Kitabı oku: «Las aventuras de Sherlock Holmes», sayfa 2
—Es un giro bastante inesperado de los acontecimientos —dije—. ¿Y qué pasó luego?
—Bueno, me di cuenta de que mis planes estaban a punto de venirse abajo. Daba la impresión de que la parejita podía largarse inmediatamente, lo cual exigiría medidas instantáneas y enérgicas por mi parte. Sin embargo, en la puerta de la iglesia se separaron: él volvió al Temple y ella a su casa. ‘Saldré a pasear por el parque a las cinco, como de costumbre’, dijo ella al despedirse. No pude oír más. Se marcharon en diferentes direcciones, y yo fui a ocuparme de unos asuntillos propios.
—¿Que eran...?
—Un poco de carne fría y un vaso de cerveza —respondió, haciendo sonar la campanilla—. He estado demasiado ocupado para pensar en comer, y probablemente estaré aún más ocupado esta noche. Por cierto, doctor, voy a necesitar su cooperación.
—Estaré encantado. —¿No le importa infringir la ley? —Ni lo más mínimo. —¿Y exponerse a ser detenido? —No, si es por una buena causa. —¡Oh, la causa es excelente! —Entonces, soy su hombre. —Estaba seguro de que podía contar con usted. —Pero ¿qué es lo que se propone? —Cuando la señora Turner haya traído la bandeja se lo explicaré claramente. Veamos —dijo, mientras se lanzaba vorazmente sobre el sencillo almuerzo que nuestra casera había traído—. Tengo que explicárselo mientras como, porque no tenemos mucho tiempo. Ahora son casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que estar en el escenario de la acción. La señorita Irene, o mejor dicho, la señora, vuelve de su paseo a las siete. Tenemos que estar en villa Briony cuando llegue.
—Y entonces, ¿qué?
—Déjeme eso a mí. Ya he arreglado lo que tiene que ocurrir. Hay una sola cosa en la que debo insistir. Usted no debe interferir, pase lo que pase. ¿Entendido?
—¿He de permanecer al margen?
—No debe hacer nada en absoluto. Probablemente se producirá algún pequeño alboroto. No intervenga. El resultado será que me harán entrar en la casa. Cuatro o cinco minutos después se abrirá la ventana de la sala de estar. Usted se situará cerca de esa ventana abierta.
—Sí.
—Tiene usted que fijarse en mí, que estaré al alcance de su vista.
—Sí.
—Y cuando yo levante la mano, así, arrojará usted al interior de la habitación una cosa que le voy a dar, y al mismo tiempo lanzará el grito de “¡Fuego!”. ¿Me sigue?
—Perfectamente.
—No es nada especialmente terrible —dijo, sacando del bolsillo un cilindro en forma de cigarro—. Es un cohete de humo corriente de los que usan los fontaneros, con una tapa en cada extremo para que se encienda solo. Su tarea se reduce a eso. Cuando empiece a gritar “¡fuego!”, mucha gente lo repetirá. Entonces, usted se dirigirá al extremo de la calle, donde yo me reuniré con usted al cabo de diez minutos. Espero haberme explicado bien.
—Tengo que mantenerme al margen, acercarme a la ventana, fijarme en usted, aguardar la señal y arrojar este objeto, gritar “¡Fuego!”, y esperarle en la esquina de la calle.
—Exactamente. —Entonces, puede usted confiar plenamente en mí. —Excelente. Creo que ya va siendo hora de que me prepare para el nuevo papel que he de representar. Desapareció en su dormitorio, para regresar a los cinco minutos con la apariencia de un afable y sencillo sacerdote disidente. Su sombrero negro de ala ancha, sus pantalones con rodilleras, su chalina blanca, su sonrisa simpática y su aire general de curiosidad inquisitiva y benévola, no podrían haber sido igualados más que por el mismísimo John Hare. Holmes no se limitaba a cambiarse de ropa; su expresión, su forma de actuar, su misma alma, parecían cambiar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un magnífico actor y la ciencia un agudo pensador cuando Holmes decidió especializarse en el delito.
Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street, y todavía faltaban diez minutos para las siete cuando llegamos a Serpentine Avenue. Ya oscurecía, y las farolas se iban encendiendo mientras nosotros andábamos calle arriba y calle abajo frente a la villa Briony, aguardando la llegada de su inquilina. La casa era tal como yo la había imaginado por la sucinta descripción de Sherlock Holmes, pero el vecindario parecía menos solitario de lo que había esperado. Por el contrario, para tratarse de una calle pequeña en un barrio tranquilo, se encontraba de lo más animada. Había un grupo de hombres mal vestidos fumando y riendo en una esquina, un afilador con su rueda, dos guardias reales galanteando a una niñera, y varios jóvenes bien vestidos que paseaban de un lado a otro con cigarros en la boca.
—¿Sabe? —comentó Holmes mientras deambulábamos frente a la casa—. Este matrimonio simplifica bastante las cosas. Ahora la fotografía se ha convertido en un arma de doble filo. Lo más probable es que ella tenga tan pocas ganas de que la vea el señor Godfrey Norton, como nuestro cliente de que llegue a ojos de su princesa. Ahora la cuestión es: ¿dónde vamos a encontrar la fotografía?
—Eso. ¿Dónde?
—Es muy improbable que ella la lleve encima. El formato es demasiado grande como para que se pueda ocultar bien en un vestido de mujer. Sabe que el rey es capaz de hacer que la asalten y registren. Ya se ha intentado algo parecido dos veces. Debemos suponer, pues, que no la lleva encima.
—Entonces, ¿dónde?
—Su banquero o su abogado. Existe esa doble posibilidad. Pero me inclino a pensar que ninguno de los dos la tiene. Las mujeres son, por naturaleza, muy dadas a los secretos, y les gusta encargarse de sus propias intrigas. ¿Por qué habría de ponerla en manos de otra persona? Puede fiarse de sí misma, pero no sabe qué presiones indirectas o políticas pueden ejercerse sobre un hombre de negocios. Además, recuerde que tiene pensado utilizarla dentro de unos días. Tiene que tenerla al alcance de la mano. Tiene que estar en la casa.
—Pero la han registrado dos veces. —¡Bah! No sabían buscar. —¿Y cómo buscará usted? —Yo no buscaré.
—¿Entonces...? —Haré que ella me lo indique. —Pero se negará. —No podrá hacerlo. Pero oigo un ruido de ruedas. Es su coche. Ahora, cumpla mis órdenes al pie de la letra. Mientras hablaba, el fulgor de las luces laterales de un coche
asomó por la curva de la avenida. Era un pequeño y elegante landó que avanzó traqueteando hasta la puerta de la villa Briony. En cuanto se detuvo, uno de los desocupados de la esquina se lanzó como un rayo a abrir la puerta, con la esperanza de ganarse un penique, pero fue desplazado de un codazo por otro desocupado que se había precipitado con la misma intención. Se entabló una feroz disputa, a la que se unieron los dos guardias reales, que se pusieron de parte de uno de los desocupados, y el afilador, que defendía con igual vehemencia al bando contrario. Alguien recibió un golpe y, en un instante, la dama, que se había apeado del carruaje, se encontró en el centro de un pequeño grupo de acalorados combatientes, que se golpeaban ferozmente con puños y bastones. Holmes se abalanzó entre ellos para proteger a la dama pero, justo cuando llegaba a su lado, soltó un grito y cayó al suelo, con la sangre corriéndole abundantemente por el rostro. Al verlo caer, los guardias salieron corriendo en una dirección y los desocupados en otra, mientras unas cuantas personas bien vestidas, que habían presenciado la reyerta sin tomar parte en ella, se agolpaban para ayudar a la señora y atender al herido. Irene Adler, como pienso seguir llamándola, había subido a toda prisa los escalones; pero en lo alto se detuvo, con su espléndida figura recortada contra las luces de la sala, volviéndose a mirar hacia la calle.
—¿Está malherido ese pobre caballero? —preguntó. —Está muerto —exclamaron varias voces. —No, no, todavía le queda algo de vida —gritó otra—. Pero habrá muerto antes de poder llevarlo al hospital. —Es un valiente —dijo una mujer—. De no ser por él le habrían
quitado el bolso y el reloj a esta señora. Son una banda, y de las peores. ¡Ah, ahora respira!
—No puede quedarse tirado en la calle. ¿Podemos meterlo en la casa, señora?
—Claro. Tráiganlo a la sala de estar. Hay un sofá muy cómodo. Por aquí, por favor.
