Kitabı oku: «La mujer desnuda»
Edición en formato digital: junio de 2020
© 1950, Armonía Somers
© 2020, Trampa ediciones, S. L.
Vilamarí 81, 08015 Barcelona
© 2020, Marina Sanmartín Pla, por el prólogo
© 2020, Julia Malkova, por el collage de la cubierta
Diseño de cubierta: Edimac
Trampa ediciones apoya la protección del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-121677-7-1
Composición digital: Edimac
PRÓLOGO
La cabeza, el cuerpo y el bosque
Que nadie se sienta incapaz de leer esta novela. Al revés, que todo el mundo se atreva a acercarse a ella. Saldríamos ganando.
Siempre he odiado los prólogos y también esas pequeñas introducciones de diez o quince minutos a cargo de los críticos con las que se presenta en la televisión la emisión de determinadas películas. Considero que la buena ficción, tanto literaria como audiovisual, merece que nos adentremos en el universo que recrea completamente desarmados, como si se tratara de un sueño en el que nos reconociéramos de pronto, sin protección ni antecedentes, al habernos quedado dormidos. Ésa es la única manera de que el mensaje de la obra impacte en nosotros y nos hiera, para devolvernos después a la realidad que habitamos mínimamente transformados.
Pocas cosas hay más valientes que enfrentarnos a la mentira sin armadura.
Así que bienvenidos a este sueño, el que en La mujer desnuda, publicada por primera vez en 1950, Armonía Somers (Uruguay, 1914-1994) describe para el lector; un viaje a medio camino entre el erotismo y el terror, tanto el uno como el otro nada maniqueos, mimbres de un ejercicio que no persigue enseñar, sino descubrir, y que para ello impone una condición no negociable: la supresión de todos los filtros de percepción adquiridos.
Rebeca Linke acaba de cumplir treinta años y, para celebrarlo e interrogarse acerca de lo que el acontecimiento supone, decide pasar la noche en una finca que linda con un inmenso y oscuro bosque. Allí, nada más llegar y ante la dificultad para conciliar el sueño, mientras contempla el paisaje nocturno a través del estor que ciega a medias la ventana de su habitación, decide cortarse la cabeza y, tras colocársela de nuevo sobre los hombros, aventurarse desnuda al exterior.
Éste es el planteamiento de partida de una historia cimentada sobre tres conceptos que adquieren entre sus páginas la categoría de símbolos: la cabeza, el cuerpo y el bosque; tres estrellas brillantes que, como los mechones bien cepillados de una trenza, Somers entreteje con un notable sentido del ritmo y una interesante influencia de su tiempo —la lectura nos remitirá desde el inicio al estilo onírico de los relatos de Clarice Lispector y a El bosque de la noche (1936), de Djuna Barnes, pero también a la crudeza del cine más experimental de Buñuel, que tiene su máximo exponente en El perro andaluz (1929), y al terror que William Hope Hodgson supo ligar como nadie a las formas y colores de la naturaleza en La casa del confín de la tierra (1908).
Empecemos por la cabeza y esa decapitación casi involuntaria, más instintiva que consciente, y al fin y al cabo reversible, sin la que Rebeca no hubiera podido comenzar su periplo. ¿Qué significa? ¿No representa acaso una especie de bautismo, el rito con el que Armonía Somers le regala a su personaje —y por extensión a su mirada de autora y a la nuestra de indiscretos voyeurs— un nuevo principio limpio de connotaciones y experiencias previas?
Y es que ésa es, sin duda, una de las pretensiones más loables de La mujer desnuda, su ansia de «desaprender», de vaciar nuestro cerebro (y no hay manera más gráfica de hacerlo que la decapitación) para permitir luego, al recuperarlo, que lo previamente percibido nos impresione otra vez, desintoxicado del conocimiento anterior y el prejuicio, incluido el propio cuerpo, como le sucede a Rebeca al reencontrarse con él tras la traumática y reparada amputación: «Cuando la caricia llegó hasta los pechos tuvo la sensación de descubrirse después de una inmensidad de olvido».
Encierran las primeras páginas de la novela de Somers un interés por dejar en la puerta de la ficción, sin permiso para participar de la misma, todo atisbo de convención social, porque ésa es la única estrategia para liberar al lector de las ataduras morales, los miedos y la culpa y regalarle la historia como un campo de pruebas donde experimentar sin autocensurarse interpretaciones no previstas, en este caso sobre el sexo, el odio y las fronteras del deseo no sólo físico, sino también mental.
