Kitabı oku: «Riverita», sayfa 12
TOMO II
I
Miguel no fue tan feliz como había imaginado viviendo con su madrastra. Aunque Julita le proporcionaba con su alegría infantil y cándido donaire gratísimos momentos, estaban amargamente compensados éstos por el malestar que le producía el carácter rígido, inflexible, de la brigadiera. Este carácter no tenía ocasión de manifestarse con él, porque evitaba escrupulosamente todo motivo de choque o disgusto; pero se mostraba en toda su violencia y a cada hora del día con su hija Julia. No podía hacer la pobre niña nada, fuese tuerto o derecho, que mereciese su aprobación; era un ordenar constante de la mañana a la noche, primero una cosa, después otra, a menudo cosas contrarias, lo que producía disgustos, conflictos y escenas ruidosas. Julia tenía ocupados todos los minutos del día; cinco horas de piano, dos de bordado, dos de estudio, etc. Por nada en el mundo podía infringirse este régimen despótico: la menor infracción costaba muchas lágrimas. Si por impaciencia, o arrastrada de su genio vivo y desenfadado, contestaba alguna cosa que oliese de cien leguas a falta de respeto, ya podía prepararse: la brigadiera se erguía como una fiera, la llenaba de insultos, y olvidándose a menudo de lo que debía a su propia dignidad, y apesar de los años de Julita, la pellizcaba cruelmente, la abofeteaba y la tiraba de los cabellos:—«¡A su madre no se contesta jamás; se obedece y se calla, aunque no tenga razón!»—Eran las palabras que siempre salían de su boca en casos tales. La brigadiera tenía de la patria potestad la misma idea que los romanos; no había límites para ella. Cuando se efectuaba alguna de estas escenas, y por desgracia eran demasiado frecuentes, siempre concluían del mismo modo: Julita se iba a llorar la reprensión, los pellizcos o las bofetadas a su cuarto; su madre no volvía a hablar con ella, ni a dirigirle siquiera una mirada: para que hubiese reconciliación, era necesario que Julia fuese a ponerse de rodillas delante de ella, y cruzadas las manos en el pecho, como estaba acostumbrada desde niña, la pidiese perdón. Sólo así lograba entrar en su gracia.
Poco tiempo después de haberse trasladado Miguel, fue testigo de una de las más repugnantes escenas de este género. Cuando terminó con el piano una mañana, Julita se fue al comedor, y motu propio, por su extremada inclinación al aseo, sacó toda la vajilla de los armarios y se puso a limpiarla esmeradamente y a colocarla de nuevo en su sitio. Empleó en la tarea mucho más tiempo de lo que había imaginado: cuando tornó al gabinete donde su madre se hallaba, ésta le preguntó con la aspereza acostumbrada si había cosido un vestido que se le había roto el día anterior.
–Todavía no—contestó Julita tranquilamente.
–¿Y qué te has hecho toda la mañana? ¡holgazana! ¡más que holgazana!—exclamó la brigadiera con ira.
Julia, que estaba muy ufana de su labor y que pensaba dar una sorpresa agradable a su madre, le dijo riendo:
–¿Mamá, tiene V. vergüenza para llamarme holgazana?
Nunca lo hubiera dicho. La brigadiera, sin oír más, se lanzó sobre ella, la cogió por un brazo y la sacudió tan fuertemente, que la chica perdió el equilibrio y cayó al suelo, dando con la cabeza sobre un pie del piano: lanzó un grito y se llevó la mano a la cabeza, de donde corría un hilo de sangre. La brigadiera, terriblemente asustada, pálida como una muerta, se arrodilló cerca de su hija, la incorporó, y empezó a besarla frenéticamente, mientras Miguel iba corriendo a su cuarto en busca del frasco del árnica. Pusiéronla inmediatamente una compresa, sujetándola con una venda, y gracias a esto la herida quedó pronto cerrada. Julia no tardó en serenarse: su madre también se calmó poco a poco. Pero todavía mientras la quitaba la sangre de la cara con un paño mojado, no podía menos de dar suelta a su genio exclamando:
–¿Lo ves? Esto te ha sucedido por desvergonzada.
