Kitabı oku: «El niño de guerra»
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ISBN: 978-84-1386-966-7
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Vida. ¿Qué es una vida? ¿Se preguntaron alguna vez qué es una vida y pelear por ella hasta el final? La importancia de una vida en general para mí no tenía un significado preciso en mi infancia. Lo que sí me importaba, en general, era jugar con mis amigos, estudiar, salir por las tardes hasta llegar a la noche a casa para poder ver un ratito la tele y cenar para, más tarde, ponerme el pijama y dar esos dos besos a esos papás que amas tanto, que te educan, te dan consejos: qué es lo malo, qué es lo correcto y que velan por ti. Yo no me puedo quejar de mi infancia y estoy muy orgulloso de mi madre y de mi padre, que en paz descanse. Tengo 46 años y vivo en España felizmente casado con dos hijos que amo con locura y que cada día me estoy esforzando por guiarles por el buen camino, como mi padre que me educó y guió hasta el día de su muerte. Antes de hablar de mi vida como refugiado político en España, voy a retroceder a mi vida antes de estallar la guerra de mi pueblo, llamado Sanski Most cuando aún tenía 17 años.
Sanski Most, mi ciudad natal.
Me llamo Arnes Alagic Burnic y como aquí, en España, tenemos que poner el apellido de mamá, cosa que no me disgusta para nada y que de ahí viene mi segundo apellido, Burnic. Mi ciudad natal llamada Sanski Most y está ubicada en la parte noroeste de Bosnia y Herzegovina en la región llamada Krajina. Perdonadme mucho, pero no soy un artista ni un escritor nato, escribo de corazón lo que siento en mi interior de tal manera, tan natural, y quizás el libro no me salga tan bien como quisiera, pero para eso está usted, para que la evalúe y espero que le guste. Bueno, sigo, mi padre, Demal Alagic, un hombre campechano, alto, fuerte, rubio con ojos verdes y siempre positivo en la vida, de gran corazón, honesto y, sobre todo, humilde y lleno de sabiduría, nació entre seis hermanos. Por las circunstancias de la vida, tuvo que trabajar desde muy temprana edad para poder dar de comer a sus hermanos y a mi abuela. El abuelo, Smajo Alagic, estaba trabajando en Alemania. Emigró en los años sesenta para trabajar de maquinista de una locomotora que sacaba carbón de una mina en Frankfurt. Se fue para mejorar la vida de sus hijos, pero desafortunadamente al llegar a Alemania cayó en la bebida y así apenas mandaba dinero a casa. En una ocasión, ofrecieron a mi padre el trabajo en Alemania. Yo tenía unos 3 o 4 años, me lo contó mi madre. Él rechazó la oferta por mi abuela. Me contaron que mi abuela se puso a llorar y le dijo: «Si tú te vas, ¿quién se hará cargo del resto de tus hermanos? Eres único con el trabajo, ¡hijo mío, por favor, no te marches!».
Mi padre entonces rechazó la oferta de trabajo. Y nuestras vidas continuaban en Sanski Most. Ese fue mi primer destino, que no se cumplió al marcharme con tan solo 3 o 4 años. Bien. Mi madre, un orgullo para mi familia, un pilar muy importante en mi familia, se llama Enisa (Burnic) Alagic. Guapa, morena, una mujer llena de vida y también positivista y llena de palabras sabias, gracias a ella tuve una infancia muy, pero muy buena, aunque la pobreza nos podía, pero ella siempre con la cabeza muy alta. Ella era mi motivación diaria para ser positivo, igual que en esta vida de hoy en día. Aunque por dentro sí le preocupaba algún que otro problema, pero nunca lo sacaba para que nosotros no lo notáramos. La verdad, lo disimulaba muy bien. Nació en familia numerosa entre sus seis hermanos, la educaron mis abuelos muy bien y cada uno de sus hijos, con respeto para saber escuchar y, sobre todo, llevarse bien entre hermanos.