Es en este punto de la narración cuando el cuerpo entra en escena, la figura desnuda y libre de Rebeca Linke se adentra en el bosque y se convierte en una provocación para todo aquel que se cruza en su camino y, a diferencia de la mirada de la protagonista y de nuestra propia mirada, no ha sido bendecido con la bula de la autora para percibir la humanidad sin tamiz. Ante estos perfiles encadenados a la realidad, construida con un peso de milenios, Rebeca se rebela y adopta una actitud que interpela y provoca, que desafía: «Ven, toca, estoy desnuda. Tomé mi libertad y salí. He dejado los códigos atrás, las zarzas me arañaron por eso».
¿Por qué nos cuesta aceptar a quien, a pesar de no hacer daño a nadie, se niega a actuar según unas reglas a menudo incomprensibles, asumidas simplemente por la costumbre y la conveniencia de la imitación?
El cuerpo de Rebeca es un grito; un grito en el siglo XXI, desde el que leemos la novela, y un grito aún más fuerte en el ecuador del siglo XX, momento en el que el texto se publicó para, con o sin intención, reivindicar la identidad física de la mujer y combatir la tendencia a ocultar y condenar la belleza ante el temor de las sensaciones que suscita; un gran error.
Armonía Somers nos dice en La mujer desnuda que no hay más que un modo de alcanzar el equilibrio emocional, cierta felicidad, si es que ésta existe; y es partiendo de la incomodidad e interrogándonos acerca de las pulsiones que acentúa en nuestro interior la presencia absoluta del otro.
En este sentido, hombres y mujeres somos víctimas, y la novela va un paso más allá del feminismo para situarse en un plano de denuncia universal y proponer una liberación del pensamiento que, aunque preso durante más de mil años, tiene el poder de desprenderse de las cadenas en un segundo si, como en un conjuro, damos con las palabras adecuadas, por qué no, mágicas: «Había llegado a saber por un sistema tan simple de conocimiento como el de la nariz que un ser encadenado a la realidad por tantos años de grilletes podía soltarse en un segundo los hierros viejos».
Como el aceite en el agua, como un revulsivo, así es como el cuerpo de Rebeca, que además de tentar experimentará el frío de la amenaza a cada paso, se introduce en el bosque, que es el mundo y nuestra última estrella. Allí, donde todos los personajes son el mismo, el leñador y su mujer, los gemelos y el cura, el aficionado a las intrigas y el misterio, y el caballo…, allí es donde habitamos, inmersos en la oscuridad. El bosque es nuestro entorno, nuestra conciencia dormida, un lugar que carece de sentido si no estamos dispuestos a convertirlo en escenario de la batalla.
Porque el conocimiento es una guerra continua.
MARINA SANMARTÍN
Madrid, abril de 2020
El día en que Rebeca Linke cumplió los treinta años comenzó con lo que ella había imaginado siempre, a pesar de una secreta ilusión en contra: la nada. ¿Y si no ocurriera nada entonces, se había preguntado más de una vez, ni para bien, ni siquiera para mal, que siempre es algo?
El error, pues, parecía radicar en haberse impuesto aquella medida en el tiempo respecto a un hecho en cierto modo considerado clave, cuando lo que tendrá que suceder será siempre obra del zarpazo ciego, de la emboscada secreta desde las situaciones más simples.
Y la fecha llegó, desde luego. Pero sin marca visible de día fasto, apenas como un aburrido bostezo de verano igual a tantos. La mujer lo miró en el espejo junto a su propia imagen. Un bello día; un bello rostro. Y desprovistos ambos de lo que hace memorables a las cosas.
Todo empezó así, entonces: que ella fuese retrocediendo inconscientemente en un escenario vulgar y desapareciera de la vista. Había llegado quizá el momento preciso en que cada uno deba vivir su acontecimiento propio. Si es en un velatorio, el de estar vivos junto a quien precisamente ya no podrá repetir el ensayo. Y si se contabiliza un desgraciado año más, de esos que forman las peligrosas cifras redondas, el poder decidir qué se hará a partir de tal punto.
