Kitabı oku: «La mujer sin sepultura», sayfa 2

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—Mi hijo me trajo el velo blanco. Lo doblé por la mitad sobre la cabeza y los hombros. No perdí tiempo en cubrirme del todo. Me dejé puestas las babuchas de casa. Como te he dicho, Mina, yo sentía punzadas en el corazón: ¡los desgraciados, los cachorros, los príncipes de Nubia!

Lla Lbia resopla: largo jadeo. Veinte años después, todo vuelve a resurgir: la guadaña del tiempo, y la pena, y su impaciencia…

—Me precipité a casa de Muina. Un todoterreno, recuerdo, dobló la esquina de la calle. No sentí siquiera miedo. Levanté la aldaba de la puerta: dos golpes tajantes. Muina me abrió sonriendo. Recuerdo que sus manos estaban trenzando un lado de ese cabello tan negro, una trenza muy larga detrás de la oreja. Invoqué al Profeta, a sus mujeres y a sus hijas solo para mis adentros con tal de no asustarla enseguida. «¿No sabes nada de los tuyos?», le pregunté. «Nada —respondió—. Mis hermanos han venido hace un momento con el pan que habían comprado». Y, ¡era cierto! Al atardecer habían comprado pan con semillas de anís para la cena. Luego, habían pasado por casa de la hermana, a la que adoraban, antes de volver…

La voz de Doña Lionne se quiebra.

—Sin duda sintieron la necesidad de ver a su hermana mayor… ¡por nostalgia postrera!

Después, reanuda el relato con decisión:

—Tras la respuesta de Muina, que seguía trenzándose el mechón con la mano, al verla yo sonreír en aquel zaguán mientras la sirena volvía a sonar a mi espalda, lo confieso: en aquel preciso instante, creí de corazón que Muina me estaba mintiendo. ¡Que el Altísimo, que todo lo ve, me perdone en la Hora Final esta duda que no me explico, pues Muina siempre fue para mí como una hija!

»Mientras ella insistía en que entrase para recobrar el aliento, llegó en tromba su hijo, el sobrino de las víctimas, de apenas catorce años, pero que ya no era un niño. Sollozaba, hipaba. «¡Están muertos! —gritó, corriendo de un lado a otro del patio de luz—. ¡Están muertos: Hoseín, Nuredín y Hamud!». Muina por poco se desploma. Apenas si pude extender mis brazos bajo su cuerpo.

Delante de Mina, la mujer con sedería blanca de flecos malva abre en forma de cruz los largos y huesudos brazos envueltos en muselina.

—Cuando Muina se recuperó, quiso ir enseguida a casa de sus padres. Pálida, con gestos de autómata, sin lágrimas ni gritos, la pobre se debatía sin prestar atención a los desgarradores sollozos de su hijo… Tomó un largo velo banco y empezó a ponérselo en la cabeza, sobre su larga melena. En esto, su marido salió de una habitación con solo un jersey tapándole los hombros desnudos. Fui testigo de que le dijo: «No te acompañaré». La suegra salió a su vez del mismo cuarto del fondo. «¡No te acompañaré!», dijo igualmente.

Y Lla Lbia prosiguió en tono más bajo:

—La vieja Tuma murió después y, a pesar de lo que dijo aquella noche, doy fe de que muchas la lloramos, empezando por su nuera, la amabilísima Muina. Sí, la misma Tuma que tenía miedo y se había enojado… Entonces, el muchacho, todavía entre lágrimas, se abalanzó sobre su madre. Y yo, manteniendo la compostura, tomé a Muina entre mis brazos y, sin prestar atención a los otros, le dije: «Ven, Muina, mi niña, ¡te voy a acompañar yo!». Ya no sé ni cómo se vistió. Una vez fuera, cuando adelanté a Muina, cubierta con velo y calzada, al bajar la vista, me percaté de haber salido con las babuchas de casa, sin calcetines.

»Fuimos pasito a pasito hasta la vivienda familiar. Nos recibió Nubia, la madre de las víctimas: bella, alta y todavía joven por aquel entonces (a la pobre, luego, la belleza, pura ilusión, se le marchitó como a todas nosotras, claro, pero en su caso, ¡fue por aquella pena!). Recuerdo que me recibió con estas palabras: «Ay, Lla Lbia, a tu Nuredín (pues el benjamín era su predilecto), a tu Nuredín, gracias al que te enviaba mantequilla, leche y tantas provisiones frescas de la granja, ¡a Nuredín, me lo han matado!».