Mi hermano Haris Mi padre Djemal Mi madre Enisa
¡Mi hermano! Mi hermano, madre mía, se me llena la boca al decirlo. Llamado Haris Alagic Burnic, mi hermano pequeño, aunque nos llevamos dieciocho meses de diferencia, pero en altura menos (el 1,84 m y yo 1,95 m). Un muchacho muy alegre, guapo, rubio, con ojos claros, lleno de vida. Él tiene gran importancia en este libro. Muy buen estudiante, inteligente, ordenado, muy disciplinado, como realmente nos educaban en los colegios de primaria de Social Federativa República Yugoslavia (SFRJ). Respetar al mayor, saber escuchar y, sobre todo, no decir nada malo en las calles de la ciudad sobre el gobierno, si no, esa misma noche acababas en el calabozo, por no respetar la dictadura de mariscal Tito. Pero vamos, hemos tenido una dictadura muy buena a razón de la economía de Yugoslavia, teníamos la sanidad gratis, estudios gratuitos, tanto primarios como universitarios. Era uno de los países del régimen comunista independiente (no pertenecía ni a la OTAN ni al bloque ruso, llamado Pacto de Varsovia o NATO) con mayor prosperidad en Europa, aunque era una dictadura, pero podías vivir. Me acuerdo cuando mariscal Tito murió, ese día jamás se me olvidará porque ese día las sirenas de las factorías, cuarteles militares, estación de bomberos no paraban de sonar y la gente con lágrimas y llanto, como si hubiera muerto alguien muy cercano. Fue uno de los libertadores de Yugoslavia, en la Segunda Guerra Mundial, peleando con sus partisanos contra Adolf Hitler. Y a raíz de ahí, su propio pueblo le proclamó presidente de Yugoslavia, hasta el día de su muerte, en 1980. Me acuerdo. En mi infancia, cada 25 de mayo se celebraba el Día de la Juventud . Es su supuesto segundo cumpleaños. El 25 de mayo de 1944 escapó de un masivo ataque que organizó Hitler contra él, en ciudad de Drvar. Para ese día festivo, participaban miles de niños, gente joven en el campo de fútbol municipal, potenciando todo tipo de deportes y, sobre todo, el fútbol y el baloncesto, que aún hoy en día perduran en las escuelas y la vieja enseñanza balcánica. Yo fui formado en un club de mi pueblo, en el baloncesto KK. SANA y en kárate estilo shotokan. Enterrado mariscal Tito, y al pasar una década, la situación en Yugoslavia estaba en tensión, hasta que, en 1991, Eslovenia se independiza en 10 días. Y el comienzo de mi historia se inicia aquí.
Domingo, 19 de abril de 1992. Era día soleado, primaveral, aún respirando aire fresco, que venía desde lo alto de las montañas y, a su vez, los arroyos llenos de agua por el deshielo para que, después, acaben su trayectoria en el río Sana, que surca desde lejos y parte la ciudad en dos. Apenas ya se ve la nieve y las flores comienzan a brotar. Los campos de mi pueblo reciben por esas fechas un color muy especial. Los pájaros ya comienzan a hacer sus primeros vuelos, y sus pequeños, aprendiendo de sus padres las primeras clases de vuelo. Pero había algo en ese ambiente que inquietaba a mis vecinos. Una cosa que se llama «la guerra». La república vecina, Croacia. llevaba ya casi sufriendo un año de lucha contra los paramilitares serbios. Y el temor de mi pueblo y la gran pregunta era: ¿llegará aquí? Sarajevo capital estaba atacada y rodeada por los francotiradores y tropas serbio-bosnias. Llevan luchando desde primeros del mes de abril. Y el 28 de mayo, un pueblo cercano a Sanski Most, llamado Trnova, fue atacado por las tropas serbias. En casa estábamos los cuatro. La verdad, mi hermano y yo ya no podíamos salir de casa por seguridad y tampoco podíamos ir