Lenta y solemnemente fue introducido en la residencia Briony y acostado en el salón principal, mientras yo seguía observando el curso de los acontecimientos desde mi puesto junto a la ventana. Habían encendido las lámparas, pero sin correr las cortinas, de manera que podía ver a Holmes tendido en el sofá. Ignoro si en aquel momento él sentía algún tipo de remordimiento por el papel que estaba representando, pero sí sé que yo nunca me sentí tan avergonzado de mí mismo como entonces, al ver a la hermosa criatura contra la que estaba conspirando, y la gracia y amabilidad con que atendía al herido. Y sin embargo, abandonar en aquel punto la tarea que Holmes me había confiado habría sido una traición de lo más abyecto. Así pues, hice de tripas corazón y saqué el cohete de humo de debajo de mi impermeable. Al fin y al cabo, pensé, no vamos a hacerle ningún daño. Sólo vamos a impedirle que haga daño a otro.
Holmes se había sentado en el diván, y le vi moverse como si le faltara aire. Una doncella se apresuró a abrir la ventana. En aquel preciso instante le vi levantar la mano y, obedeciendo su señal, arrojé el cohete dentro de la habitación mientras gritaba: “¡Fuego!”. Apenas había salido la palabra de mis labios cuando toda la multitud de espectadores, bien y mal vestidos —caballeros, mozos de cuadra y criadas—, se unió en un clamor general de “¡Fuego!”. Espesas nubes de humo se extendieron por la habitación y salieron por la ventana abierta. Pude entrever figuras que corrían y, un momento después, oí la voz de Holmes dentro de la casa, asegurando que se trataba de una falsa alarma. Deslizándome entre la vociferante multitud, llegué hasta la esquina de la calle y a los diez minutos tuve la alegría de sentir el brazo de mi amigo sobre el mío y de alejarme de la escena del tumulto. Holmes caminó de prisa y en silencio durante unos pocos minutos, hasta que nos metimos por una de las calles tranquilas que llevan hacia Edgware Road.
—Lo hizo usted muy bien, doctor —dijo—. Las cosas no podrían haber salido mejor. Todo va bien.
—¿Tiene usted la fotografía? —Sé dónde está. —¿Y cómo lo averiguó? —Ella me lo indicó, como yo le dije que haría. —Sigo a oscuras.
—No quiero hacer un misterio de ello —dijo, echándose a reír—. Todo fue muy sencillo. Naturalmente, usted se daría cuenta de que todos los que había en la calle eran cómplices. Estaban contratados para esta tarde.
—Me lo había figurado.
—Cuando empezó la pelea, yo tenía un poco de pintura roja, fresca, en la palma de la mano. Eché a correr, caí, me llevé las manos a la cara y me convertí en un espectáculo patético. Un viejo truco.
—Eso también pude figurármelo.
—Entonces me llevaron adentro. Ella tenía que dejarme entrar. ¿Cómo habría podido negarse? Y a la sala de estar, que era la habitación de la que yo sospechaba. Tenía que ser ésa o el dormitorio, y yo estaba decidido a averiguar cuál. Me tendieron en el sofá, hice como que me faltaba el aire, se vieron obligados a abrir la ventana y usted tuvo su oportunidad.
—¿Y de qué le sirvió eso?
—Era importantísimo. Cuando una mujer cree que se incendia su casa, su instinto le hace correr inmediatamente hacia lo que tiene en más estima. Se trata de un impulso completamente insuperable, y más de una vez le he sacado partido. En el caso del escándalo de la suplantación de Darlington me resultó muy útil, y también en el asunto del castillo de Arnsworth. Una madre corre en busca de su bebé, una mujer soltera echa mano a su joyero. Ahora bien, yo tenía muy claro que para la dama que nos ocupa no existía en la casa nada tan valioso como lo que nosotros andamos buscando, y que correría a ponerlo a salvo. La alarma de fuego salió de maravilla. El humo y los gritos eran como para trastornar unos nervios de acero. Ella respondió a la perfección. La fotografía está en un hueco detrás de un panel corredizo, encima mismo del cordón de la campanilla de la derecha. Se plantó allí en un segundo, y vi de reojo que empezaba a sacarla. Al gritar yo que se trataba de una falsa alarma, la volvió a meter, miró el cohete, salió corriendo de la habitación y no la volví a ver. Me levanté, presenté mis excusas y salí de la casa. Pensé en intentar apoderarme de la fotografía en aquel mismo momento; pero el cochero había entrado y me observaba de cerca, así que me pareció más seguro esperar. Un exceso de precipitación podría echarlo todo a perder.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Nuestra búsqueda prácticamente ha concluido. Mañana iré a visitarla con el rey, y con usted, si es que quiere acompañarnos. Nos harán pasar a la sala de estar a esperar a la señora, pero es probable que cuando llegue no nos encuentre ni a nosotros ni la fotografía. Será una satisfacción para su majestad recuperarla con sus propias manos.