»Lloraba yo con la desgraciada, estrechándola entre mis brazos. Ella se estremecía pegada a mí, mientras yo oía alrededor la algarabía de los demás, y, en esto, se escuchó una voz de hombre muy nítida (no la reconocí) que, desde una azotea cercana, profería estas palabras: «¡Están en prisión! ¡Están en prisión!». Me lo creí, deseé con todas mis fuerzas que fuera verdad. «¿Lo ves? —tranquilicé a Nubia mientras le enjugaba las lágrimas que corrían por sus mejillas y lloraba con ella—, ¿lo ves? —repetí—. ¡Están vivos! ¡Solo están en prisión!».

»Ella no oía nada. Desde el fondo de las habitaciones, las otras parientes armaban cada vez más alboroto. Como se dice que lo único necesario es someterse de corazón a la voluntad de Dios, con esta piadosa reflexión, decidí calmarme y calmar a la pobre madre. «Están en prisión», repitieron una o dos voces entre la multitud de mujeres, que ya estaban cubriéndose completamente de luto blanco. «¿Lo has oído?», le susurré a Nubia, todavía entre mis brazos. En una habitación, su hija Muina, acostada a medias y rodeada de tías y primas, se golpeaba los brazos desnudos con ritmo espasmódico.

»De pronto, llegaron unos camiones a la puerta. Por desgracia, traían los tres cuerpos. Como al introducirlos se iban encendiendo uno a uno los quinqués de los largos recibidores, solo entonces, todas las mujeres se escondieron y guardaron silencio. Recuerdo que, en aquellas primeras horas de la noche, empezó a caer la lluvia, y nuestras lágrimas, ahora silenciosas, parecían uadis8 que se fundían sobre las baldosas con el agua de la creación.

—Dos ancianas de la familia y yo hicimos pasar los cuerpos, cada uno transportado por dos hombres del barrio. Colocamos dos colchones en el suelo de un cuarto situado frente a la escalera; era la habitación más amplia, ocupada desde el verano anterior por el primogénito recién casado. Los hombres desaparecieron.

»Extendimos en paralelo los tres cuerpos sobre el suelo de aquella habitación, y oí cómo alguien pedía susurrando a la joven sirvienta: «¡Pequeña, cubre el espejo con una sábana!».

»Tomé la palabra delante de todas mientras contemplaba a aquellos tres jóvenes: «No son hombres —declaré admirándolos ante su madre, su hermana y todas las demás, que iban entrando en fila y en silencio—. Escuchadme todas y postraos: ¡Son nuestros leones! ¡El enemigo tiene miedo de nuestros leones! ¡El Mensajero de Dios es ahora su testigo a las puertas del Edén…!».

»Había que averiguar dónde adquirir sudarios. Algunos vecinos rodeaban al desdichado padre. Pero nadie, salvo yo, veía la necesidad de amortajar los cuerpos. Llamé entonces a Brahem, su primo político, el que tiene un horno: un buen muchacho, puro como un ángel. «¡Ven conmigo! —le dije con firmeza—. Sé dónde conseguir sudarios a esta hora». «¡Estoy a tu disposición, tía mía! —me dijo agachando la frente—. Soy como el hijo que adoptaste».

»En compañía del muchacho, me fui a casa de Ozman, un pariente político de los Sadún. Una vez al corriente de mi solicitud, su mujer se dispuso a salir con nosotros; pero su marido (que siempre trabajó de secretario judicial) la retuvo, el muy cobarde. «¿Dónde vas? —protestó—. ¿Acaso no es su culpa? ¡Son unos canallas! ¡Son los causantes de todo este mal!». Ozman tenía miedo. Y no solo por su cargo. Al pobre, Dios lo hizo así, tal como lo conozco desde siempre.

Y Doña Lionne, con el torso erguido, hace ademán de escupir a un lado, como si se sintiera jueza: por un instante, Mina se la imagina en ese implacable papel, con la ciudad entera temblando a sus pies, sí, aquella ciudad de hace veinticinco años, repleta de pusilánimes burgueses, desconfiadas suegras y llorosas parientes enfundadas en velos de luto.