a donde quisiéramos. Papá nos mandaba a la tienda del barrio, a por algún alimento y a la panadería, pero no podíamos entretenernos mucho con nuestros amigos y vecinos, que aún andaban por la calle. El pueblo estaba asustado. Papá llevaba ya varios días sin trabajar por orden del director de la fábrica, por si acaso pasaba lo que nadie quería. Nosotros tampoco podíamos ir a la escuela. Nos dijeron mediante una carta, que enviaron a cada alumno, que las instituciones educativas, colegios, institutos y universidades se cerraban hasta el nuevo aviso. También, el último día, por la megafonía del instituto dijeron que se cerraba hasta próximo aviso. Como lo típico de los niños, nos daba una alegría. Más bien porque se aproximaban los exámenes, pero a su vez, tristes, porque sabíamos, aunque fuera mentira, que se acercaba algo muy gordo y serio. Salí de la casa esa mañana con mi hermano, que me acompañó hasta la tienda para no ir solo y, de paso, por sentirme tranquilo yéndome con él. Pasamos a la tienda, allí estaba el dependiente, dueño y vecino Huse. Un señor mayor, calvo, regordete, con su chaleco blanco, muy simpático y amable. Lo quería todo el barrio. Contaba unos chistes muy buenos, pero esta vez nuestro vecino no estaba tan chistoso ni sonriente. Pegado al televisor viendo las imágenes de bombardeo de Sarajevo, se dio la vuelta y nos dijo:
—Mirad, niños, lo que están haciendo de nuestro país es vergonzoso, estamos en el siglo XX y que haya una guerra en Europa. En un país próspero y rico en todo. —Nos miró con una cara triste y con la barbilla temblando. Se puso a llorar. Mi hermano le preguntó:
—¿Señor Huse, se encuentra bien? ¿Qué le pasa?
Se limpió rápidamente las lágrimas de la cara con su manga. Apartó el libro del mostrador con las deudas de los clientes. El hombre fiaba a todo el barrio porque también sabía la situación de cada casa.
—Perdonadme, mis niños. ¿Decidme, qué deseáis? —dijo con una voz baja. Para animarnos y quitar la tristeza, nos dijo—: ¡Eh! Que no sea tabaco y alcohol.
Compramos salchichas de vacuno, una docena de huevos, una caja de leche y un par de chuches y caramelos. Al salir, nos despedimos de Huse con un «buenos días y hasta la próxima». Mi hermano y yo nos quedamos mirando el uno al otro, sin decir ni una palabra. Pero al ver a mi hermano, su cara no era normal sino más bien de preocupación. No le quise decir nada, intenté disimular un poco y desviar lo ocurrido con otro tema. Pasamos por la panadería para comprar el pan de cada día y también unos panes redondos, típicos de Bosnia para que nos haga mamá Cevapi (chevapi). Es uno de los manjares de la cocina típica balcánica. Carne picada de vacuno y cordero, hechos en cuadradillos o en redondo de unos tres o cuatro centímetros de largos. Hecho a la plancha con sus especies. Una vez hecho, acaba en el interior del panecillo pequeño redondo tipo torta.
Las calles, al ser el domingo, estaban llenas de gente comprando a lo loco, en grandes cantidades. Sabíamos lo que se nos venía encima. De vuelta a casa, casi llegando, pasaba el convoy de tropas serbio-bosnias con sus camiones y tanques hacia el monte, cerca de nuestro barrio. Asustados los dos, nos pusimos a correr hacia la casa para avisar a papá y a mamá de lo que acabábamos de ver. Abrimos la puerta de la casa con un sofoco que apenas pudimos hablar.
—¡Papá, papa! —dijo mi hermano.
Nuestro padre salió del trastero, que tenía lleno de latas de comida por si acaso estallaba la guerra. Mamá salió de la cocina al oír la voz de mi hermano y con cara de susto.