La brigadiera, aunque parezca extraño después de lo que acabamos de decir, amaba a su hija; pero la amaba a su manera, mortificándola sin cesar para plegarla de un modo incondicional a su voluntad. La voluntad era la facultad dominante, característica de su espíritu; todas las demás, el entendimiento, la sensibilidad, la memoria, estaban avasalladas por ella, hasta poder dudarse algunas veces de si existían. Ante el capricho más insignificante, la ternura y hasta el amor maternal huían a esconderse; pero sería injusto afirmar que estaba desprovista de ellos. La prueba es que en el momento en que su hija se ponía enferma, no se apartaba de ella un instante, ni de día ni de noche. Verdad es que, aun en tal estado, su voluntad no dejaba de seguir activa, haciéndole tragar las medicinas con terrible exactitud, no consintiéndole sacar un brazo fuera, ni dar tantas vueltas, etc., etc. Esto era irremediable. Además, para vestir a Julia con elegancia, para proporcionarle una educación brillante, no le dolía gastar todo su caudal, ni aun sacrificar sus propias comodidades. Mientras estuvo en Sevilla pudo competir en vestidos y sombreros con las hijas de las familias más aristocráticas. A esto se debía, por supuesto, la gran merma que sobrevino en la hacienda que el brigadier la había dejado.
No obstante el régimen severo en que su madre la tenía aprisionada y el feroz despotismo que sobre ella ejercía, Julia no era tan desgraciada como pudiera presumirse. La naturaleza la había dotado de un carácter alegre, bondadoso y algo tornadizo, y este carácter la salvaba de una desdicha cierta; las impresiones en ella duraban poco y se sucedían con pasmosa rapidez; pasaba con increíble facilidad del llanto a la risa, y de la risa al llanto; era incapaz de meditar sobre las injurias que la hacían, ni menos de guardar por ellas el más leve rencor. Además, como estuvo toda su vida bajo el poder y la vigilancia de su madre, no pensaba que hubiera más vida, y estaba tan acostumbrada a sus filípicas que, cuando no eran extraordinarias, las escuchaba como un ruido enfadoso, y se autorizaba una que otra vez, si el temporal no era muy recio, ciertas salidas graciosas, aunque atrevidas.
–Mamá, me ha dicho una persona bien enterada que en el purgatorio acaban de suprimir los pianos. Hasta allí se van mejorando las costumbres.—Mamá, ¿será faltarte al respeto decirte que hoy te has echado muchos polvos de arroz?—Mamá, si yo tuviese una hija, por lo menos un día a la semana, la dejaría dormir cuanto quisiera.
Estos donaires, cuando subían de punto, solían costarle bastante caros.
Miguel, a quien todo aquello cogía de nuevas, y que adoraba a su hermana, no podía sufrirlo con calma: cada vez que le tocaba ser testigo de una de estas escenas, padecía horriblemente y le costaba esfuerzos desesperados el reprimir sus ímpetus y no hacer a la brigadiera alguna áspera advertencia. Pero comprendía que con esto no adelantaba nada; al contrario, pondría las cosas en peor estado, y se callaba tragando bilis o apelaba con timidez a los ruegos para conjurar la borrasca. Más de una vez pensó en irse de nuevo a la fonda; pero al instante su conciencia se rebelaba. ¿Esto no era egoísmo? ¿Qué adelantaba su hermana con que él no estuviese en casa? Por el contrario, sabía perfectamente que Julita se consolaba mucho teniéndole cerca, no sólo porque templaba algunas veces el rigor de su madre, sino también, y esto era lo principal para ella, porque desahogaba con él su pecho, porque la animaba, porque pasaba charlando deliciosamente muchos ratos en su compañía, porque se placía en arreglarle el cuarto, porque la llevaba con frecuencia al teatro y procuraba, en suma, por todos los medios que estaban a su alcance, hacerle más dulce la existencia. Por otra parte, tampoco Miguel era de natural melancólico, como ya sabemos; Julia y él se entendían admirablemente para bromear, reír, bailar y hasta brincar por la casa. Y como la alegría es contagiosa, algunas veces, muy pocas, también la brigadiera participaba de ella y sonreía a sus juegos. Miguel solía aprovechar esta buena disposición y osaba retozar con la fiera: cogiéndola súbito de la cintura la empujaba con alguna violencia y la hacía correr, a su pesar, por la sala o el corredor hasta fatigarla, sin hacer caso de sus protestas.