—Pese a las amenazas de su marido —prosigue Lla Lbia—, la mujer de Ozman se cubrió con el velo en la puerta, y salió con nosotros. Se unieron también a nuestro pequeño grupo dos vecinas jóvenes procedentes de una familia muy humilde. Se habían enterado de todo el drama.

»Los demás, todos los demás —suelta en un vibrante tono de desprecio—, doy fe de que todos tuvieron miedo de salir entonces, al menos los supuestos «hombres de bien y de provecho», así como sus mujeres, ¡sumisas esposas y amargadas madres!

Doña Lionne interrumpe la narración y sugiere que entren en las habitaciones: en la fría noche, se levanta un viento lo bastante fuerte como para volcar uno o dos taburetes.

—¿Quieres tumbarte, prepararte para el descanso? —pregunta a su invitada con tono maternal.

Mina niega con la cabeza.

—Como tú, en la habitación, haré como tú… Termina de contarme la historia de la familia Sadún.

—Como quieras —responde Lla Lbia con el quinqué en la mano. Y, en el cuarto de baja techumbre, se coloca medio recostada delante de Mina, envuelta ella en una ligera colcha.

—¡Adelante! Te escucho —susurra esta.

—Aquella misma noche —continúa la narradora cuya sombra súbitamente gigantesca se perfila en la pared de enfrente— fui a casa de Fátima… He de precisar que Fátima era entonces mi ayudante amortajando cadáveres. La llamé con insistencia desde la calle, sin entrar en su casa. «¡Ven conmigo! —le dije—. Tenemos que coser unos sudarios… Tres nobles mártires, tres son los tendidos, cuan largos eran, en el suelo de los Sadún». «¡No, no! —exclamó la pobrecilla tras la puerta entreabierta—, hay peligro esta noche, no iré».

—Como te dije —ríe Lla Lbia burlonamente tras un silencio—, aquella noche no era el viento, que soplaba como ahora, ni la lluvia, que además ya había cesado: lo que se cernía en la ciudad —prosigue con una mezcla de amargura e ironía—, sobre tantos habitantes, ¡era el miedo! Entonces, le respondí con vehemencia: «Escúchame, niña con la tez amarillenta de los cobardes, si te niegas a seguirme, te lo prometo, te lo juro: ellos bajarán un buen día de las montañas y ¡verás lo que ocurre!».

La mujer se inclina hacia Mina y prosigue:

—Sí —dice, y suelta una carcajada—. La amenacé; para ser sincera, la chantajeé. Supongo que la rabia de toda aquella noche la descargué así sobre la chiquilla, la pobre Fátima que, durante al menos seis años, estuvo siguiéndome a todas partes sin abrir la boca. Se puso el velo y salió conmigo, abochornada. Volví a casa, donde me esperaba mi hijo, preocupado. Le mandé a dormir a la vivienda contigua, a la que accedió a través de la azotea. Luego me dirigí con Fátima a la casa de los muertos.

»Fátima y yo, con la ayuda de una pariente de la familia, estuvimos allí trabajando tres o cuatro horas. El hermano del padre de las víctimas, el que tiene un taller en la otra entrada de la ciudad, me trajo el documento de identidad de uno de los ajusticiados, Huseín, creo: estaba perforado por el proyectil que le impactó en el corazón. Era el único que llevaba consigo la documentación. Hacia el final, nos sentamos; apenas acabábamos de terminar nuestra triste tarea cuando llegó Mustafá con los muyahidines. Era la segunda parte de la noche, una noche en la que el violento temporal, por fin, acababa de remitir.

»Hasán, el mecánico, me llamó desde el umbral: «Saca fuera a esa», me susurró señalando a Fátima, que acababa de terminar. Yo preferí salir con ella: nosotras, amortajadoras de muertos. Las otras mujeres estaban apiñadas fuera. Durante ese tiempo, por lo visto, los muyahidines habían entrado solamente para contemplar a las víctimas, postrarse y salir.

Doña Lionne se detiene, exhausta. Y concluye secamente:

—Así fue aquella noche, ¡ay, Mina mía!

Mina se levanta, sopla el quinqué, que lleva un rato iluminándolas. Luego, se vuelve hacia la mujer y se inclina para besarle la mano pintada de alheña. Y penetra en la otra habitación, donde sabe que está su lecho.