—¡Qué os pasa! Decidme. Parece que os persigue el diablo —dijo mi padre.
—Papá, hemos visto las tropas serbias y los tanques enormes.
Al decir eso, a mi padre se le cambió la cara. En realidad, nadie quería asumir la verdad de lo que estaba ocurriendo. Todo el mundo veía en las noticias lo que ocurría en Sarajevo. Pero aquí no, aquí no llegaría. Intentaban huir de la realidad. Parecía que todo el pueblo vivía en una nube. Y qué vas a decir: «¡Señores, se acerca una guerra!». Les daba miedo oír esa frase. Después de dejar la compra, mi hermano y yo nos pusimos a desayunar. Como hacía sol, salimos a la pradera con los niños del barrio a jugar al fútbol. Allí podíamos estar y jugar horas y horas hasta que te llegase la voz de la madre hasta tus oídos.
—¡Arny, Hary! Chicos, ¿vosotros tenéis casa? —La frase favorita de mi madre.
Nos despedíamos de nuestros amigos y quedábamos por la tarde para jugar otro partido. Como no había instituto, pues como si estuviéramos de vacaciones. Comiendo, mi padre tenía la cara seria. Nos volvió a preguntar.
—¿Estáis seguros de lo que habéis visto?
Le contesté:
—Papá, sí, estamos muy seguros, además pregunta a nuestro vecino Fajko. Estaba en la valla de su casa cuando pasaron.
Terminamos de comer. Ayudamos a mamá a recoger la mesa. Nuestro padre se puso en su sillón a ver las noticias. Nosotros dos nos salimos a la calle en busca de nuestros amigos, vecinos de nuestra pandilla, para ver si iba a haber partido o no esa tarde. El sol apenas se veía tras unas nubes que llegaron desde las montañas y la tarde se puso fea. Vimos a nuestro primo Hairo. Le preguntamos si se apuntaba a un partido de fútbol en la pradera que estaba cerquita de casa. Nos contestó que sí, claro. Era un amante del fútbol y tenía mucho talento con el balón. Era poca cosa, muy delgado, moreno, muy veloz y luchador, en cada partido que juega parece como si fuera el último. Todos los niños querían jugar con él en sus equipos, así las opciones de ganar aumentaban... Su padre era jugador profesional y de ahí venía su talento. Entre ir de una casa a otra, llamando a las puertas, juntamos un buen grupo de niños para disputar el partido en nuestra pradera favorita. Me acuerdo que eran las tres de la tarde cuando comenzamos a jugar. Pasó media hora e íbamos ganando 1-0. El equipo contrario tampoco estaba mal, mordían el balón, jugaban muy bien, pero nosotros les superábamos técnicamente. Llegamos al descanso, nos pusimos a beber agua y comentar los errores que cometimos en el partido. Comenzamos a jugar la segunda parte. Pasaron unos minutos de juego, desde los montes lanzaron el primer misil a mi barrio. En ese instante, nos quedamos quietos e inmóviles. Nos miramos entre nosotros, miré a mi hermano Haris. Teníamos unas caras que era difícil describir. Como si no estuviera pasando lo que acababa de ocurrir. En ese instante, nuestro reloj del partido se paró. El partido, hasta hoy, está inacabado, pero sí empezó en ese instante un partido de lucha por la vida.
Después de estallar el proyectil del cañón que fue lanzado desde los montes, provocó un ruido tan tremendo que empezó el caos por las calles. Nosotros salimos corriendo hacia la casa. Parecía que no llegabas nunca, mientras las bombas caían sobre nuestro barrio y a la ciudad. Nuestro padre salió en busca de nosotros. Nos vio y nosotros a él. Nos levantó la mano y gritó:
—¡Corred, hijos, ¡corred rápido!
