces, sin despedirse, se apartó de las mujeres pasando a la acera de enfrente.

IV.
DE CÓMO EL MARQUÉS DE PEÑALTA FUE CONVERTIDO EN DUQUE DE TURINGIA

Pocos días después, Ricardo salió como de costumbre de su casa a las diez de la mañana y se dirigió a la de su novia. No era el amor solamente quien le empujaba tan temprano a pisar la calle, sino también la triste soledad que reinaba hacía tiempo en el inmenso y vetusto caserón en donde vivía; porque nuestro joven se hallaba solo en el mundo desde hacía poco más de un año. Su padre, el viejo marqués de Peñalta, había fallecido cuando él no contaba más de seis años de edad. Apenas recordaba vagamente su rostro pálido asomando entre las sábanas del lecho cuando le llevaron a darle un beso algunas horas antes de morir. Se acordaba también de que aquel mismo día todo el mundo le abrazaba y le besaba llorando, lo cual le había llamado la atención hasta hacerle preguntar: «¿Por qué lloráis todos hoy?»

Su madre le había amado con uno de esos cariños concentrados y feroces que asfixian a fuerza de cuidados. Durante la niñez le tenía preso a sus faldas, sin consentirle tomar parte en los juegos de los demás niños por temor de que se lastimase. Ya bastante crecido, todavía iba ella a acostarle por las noches, rezando con él un sinfín de oraciones inocentes, y esperando sentada, con los brazos cruzados, a que se durmiese, para salir de la alcoba sobre la punta de los pies. Al llegar a la pubertad no tuvo más remedio que pensar en la carrera de su hijo, porque el difunto marqués dejó prevenido que la siguiese. Ricardo quiso ser artillero. ¡Cuántas lágrimas costó a su madre esta implacable decisión del niño! La primera vez que partió a Segovia, la buena señora creyó morir; se empeñó en no salir de casa hasta que su hijo volviese, y cumplió su empeño. Cuando venía a pasar las vacaciones, no se saciaba de estar junto a él, mirándolo, acariciándolo y adivinando en los ojos sus más leves caprichos, para cumplirlos inmediatamente. Dos o tres días antes de partir, otra vez empezaban los sollozos y las lágrimas; le tenía apretado contra su pecho largos ratos y le hacía prometer un millón de veces que le escribiría todos los días, que se abrigaría bien durante el viaje y que no saldría por las noches de casa. Lo único que lograba distraerla algunos momentos era el arreglo del baúl del cadete, al cual consagraba tantos y tan prolijos cuidados que nada se echaba de menos en él, desde las prendas más usuales de ropa hasta un pedazo de tafetán de golpes y un paquete de hilas para el caso de herirse. Ricardo evitaba siempre la despedida, escapándose.

Gracias a su carácter bondadoso, alegre y simpático, más que a su aplicación, terminó el joven marqués de Peñalta la carrera. En el colegio todo el mundo le quería, lo mismo alumnos que profesores. Era uno de esos muchachos francos y entrañables con los cuales es difícil reñir, y que todos buscamos para depositar alguna misteriosa confidencia del corazón en los amargos trances de la vida. Siempre se le encontraba risueño y comunicativo, esparciendo la alegría y la confianza dondequiera que estuviese. Rara era la querella entre dos cadetes que él no consiguiese arreglar amistosamente. A pesar de su temperamento conciliador, nadie dudaba en el colegio ni fuera de él de su valor, ni mucho menos de la increíble fortaleza de sus puños. Más de una vez, en las frecuentes reyertas entre cadetes y paisanos que estallaban generalmente en los bailes de candil, había tirado al suelo tres o cuatro mozos de tres o cuatro puñetazos, lo cual llamaba tanto más la atención del vulgo cuanto que nada tenía de corpulento y atlético en su figura.

Un día, hallándose destinado ya en el parque de Sevilla, le llamó el coronel a su pabellón y le preguntó:

– ¿Hace muchos días que no ha recibido usted carta de su madre, Peñalta?

Ricardo se puso pálido como un muerto.

– ¿Qué pasa, mi coronel, qué pasa?

– No se sofoque usted, criatura. Sé por una casualidad que se encuentra un poco enferma.

Ricardo lo adivinó todo y cayó en brazos del coronel, derramando un torrente de lágrimas. Aquella noche tomó asiento en el tren del Norte.

