Kitabı oku: «La máquina desintegradora»

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LA MÁQUINA DESINTEGRADORA

Sir Arthur Conan Doyle


Traducción de Horacio Quinto




Cubierta: Carulla & Mediavilla

© de esta edición:

Laertes S.A. de Ediciones, 2012

C./Virtut 8, baixos – 08012 Barcelona

www.laertes.es

Programación: JSM

ISBN: 978-84-7584-889-1

Depósito legal: B-27485-2012

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LA MÁQUINA DESINTEGRADORA



El profesor Challenger estaba de un humor de perros. Yo me hallaba con la mano en el picaporte de su despacho y los pies en la alfombrilla, cuando llegó hasta mí el siguiente monólogo, en voz retumbante que repercutía por toda la casa:


«Sí, señor; le digo que es la segunda llamada. La segunda, esta mañana. ¿Usted se imagina que se puede distraer a un hombre de ciencia de sus importantísimos trabajos con las simplezas de un idiota que se escuda al otro extremo del hilo telefónico? No estoy dispuesto a aguantarlo. ¡Que se ponga en el acto el director gerente! ¡Ah! ¿De modo que usted es el director gerente? ¿Y por qué no cumple con su deber de controlar el buen funcionamiento del teléfono? Eso sí; se las arregla usted muy bien para distraerme en una labor cuya importancia no es capaz de comprender. Póngame en comunicación con el director general. ¿Que no está? Debí imaginármelo. Si esto se repite, le llevaré a usted ante los tribunales. Se han concedido indemnizaciones por gallos que importunaban con sus cantos. Yo fui el demandante. Más molesta el tintineo del timbre del teléfono. El caso está claro. Una disculpa por escrito. Perfectamente. Pensaré en ello. Buenos días».


Fue entonces cuando me arriesgué a entrar. La ocasión no podía ser más oportuna. Estuvimos frente a frente cuando él dio media vuelta, tras colgar el auricular. Estaba hecho una furia. Con su enorme barba negra erizada y su voluminoso pecho jadeante de indignación, sus arrogantes ojos grises me recorrieron de arriba abajo, al romper sobre mí la resaca de su cólera.

–¡Condenada gentuza, pandilla de haraganes! —bramó—. Se estaban riendo al escuchar mi justa queja. Se han conjurado para molestarme. Y para colmo, esta desastrosa mañana llega usted. ¿Quiere decirme si ha venido como amigo o si le han enviado para conseguir una entrevista conmigo? Como amigo, todo lo que quiera; como periodista, está usted fuera de mi jurisdicción.

Estaba buscando en mis bolsillos la carta de McArdle, cuando al parecer recordó algún nuevo agravio. Sus velludas manazas revolvieron algunos papeles que había encima de la mesa, y sacaron, por último, un recorte de prensa.

–Ha tenido usted la amabilidad de aludirme en una de sus últimas lucubraciones —dijo, agitando el papel mientras me hablaba—. Fue en sus comentarios algo petulantes acerca de los restos de saurios que se han descubierto hace días en los terrenos pizarrosos de Solenhofen. Uno de sus párrafos empezaba así: «El profesor G. E. Challenger, que se encuentra entre nuestros más grandes hombres de ciencia existentes…».

–¿Y qué hay de malo en ello? —le pregunté.

–¿A santo de qué vienen esas malintencionadas limitaciones y clasificaciones? ¿Me hará usted el favor de nombrar quiénes son esos otros grandes científicos a los que usted iguala y atribuye quizás una superioridad sobre mí?

–La frase está mal redactada. Yo habría debido decir, desde luego: «El más grande nuestros hombres de ciencia existentes» —confesé, y la verdad es que aquello era lo que creía.

Mi rectificación causó un efecto inmediato.

–Mi querido amigo, no vaya a pensar que soy exigente; pero no tengo más remedio que defender mi terreno, estando, como estoy, rodeado de colegas agresivos y poco razonables. No soy hombre amigo de figurar, pero mis adversarios me obligan a no ceder el terreno que me pertenece. ¡Ea! Siéntese aquí. ¿Qué es lo que le trae?

No tuve más remedio que proceder con mucha cautela. Sabía cuán fácil era que el león se enfureciese de nuevo. Desdoblé la carta de McArdle.

–¿Me permite leerle esto? Es una carta del señor Me Ardle, mi redactor jefe.

–Recuerdo a ese hombre… No es de los peores ejemplares de su especie.

–Por lo menos siente hacia usted una gran admiración. Siempre que ha necesitado de la opinión de alguna mente superior ha recurrido a usted. De eso mismo se trata ahora.

–¿Y qué es lo que desea?

Bajo la influencia del halago, Challenger se esponjó igual que un ave. Tomó asiento apoyando los codos sobre la mesa; entrelazó sus manos de gorila, adelantó su barba, y sus grandes ojos grises, medios cubiertos por los párpados entornados, se fijaron bondadosamente en mí. Era enorme en todo cuanto hacía, e imponía más respeto con su benignidad que con su irritación.

–Voy a leerle su carta. Dice así:


«Haga el favor de visitar a nuestro estimado amigo el profesor Challenger y pídale su cooperación en el siguiente asunto. Cierto caballero letón, de nombre Teodoro Nemor, que reside en White Friar Mansions, Hampstead, sostiene que ha inventado una máquina extraordinaria capaz de desintegrar cualquier objeto situado dentro de su radio de acción. La materia se disgrega y retorna a su estado molecular o atómico. Invirtiendo el proceso, la materia vuelve a integrarse. Estas afirmaciones parecen extravagantes; pero existen pruebas sólidas de que tienen alguna base y que ese caballero en cuestión ha dado con algún descubrimiento extraordinario.

No hace falta que me extienda en ponderaciones sobre el carácter revolucionario de semejante invento, ni de su extraordinaria importancia como posible arma de guerra. Con una fuerza capaz de desintegrar un acorazado o de convertir un batallón, aunque solo sea por algún tiempo, en un conjunto de átomos, se podría dominar el mundo. Tanto por razones sociales como políticas, es preciso no perder tiempo y llegar al fondo del asunto. El caballero en cuestión busca que se le dé publicidad, porque pretende vender su invento; de manera, pues, que no habrá dificultad alguna en ponerse en contacto con él. La tarjeta adjunta le abrirá las puertas de su casa. Lo que yo deseo es que usted y el profesor Challenger le hagan una visita, examinen su invento y escriban un informe fundamentado sobre el mismo, a fin de publicarlo en La Gaceta. Espero sus noticias para esta noche,

R. McArdle.»

—Estas son mis instrucciones, profesor —agregué volviendo a doblar la carta—. Sinceramente espero que me acompañe, porque con mis escasos conocimientos, ¿cómo podría actuar solo en semejante asunto?

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Yaş sınırı:
0+
Hacim:
20 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9788475848891
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