Kitabı oku: «Tristán o el pesimismo»

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I
EL DUEÑO DE LA FINCA

Un bando prodigiosamente grande de palomas vino a posarse sobre el tejado de la casa. Este quedó blanco como si una copiosa nevada hubiese caído sobre él. Las palomas todas, sin fallar una, eran blancas. En la pared enjalbegada de la casa, encima del amplio corredor con rejas de madera se abría un ventanillo que daba acceso al palomar. Las palomas ni por un instante soñaron con acercarse a él; ninguna intentó siquiera ponerse sobre la tabla que, a guisa de recibimiento, tenía delante. El día era demasiado espléndido para meterse en casa; un día tibio y claro de primavera en Castilla.

Por el ventanillo del palomar, con toda precaución y cuidado, asomó el rostro un hombre; un rostro atezado, varonil, de bigote gris. Giró sus ojos recelosos, inspeccionó minuciosamente los contornos y se retiró en seguida; volvió a asomarse y otra vez se retiró, como si espiase la llegada de un ladrón.

El ladrón llegó, en efecto. Dio un brinco y se plantó sobre la baranda del corredor; ascendió luego fácilmente por el grueso sarmiento de la parra que se enlazaba retorciéndose a las columnas de madera que sostenían el tejadillo, encaramose sobre éste y echando una mirada recelosa en torno y otra de ávido anhelo a la ventana del palomar, sacó la lengua y se relamió repetidas veces con repugnante ausencia de sentido moral. Luego, no sin cierto estremecimiento nervioso que corrió por todo su cuerpo, se preparó a dar el gran salto. Grande era, en efecto; enorme. Sólo un bandido avezado a correrías peligrosas tuviera la audacia de intentarlo. Después de algunas vacilaciones lanzose al espacio, logró tocar con las uñas la tabla, y presto se encaramó sobre ella. Y sin pérdida de tiempo se introdujo en el palomar. ¡Desdichado! La traición le acechaba. Apenas puso allí la planta, un pesado garrote con furia manejado le hizo pagar cara su osadía. El criminal comenzó a arrastrarse por el suelo dando mayidos bien lastimeros. Su feroz agresor le contempló estupefacto con ojos extraviados, los brazos caídos y respirando anhelante. Quiso acercarse a su víctima, pero ésta huía arrastrándose por el sucio aposento donde estaban colocados, como en anaquelería de tienda, los nidos de los pichones.

–¡Válgate Dios! Le he roto una pata—exclamó con voz temblorosa el hombre.

Era un caballero alto, fornido, de unos cuarenta años de edad, la tez morena, los ojos negros, los cabellos crespos y comenzando a blanquear; fisonomía abierta y simpática. Vestía traje de casa, chaqueta obscura y gorra de cazador.

–¡Bis, bis…! ¡menino…! ¡pobrecito, pobrecito!

El gato permitió al fin que se le acercase y le dirigió una mirada triste y medrosa.

–¡Vaya por Dios! ¡vaya por Dios!—murmuró el caballero con acento que distaba mucho de sonar como el grito de triunfo del vencedor satisfecho.

Le pasó la mano suavemente por el lomo y quiso reconocerle la herida; pero el pobre animal lanzaba mayidos cada vez más dolorosos.

–¡Qué diablo! ¡qué diablo!—profirió en el colmo del disgusto.

De pronto, como si le hubiese ocurrido una idea feliz, se irguió de nuevo y abandonando al estropeado gato en el suelo salió del aposento, bajando un poco la cabeza para no chocar con el dintel de la puertecilla que le daba acceso. No tardó muchos minutos en presentarse otra vez con un canasto en las manos guarnecido en el fondo por un cojín de lana. Tomó al gato con infinitas precauciones y lo depositó sobre él. Luego, sacando del bolsillo un paquete de vendas, se puso a liarle la pierna rota con la delicadeza de un cirujano. El gato le dejaba hacer como si entendiese que de aquello dependía su salud. Cuando estuvo hecha la operación cogió de nuevo el cesto, transformado ya en camilla de hospital, y a paso lento y prevenido lo sacó de allí, bajó la escalera y lo depositó en una de las estancias del único piso alto que tenía la casa.