La noche funesta de aquel viaje quedó grabada hondamente en su corazón. Cuando la máquina lanzó el grito de marcha y los compañeros que le habían ido a despedir le dijeron adiós con la mano en pie sobre el andén, se fue a sentar en un rincón del carruaje envuelto en una manta, aparentando dormir para entregarse mejor a sus dolorosos y sombríos pensamientos. ¡Oh, qué pensamientos tan dolorosos y sombríos! Se representó el ángel tutelar de su infancia, a la madre de su corazón muriendo sola, sin recibir el beso postrero de su hijo, tal vez llamándole con ansia en los momentos supremos de la agonía. Recordaba que cuando se despidió de ella ya tenía la salud bastante quebrantada y que el abrazo que le dio fue mucho más prolongado y estrecho y sus besos más vivos que otras veces, como si la infeliz tuviese el presentimiento de que no había de verle más. En sus ojos rasgados y húmedos se leía un ruego ferviente y silencioso: que dejase la carrera y no se apartase de ella. Pero él, pagado de las vanidades sociales y seducido por la voz del egoísmo, no había atendido a este ruego que la desdichada mujer no se había atrevido a formular con sus labios. Sentía ira profunda contra sí mismo y se apellidaba interiormente con los adjetivos más injuriosos y humillantes. De vez en cuando sacaba la cabeza fuera del carruaje y respiraba el aire fresco de la noche para evitar que los sollozos le ahogaran.

El misterioso y vago contorno de las ondulaciones del paisaje envuelto en las sombras cambiaba su desesperación en desconsuelo, que poco a poco se iba transformando en melancolía solemne, como los obscuros celajes que se cernían sobre la tierra aun más obscura. Aquella majestad silenciosa de la naturaleza muerta calmaba su excitación, pero le hacía pensar con temblores de frío en la profunda soledad que le aguardaba. Se había roto el lazo de amor que le ataba a la tierra, y por el cual se creía emparentado con todos los humanos. Ya no tenía en el mundo ningún ser que pudiera llamar suyo. El viento que la rauda marcha del tren agitaba, zumbando en sus oídos, parecía decirle: ¡solo!, ¡solo! El traqueteo áspero de las ruedas y maquinaria despertaba con violencia a la naturaleza de su letargo, causándole quizá una sensación de dolor como la que le causaba a él su pensamiento al cruzar por el cerebro. El ritmo sonoro y metálico de las ruedas parecía decirle también con acento más implacable: ¡solo!, ¡solo! Paseaba su mirada triste por los senos profundos del horizonte y éste le devolvía, en trémulos y fatídicos reflejos, que apenas conseguían rasgar la malla de sombras, tristeza por tristeza. La luz de la máquina iba esparciendo una claridad roja, que teñía de sangre el suelo y los árboles de la vía. Donde no había árboles, los postes telegráficos pasaban con vertiginosa rapidez por delante de su vista como las horas felices de la niñez. Por encima de su cabeza flotaba el negro y colosal penacho de humo sujeto al cañón de la máquina que al disiparse en la atmósfera se partía formando mil extraños y monstruosos fantasmas. Estos fantasmas, al huir de la vía arrastrándose por el suelo, le decían también lúgubremente: ¡solo!, ¡solo! Entonces, no pudiendo soportar el soplo glacial del paisaje desierto que le traspasaba el pecho y le secaba los ojos, cerraba la ventanilla y tornaba nuevamente a su rincón y a sus lágrimas.

Dentro del carruaje había otras cuatro personas: una señora anciana y un joven de veinte a veinticinco años, una muchacha de dieciocho a veinte y una niña de cinco o seis que parecían sus hijos. La señora dormitaba abriendo una que otra vez los ojos para vigilar a la niña, que corría de un lado a otro sin cesar. Los dos jóvenes charlaban suavemente en el otro extremo cogidos de la mano. El espectáculo de esta madre rodeada de sus hijos, y posando a cada instante en ellos su mirada amorosa, enterneció todavía más a Ricardo. El susurro apagado de la conversación de los dos hermanos, cortado a menudo por alguna carcajada reprimida, despertaba en su corazón una envidia punzante y triste. La joven era hermosa, con una fisonomía noble y simpática. Ricardo, sin darse cuenta, la estuvo mirando toda la noche; pero ella no pareció fijar la atención en él. Cuando el mozo de la estación gritó: «Córdoba, veinte minutos de parada», todos se levantaron bruscamente y tomaron sus enseres disponiéndose a salir. Sólo entonces fijó la joven en él una mirada suave y prolongada, diciéndole al tiempo de salir con sonrisa triste y compasiva: «Buenas noches, que usted lleve feliz viaje.» No ofrecía duda que se había hecho cargo de su dolor. Ricardo sintió profunda pena de que se quedasen allí, como si le ligase a aquella familia algún vínculo de amor, y tuvo deseos de decir a la mamá: «Señora, acabo de perder a mi madre; estoy solo en el mundo y no tengo a nadie a quien amar ni que me ame; ¿quiere usted llevarme a su casa como hijo?» La puerta del carruaje se cerró de golpe, sonó la campanilla, se oyó el grito ronco de la máquina y el tren prosiguió la marcha con su traqueteo metálico que clamaba sin cesar en el silencio de la noche: ¡solo!, ¡solo!, ¡solo!