–¡Estate quieto, Miguel! ¡Basta, Miguel! ¡Mira que me fatigo!
La brigadiera, enfadada a medias, no podía menos de reírse. Miguel comprendía bien cuándo convenía soltarla.
–¡Eres un loco incorregible!… ¡Eres más chiquillo aún que tu hermana!
–Vamos, cállese V., señora, o volvemos a dar otros seis galopes.
–No, no, me marcho, porque eres muy capaz de hacerlo—decía riendo.
Estas sonrisas tenían para nuestros jóvenes el incalculable valor que tiene para los habitantes de Londres un rayo de sol en medio del invierno.
Miguel entregaba a su madrastra puntualmente la mitad de su renta. No se limitaba a esto su liberalidad: a menudo las hacía valiosos regalos, las llevaba al teatro y las obsequiaba de mil modos distintos. La casa se había montado sobre un pie más alto: vivían en un cuarto desahogado de la calle Mayor: en vez de la cocinera y la doncella que antes tenían, había ahora otros dos sirvientes más, una doncella para Julia y un criado para Miguel. La brigadiera aceptaba, sin embargo, la generosidad de su hijastro sin mostrar pizca de agradecimiento: al contrario, parecía que tomando su dinero o sus regalos le otorgaba un gran favor, le daba una prueba de confianza, y que él era quien estaba obligado por ello a guardarle eterna gratitud.
Algún tiempo después de vivir de aquel modo, tuvo nuestro joven otro encuentro, fecundo también en graves consecuencias. Aconteció que un día de Carnaval se disfrazó de máscara, y en compañía de otros dos amigos, se bajó al Prado. Vestía traje de chula, y ostentaba, para mayor regocijo de los mirones, un seno exuberante, embutido de algodón.
El salón rebosaba de gente; pocas máscaras, no obstante. Las que había, desfilaban entre los carruajes dando saltos para no ser atropelladas, y se montaban en la trasera de ellos, en el estribo, y a veces se sentaban al lado de los dueños para embromarlos. El grupo donde iba Miguel se quedó algunos minutos inmóvil presenciando el desfile e inquiriendo con la vista si entre las graves damas y caballeros que venían arrellanados en los landaux o mylords había algunos de sus conocidos a quien poder dirigirse. Uno de los compañeros atisbó al diputado Vidal que guiaba un tílbury, y escapó a colocarse a su lado, lanzando chillidos horrísonos. «¡Perico! ¡Perico! padre de la patria, aguárdame.» El otro tuvo la felicidad de ver a su novia en carretela y fue a colocarse de pie en el estribo. Quedó Miguel solamente en espera de algún amigo; pero no acababa de pasar. Conocía bastante de vista y de oídas a la mayor parte de las personas que ocupaban los aristocráticos trenes que cruzaban lentamente guardando fila, pero no trataba a ninguna: el barón de Aguilar con su señora, la marquesa viuda de Istúriz con su hija, después los señores de Pérez Blanco, en seguida el embajador inglés, luego la señora de Manzanillo con sus tres hijas, unas señoras que no conocía, un consejero de Estado próximo a ser ministro, el banquero Mendiburu con su señora y hermana, la generala Bembo:… a ésta sí la conocía. Era Lucía Población, aquella rubia tan espiritual, amiga de su madrastra, que había casado mientras él estuvo en el colegio con el coronel Bembo, ascendido hacía poco a general. D. Pablo estaba en Filipinas en un cargo importante; decíase que había ido allá a reponer su fortuna, quebrantada por las prodigalidades de su esposa. Vivía ésta en Madrid con sus tres hijos, gastando un arreo que confirmaba tal juicio. Además, en los últimos tiempos había dado bastante que decir con algunas historias galantes, lo que por otra parte la había elevado a la categoría de «mujer a la moda.» Miguel no había hablado con ella desde niño: y esto porque sabía que estaba hacía muchos años reñida con su familia. La había encontrado varias veces en los salones de la corte; pero como Lucía afectaba no conocerle, él tampoco se había decidido a saludarla. Sin embargo, no tenía contra ella queja alguna: en la ruptura de relaciones con su madrastra, estaba convencido de que la culpa era de ésta.