La finca a la que llegó en la medianoche se hallaba para la mujer algo así como suspendida en la atmósfera. No le conocía aún mayormente sus interiores. Y en cuanto a lo demás, sólo le era posible recordar lo abarcable con los ojos. Hacia delante, un campo extenso. De pronto éste se interrumpía por una oscura mole transversal que iba terminando en forma de animal marino. Sí, realmente, el bosque le parecería desde el principio un cetáceo varado. En un solo día de viento en que le fuera dado verlo, lo había conocido en la locura, una especie de rabia impotente como la de ciertas formas ancladas de rebelión humana. Se movía sin abandonar el sitio, resoplaba enviando ráfagas cargadas con su ruido. Pero no más allá del propio espectáculo de esclavo amotinado. Luego volvía a quedar inmóvil por un tiempo, apenas si con la incontenible respiración de su masa.
Por la punta derecha, la barrera vegetal no alcanzaba a tocar el río. Porque había también eso, un río sin nombre, al menos para ella, que iba siguiendo al bosque separado por una franja brillante y clara, no sabía aún formada de qué, si de hojas o arena, o quizá también de algo que tuviese el color de su propio vacío íntimo.
Pero la verdad del paisaje fabuloso que había adquirido gratuitamente al comprar por poco más de nada la casa no estaba, sin embargo, en todo aquello, sino en otro orden de cosas menos tangibles, una de las cuales sería la propia evasión que un simple ferrocarril hará posible en cualquier momento. Tal como acababa de ocurrir esa noche, precisamente, bajo las miradas llenas de asombro que la han visto descender en aquella soledad, una parada en pleno campo previa a la próxima estación, cosa de privilegio, según le habían dicho. En fin… Si aquel regalo adherido a los títulos del bien inmueble tenía una explicación, continuaba no interesándole por el momento. Cortó, sin más, el campo aclarado por una luna en cierto modo cómplice. Y fue así como entró en la casa aquella noche, completamente despojada de todo vínculo anterior y casi con la sensación de un regreso a la matriz primitiva, desde donde se podría volver alguna vez, pero ya con infinitas precauciones.
Rebeca Linke dejó deslizar al suelo el abrigo con que cubriera la desnudez en que había salido. Se tendió en la cama, comenzó a mirar el rayado blanco y negro con que la luz lunar filtrada por la estera uniformaba las cosas. Intentó varias veces salir de entre aquellos barrotes cerrando los ojos. Pero las rayas la seguían a través de los párpados hasta sumirla en una especie de sueño hipnótico. Un sueño que continuará desplazándola, quizá, sobre aquellas mismas vías en que su tren se ha detenido para que ella sola pueda descender antes de la estación que viene. Vuelve a oír cierta voz insistente que ha venido requiriéndole algo desde el comienzo del viaje: «Perdone, señora, ¿puede usted darme el billete?». La voz pastosa del hombre se queda entre las filas de los asientos como un cuerpo largo. Unos árboles a la carrera, el convoy que dispara en sentido contrario. Luego, a fuerza de tanto huir la noche, llegan las estaciones. La gente sube, baja, se roba mutuamente el sitio. «¿No lo ha encontrado todavía?» La voz del hombre va a arrojarse nuevamente. Pero no hay esperanzas. Vienen después las alambradas. Alambres, alambres tensos y ruido monótono. Quiere ella recordar el título de un libro que hay sobre la mesa de noche y tiene que balbucearlo interferido por la voz, que no sale ya del hombre, sino de los alambres. «Permítame, señora, que lo busque yo mismo. Sé que el billete debe de estar en su bolsillo, junto a alguna llave.» Las palabras eran esa vez remotas, y el hombre que las había pronunciado entre los hilos, también lejano y movedizo, como visto a través del agua y reatado por cuerdas de violines que venían vibrando desde atrás de la vida. «Oh, gracias —dijo ella con acento tierno—, nunca recuerda uno estos detalles.» Nunca recuerda. Nunca recuerda. Ruido monótono. El hombre quiso quitarse la música de encima con los dedos. La llave, el billete, los alambres. Pasan por un puente de hierro. El ruido salta sobre el abismo. Alguien que es arrojado al vacío le grita tristemente: «Señora, yo no quería impedir su viaje… Sólo que cuando uno adivina algo peligroso desea avisar, desplegar las señales de alarma…». El hombrecito ya no dirá nada más. Ella hubiera deseado volver atrás y lanzarse a buscarlo. Pero las rayas blancas y negras la llevaban quién sabría adónde, para dejarla vencida de cansancio. «Uno nunca recuerda estos detalles —fue lo último que pudo repetir—, nunca recuerda.» Sin embargo, antes de caer abatida, logró evocar algunos, por ejemplo: que dentro de su libro de cabecera había una pequeña daga que era una obra de arte, tanto como para decapitar a una mujer prisionera en aquel maldito rayado paralelo que le impedía reencontrarse en limpio.