Mis padres ya estaban en la casa de los vecinos y no estaban solo mis padres, allí había una decena de hombres y mujeres escondidos. Al pasar, nos pusieron en un rincón. Abrieron las ventanas y bajaron las persianas para que los cristales no se rompieran con la detonación y mataran a alguien. Nuestra casa era de planta baja, era más fácil y probable que no te salvaras. Sin embargo, la de nuestro vecino Edin era una casa de dos plantas. Es más difícil que el proyectil rompa las dos plantas de hormigón con un grosor bastante considerable. Bombardeaban y bombardeaban. No pararon en toda la tarde y noche. Solo había paradas cada media hora de cinco minutos para enfriar los cañones. En esos instantes, se escuchaban los llantos de mujeres y niños. Me acuerdo. Estaba abrazado por mi hermano. Lo sentí tan cerca como nunca. Tan cerca que pude sentir los latidos de su corazón tan acelerados que parecía que se le iba a salir. Había una mujer cerca de nosotros, no sé quién era. Estábamos totalmente a oscuras. Lloraba y lloraba y solo decía: «¡Dios mío, vamos a morir, vamos a morir!». En el otro rincón, no muy lejos de nosotros, se oía a una niña pequeña hablar. Y por la voz no tendría más de 5 años. Hablaba con su madre. Preguntaba: «Mamá, mamá, ¿qué es ese ruido?». Su madre le contestaba: «Hija mía, son truenos, está tronando, cariño. Pronto lloverá, cariño mío». Cerca de mí, estaba mi madre casi pegada a nosotros dos. Nos daba la espalda para poder protegernos con mayor envergadura con su cuerpo. Mi hermano se calmó, lo sentía más tranquilo. Papa me cogió la mano derecha. Tenía la mano sudada. Los nervios, el miedo, preocupación o quizás se preguntaba qué sería de mí y mi hermano o de los cuatro. Preocupado por el futuro de sus hijos más bien.
El ataque de los serbios a nuestra ciudad de Sanski Most
Mis abuelos, estaban, supongo, con mi primo Hajro. Se escuchaba a la abuela diciendo:
—Pasé la Segunda Guerra Mundial y era una niña. El ruido de estas bombas es más fuerte y potente que las de la guerra que viví. Nunca se me olvidará el ataque de los nazis a nuestro pueblo en 1943. Mi vecino Edin, en ese momento, encontró una vela y la encendió para poder ver si estábamos todos bien. Entonces, en ese momento, nos vimos las caras entre nosotros. Reales y verdaderas, de miedo y temor. Edin preguntó si estábamos todos bien. Le contestamos grupo por grupo que sí. Después de revisar que estábamos todos bien, apagó la vela. Volvimos a estar a oscuras por nuestra seguridad. Que no fuéramos el blanco fácil. Las farolas de las calles tras la persiana se veían y que ya no lucían. Del bombardeo, el suministro eléctrico, estaba cortado, el agua también, dieron a la tubería general. Pensé: «por lo menos tenemos un pequeño río cerca de casa y nos podemos abastecer, aunque también es un riesgo beber esa agua por si quizás estuviera envenenada».
Al alba ya parece que el ritmo del bombardeo disminuyó. Nadie cerró el ojo en toda la noche. Cada 3 minutos caía un proyectil del cañón desde los montes hasta que llegaron las 9 de la mañana y ya no se oía nada. Un silencio total, no se escuchaba nada, ni los pájaros. Se veía la persiana destrozada de la única ventana que teníamos. Con metrallas clavadas en ella. Los cristales de la ventana no pudieron aguantar mucho las ondas expansivas. Los oídos todavía estaban taponados del bombardeo. Tras la persiana, se veía un montón de humo. La casa de nuestro vecino Huse estaba ardiendo. Se oían las voces de la gente en la calle. Nosotros comenzamos a levantarnos, muy cansados de no dormir en toda la noche. Papá se nos dirigió diciendo:
—No os mováis de aquí, quedaos con vuestra madre, que yo me voy a ver cómo ha quedado la casa. Salió corriendo con mucho cuidado de los francotiradores, se agachaba y escondía entre las paredes de las casas y los árboles de los frutales que sembró mi abuelo hace años.