Viendo que no cruzaba ningún amigo, Miguel se decidió a pasar un rato con la generala.
–Lucía, Lucía, hermosa Lucía, déjame contemplarte un instante de cerca…
Y saltó sobre el estribo de la victoria en que iba la dama y se sentó a sus pies.
–He aguardado más de una hora para verte pasar y poder ofrecerte mi caja de dulces… toma.
–Gracias, máscara—dijo la dama con sonrisa de complacencia, abriendo al mismo tiempo la cajita de Miguel y sacando de ella una almendra con sus dedos enguantados.
–¡Qué envidia sentirán ahora los que me vean!
–¿Por qué?
–Porque voy sentado a los pies de la reina de la hermosura, la estrella Sirio de los salones de Madrid.
El joven exageraba. No obstante, Lucía era una de las bellezas que citaban los periódicos en sus revistas de salones y teatros. Los años no la habían hecho desaparecer; por el contrario, al redondear y abultar sus formas, habían dado a su figura una majestad que antes no tenía. Conservaba el rostro terso y nacarado: sus cabellos dorados no contenían aún ninguna hebra de plata: sus ojos límpidos, azules, tenían una expresión vaga de melancolía e inocencia que contrastaba singularmente con lo que de ella se decía, y que la comunicaba cierto misterioso atractivo. Vestía con extraordinaria elegancia.
Al aspirar la tufarada de incienso que Miguel le echó de improviso, una sonrisa placentera contrajo sus labios.
–¡Oh! máscara, eres muy galante, muy galante…
–No es galantería; es pura verdad: todo el mundo te admira en Madrid…
–Vamos, acepto eso como broma de Carnaval; pero te la agradezco, porque es delicada.
–Agradéceselo a Dios, que te ha hecho así… Aunque alguna parte también debió tomar el diablo cuando te ha formado, porque has hecho muchos desgraciados.
Y siguió un buen rato manejando el incensario: la generala sonreía siempre y se iba interesando cada vez más por la máscara. Cuando estuvo ya bastante preparada, el joven dio otro giro a la conversación, enderezándola por ciertos caminos peligrosos.
–¡Ay, Lucía, tú no sabes cuánto me has hecho pecar de pensamiento!
–¿Y por qué?—repuso la dama; en sus ojos brilló una chispa de malicia.
–Porque… porque… ¡bah! ¿Quieres que te lo diga?
–Sí, dímelo.
–No me atrevo; te vas a enfadar conmigo.
–No me enfadaré; dímelo.
–Sí te enfadarás; y yo quiero seguir siendo tu amigo… digo, tu amiga…
–¡Cuando te digo que no me enfadaré!… Vamos, me comprometo a ello formalmente; habla.
–¡Ay, Lucía! ¿Me lo juras?
–Te lo juro.
El joven se levantó, acercó su cabeza a la de la dama, y rozando con los labios su oído, dejó caer en él unas cuantas palabritas, que la hicieron prorrumpir en carcajadas. Miguel no esperaba tan buena acogida, y quedó un poco cortado; inmediatamente se repuso, y comprendiendo que la generala estaba curada de espantos, se enfrascó en una conversación libre y desvergonzada.