Era ésta una mansión de hidalgo o labrador acomodado. Los pisos de ladrillo rojo, las paredes enjalbegadas, los techos con las vigas al descubierto. Los muebles eran viejos, macizos, lustrosos; en las alcobas camas enormes de madera sin pabellón; en las paredes colgados grandes cuadros al óleo renegridos y confusos.

Reynoso, que así se nombraba el inventor de la emboscada descrita, contempló largo rato a su víctima que a su vez le miraba con expresión indefinible de temor, reconvención y tristeza dejando escapar débiles mayidos. El agresor respondía a estos mayidos con otros obscuros sonidos guturales que expresaban remordimiento. Al fin, no pudiendo resistir más tiempo la vista de aquella tragedia dolorosa, giró sobre los talones y salió de la estancia. Recorrió algunas otras desiertas en busca de su bastón de boj hasta que, recordando que lo había dejado en el palomar, hizo un gesto de pesar y no atreviéndose a empuñar otra vez el fatal instrumento descendió a la planta baja, también desierta, y salió a la calle.

Delante se abría un anchuroso patio recientemente empedrado, cercado por elevada verja de hierro. Nadie pensaría que aquel magnífico patio pertenecía a la hidalga pero humilde morada de donde salía nuestro caballero. Y en realidad no era así. Aquella casita de paredes blancas y balcones de madera estaba allí solamente como un recuerdo de familia. A su lado, apartado treinta o cuarenta pasos, se alzaba un moderno y suntuoso hotel que bien pudiera denominarse palacio. Gran escalinata de mármol, montera de pizarra a lo Luis XIV, lunas enormes de cristal en los balcones, todo el arreo, en fin, de que ahora hacen gala los hombres opulentos cuando fabrican una mansión para su regalo. Las cuadras y las cocheras, también suntuosas, cerraban el patio por la izquierda.

Así que las palomas del tejado le divisaron en medio del patio abrieron las alas repentinamente y vinieron a posarse sobre él transformándole en informe estatua de nieve. Reynoso no recibió aquella acostumbrada caricia con la benevolencia de otras veces. El peso de su culpa le hacía atrabiliario.

–¡Quitad, quitad! ¡Fuera!

Y abriendo los brazos como aspas de molino y sacudiendo puntapiés a un lado y a otro las rechazó groseramente.

Herida la susceptibilidad de las cándidas palomas por aquel insólito recibimiento, se escaparon nuevamente al tejado. Algunas más zalameras que persistieron en querer picotearle la cabeza, fueron llamadas a la dignidad por sus compañeras y no tardaron también en remontar el vuelo.

Reynoso se acercó a las cocheras y dirigiéndose a un mozo que limpiaba un carruaje:

–Dile a Pedro que enganche antes de las diez para ir a buscar a la estación al señorito Tristán.

Sacó luego su cronómetro. Eran las ocho. Dejó las cocheras y abriendo la gran puerta enrejada se introdujo en el parque. Bello, esmeradamente cuidado, pero no de grandes dimensiones. En el centro había una plazoleta rodeada de cañas de la India y dentro una glorieta con enredadera de madreselva y pasionaria. En el fondo y en uno de los ángulos, adosada al alto muro que lo cercaba, estaba la casita del jardinero. Reynoso, sin pasar delante de ella como tenía por costumbre, quiso abrir la puerta de madera que comunicaba con el bosque, pero antes de hacerlo lo divisaron los chicos del jardinero que volaron hacia él dando chillidos penetrantes. Quedó un instante inmóvil y una sonrisa de alegría iluminó su semblante enfoscado. Las palomas habían tenido menos suerte.

–¿Qué queréis?—preguntó fingiéndose serio.

–Un beso… un beso—respondieron los chicos, una niña y un niño de seis y cinco años respectivamente.

–¿Nada más?

La niña, avergonzada, hizo signos negativos con la cabeza. Reynoso se inclinó para besarla. Mas he aquí que cuando lo estaba haciendo, el niño le introdujo suavemente la mano en el bolsillo.

–¿Qué haces, pícaro?—exclamó el caballero alzándose bruscamente y mirándole con afectada severidad.

El chico, aterrado, se dio a la fuga. La niña reía: sus carcajadas sonaban frescas y cristalinas como el gorjeo de los pájaros.