Mi calle en ruinas después de ataque y emblemático bar restaurante de mi barrio bombardeado
Mientras tanto, los vecinos, que estaban en la habitación, sacaban cada uno su opinión de este desastre que se ha venido encima nuestra. Mi padre no tardó mucho en llegar. Trajo un transistor con pilas, latas de comida, café, leche y agua. Se lo dio a nuestro vecino Edin, el dueño de la casa, le dijo:
—Vamos, Edin, toma estas latas, repártelas que la gente tendrá hambre, haz el café y escuchemos la radio local, a ver si hay alguna noticia.
En ese momento, mi padre encendió el transistor, pero nada de nada, no había ningún tipo de señal en el dial local de la ciudad. Comenzó a buscar emisoras de largo alcance. Finalmente, encontró una emisora de República serbia, repitiendo un mensaje una y otra vez, el cual decía: «Ciudadanos de Sanski Most de los barrios Mahala, Muhici, calle Banjalucka, zona de Alagic Polje. Coloquen una bandera blanca, sábana blanca en la fachada o ventana de vuestras casas y salgan de ellas. No les va a pasar nada ni serán maltratados. Aquel que posea tanto armas de caza, como armas de asalto deberá entregarlas a la infantería de la República serbia que patrullará por dichas zonas. No tengan miedo, no les va a pasar nada y gracias por su colaboración». Tuvimos que obedecer, si no lo hacías, ya sabías lo que te esperaba, una muerte segura.
Mis padres tomaron el café con todos los que estaban en la casa del vecino Edin. Después nos fuimos a nuestras casas para hacer lo que dijeron por la radio. La casa estaba llena de metrallas clavadas en la fachada. En el pasillo de la casa había un humo tan negro que no veías nada. Tuvimos que taparnos la boca con los trapos de tanto humo. Llegamos al interior de la casa. Paredes intactas, las persianas y los cristales de las ventanas desaparecieron. No quedó ni un vidrio vivo. Mi padre colocó una sábana blanca en una de las ventanas del salón. Nos miró y dijo:
—No os asustéis, somos civiles, no soldados, no hay nada que temer, es más, armas no tenemos.
Se acercaba el mediodía y estábamos preparándonos las maletas de ropa y la incógnita era, ¿a dónde? Llegaron las tropas serbias. Iban por la calle con un megáfono, decían que nos rindiéramos y entregásemos todo el armamento que, en realidad, no existía. Se pararon cinco soldados en frente de nuestra casa. Daban mucho miedo. Dos de ellos tenían unas barbas de no afeitarse en meses, con unas miradas asesinas. Hablaban entre ellos:
—Mirad, tenemos carne fresca para el frente.
—Mira, mira qué juventud.
Otros dos que tenían cuchillos cruzados muy grandes en sus barrigas, armados hasta los dientes, fueron detrás de la casa a mirar por si había alguien más escondido. Al volver, uno de ellos preguntó:
—¿Cuántos sois en esta casa?
Mi padre contestó:
—Somos cuatro.
—¿Seguro? —le preguntó el soldado—. ¿No hay nadie más dentro? —siguió preguntando el soldado.
—No, seguro, aquí está todo lo que tengo, mi señora y mis dos hijos —contestó mi padre.
—¡Andando, vamos! —dijo el soldado barbudo con desprecio y escupiendo a mi padre.