La generala, a cada nuevo equívoco o reticencia, mostraba mayor alegría, se desternillaba de risa y daba pie con sus ingeniosas y picarescas respuestas a que el joven se engolfase cada vez más adentro. Ya no pensó más en cambiar de sitio; se encontraba admirablemente a los pies de Lucía.
La generala quería averiguar quién era la máscara que tantas y tantas buenas cosas sabía.
–Soy tu lavandera, ¿no me has conocido?—respondía el joven.
–¡Oh, mi lavandera no es tan pícara como tú!
–La careta me hace ser pícara; sin careta soy muy inocente.
–Vamos, máscara, dime quién eres; has conseguido interesarme… si me lo dices, prometo guardarte el secreto.
El joven se obstinaba en sostener que era la lavandera; ambos se reían de aquel disparate. La noche iba cayendo; los carruajes ya dejaban el Prado, y la muchedumbre que se apiñaba en el salón se había enrarecido bastante.
La generala desplegó el abrigo y se lo metió con la ayuda de Miguel; pero no acababa de dar al cochero la orden de retirarse; la máscara había picado su curiosidad de mujer caprichosa, y buscaba una aventura con el deseo irritado de quien va a despedirse de ellas para siempre. Por último, Miguel se declaró: era un joven enamorado tiempo hacía, y que devoraba en secreto su amor sin esperanza, y sus celos. Nunca había tenido ocasión de acercarse a ella, y aunque la hubiera tenido, tal vez no la aprovechara, porque temía ser despreciado; con la máscara puesta, ya era otra cosa; no estaba embarazado por el miedo; se sentía con fuerzas bastantes para decirle en voz alta:
–Te adoro, Lucía, te adoro… te adoro… te adoro…
Y el joven repetía casi a gritos su frase, llamando la atención de las personas que pasaban cerca.
La generala reía a carcajadas y hallaba cada vez más divertida a su máscara; aparentando juzgarlo todo pura broma, dudaba en el fondo que no fuese verdad y sentía dulcemente acariciada su vanidad.
–¿Eres tan feo que no te atreves a decirme que me adoras, sin careta?
–Lo soy bastante; pero sobre todo soy un ser insignificante, indigno de que fijes en él tus hermosos ojos.
–Por lo pronto, máscara, tienes una cualidad bastante rara en el día: la modestia. Ya no eres, pues, tan insignificante.
–Cuando no hay mérito, la modestia no es virtud.
–Déjame comprobar yo misma si es verdad lo que dices. Alza un poquito la máscara.
–De ninguna manera; no quiero que te rías de mí.
–Aunque fueses feo, siempre quedarías como hombre agradable e ingenioso.
–Muchas gracias… pero no trago el anzuelo.
–Dime entonces tu nombre.
–¿Para qué?… no me conoces… me llamo Juan Fernández.
–Eso no es verdad.
Ambos quedaron silenciosos unos instantes. La generala estaba un poco despechada de la obstinación de Miguel: quería advertir en ella cierta indiferencia disfrazada con el velo del temor. La conversación la había animado también.
–Hace ya demasiado fresco y voy a retirarme—dijo en tono más grave; y después de una pausa, añadió con afectada desenvoltura:—¿Conque te resignas a ser mi adorador en secreto?
–Sí.
–No te envidio el papel; debe de ser poco divertido.
–¡Oh, es tristísimo! Pero le prefiero al de amante desdeñado.
–Si no te conozco, ¿cómo puedo darte esperanzas?
–Pues bien; ¿quieres conocerme?
–Ya te he dicho que sí.
–Mañana corresponde a tu turno en la ópera. ¿No es cierto?… El joven que veas con una camelia blanca en la solapa del frac, ese soy yo. Pero es condición precisa que tú lleves dos camelias también en la mano, una blanca y otra encarnada: si te gusto, deja caer la encarnada y quédate con la blanca; si no, haz lo contrario.
–Convenido.
–Hasta mañana, pues; adiós, adiós hermosa Lucía… Voy a pedir al cielo que seque esta noche todas las camelias encarnadas.