—¿Y cuándo piensa ir?
—A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de manera que tendremos el campo libre. Además, tenemos que darnos prisa, porque este matrimonio puede significar un cambio completo en su vida y costumbres. Tengo que telegrafiar al rey sin perder tiempo.
Habíamos llegado a Baker Street y nos detuvimos en la puerta. Holmes estaba buscando la llave en sus bolsillos cuando alguien que pasaba dijo:
—Buenas noches, señor Holmes.
Había en aquel momento varias personas en la acera, pero el saludo parecía proceder de un joven delgado con impermeable que había pasado de prisa a nuestro lado.
—Esa voz la he oído antes —dijo Holmes, mirando fijamente la calle mal iluminada
—Me pregunto quién demonios podrá ser.
Aquella noche dormí en Baker Street, y estábamos dando cuenta de nuestro café con tostadas cuando el rey de Bohemia se precipitó en la habitación.
—¿Es verdad que la tiene? —exclamó, agarrando a Sherlock Holmes por los hombros y mirándolo ansiosamente a los ojos.
—Aún no. —Pero ¿tiene esperanzas? —Tengo esperanzas. —Entonces, vamos. No puedo contener mi impaciencia. —Tenemos que conseguir un coche. —No, mi carruaje está esperando. —Bien, eso simplifica las cosas. Bajamos y nos pusimos otra vez en marcha hacia la villa
Briony. —Irene Adler se ha casado —comentó Holmes.
—¿Se ha casado? ¿Cuándo? —Ayer. —Pero ¿con quién? —Con un abogado inglés apellidado Norton. —¡Pero no es posible que le ame!
—Espero que sí le ame. —¿Por qué espera tal cosa? —Porque eso libraría a su majestad de todo temor a futuras
molestias. Si ama a su marido, no ama a su majestad. Si no ama a su majestad, no hay razón para que interfiera en los planes de su majestad.
—Es verdad. Y sin embargo... ¡En fin!... ¡Ojalá ella hubiera sido de mi condición! ¡Qué reina habría sido!
Y con esto se hundió en un silencio taciturno que no se rompió hasta que nos detuvimos en Serpentine Avenue. La puerta de la villa Briony estaba abierta, y había una mujer mayor de pie en los escalones de la entrada. Nos miró con ojos sardónicos mientras bajábamos del carricoche.
—El señor Sherlock Holmes, supongo —dijo.
—Yo soy el señor Holmes —respondió mi compañero, dirigiéndole una mirada interrogante y algo sorprendida.
—En efecto. Mi señora me dijo que era muy probable que viniera usted. Se marchó esta mañana con su marido, en el tren de las cinco y cuarto de Charing Cross, rumbo al continente.
—¿Cómo? —Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, poniéndose blanco de sorpresa y consternación—. ¿Quiere decir que se ha marchado de Inglaterra?
—Para no volver.
—¿Y los papeles? —preguntó el rey con voz ronca—. ¡Todo se ha perdido!
—Veremos.