La mano que quiere alcanzarla no puede. Derriba el vaso con agua de la mesa y queda allí como una flor congelada. Es entonces cuando la daga va a demostrar que ella sí sabe hacerlo, y se desplaza atraída por las puntas de unos dedos. Claro que hacia una mano que está adherida a un brazo, que pertenece a su vez a un cuerpo con cabeza, con cuello. Una cabeza, algo tan importante sobre eso tan vulnerable que es un cuello… El filo penetró sin esfuerzo, a pesar del brazo muerto, de la mano sin dedos. Tropezó con innumerables cosas que se llamarían quizá arterias, venas, cartílagos, huesos articulados, sangre viscosa y caliente, con todo menos con el dolor que entonces ya no existía.
La cabeza rodó pesadamente como un fruto. Rebeca Linke vio caer aquello sin alegría ni pena.
Empezó desde ese instante a acaecer el nuevo estado. Sólo una franja negra y ya definitivamente detenida. ¿Era posible que el mundo deslizante se hubiese solucionado así, de un golpe seco? La mujer sin cabeza quedó extendida sobre la alfombra oscura, pesadillescamente estrecha, de su último acto. Habría, bien pudiera ser, una dimensión en el tiempo para eso. Pero la conjetura más simple debía de ser por entonces de alcance corto. Al tocar la garganta se terminaban las preguntas.
Y bien: todos los que han perdido algún órgano saben cómo se llega a veces a sentir su restauración por breves y fascinantes segundos en que resulta imposible luchar con la evidencia del retorno. Fue así como le tocó a ella vivir el fenómeno, aún precariamente situada en la franja sin memoria. O sea que su cabeza, la inexistente, le estuviera rebrotando en forma dulce y liviana, especie de amapola en sazón de semilla. Tenía en su interior un hormigueo diminuto, pero sólo ese vestigio de gravidez. Imposible esperar ya otro signo, al menos algo que pudiera catalogarse entre los atributos concisos de la vida.
Fue, pues, al cabo de un tiempo sin medida, cuando empezaron a resurgir las más elementales voliciones. Un esfuerzo del pie, luego otro del cuerpo entero en busca de su verticalidad, y quedó dominada así la raya negra del primer tramo. Pudo, de pronto, localizar la propia cabeza yacente, tomarla entre sus manos. Al percibir la pesantez de fruto de la carga, la meció caminando con suavidad, aunque sin conservar dirección precisa ni equilibrio. Un crecimiento interior como el de la primera onda láctea la estaba poseyendo. Pero eso no era todo. De lo más sumergido y entrañable de la sensación comenzaba a empinarse una conciencia de culpa. Ella había derramado esa tristeza sobre la tierra, aquella cabeza sin pedestal a causa suya.
La mujer no alcanzaba aún a aventurarse más allá de los actos simples, pero intentó y pudo conseguir una serie primitiva de determinaciones, como tomar un pañuelo, colocarlo con su mano libre en la cabeza anudándolo por abajo. Se hacía ello más que necesario, pues la sangre estaba cayendo del corte circular de la base como una lluvia incontrolable.
Fue desde entonces cuando la estatuita bárbara cobró el aire formal de las demás cosas posibles, como algo que hubiera encontrado su verdadera esencia en las manos del crimen. Pero Rebeca Linke ya no reincidiría en el antiguo apareamiento de las dos mitades contradictorias de sí misma. Su cápsula de amapola no daba más de sí que aquel sordo rumor de sonajero vegetal, parecido al del granizo en los vidrios. Aún, pues, sin elaborar las pesadas ideas en serie, debió concluir que el tiempo de tal estado plácido no podía seguir esperando, reclamaba sólo su actualidad como el agua que se lleva en el hueco de la mano. Colocó entonces rápidamente la cabeza en un soporte, dio algunos pasos atrás buscando el efecto en la penumbra. La pieza cercenada persistía en sus mutaciones, agregándose esta vez una personalidad retadora. Mirada desde los nuevos ángulos, quizá gustase más a la mujer su última versión que la pequeña campesina de museo de cera que le había mostrado en un principio su redondez de punta de lengua. Soliviantada y arisca desde el mentón hasta las cejas, y de ahí al nacimiento del cabello sobre las sienes, la muñeca sin tronco parecía desafiarla con su insólita metamorfosis. Un raro sentimiento equívoco comenzó a dominarla. Se arrodilló, quedó a la altura de la otra. «Amanda, quiero besarte», logró decirle. Pero no pudo consumar el acto. Su boca irreal la invalidaba como en las pesadillas.