–¡A ése! ¡a ése…! ¡Al ladrón!—gritaba Reynoso.

Luego, sacando del bolsillo un caramelo, se lo dio a la niña diciendo:

–Tú, que eres buena, toma. A ese tunante nada.

Pero el chico, advertido, comenzó a volver sobre sus pasos gimoteando:

–¡A mí! ¡a mí también!

–Tú ya lo has robado.

–¡No! ¡no!

Y movía la cabeza a un lado y a otro hasta querer descoyuntársela, y enseñaba las palmas de sus manecitas untadas de tierra.

–Bien. ¡Pero lávate esa cara y esas manos, gorrino!

El chico, sin vacilar, se fue corriendo al pequeño estanque de una fuente de mármol y comenzó a echarse agua a la cara. En vez de quitarse la tierra, la esparció de tal modo por sus rosadas mejillas que daba horror. Reynoso no pudo menos de soltar la carcajada. El niño comenzó a llorar perdidamente. Entonces su hermanita se brindó con maternal solicitud a lavarle. Le llevó al estanque, le restregó la cara haciéndole pasar sucesivamente del negro al gris, luego al blanco, después al rojo subido, tan rojo que el niño chillaba como un condenado y estuvo a punto de renunciar de una vez y para siempre a aquel caramelo tan dolorosamente comprado.

Reynoso estaba enajenado. Su faz resplandecía como la de un justo, aunque distaba mucho de serlo, como acabamos de ver. Después que se hartó de besar a los chicos salió del parque en una felicísima disposición de ánimo, prueba irrecusable de que un fútil suceso basta no pocas veces para acallar los más atroces remordimientos de nuestra alma.

El bosque contiguo al parque era delicioso: una espesura casi impenetrable formada de robles, olmos y fresnos que había dado nombre a la finca. Esta era conocida con el nombre de El Sotillo y estaba situada en las inmediaciones de Escorial de Abajo: toda ella, desde la casa, en suave declive hasta la cañada, por donde corría un arroyo. Después ascendía de nuevo el terreno. Reynoso atravesó el bosque por un lindo y retorcido camino enarenado que él mismo había hecho construir. Al cabo de algún tiempo de marcha el bosque dejaba de ser espesura sombría, impenetrable, y se transformaba en monte ralo de olmos y encinas por cuyos grandes claros pastaban algunas vacas negras y bravas con sus chotillos al lado. El pastor le salió al encuentro. Llevose la mano a su sombrerote de fieltro y le informó con rostro alegre de que aquella misma madrugada una de las vacas había parido. El propietario se acercó con satisfacción también a la vaca que lamía al tierno chotillo, echado debajo de ella, dejando escapar débiles mugidos de amor y de orgullo. Después emprendió de nuevo su paseo. Según caminaba, el monte se hacía cada vez más ralo y más bajo: las robustas encinas se transformaban en chaparros. La naturaleza rocosa del terreno, oculta en el parque y en el bosque, se mostraba ya al descubierto. Las piedras asomaban por todas partes. Algunas veces veíaselas desprendidas y yacentes en enormes bloques unas sobre otras en perenne equilibrio. En la tierra que había entre ellas, ardiente y feraz, crecían innumerables especies de flores silvestres de formas caprichosas, de aroma penetrante.

Reynoso arrancó a puñados el tomillo, lo aspiró con voluptuosidad y se lo guardó en los bolsillos.

–Rico olor el de la mejorana, ¿verdad, mi señor?—dijo una voz a su espalda.

–No es mejorana, Leandro, es salsero. ¿No ves sus florecitas?

–Verdad es. Muy rico también, muy majo; pero me gusta más la mejorana.

Leandro se había acercado. Era el anciano pastor encargado de los grandes rebaños de ovejas que Reynoso poseía, el personaje más considerable de aquellos campos, grave, prudente, sentencioso. En pos de él otros tres zagalones que le ayudaban, y más tarde el pastor de las vacas que acudía como siempre al señuelo del cigarro. Porque Reynoso gustaba de pararse en compañía de sus servidores y fumar con ellos un cigarro.