Holmes pasó junto a la sirvienta y se precipitó en la sala, seguido por el rey y por mí. El mobiliario estaba esparcido en todas direcciones, con estanterías desmontadas y cajones abiertos, como si la señora los hubiera vaciado a toda prisa antes de escapar. Holmes corrió hacia el cordón de la campanilla, arrancó una tablilla corrediza y, metiendo la mano, sacó una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia Irene Adler en traje de noche; la carta estaba dirigida a “Sherlock Holmes, Esq. Para dejar hasta que la recojan”. Mi amigo la abrió y los tres la leímos juntos. Estaba fechada la medianoche anterior, y decía lo siguiente:
“Mi querido señor Sherlock Holmes: La verdad es que lo hizo usted muy bien. Me tomó completamente por sorpresa. Hasta después de la alarma de fuego, no sentí la menor sospecha. Pero después, cuando comprendí que me había traicionado a mí misma, me puse a pensar. Hace meses que me habían advertido contra usted. Me dijeron que si el rey contrataba a un agente, ése sería sin duda usted. Hasta me habían dado su dirección. Y a pesar de todo, usted me hizo revelarle lo que quería saber. Aun después de entrar en sospechas, se me hacía difícil pensar mal de un viejo clérigo tan simpático y amable. Pero, como sabe, también yo tengo experiencia como actriz. Las ropas de hombre no son nada nuevo para mí. Con frecuencia me aprovecho de la libertad que ofrecen. Ordené a John, el cochero, que le vigilara, corrí al piso de arriba, me puse mi ropa de paseo, como yo la llamo, y bajé justo cuando usted salía.
“Bien; le seguí hasta su puerta y así me aseguré de que, en efecto, yo era objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un tanto imprudentemente, le deseé buenas noches y me dirigí al Temple para ver a mi marido.
“Los dos estuvimos de acuerdo en que, cuando te persigue un antagonista tan formidable, el mejor recurso es la huida. Así pues, cuando llegue usted mañana se encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede quedar tranquilo. Amo y soy amada por un hombre mejor que él.
El rey puede hacer lo que quiera, sin encontrar obstáculos por parte de alguien a quien él ha tratado injusta y cruelmente. La conservo sólo para protegerme y para disponer de un arma que me mantendrá a salvo de cualquier medida que él pueda adoptar en el futuro. Dejo una fotografía que tal vez le interese poseer. Y quedo, querido señor Sherlock Holmes, suya afectísima.
Irene Norton, née Adler”.
—¡Qué mujer! ¡Pero qué mujer! —exclamó el rey de Bohemia cuando los tres hubimos leído la epístola—. ¿No le dije lo despierta y decidida que era? ¿Acaso no habría sido una reina admirable? ¿No es una pena que no sea de mi clase?
—Por lo que he visto de la dama, parece, verdaderamente, pertenecer a una clase muy diferente a la de usted, majestad —dijo Holmes fríamente—. Lamento no haber sido capaz de llevar el asunto de su majestad a una conclusión más feliz.
—¡Al contrario, querido señor! —exclamó el rey—. No podría haber terminado mejor. Me consta que su palabra es inviolable. La fotografía es ahora tan inofensiva como si la hubiesen quemado.
—Me alegra que su majestad diga eso.
—He contraído con usted una deuda inmensa. Dígame, por favor, de qué manera puedo recompensarle. Este anillo... —se sacó del dedo un anillo de esmeraldas en forma de serpiente y se lo extendió en la palma de la mano.
—Su majestad posee algo que para mí tiene mucho más valor —dijo Holmes.
—No tiene más que decirlo. —Esta fotografía. El rey se le quedó mirando, asombrado. —¡La fotografía de Irene! —exclamó—. Desde luego, si es lo que desea.
—Gracias, majestad. Entonces, no hay más que hacer en este asunto. Tengo el honor de desearle un buen día.
Hizo una inclinación, se dio la vuelta sin prestar atención a la mano que el rey le tendía, y se marchó conmigo a sus aposentos. Y así fue como se evitó un gran escándalo que pudo haber afectado al reino de Bohemia, y cómo los planes más perfectos de Sherlock Holmes se vieron derrotados por el ingenio de una mujer. Él solía hacer bromas acerca de la inteligencia de las mujeres, pero últimamente no le he oído hacerlo. Y cuando habla de Irene Adler o menciona su fotografía, es siempre con el honroso título de la mujer.
II · La liga de los pelirrojos
Un día de otoño del año pasado, me acerqué a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura, muy corpulento, de rostro encarnado y cabellos rojos como el fuego. Pidiendo disculpas por mi intromisión, me disponía a retirarme cuando Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón y cerró la puerta a mis espaldas.
—No podría haber llegado en mejor momento, querido Watson —dijo cordialmente.
—Temí que estuviera usted ocupado.
—Lo estoy, y mucho.
—Entonces, puedo esperar en la habitación de al lado. —Nada de eso. Señor Wilson, este caballero ha sido mi compañero y colaborador en muchos de mis casos más afortunados, y no me cabe duda de que también me será de la mayor ayuda en el suyo.