II
Mucho vaciló Miguel antes de resolverse a entrar, con la camelia blanca, en la sala del Teatro Real. ¿Qué diría la generala Bembo al ver a un muchacho a quien tuvo, más de una vez, sentado en su regazo, ofrecerse como amante? ¿Se indignaría? ¿Soltaría la carcajada? ¿Lograría despertar con su admiración y fidelidad alguna ternura en el pecho de la hermosa Lucía? Tales eran las dudas que le atormentaban mientras iba y venía, del foyer a la puerta de la sala, sin atreverse a poner el pie en ella. Levantaba cautelosamente la cortina para echar los gemelos a la generala, que estaba en un palco platea, más hermosa que nunca, relampagueando como escaparate de joyería: tornaba al foyer; daba tres o cuatro paseítos, se tiraba por el bigote hasta arancárselo; volvía a la puerta de la sala, se arreglaba el cuello de la camisa, echaba una mirada a la solapa del frac, donde artísticamente estaba colocada la camelia, y otra a la mano de la generala donde brillaban una blanca y otra encarnada; pero no acababa de decidirse. Lucía también estaba impaciente; lo observaba nuestro joven con placer; varias veces la había sorprendido echando una rápida e intensa mirada por todo el ámbito de las butacas, y había querido adivinar, en sus labios, cierta expresión de desencanto o disgusto.
Al fin hizo un esfuerzo supremo y se coló rápidamente en medio de la sala. Una vez allí, se encontró sereno, y poniendo con osadía los ojos en el palco de la generala, esperó. Al tropezarse con él la mirada de ésta, llevose la mano al sombrero y la hizo un saludo exagerado, fantástico, de los que tanto gustaban los mancebillos elegantes en aquella época. La generala contestó con afabilidad, y dirigió la vista a otro sitio; mas al volverla de nuevo hacia Miguel, al ver la camelia blanca en su frac y al observar su mirada fija, penetrante y un si es no es risueña, recibió tal sorpresa, que no pudo contestar a lo que, en aquel momento, le preguntaba un viejo militar que tenía a su lado. El hijo del brigadier notó el estremecimiento de sus manos y vio claramente que una ola de rubor había subido a sus mejillas, por más que hubiera vuelto rápidamente la cabeza hacia la puerta del palco:—«Ya eres mía,» pensó con la fatuidad propia de los jóvenes que aspiran a sentar plaza de seductores.
La generala tardó mucho en mirarle de nuevo; pero esto le importaba a él muy poco: sabía que el golpe estaba dado y que había sido certero, y esperaba confiadamente el resultado. En efecto, después de largo rato, durante el cual la generala afectó sostener una conversación animadísima con el militar, volvió la cabeza hacia la sala y paseó por ella la mirada sin detenerla en Miguel: a la otra vez, ya la detuvo un poco; a la otra, un poco más; a la otra, ya fue derecha a él. Estableciose entonces un tiroteo de miradas, que no cesó en toda la noche. La expresión de sorpresa y de vergüenza no acababa de desaparecer por completo del rostro de Lucía; pero esto le prestaba aún más atractivo. La camelia encarnada tampoco se deslizaba de sus manos. Miguel, cada vez más dueño de sí mismo, se atrevió a hacerle seña de que la arrojase: la generala bajó los ojos sonriendo, pero no hizo caso. Acaeció, no obstante, lo que era de esperar: allá al final del cuarto acto, cuando el tenor avanza hasta las candilejas para expresar con algún do de pecho la emoción que le embarga, y las señoras se levantan de sus asientos dejándose poner los abrigos por sus maridos, amantes o admiradores, la roja camelia cayó al suelo: la generala, con el abrigo ya puesto, se precipitó fuera del palco, sin duda para ocultar su confusión. Una sonrisa de triunfo contrajo los labios de Miguel, quien salió también velozmente fuera de la sala y se apostó en el vestíbulo esperando a Lucía. Al pasar ésta, rozando con él, aunque sin mirarle, deslizó en su mano una carta que tenía preparada. En ella se confesaba perdidamente enamorado: «una pasión de niño que el tiempo no había hecho más que trasformar y fortalecer:» la amaba, valiéndose de la expresión de Víctor Hugo, como un gusano ama a una estrella; la impresión que su belleza, su angelical bondad y la dulzura de su carácter, habían hecho en su corazón de niño, no había podido borrarse: «era su primer sueño de amor.» Para decir esto, en resumen, había empleado dos pliegos de letra menuda. Al día siguiente recibió la contestación en su casa: la carta de la generala era digna y cariñosa; pero estaba escrita en un tono protector, que no le sentó bien a nuestro joven: le recordaba su infancia, le ponía de manifiesto lo extravagante de aquel amor, «que no era, como él aseguraba, una pasión firme y verdadera, sino un capricho de niño:» le indicaba el ridículo que sobre ella caería si cediese a ese capricho y el mundo lo averiguase: por último, le aconsejaba que desistiese de su intento y procurase olvidarla.