–Hasta ahora no hemos disfrutado de una mañana tan templada como esta. Mirad los trigos qué verdes aún. El cierzo y la escarcha no les ha dejado crecer; pero unos cuantos días como este bastarán para hacerles ganar lo perdido. No sé por qué sospecho que este año vamos a tener una abundante trilla.

Así dijo el propietario pasando su petaca en torno. Los pastores, con sus grandes sombreros de fieltro y sus medios calzones de cuero, formaban círculo. Tomaron gravemente un cigarrillo, lo pusieron en el rincón de la boca y cada cual sacó sus avíos: yesca de trapo quemado, eslabón y pedernal. Bastaría con que uno encendiese; pero se hubiesen juzgado desairados si no se mostrase claramente que eran poseedores de todos los medios conducentes a producir el fuego. Chocaron los eslabones contra los pedernales, saltaron las chispas, ardió la yesca y más tarde los cigarros, todo en medio de un silencio solemne como el caso requería. Se dieron algunos ansiosos chupetones, y uno de los zagalones con inclinaciones más señaladas a la retórica dejó al cabo escapar esta declaración inesperada:

–Me paece a mí, me paece a mí que si el tiempo no tuerce el hocico, en cosa de ocho días levantarán los trigos un par de palmos más… Es un decir, mayormente.

El auditorio guardó silencio, dando tiempo para que estas notables palabras penetrasen lenta y profundamente en su espíritu. El tío Leandro las rebatió al fin severamente.

–Cuando se habla una cosa, Celipe, es porque se sabe. ¿Sabes tú, por un si acaso, que han de levantar los trigos dos palmos?

–Es un decir, tío Leandro.

–Bien, pero ¿se sabe o no se sabe?

Nadie chistó. La lógica inflexible del tío Leandro pesaba como una losa sobre todos los cerebros, particularmente sobre el del zagalón que tanto se había aventurado en su discurso. Pero haciendo al cabo terribles esfuerzos para levantar el enorme peso que le agobiaba, logró al fin proferir, dando a su fisonomía una impresión de increíble astucia:

–Me paece a mí, tío Leandro… Yo he visto…

–Tú no has visto na—replicó el viejo pastor con un gesto de supremo desdén.

Nuevo y profundo silencio. Aquel osado Ícaro que había querido elevarse con alas de cera, vino al suelo para no levantarse ya. La sabiduría del tío Leandro cayó sobre él y le dejó sepultado por siempre. La paz y el silencio debidos a los que han desaparecido le acompañaron piadosamente. Se dieron algunos chupetones funerarios para honrar su memoria.

Mas he aquí que al pastor de las vacas se le ocurre resucitarlo de entre los muertos.

–Tío Leandro, yo no diré mayormente dos palmos… pero que han de crecer ¡eh! ¡eh…! que han de crecer ¡eh! ¡eh!

Y se puso a reír bárbaramente, abriendo una boca de oreja a oreja sin que nadie le secundase.

El tío Leandro dio un profundo y amenazador chupetón al cigarro, y se disponía a disparar una de sus granadas formidables para reducir al silencio a aquel zángano, cuando no muy lejos de allí sonaron dos tiros.

–¿Cómo?—exclamó Reynoso levantando súbito la cabeza—. ¿Un cazador furtivo?

–¡Quiá!—replicó un zagal—. Es la señorita Clara. Bien tempranito pasó por aquí con los perros.

El rostro del amo se serenó, dilatándose con una sonrisa de complacencia.

–¡Qué chica! ¡Qué chica!

Todos los rostros se volvieron hacia el sitio en que habían sonado los disparos, expresando cordial alegría.

–¿Y para cuándo es la boda, mi amo?—se atrevió a preguntar uno.

–Allá para octubre—respondió amablemente el caballero.

El tío Leandro extendió la mano solemnemente y habló de esta manera:

–Que Dios, nuestro Señor, esparza a puñados la felicidad sobre esa buena señorita. La hemos visto nacer, la hemos visto crecer y volverse más hermosa que una azucena. Más de uno y más de dos entre nosotros la han llevado en los brazos. No levantaba una vara del suelo y ya le gustaba montar a caballo como ahora. Una tarde la bestia se le espantó y se metió ala adentro por una charca. La madre (que en gloria esté) gritaba. Sólo yo, que estaba cerca, la oí; me planto en dos saltos a la orilla, me echo al agua, y cuando ya andaba cerca de llegarme al cuello, pude alcanzar el caballo y sujetarlo. Salimos chorreando y la niña me abrazó y me besó. Podéis creerme—añadió volviéndose a sus compañeros—, más estimé yo aquel beso que si me hubieran puesto una onza de oro en la palma de la mano.