El corpulento caballero se medio levantó de su asiento y emitió un gruñido de salutación, acompañado de una rápida mirada interrogadora de sus ojillos rodeados de grasa.
—Siéntese en el canapé —dijo Holmes, dejándose caer de nuevo en su butaca y juntando las puntas de los dedos, como solía hacer siempre que se sentía reflexivo—. Me consta, querido Watson, que comparte usted mi afición a todo lo que sea raro y se salga de los convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de sus gustos con el entusiasmo que le ha impelido a narrar y, si me permite decirlo, embellecer en cierto modo tantas de mis pequeñas aventuras.
—La verdad es que sus casos me han parecido de lo más interesante —respondí.
—Recordará usted que el otro día, justo antes de que nos metiéramos en el sencillísimo problema planteado por la señorita Mary Sutherland, le comenté que si queremos efectos extraños y combinaciones extraordinarias, debemos buscarlos en la vida misma, que siempre llega mucho más lejos que cualquier esfuerzo de la imaginación.
—Un argumento que yo me tomé la libertad de poner en duda.
—Así fue, doctor, pero aun así tendrá usted que aceptar mi punto de vista, pues de lo contrario empezaré a amontonar sobre usted datos y más datos, hasta que sus argumentos se hundan bajo el peso y se vea obligado a darme la razón. Pues bien, el señor Jabez Wilson, aquí presente, ha tenido la amabilidad de venir a visitarme esta mañana, y ha empezado a contarme una historia que promete ser una de las más curiosas que he escuchado en mucho tiempo. Ya me ha oído usted comentar que las cosas más extrañas e insólitas no suelen presentarse relacionadas con los crímenes importantes, sino con delitos pequeños e, incluso, con casos en los que podría dudarse de que se haya cometido delito alguno. Por lo que he oído hasta ahora, me resulta imposible saber si en este caso hay delito o no, pero desde luego el desarrollo de los hechos es uno de los más extraños que he oído en la vida. Quizá, señor Wilson, tenga usted la bondad de empezar de nuevo su relato. No se lo pido sólo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído el principio, sino también porque el carácter insólito de la historia me tiene ansioso por escuchar de sus labios hasta el último detalle. Como regla general, en cuanto percibo la más ligera indicación del curso de los acontecimientos, suelo ser capaz de guiarme por los miles de casos semejantes que acuden a mi memoria. En el caso presente, me veo en la obligación de reconocer que los hechos son, hasta donde alcanza mi conocimiento, algo nunca visto.
El corpulento cliente hinchó el pecho con algo parecido a un ligero orgullo, y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Mientras recorría con la vista la columna de anuncios, con la cabeza inclinada hacia adelante, yo le eché un buen vistazo, esforzándome por interpretar, como hacía mi compañero, cualquier indicio que ofrecieran sus ropas o su aspecto.
Sin embargo, mi inspección no me dijo gran cosa. Nuestro visitante tenía todas las trazas del típico comerciante británico: obeso, pomposo y algo torpe. Llevaba pantalones grises a cuadros con enormes rodilleras, una levita negra y no demasiado limpia, desabrochada por delante, y un chaleco gris amarillento con una gruesa cadena de latón y una pieza de metal con un agujero cuadrado que colgaba a modo de adorno. Junto a él, en una silla, había un raído sombrero de copa y un abrigo marrón descolorido con cuello de terciopelo bastante arrugado. En conjunto, y por mucho que lo mirase, no había nada notable en aquel hombre, con excepción de su cabellera pelirroja y de la expresión de inmenso pesar y disgusto que se leía en sus facciones.
Mis esfuerzos no pasaron desapercibidos para los atentos ojos de Sherlock Holmes, que movió la cabeza, sonriendo, al adivinar mis inquisitivas miradas.
—Aparte de los hechos evidentes de que en alguna época ha realizado trabajos manuales, que toma rapé, que es masón, que ha estado en China y que últimamente ha escrito muchísimo, soy incapaz de deducir nada más —dijo.
El señor Jabez Wilson dio un salto en su silla, manteniendo el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.
—¡En nombre de todo lo santo! ¿Cómo sabe usted todo eso, señor Holmes? —preguntó—. ¿Cómo ha sabido, por ejemplo, que he trabajado con las manos? Es tan cierto como el Evangelio que empecé siendo carpintero de barcos.