Pero Miguel estaba realmente interesado en la aventura, aunque no tanto como decía en su carta: esta contestación no hizo más que excitarle. Detrás de aquel «olvida ese capricho y quiéreme como una segunda madre, pues lo soy tuya por la edad y por el cariño que desde niño te profeso,» adivinaba que la generala deseaba que insistiese, y que entendía y alcanzaba mejor aún que él lo interesante de aquella aventura. Si no, ¿por qué había dejado caer la camelia encarnada?—Replicó, pues, empleando una retórica más fogosa aún, describiendo su amor y sus sufrimientos, procurando conmoverla por todos los medios imaginables. Cruzáronse después algunas otras cartas: Miguel pedía una entrevista para desahogar siquiera su corazón, «aunque después le despreciase.» Lucía se negaba a darla, considerándola inútil y aun perjudicial para ambos. Insistió el joven cada vez con más afán. La generala cedió al cabo «por compasión, porque temía que hiciese una locura,» citándole para el día siguiente. Miguel debía pasear a pie y por la tarde hacia la Casa de Campo, y tropezar casualmente con el carruaje de Lucía: ésta mandaría parar y entablarían conversación, hasta que a la postre le invitaría a subir y dar con ella un paseo.
Así se realizó punto por punto. Miguel acudió a la cita lleno de emoción, tanto más, cuanto que Lucía había sabido darla un atractivo especial con aquel misterio. Si le hubiera recibido lisa y llanamente en su casa, no sentiría la mitad del deleite.
–Adiós, Miguelito… Pare V., Juan… ¿Cómo tan solo por aquí, querido? ¿Te dedicas a meditar por estas soledades?
–Phs… huyendo de la noria de la Castellana… ¿Y V., generala? ¿Le gusta a V. también la filosofía?
–Por haber filosofado en casa es por lo que vengo aquí—dijo riendo.—Me duele un poco la cabeza, y temía marearme en la Castellana… Pero súbete, y darás una vuelta conmigo: después te dejaré donde quieras.
Todo fue dicho en voz alta para que lo oyesen el cochero y el lacayo. Sin embargo, cuando éste, lleno de sumisión, inclinándose con el sombrero en la mano, abrió la portezuela, brillaban sus ojos con maliciosa expresión: al subir al pescante dio un pellizco significativo a su compañero, y ambos rieron groseramente sin osar decirse lo que pensaban, por temor de ser escuchados.
Al verse solo y mano a mano con Lucía en el carruaje, Miguel perdió la serenidad: no supo por lo pronto más que continuar la conversación empezada, hablando de su afición al campo y del placer que tendría en pasear largo todos los días; pero la vida de Madrid, las visitas, la moda… estaba cortado, aturdido; no sabía por dónde empezar. La generala, afectando también confusión y vergüenza, le observaba, sin embargo, sometiéndole a un atento examen, del cual, en realidad, no salió mal librado. Miguel, aunque no era buen mozo, poseía una figura delicada y un rostro gracioso y expresivo.
Al fin se vio ella precisada a tomar la iniciativa.
–Vamos, ya has conseguido lo que con tanto afán pedías. ¿Estás contento?