–¡Está visto, hombre!—¡Pues bueno fuera!—¡Ni que decir tiene!

Así aplauden todos las nobles palabras del viejo pastor.

–Lo único que siento—prosiguió éste—es que nuestro amo se nos vaya de esta finca donde tanto dinero tiene enterrado cuando se concluya el palacio que está fabricando, según creo, allá en el camino de la Fuente Castellana de Madrid.

–Me paece a mí, tío Leandro—dijo el imprudente Felipe—, que nuestro amo no se va de buena gana, porque aquí bien se regala… Pero como la señora es tan amiga del lujo…

–¿Qué dices?—exclamó Reynoso levantando vivamente la cabeza y encarándose con el zagalón.

Este se puso pálido y balbució miserablemente:

–Es lo que tengo oído por ahí…

–¿A quién se lo has oído?—preguntó el caballero afectando calma, pero con el rostro contraído.

–¡Calla, zángano, calla! ¡Si eres más cerrado que un cerrojo! ¿No te da vergüenza, grandísimo zote?

Todos le recriminan duramente. Reynoso un poco dulcificado le dijo:

–Ni a ti ni a nadie puedo consentir que pronuncie una palabra que redunde en desprestigio de la señora. Hasta ahora no ha hecho más que vivir con arreglo a su clase; pero aunque gastase todo el lujo que puede ostentarse en Madrid, todo sería poco para lo que ella merece… Entiéndelo tú y los que te lo hayan dicho.

–¡Bien puede usted perdonarlo, mi amo—manifestó el tío Leandro—, porque este mozo no es más que una caballería salvo el alma que es de Dios y no de él…! Es que cavilo que si tarda un cuarto de hora más en nacer, nace ya con la albarda puesta… En fin, señor, que es una grandísima bestia… No hay más que verlo.

Como nadie, ni el mismo interesado, tuvieron por conveniente oponer el menor reparo a los extremos de este sensato discurso, todo él quedó aprobado por unanimidad. Nuestro caballero se serenó por completo. Despidiose afectuosamente y caminó de nuevo la vuelta de su casa sin volver la cabeza atrás. Si la hubiese vuelto habría visto con cuánta solicitud los pastores seguían inculcando en el ánimo de su compañero Felipe la idea enteramente panteística de su identidad esencial con la familia de los équidos.

II
FELICES ESPOSOS

Reynoso hizo una visita a su víctima y le mandó proveer de agua y alimento. Luego subió lentamente la gran escalinata de mármol y se introdujo en el hotel. Pasó a las habitaciones de su esposa que se hallaban en el piso principal.

–¿Quién es la que está durmiendo todavía? ¿Quién es…? ¿quién?

–¡Nadie… nadie… nadie!—respondió una voz femenina de timbre claro y armonioso.

–¿No es Elena?

–¡No, no es Elena!

Y al mismo tiempo hizo irrupción en el gabinete una hermosa joven y le echó los brazos al cuello.

Era la esposa del propietario, rubia, con ojos negros; poseía un cutis nacarado. Su talle esbelto lo ocultaba un espléndido salto de cama.

–¿Para qué necesito yo salir al campo de madrugada, si el campo viene a mi cuarto…? Hueles a mejorana… hueles a romero… hueles a malva rosa—decía colgada a su cuello como una niña mimosa.

Era una niña por la frescura de su rostro y por la viveza de sus movimientos, aunque ya tenía cumplidos veintidós años.

–Te equivocas; hoy no puedo oler más que a tomillo—respondió Reynoso sacando el puñado que traía en el bolsillo.

–¡Milagro sería!—exclamó la joven soltando a reír y apoderándose de aquella yerba y restregando con ella la cara de su marido—. ¿Para qué has atravesado la mar? ¿Para qué has estado tantos años trabajando y metiendo en la hucha dinero? Hubieras sido tan feliz aquí comiendo ensaladas de pimientos, corriendo tras las ovejitas, plantando árboles… y metiendo puñados de tomillo en los bolsillos.