Nos llevaron a un pabellón de un colegio llamado Narodni Front. Lo conocía de jugar al baloncesto en la pista del colegio, de las olimpiadas de verano, que competíamos entre los colegios. Allí no estábamos solos, venía gente de todas partes, algunos con maletas, otros sin nada, lo que llevaba puesto, otros en pijama, así, de tal manera como te encontrabas vestido en el bombardeo. Era un sitio donde no había camas, la gente se tumbaba en el suelo de parquet. Miradas de tristeza. Se oían los llantos. Algunos daban vueltas por el pabellón, gritaban nombres en busca de sus seres queridos. Mi familia y yo buscábamos un rincón donde acomodarnos, pero era difícil encontrar un sitio amplio. Mi madre abrió una de las maletas en busca de alguna de las mantas para ponerla en el suelo y acomodarnos a mi hermano y a mí.
—Sentaos aquí, hijos míos, no os mováis de aquí, ni deis vueltas por el pabellón, que esto es muy peligroso y vosotros, que sois altos, llamáis la atención —dijo mi madre.
Con la edad que teníamos no aparentábamos físicamente, esa era la razón de no movernos mucho. Mientras tanto, mi padre hablaba con un señor y su familia, que estaban a nuestro lado. Por la forma de hablar parecía que lo conocía. Mi hermano estaba ayudando a mamá a preparar algo de comer. Sacó un poco de pan, queso, embutido y agua. No teníamos mucha comida, porque no nos dio tiempo de coger y tampoco de cargar tanto en brazos. Al rato, se juntó papá con nosotros a comer. Se sentó a mi lado, comentaba que el señor con el que hablaba era el camionero de la factoría donde trabajaba mi padre. El señor vivía a unos 12 km de nuestra ciudad. Le comentaba que los serbios hace tres días les quemaron todo el pueblo y todo lo que veían lo mataban y violaban a las mujeres. Él tuvo suerte, que se adelantó con la huida. Vio cómo se quemaban las primeras casas del pueblo. Por suerte, le dio tiempo de coger el coche. Se refugió en casa de su hermano, que vive en mi ciudad. Pero la suerte esta vez nos abandonó a todos, no solo a él.
La misma noche que bombardearon mi barrio, Muhici, también bombardearon Mahala, donde vive su hermano. Mi padre se quedó mirándonos con un rostro que nunca lo vi así de triste y preocupado, fundido de tal manera que no sabía qué decir. Nos abrazó y dijo:
—No os preocupéis, saldremos de esta, debemos de estar unidos y, si acaso me llevan a algún lado, vosotros, niños, debéis obedecer a vuestra madre y no la hagáis de enfadar; vosotros dos respetaos uno al otro y no discutáis.
Después, miró a mamá y dijo:
—Cariño, si me pasara algo o me muero y no esté entre vosotros, educa a nuestros hijos de la mejor manera posible y que esta guerra les sirva de lo que un ser humano es capaz de hacer con cuatro políticos que no se ponen de acuerdo con tal fin que quien sufre al final es el pueblo y gente civil.
Mi madre, con una lágrima en el rostro, le contestó:
—Venga, Demal, no digas esas cosas, verás como seguiremos juntos y aquí no muere nadie. ¿Me has oído? —Mamá le abrazó, le dio dos besos.
En ese momento, vi en ellos un gran amor, cariño y respeto. Un abrazo y beso tan tierno, qué orgulloso estoy de ellos. Terminamos de cenar, limpiamos las migas del pan que cayeron a la manta. Guardamos la comida en una de las maletas que estaban en el borde de la manta. El pabellón estaba lleno. Estábamos colocados en filas, dejando un pequeño pasillo para poder ir al baño. Vimos a mis abuelos y mi primo Hajro entrar al pabellón y se lo dije a papá.
—¡Mira, los abuelos y primo!
Mi padre se levantó y les alzó la mano. El abuelo le vio. Caminaron hacia nosotros. Mi abuela me abrazó y se puso a llorar, el abuelo tampoco pudo retener las lágrimas, abrazó a mi padre y después a mi madre. Vi a mi hermano, él también estaba con lágrimas en la cara. Me acerqué a él con un nudo en la garganta y le dije:
—No llores, mi querido hermano, todo esto ya pasará pronto.