Fueron a esperarle algunos parientes y amigos y le acompañaron silenciosamente hasta su casa, donde le dejaron después de un rato de conversación insulsa. En los días siguientes recibió muchas visitas con traje negro, que le ensalzaron las virtudes de su madre y le recomendaron mucha resignación. Todos le llamaban marqués. Nunca padeció más que entonces. La única persona con quien tenía gusto de hablar era con don Mariano Elorza, que había sido muy amigo de su padre, y cuya casa visitaba con gran confianza siempre que venía a Nieva de vacaciones. Don Mariano, que era expansivo y amable con todo el mundo, no podía menos de mostrarse con él doblemente afectuoso por la situación desgraciada en que se hallaba. Su casa fue para nuestro joven, en la temporada que siguió a la muerte de la marquesa, un lugar de refugio donde distraía sus penas y hallaba un poco de calor de familia que le hacía tanta falta. Por otra parte, es necesario decirlo, Ricardo siempre había sentido hacia la hija primera de don Mariano cierta admiración y simpatía, que fácilmente se trueca en amor cuando la edad y la ocasión convidan y la frecuencia del trato estimula; con mayor motivo aun cuando ni él ni ella habían estado enamorados nunca. Mucho antes de que se formalizasen sus relaciones, ya se hablaba en la villa del matrimonio del joven marqués de Peñalta con la señorita de Elorza. Era un matrimonio indicado y pedido por la opinión pública. Porque es de advertir que las familias de Peñalta y Elorza eran las más opulentas de la villa, y el público encuentra siempre tan lógico que la riqueza vaya a la riqueza, como los ríos a la mar. Así que Ricardo y María fueron declarados marido y mujer, poco después de su nacimiento. Las comadres de la villa no les perdonarían que se hubiesen sustraído a este auto acordado de las tertulias de Nieva. Ya sabemos de buena tinta que los muchachos no pensaron en semejante substracción, y que acataban con la mayor humildad el fallo soberano.

Volviendo, pues, adonde quedábamos, cumple manifestar que Ricardo llegó muy presto al portal de la casa de Elorza, que era espacioso y obscuro. De la gran puerta sólida y ennegrecida por el tiempo y el uso pendía una cadena de bronce con la cual se llamaba. Entrábase inmediatamente en un patio bastante amplio con fuente en el medio. A este patio venía a parar una anchurosa escalera de piedra con balaustrada de la misma materia. Estaba ya gastada y necesitaba reparos en algunos sitios. En el primer descanso esta escalera se partía en dos brazos, uno de los cuales conducía a las habitaciones de los señores y otro a la de los criados. El primero de dichos brazos terminaba en un ancho corredor o galería de cristales que miraba al patio. Toda la casa ofrecía el mismo desahogo, al igual de los antiguos palacios, por más que fuese construidaa en época relativamente moderna. Llevaba ventaja a los vetustos caserones solariegos, como el del marqués de Peñalta, en que al fabricarla no se había atendido tanto a la vanidad de sus dueños cuanto a la apropiada distribución de las habitaciones para los usos de la vida. No era triste y obscura como suelen serlo aquéllos. Por el contrario, todo su interior denotaba alegría, bienestar y elegancia. Era, pues, un edificio grande sin ser imponente, y cómodo sin caer en la vulgaridad desgraciada de las construcciones modernísimas. Manteníase en un término de conciliación entre la aristocracia y la burguesía, aceptando la altivez fastuosa de aquélla y las inclinaciones prácticas y sensuales de ésta.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
330 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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