Vio de pronto con terror que la hemorragia persistía y que el rostro empalidecido mortalmente clamaba por su sangre. Se hacía, pues, impostergable volver a lo anterior, tornar a echarse el pensamiento encima, construir de nuevo el universo real con las estrellas siempre arriba y el suelo por lo bajo, según esquemas primitivos. En eficaz maniobra, la mujer decapitada tomó su antigua cabeza, se la colocó de un golpe duro como un casco de combate. El peso la mantuvo tambaleando unos instantes. Era, además, difícil y molesto volver al mundo por los ojos, especie de desván donde las cosas y sus imágenes parecían reivindicar por la fuerza de la costumbre su derecho al sitio normal, arañando sin compasión la inocencia del aire. Felizmente, sin embargo, y con más rapidez que en un injerto vegetal, las dos savias se trenzaron de nuevo.
Todo rehecho, ¿no? Rebeca Linke deslizó los pulgares por el cuello, donde el corte comenzaba a quemarle como un hilo metálico al rojo. Mas eso carecería ya de importancia frente a lo otro, su vigilia retomada bajo nuevas formas. Midió la habitación con pasos vacilantes. En realidad la anémica cabeza no parecía ser la misma de otros tiempos. ¿Pero y qué más daba? Un estado sutil de felicidad malogrando las comparaciones, eso era todo. Hasta que la mano, retardándose algo más de lo común sobre las cosas, consiguió abrir la puerta luego de un crispamiento largo sobre el pomo.
Y fue desde aquel instante en la pradera cuando comenzó la noche de la mujer, su primera noche poseída. Rebeca Linke sufrió un repentino vértigo. Quiso dominarlo aferrándose a algo. No había nada próximo. Las estrellas, amontonadas cual si se soldasen por las puntas, brillaban demasiado lejos. Pero aun en la humillación de tal estado, no alcanzó a abandonarla su asombro. Aquello, ilimitado, lleno de posibilidades para el albedrío, mucho más libre que las dudosas cosas del cielo, era la noche propia. Debía entonces incorporarse, desafiar el rigor de las zarzas próximas, detrás de las que se alcanzaba a vislumbrar una zona menos áspera. Nunca había andado descalza sino en la alfombra o en la arena. Pero decidió soportar sin protestas los espinos, al menos como a los seres estúpidos que eran, fatalizados por debajo al pie y siempre al mismo universo por arriba. Iba con las manos vacías. Mientras continuaba andando, se le ocurrió levantar las palmas, mirar las rayas a la claridad de la luna. Imposible interpretar los destinos fabulosos que le habían leído allí una vez con cierto temor un poco teatral, como atreviéndose y no a soltar la predicción entera. Extraño: veía los ojos verdes del gato sobre el hombro huesudo de la vieja, y los trastos colgados, y una rama florecida atravesando en diagonal la ventana de la casucha. Pero ni el más simple recuerdo de la profecía en sí, a pesar de su mensaje terrorífico de entonces. Volvió a mirar las líneas, en la misma actitud del chico que no sabe leer y debe conformarse con las estampas de un libro. Sin embargo, esta vez le pareció encontrar algo que jamás había sospechado llevar consigo en sus propias manos. Luego las bajó, se acarició a sí misma el flanco. A medida que caminaba, iba sintiendo el mecanismo del hueso oculto, algo tan recio y cubierto en forma tan sencilla. Eran, en suma, experiencias de inventario minúsculo, pero capaces de sustituir el viejo miedo por un desacatamiento absoluto de sus riesgos. Cuando la caricia le llegó hasta los pechos tuvo la sensación de descubrirse después de una inmensidad de olvido. Pendían ya sin la firmeza de la despuntadura. Pero mucho más dulces que los de antes, a causa de la pesantez insinuada. Los levantó entre ambas manos y siguió andando. Comenzaba entonces la pradera lisa. No tan suave ni deshabitada como parecía serlo desde lejos. La vigilaban miles de ojos ocultos, la trituraban miles de dientes. Pero esa fuerte contradicción, de donde surgía el verismo del objeto, era algo que estaba vivo bajo los pies, invadía el cuerpo llenándolo de mensajes.