–¡Oh, sí!
–Yo no: cualquier indiscreción en estas circunstancias, me perdería, me pondría en ridículo: ya me voy haciendo vieja.
Miguel protestó; no pasaba por la vejez: se atrevió a decir, aunque mirando al paisaje por la ventanilla, que no había en Madrid niña que pudiera competir con ella en hermosura y elegancia.
Lucía no quiso aceptar la lisonja: no se hacía ilusiones; a los treinta y cinco años (se quitaba cuatro) una mujer es vieja; ¡pero muy vieja!
–Y lo más triste de todo—añadió dejando escapar un suspiro,—es que, recorriendo con la memoria los años de mi vida, me convenzo de que nunca he sido joven.
–¿Cómo?…
–No, no he sido joven, porque jamás he gozado de las puras alegrías de la juventud, de los éxtasis apasionados del primer amor, de las dulces zozobras que trae consigo, de los placeres ideales… Siempre contrariada en mis sentimientos, en las afecciones de mi corazón… El mundo, los parientes, las circunstancias, me obligaron a casarme muy joven con un hombre a quien no quería. Echaron un cántaro de agua sobre el fuego de mi espíritu, y lo apagaron… Yo hubiera sido algo bueno, algo santo, algo puro, y me transformaron en un ser vulgar, insignificante. Sentía arrebatos heroicos en mi corazón, impulsos sublimes… Todo murió al subir al altar con un hombre que me era repulsivo… Los demás hombres no hicieron nada por redimirme… al contrario; contribuyeron a encenagarme más y más en la prosa de la vida. Todos cuantos se han acercado a mí con la lisonja en los labios, doblando la rodilla para adorarme, no traían otro objeto que el de satisfacer su vanidad, o puramente un deseo brutal: ninguno ha venido a entristecerse con mis tristezas, a alegrarse con mis alegrías, a confundir su alma con la mía, a realizar el verdadero amor, el amor puro y santo con que toda alma elevada sueña siempre… Tú mismo, Miguel, para quien yo debiera ser sagrada, al acercarte a mí en el Prado, lo has hecho con ese tono, con esa cruel frivolidad que tantas veces ha traspasado mi pecho… Lo he aceptado, porque me he ido acostumbrando… Créeme, que de todas maneras, es muy duro… ¡muy triste!
La generala, al pronunciar estas palabras en voz baja y reprimida, se había ido animando poco a poco; sus mejillas se habían coloreado fuertemente, y por ellas rodaban, al concluir, dos gruesas lágrimas. Miguel se sintió conmovido.
–Mucho siento haberla ofendido… ¡Perdóneme usted!
–No; tienes razón para tratarme así—repuso llevándose el pañuelo a los ojos.—Yo no quiero ni puedo presentarme ante ti como una santa: el mundo te habrá enterado perfectamente de que no lo soy. Hice muchas locuras en la vida… escandalicé con ellas a la sociedad… Pero créeme, Miguel, yo he rodado al abismo, porque me han empujado… he rodado, guardando en el fondo de mi alma alguna perla que aún no ha tocado nadie.
Riverita se quedó algunos instantes pensativo y silencioso. Cruzaron por su espíritu las ideas románticas que tienen siempre los jóvenes de corazón, y dijo levantando la cabeza y como hablando consigo mismo:
–¡Quién sabe! ¡Cuántas veces nos equivocamos juzgando por la máscara que llevamos puesta en la vida!
–La mía ha sido siempre impenetrable—dijo con exaltación la generala, clavando en él sus ojos húmedos y brillantes.—Se me juzga frívola, caprichosa… y corrompida; se multiplican mis amantes, se citan mis extravagancias y se me arrojan al rostro infinidad de flaquezas… Quizá tengan razón: todo cuanto malo hice en mi vida, procuré que fuese pronto sabido del público; en vez de ocultar las faltas con artificio, procuré arrojarlas a la murmuración. ¿Y esto sabes tú por qué lo hacía?… ¡Pues en el fondo era para vengarme del escaso placer que me causaban!