–¡Bien puedes decirlo!—repuso Reynoso con franca sonrisa—. El cielo me destinaba para pobre. No me agradan los alimentos de los ricos, no me agradan los colchones de pluma, no me agradan los muebles suntuosos. Una camita blanca sin cortinas, unas sillas de rejilla, una mesa de pino, y leche y judías a pasto… ¡he aquí mi felicidad!

–Pero entonces, gran perverso—replicó la joven esposa con voz de mimo y atusándole el bigote con la punta de los dedos—, no podrías regalar a tu Elena un aderezo tan hermoso como le has regalado el día de su santo, no podrías llevarla en coche, no podrías vestirla con trajes elegantes, no podrías traerle pastelitos de casa de Lhardy, ni bombones de la Mahonesa.

–Ni sobreasada de Mallorca.

–¡Oh, Dios mío, cómo me gusta a mí la sobreasada…! Hoy mismo la como, aunque me haga daño… Tú te tienes la culpa por haberla mentado… ¡Y por fin, y por fin! ¿quién le hubiera dado a Elena un hotelito en la Castellana, con un budoir tan lindo que no hay otro en todo Madrid, con su serre, con su cuarto de baño…? Mira, vamos a hablar un poco de la casa de Madrid. Voy a desayunarme aquí mismo.

Puso el dedo en el timbre, acudió un criado y no tardaron en servirle café con leche y picatostes en un primoroso juego de plata. Se sentó delante de una mesilla volante mientras su marido se dejó caer en un diván de raso azul bordado en blanco.

Y hablaron largamente de la casa de Madrid aún no terminada. Reynoso daba pormenores del decorado, consultaba el asunto del mobiliario. Su mujer le pedía una cosa, y después otra y después otra para su saloncito, para su cuarto de baño mientras engullía lindamente.

–¡Elena, Elena! Que no vas a tener apetito a la hora de almorzar.

–Ya verás que sí. Déjame ser feliz.

–¿Eres feliz de verdad?

–Muchísimo… No puedo serlo más.—Y al decir esto extendió la mano a su esposo que la besó repetidas veces.

–¿Y tú lo eres también?—dijo levantándose de la silla y viniendo a sentarse a su lado.

–¿Yo?—exclamó Reynoso pasándole el brazo por detrás de la cintura—. ¡Yo estoy gozando de un cielo anticipado! Dios no tiene ya nada que darme cuando me muera.

–Pues yo te digo… te digo… que eres un grandísimo embustero (y le tiraba de las guías del bigote, que era al parecer su ocupación más apremiante). Porque me han dicho… me han dicho… que no te vas de buena gana a vivir a Madrid.

–Pues te han engañado.

–¿No serás tú el que me engañas…? Mira, Germán, voy a pedirte un favor y es que me hables con toda franqueza. Sé que por condescendencia, por lo bueno que eres y por lo mucho que me quieres, serías capaz de fingir que vas contento a Madrid aunque te disguste. Me parece gran locura ese disimulo. Ya sabes que me hallo bien, que soy feliz en todas partes estando a tu lado, y que si me agrada ir a Madrid, he vivido hasta ahora bien contenta en el Sotillo. En realidad, más que por mí voy a Madrid por proporcionarte a ti una sociedad más escogida. Yo estoy acostumbrada a la vida de pueblo… ¡como que no he salido de él…! Pero tú, aunque goces en el campo, has viajado mucho y no puedes menos de sentir el aburrimiento de esta soledad… Háblame, pues, francamente. ¿Vas con gusto a Madrid? Pues Elena va con gusto a Madrid. ¿Prefieres quedarte en el Sotillo? Pues Elena se queda tan ricamente en el Sotillo.

Reynoso la miró prolongadamente con ojos escrutadores.