Hasta que ocurrió la nueva aventura: el bosque. Rebeca Linke tuvo un minuto de pasmo. Los árboles le habían nacido de golpe, apretados, negros y con un cuchicheo que se hizo como la suma de todos los alientos sobre su rostro. Los eludió cuanto pudo. Habiendo marchado hasta ese momento en diagonal, logró encontrarse así en la ruta mezclada de arena y hojas que separaba el bosque del río. Percibió con alivio su blandura, y ya hubiese querido tenderse un instante allí, donde le era posible contemplar el cielo sin necesitarlo. Pero le pareció, de pronto, que el bosque la había identificado, que la estaba espiando. Porque se acostumbrase ella al secreteo de la masa, o porque en realidad ésta hubiera callado, lo cierto fue que la envolvió de repente en un silencio brutal, esa mudez de conspiración en muchedumbre.
«Soy tan real como ellos —murmuró para calmarse— sólo que más positiva. Puedo escabullírmeles, burlarme de sus pies enterrados…»
Nada, ni siquiera uno que se arrancase de sí en un desplante individualista. Apretó el paso en la arena. Pronto su nuevo ritmo se transformó en una alocada carrera a la grupa del bosque, que duró lo que los árboles se propusieron, parados sobre su única pierna como una procesión de lisiados. La mujer volvió a detenerse. Si era a causa suya aquel mutismo expectante, pensó, podrían saberlo todo allí mismo, aunque le faltase la inspiración para abundar en explicaciones. Historia mínima —murmuró sordamente— y hasta con estilo para lápida estrecha: «Rebeca Linke, treinta años. Dejó su vida personal atrás, sobre una rara frontera sin memoria». Nada. Nuevamente igual desolación, un desencuentro de idiomas con distinta cifra. «Quizá las cosas estén buscando los orígenes», continuó, un tanto envenenada todavía por la mala peste de su cultura. Y volvió hacia otro lado su cabeza flotante, reemprendiendo la marcha. Por obra y gracia del nuevo programa nada podría inquietarla ya, ni siquiera la serpiente del mito, vieja y a no dudar sin colmillos, aunque con las pretensiones de renovar la intriga. No quería, siendo la poseedora de su propia noche, encontrarse en historias vividas después de tanto tiempo, y menos a sabiendas del final, el desgraciado capítulo moderno. Entrevió, a pesar de su desconexión hacia atrás, una escena cualquiera, el sueño simple de un hombre común con su confiado ronquido golpeando acompasadamente sobre la almohada. Otros iguales a él reproducirían la imagen, iban llenando la noche de la tierra con sus cabezas volteadas, al filo siempre lúcido de las mujeres despiertas. ¿Cómo podría atreverse nadie, pensó, ni el dueño mismo del paraíso, con ese ser cargado de sabiduría y de destino a cuyo través se entablaran tantas causas por una culpa tan remota, para culminar después velando a hombres dormidos?
Había, entretanto, vencido un largo trecho más. Eso continuaba siendo la única ventaja de devanar un historial absurdo que quizá no le incumbiera por completo. Claro que sin anudar los cabos, que era donde acechaba el peligro. «Peligro.» Pronunció la palabra con desdén, como un pájaro balanceándose en una rama a medio quebrarse.
Iba ya a colocar el pie en un rectángulo cultivado, cuando descubrió la casa tal brotada de la tierra. Era una construcción baja, frágil, con su luna por encima como las que ilustran los cuentos. La puerta semifranca daba a la casucha de troncos un aire de invitación, a pesar de la tosquedad con que había sido resuelta. La mujer trató de penetrar colocándose de perfil, a bien de no denunciarse con ningún chirrido de goznes, y quedó sin más en el centro de un rectángulo donde parecían tener preso al sosiego. Por unos momentos le fue imposible continuar avanzando. Apenas si alcanzaba a vislumbrar las manchas claras de las ventanas laterales. Pero oía latir indistintamente dos vidas, cada cual en su propio juego respiratorio. Una, intensa, profunda, con el resuello del bosque. La otra, débil y entrecortada, tenía de tanto en tanto ciertos lapsos de inexistencia vecinos con la muerte. Luego un gemido de trance agónico. Y de nuevo el soplo precario agarrándose del aire, como si lo escalara con las últimas uñas. Esa especie de contrapunto de dos sangres la guio hacia el centro. Al fin, adaptándose a la penumbra, pudo divisar a los durmientes. Se hallaban como fuera del mundo, con ese cansancio sagrado de los animales de labor que tienen por única tregua el derrumbe del sueño.