Mi abuelo comenzó a hablar con mi padre, que en la casa de nuestro vecino Hilmija no sobrevivió nadie, los hermanos Nalic, Himzo con su familia, Tanja y su marido, tita Fika, Adem Vojnikovic y más personas que mi abuelo no conocía. También comentó que la madre de Adem Vojnikovic sobrevivió. Por lo visto, al disparar en ráfaga el soldado serbio, su hijo cayó por delante de su madre antes de que llegara la bala a impactar a su madre y así se salvó.
Intentamos dormir mi hermano y yo, pero era imposible. Te dormías un rato y, de repente, algún llanto te despertaba. Finalmente me dormí, no sé cómo, pero me dormí. Después de toda una noche y día sin dormir, el cuerpo cayó solo. Aunque el suelo era duro y solo teníamos una manta debajo de nuestros cuerpos. A la mañana siguiente, me despertó mi madre con una suave voz.
—Cariño, cariño, vamos, levántate, que ya es de día —decía ella. Abrí los ojos, vi a mi madre encima de mí con una sonrisa que parecía que me despertaba un ángel—. Buenos días, cariño, venga, ve a asearte y a desayunar —dijo.
20 de abril 1992, me levanté, miré alrededor a la pobre gente triste, cada una con sus penas. Aún no me creía lo que estaba ocurriendo, aún pensaba que todo esto era un sueño y que pronto me despertaría. Cogí mi toalla y el neceser para ir al baño a asearme. Estaba en la mitad de camino. Una mano me cogió por detrás. Me di la vuelta. Era mi compañero de instituto llamado Sanel, un chico rubio, delgado, poca cosa, simpático y siempre con la sonrisa. Aunque esta vez, por mala fortuna, no la tenía.
—Arnes, ¿cómo estás? Tu hermano, tus padres, estáis vivos, gracias a Allah. ¿Estáis bien? Qué alegría, de verdad, que te veo.
Le abracé y le dije que estamos todos con la cabeza sobre los hombros. Igual pregunté por los suyos. Me contestó:
—Gracias a Allah no nos pasó nada, aunque algunos vecinos del barrio no han tenido suerte.
Me comentó que había muchos saqueos en las casas.
—Sanel, me alegro mucho de verte, voy al baño y luego nos vemos. Cuídate —le dije.
En el baño no podías estar, apestaba, y no me extraña, más de 200 personas en el pabellón, sin servicio de limpieza ni nada de nada. Me aseé como pude y salí rápido de él para que el resto de la gente se lavase y, aparte, no aguantaba más el olor que había. Cuando llegué al sitio donde estaba mi familia, todos estaban sentados y charlaban sobre la situación. «¿Y ahora qué? ¿Dónde nos llevarán? Nadie dice nada, los soldados en las puertas del pabellón, fumando y controlando la puerta bajo la vigilancia para que no salga nadie». En esos momentos, se te para el mundo, te pones a pensar y reflexionar, con una pregunta tras otra. «¿Quién provocó todo esto? ¿Acaso todos los que estamos aquí en este sitio queremos y deseamos esto? Penar, sufrir, encima te detienen como si fuera esto una cárcel, sin armas en las manos, deseando la paz y no la guerra. Señores serbios, somos unos civiles, bosnios de toda la vida de Dios que tenemos diferentes ideologías y apellidos que vosotros.
Queremos dialogar en paz y no al diálogo a base de bombardeos, saqueos, violaciones y matanzas. Tengo 17 años con ganas de vivir mi adolescencia, que me estáis quitando, no tenéis derecho a quitármela. Yo no quiero esto, ni nadie de este pabellón. Señores serbios, no somos animales, somos personas civiles. En el colegio y en el instituto tenía compañeros serbio-bosnios, judíos, gitanos, católicos y nunca pasó nada. Nos amábamos entre unos y otros. Soy musulmán y persona, ¿qué culpa tengo? Ese odio no existía, señores serbios. ¿Qué nos pasó?».