–Está bien, hija mía; ya que quieres a todo trance que te hable con franqueza, y ya que veo que no tienes ese empeño en vivir en Madrid que yo imaginaba, te lo confesaré… No dejo el Sotillo con placer. Aquí he nacido y me he criado y aquí y en todas partes donde he vivido la soledad ha sido mi fiel compañera. Aunque tengo un carácter sociable, según dicen, la Providencia ha querido tenerme alejado de los hombres acaso porque no sea capaz de hacerles mucho bien… ¿Pero quién habla de soledad estando cerca de ti, Elena mía? ¿Qué sociedad en este mundo podrá proporcionarme goce alguno no estando tú presente? ¿Y si tú estás presente qué falta me hacen los demás? Ninguna conversación vale lo que tu silencio, ninguna música lo que tu voz, ningún rumor más suave ni más grato que el de tus menudos pies sobre la alfombra, ningún espectáculo más delicioso que el de tu cabellera rubia cuando la dejas caer sobre la espalda… ¡No busco, no quiero, no necesito más en este mundo!

Y al pronunciar estas palabras la estrechaba contra su pecho.

Estaba en verdad bien enamorado aquel caballero. ¡Feliz el hombre que, como él, no ha tenido más amor que el de su esposa!

Don Germán Reynoso era hijo de un agente de Bolsa. Cuando sólo contaba seis o siete años, su padre, por virtud de algunas operaciones desgraciadas, quedó arruinado. El matrimonio se vio necesitado a abandonar la casa lujosa de Madrid y a refugiarse en el Sotillo, finca que pertenecía a la esposa por herencia de sus padres. Donde antes solían pasar solamente algunos días de primavera, en uno de los cuales había nacido Germán, tuvieron que residir forzosamente todo el año. Con los escasos productos de ella, pues no era entonces lo que ahora es, y con un cortísimo caudal que habían salvado, vivió aquel matrimonio algunos años en la soledad bastante más feliz que lo había sido entre los negocios y los esplendores de la corte. Germán seguía sus cursos del bachillerato en el colegio del Monasterio; su padre le destinaba a los negocios, pero el chico no mostraba afición a la carrera de comercio: todo su amor y entusiasmo era por la música. Con las nociones que había adquirido en Escorial tocaba ya medianamente el piano. Tantas disposiciones mostraba, tanto le instaron los amigos y su misma esposa, que tenía sobrados motivos para odiar los negocios, que al fin consintió el viejo Reynoso en enviar a su hijo a Madrid para estudiar en el Conservatorio. Residía en casa de unos amigos y venía al Sotillo los sábados por la tarde para marchar el lunes por la mañana. Tenía ya catorce años y llevaba dos de carrera con brillantes notas cuando falleció su padre. Su pobre madre tuvo la debilidad de casarse antes de cumplir los dos años de viudez con un sujeto de carácter bondadoso, pero dominado por el vicio del juego, y después de casado también por la embriaguez. Aquello fue un desastre. Germán, desesperado, viendo a su madre desgraciada y previendo una ruina inminente, pues su padrastro estaba ya terminando con su caudal y no tardaría en comenzar con el de su esposa, decidió emigrar a América, abandonando sus esperanzas de ser un artista de fama.

En Guatemala un hermano de su padre beneficiaba algunas fincas, dedicándose principalmente al cultivo del café. Allá se fue Germán cuando no contaba aún diez y ocho años. ¡Cuántas horas transcurridas en la soledad y en el silencio! Nadie con quien hablar y reír a la edad precisamente en que más lo exige el hombre si Dios le ha dotado de un temperamento abierto y sociable. Su tío era de carácter adusto y los trabajadores tan rudos que no era posible conversar con ellos de nada placentero. La vida se deslizaba igual, monótona, soñolienta. Pero al fin se acostumbró a ella. El campo, donde permanecía casi todo el día, vigorizó su cuerpo y comunicó a su espíritu un equilibrio que le preservó para siempre del tedio. Al principio no disponía de más instrumento musical que un violín, y con él se entretenía por las noches; mas andando el tiempo logró traer hasta aquel desierto un piano, y fue feliz. Horas dulces, horas dichosas aquellas en que, después de una jornada laboriosa, regresaba a su casa y se ponía delante del piano para interpretar una sonata de Beethoven o un concierto de Chopin.

Su tío regresó a España poco después, retirándose de los negocios y dejándole en arriendo dos fincas. La suerte favoreció al joven Reynoso. Las cosechas de café, que últimamente habían sido bien limitadas, principiaron a ser abundantes, copiosísimas. En pocos años Germán logró hacerse dueño de las dos fincas comprándoselas a su tío; tomó en arrendamiento otra magnífica y al cabo se hizo también dueño de ella. Viajó por la América del Sur y por los Estados Unidos. A los treinta y cinco años Germán era un hombre rico, mucho más rico de lo que se le suponía en Escorial, aunque se le suponía bastante.