Aquellos brutos dormidos eran, en realidad, la expresión plástica de la indiferencia, quizá la misma que había quedado tras el bosque, los ferrocarriles, las calles con plazas y con tiendas que ella había dejado en la ciudad y que a puro olfato estaría segura de reconocer en cualquier parte. Esta vez, sin embargo, trató de tomar la iniciativa, tenderse del lado más vital y esperar las reacciones.
El hombre no se inmutó mayormente. Hizo un pequeño giro para integrar aquel triángulo, con un lado cayendo del otro mundo, que se le había cerrado sin buscarlo. Y continuó en el trabajo de sus pulmones, a cuyo ritmo había que adaptarse. Cada vez que él aspiraba, vaciando casi el aire de la cabaña con su soplo al revés, íbase ella también en el torbellino, le entraba en su caudal andando allí semiahogada como un insecto en las tuberías. Hasta que la vomitasen estentóreamente, para volver otra vez a lo mismo. Todo aquello, tomado con la inercia de un objeto liviano que se revuelca en la marea, constituía un juego formidable en el que la mujer hubiese podido estarse la noche entera, la vida. Pero que empezó a fracasar por su causa. Había dado en tocar el pecho desnudo del hombre. Tenía él allí un vello peculiar, implantado de través, duro y corto como cerda.
—¿Qué es, quién anda? —logró decir el durmiente con la lengua como llena de hormigas.
—Yo, Eva —respondió la mujer secretamente, con la misma voz extraña para sí misma que había lanzado antes a los árboles.
El hombre quiso abrir los ojos. Pero los párpados se le cayeron a plomo.
—Antonia…, podrías dejarme tranquilo, ¿no?… —musitó con las palabras siempre enredadas en algo que se le oponía desde adentro.
—Horror, ¿de quién es ese nombre?
—El tuyo, maldita. Vamos…, dejarás ya… Te lo he dicho…
—No, yo no tengo ese distintivo pavoroso. Las hembras no deben llevar nombres que volviéndoles una letra sean de varón. Los verdaderamente femeninos son aquellos sin reverso, como todos los míos —dijo la extraña manteniendo el cálido secreteo sobre su oreja.
—¿Cuáles, que yo sepa? —preguntó él entonces, más adaptado ya a aquel diálogo en que la plenitud de su cerebro no estaba presente.
—Eva, Judith, Semíramis, Magdala. Y un hombre que soñó con mi pie, que le excedía en siglos, me llamó Gradiva, la que anda.
—Eva, Gradiva —repitió él agotando su escasa posibilidad de recordar solamente la primera y la última palabra de la serie—. ¿Qué rayos podrías querer? A largarlo de una buena vez o te derribo de esta cama —agregó, empezando a ubicarse en su grosera contextura.
—No lo sé exactamente —respondió ella—. Ven, toca, estoy desnuda. Tomé mi libertad y salí. He dejado los códigos atrás, las zarzas me arañaron por eso. El bosque me lanzó el aliento a la cara, la serpiente quiso volver a intentar la sucia historia de la fruta. Eran las mismas cosas de antes, de cuando yo les pertenecía. Pero ahora tú estás solo conmigo, a pesar de ella respirando en esa forma tan extraña ahí cerca, tal una cosa que es tuya y no te concierne, así como fuesen tantas de las mías. Y yo quisiera saber cómo soy, cómo seríamos en ti las mujeres intactas que me habitan. Qué simple y qué difícil al mismo tiempo lo que te estoy proponiendo, ya lo sé, pobre querido mío. Pero no necesitarías entenderlo. Debe ser todo más dulce de ese modo, sin completar su sentido…
La voz de la mujer salía cálida y blanda como ceniza recién formada. Él la estaba sintiendo materialmente sobre su oreja al tiempo de percibirla oído adentro. Y de esa doble sensación brotaba lo otro, aquello tan fabulosamente extraño que le metían en el cuerpo.
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