—Sus manos, señor mío. Su mano derecha es bastante más grande que la izquierda. Ha trabajado usted con ella y los músculos se han desarrollado más.
—Está bien, pero ¿y lo del rapé y la masonería?
—No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he sabido eso, especialmente teniendo en cuenta que, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un alfiler de corbata con un arco y un compás.
—¡Ah, claro! Lo había olvidado. ¿Y lo de escribir?
—¿Qué otra cosa podría significar el que el puño de su manga derecha se vea tan lustroso en una anchura de cinco pulgadas, mientras que el de la izquierda está rozado cerca del codo, por donde se apoya en la mesa?
—Bien. ¿Y lo de China?
—El pez que lleva usted tatuado, justo encima de la muñeca derecha, sólo se ha podido hacer en China. Tengo realizado un pequeño estudio sobre los tatuajes e incluso he contribuido a la literatura sobre el tema. Ese truco de teñir las escamas con una delicada tonalidad rosa es completamente exclusivo de los chinos. Y si, además, veo una moneda china colgando de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla.
El señor Jabez Wilson se echó a reír sonoramente.
—¡Quién lo iba a decir! —exclamó—. Al principio me pareció que había hecho usted algo muy inteligente, pero ahora me doy cuenta de que, después de todo, no tiene ningún mérito.
—Empiezo a pensar, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar explicaciones. Omne ignotum pro magnifico, como usted sabe, y mi pobre reputación, en lo poco que vale, se vendrá abajo si sigo siendo tan ingenuo. ¿Encuentra usted el anuncio, señor Wilson?
—Sí, ya lo tengo —respondió Wilson, con su dedo grueso y colorado plantado a mitad de la columna—. Aquí está. Todo empezó por aquí. Léalo usted mismo, señor.
Tomé el periódico de sus manos y leí lo siguiente:
“A la liga de los pelirrojos. —Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pennsylvania, EE.UU., se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a percibir un salario de cuatro libras a la semana por servicios puramente nominales. Pueden optar al puesto todos los varones pelirrojos, sanos de cuerpo y de mente, y mayores de veintiún años. Presentarse en persona el lunes a las once a Duncan Ross, en las oficinas de la Liga, 7 Pope’s Court, Fleet Street”.
—¿Qué diablos significa esto? —exclamé después de haber leído dos veces el extravagante anuncio.
Holmes se rió por lo bajo y se removió en su asiento, como solía hacer cuando estaba de buen humor.
—Se sale un poco del camino trillado, ¿no es verdad? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, empiece por el principio y cuéntenoslo todo acerca de usted, su familia y el efecto que este anuncio tuvo sobre su vida. Pero primero, doctor, tome nota del periódico y la fecha.
—Es el Morning Chronicle del 27 de abril de 1890. De hace exactamente dos meses.
—Muy bien. Vamos, señor Wilson.
—Bueno, como ya le he dicho, señor Holmes —dijo Jabez Wilson secándose la frente—, poseo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. No es un negocio importante, y en los últimos años me daba lo justo para vivir. Antes podía permitirme tener dos empleados, pero ahora sólo tengo uno; y tendría dificultades para pagarle si no fuera porque está dispuesto a trabajar por media paga, mientras aprende el oficio.
—¿Cómo se llama ese joven de tan buen conformar? —preguntó Sherlock Holmes.
—Se llama Vincent Spaulding, y no es tan joven. Resulta difícil calcular su edad. No podría haber encontrado un ayudante más eficaz, señor Holmes, y estoy convencido de que podría mejorar de posición y ganar el doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría yo de meterle ideas en la cabeza?
—Desde luego, ¿por qué iba a hacerlo? Creo que ha tenido usted mucha suerte al encontrar un empleado más barato que los precios del mercado. No todos los patrones pueden decir lo mismo en estos tiempos. No sé qué es más extraordinario, si su ayudante o su anuncio.
—Bueno, también tiene sus defectos —dijo el señor Wilson—. Jamás he visto a nadie tan aficionado a la fotografía. Siempre está sacando instantáneas cuando debería estar cultivando la mente, y luego zambulléndose en el sótano como un conejo en su madriguera para revelar las fotos. Ese es su principal defecto; pero en conjunto es un buen trabajador. Y no tiene vicios.
—Todavía sigue con usted, supongo.