En el transcurso de este tiempo su padrastro había muerto: el niño que el matrimonio había tenido y que Germán conocía, también: sólo vivía una niña, nacida después que él se marchara a América. La finca del Sotillo estaba hipotecada y corría riesgo de pasar a manos de acreedores. Germán envió bastante dinero para rescatarla y mantuvo a su madre y a su hermana con holgura. Cuando, atendiendo a las reiteradas súplicas de aquélla, pensaba en realizar su hacienda, recibió la triste noticia de su fallecimiento. Inmediatamente se puso en camino para España, a fin de encargarse de aquella hermanita de trece años que quedaba abandonada.

Al llegar la sacó de casa de unos parientes donde provisionalmente se albergaba y la trajo de nuevo al Sotillo, tomó un aya francesa para ella, tomó criados, compró coche y caballos, hizo algunos reparos en la casa y la montó con boato. No pasaba, sin embargo, mucho tiempo en Escorial. Tan pronto hacía una excursión a París, tan pronto a Londres, tan pronto a Berlín y Roma; todas rápidas, porque no quería dejar a su hermanita sola mucho tiempo. En los días que pasaba en el Sotillo solía subir alguna que otra tarde al Escorial y allí conoció a Elena.

Elena era huérfana de un farmacéutico. Su madre, que sabía de farmacopea casi tanto como él, regentó la botica algún tiempo después de viuda con anuencia del vecindario. Pero vino una denuncia del subdelegado; se vio obligada a traer un regente con título; y como el producto de la botica no era bastante para pagar este sueldo y mantenerse, la enajenó al fin a uno de sus cuñados que tenía un hijo en Madrid estudiando la carrera de farmacia. Con el dinero que le dieron puso una tiendecilla heterogénea, bisutería, mercería, cacharrería, debajo de los arcos. Las ganancias fueron muy exiguas. Elena y su madre vivían bien estrechamente a la llegada de Reynoso al Escorial.

Cuando aquél entró por casualidad un día en la tienda fue reconocido por doña Dámasa. Se habían conocido de niños. Saludáronse afectuosamente, y el indiano comenzó a tutear a la madre y por de contado a la hija, que contaba entonces diez y siete años. Siempre que subía al Escorial daba su vueltecita por la tienda de doña Dámasa y allí se estaba charlando un rato. Estas visitas, al principio raras, se fueron haciendo más frecuentes y prolongadas. La hermosura espléndida de Elena comenzó a impresionarle. Y a medida que le impresionaba le hacía más tímido. Cuando la niña estaba sola en la tienda mostrábase embarazado, silencioso. Y, sin embargo, era evidente que buscaba las ocasiones en que estuviese sola. A ninguna mujer se le hubiera escapado esta táctica, pero mucho menos a Elena que era traviesa y picaresca y se gozaba en verle apurado. La timidez de un hombre tan maduro halagó mucho su vanidad y la riqueza que se le suponía también. Principió a coquetear con él de lo lindo. Pero cuanto más segura y aun atrevida se mostraba ella, más tímido aparecía él. Esta timidez y el sufrimiento que le acarreaba llegaron a tal punto que le retuvieron de subir al pueblo y visitarla. Sus visitas comenzaron a ser más raras y cuando las hacía se ingeniaba para quitarles el objetivo que tenían. O pasaba al Escorial para un negocio en el Ayuntamiento, o venía acompañando a un amigo para enseñarle el Monasterio, o había subido para buscar un operario… Estos pretextos, aunque bien sabía que eran falsos, irritaban, sin embargo, a Elena y la iban interesando en la aventura. Había juzgado al principio que era cosa de pocos días que aquel hombre se le declarase, y cuanto más tiempo transcurría más lejos veía esta declaración. Por otra parte, sus conocidos la embromaban y ya se hablaba en el pueblo no poco de aquellas supuestas relaciones amorosas.

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01 temmuz 2019
Hacim:
350 s. 1 illüstrasyon
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