Doña Lionne no se levanta: apoltronándose con un rosario en la mano, se recoge para la oración del alba.

Fuera, sobre las ruinas del circo romano, la noche está a punto de disiparse.

2

«¿Dónde hallar el cuerpo de mi madre?»

Cuando la visitante, tras apearse del todoterreno, entró acompañada de los técnicos de televisión, Hania se disculpó:

—La próxima semana vamos a celebrar la pedida de mano de mi hermano menor. Estudia en la academia militar de la ciudad, tan reputada en el país.

Colocó en la mesa un plato de cuernecillos almendrados y bocaditos de almendra y avellana. Y añadió en tono satisfecho:

—La ambición del último hijo de mi madre es convertirse en aviador.

Luego, para justificar su vana complacencia:

—Prácticamente lo he criado yo. Mi madre, cuando —duda un instante— nos abandonó… para echarse al monte, me lo confió. Él apenas tenía cinco años.

Hania había evocado luego a Zulija, pero en desorden. Su hermana Mina, que llegaba de Argel, iba a tomar el relevo en la búsqueda del pasado.

Mina saludó a la extranjera, y Hania les propuso que fueran a sentarse en el jardincillo, a la sombra del limonero. El técnico de sonido comprobó que el Nagra iba a funcionar sin él. Hania, solícita, mandó servir café con pastas a los ayudantes, que aguardaban fuera con el conductor del todoterreno. Luego volvió a los preparativos de la fiesta.

La conversación en el patio entre Mina y la entrevistadora duraría varias horas.

La noche siguiente, como Mina se ha ido a dormir a casa de Lla Lbia, Hania, presa de un repentino insomnio, no puede quedarse tumbada junto al marido (él ronca, pero no es eso lo que le desasosiega): va y viene por las habitaciones vacías. Acaba sentándose en el salón, donde una tenue luz ilumina el retrato de Zulija, encima de una mesa.

«¿Cómo voy a pasar el año que aún falta para la boda?», se inquieta. Para la fiesta de pedida de mano, la casa se llenará en unos días de familias vecinas, de señoras encantadas de darle la enhorabuena. Todo está dispuesto, pero no es esa angustia lo que la aterraja esta noche.

La visitante se ha alojado en un hotel del centro de Cesarea. Al día siguiente, está de nuevo sentada sobre la piel de cordero con las piernas cruzadas, a la sombra del limonero; Mina la imita, y Hania, la señora de la casa, se queda de pie, con los brazos colgando, súbitamente ausente.

—Aquí, en esta ciudad —empieza (ella tiene una forma particular de proferir una o dos breves palabras antes de detenerse, apenas esboza una pregunta en un tono que, en realidad, no es interrogativo, sino pausado)—, aquí… —retoma confesando que abandonó hace mucho la ciudad de su padre, la ciudad de su madre—. Aquí, los mosaicos de este patio, de colores desvaídos, tan antiguos… como en casa de mi padre —retoma de nuevo la invitada en tono más afable.

Y se sacude el cabello haciendo ademán de borrar las imágenes de su tierna infancia, que transcurrió precisamente allí… al otro lado de la tapia.

Hania ya no escucha. Se aferra, perpleja, a un detalle: esta mujer más joven que ella, esta viajera, aunque de aquí, fue niña justo allí, «al otro lado de la tapia». Por aquel entonces, treinta años atrás, Zulija vivía como una mera ama de casa. ¡Zulija estaba viva!

«Mi madre —empieza a fantasear Hania—, mi madre iba y venía tranquilamente, ¡yo tenía diez años, poco más! Zulija… tal vez ya estaba embarazada de Mina en la época en que la visitante de hoy, entonces chiquilla de dos o tres años, reía, lloraba, jugaba “al otro lado de la tapia…”». Hania se sienta de improviso sobre la misma piel de cordero: no confiesa que se le doblan las piernas ni que los recuerdos tan abruptos de aquel pasado le incomodan. Poco antes de la llegada de Mina, había respondido con calma a todas las preguntas de la entrevistadora. ¿Qué ha podido cambiar? Ante ella, las dos mujeres conversan prácticamente en la intimidad.

En estos momentos, Hania observa la escena desde la ventana de la cocina. A esta extranjera que vuelve de tan lejos, de horizontes remotos, y que, aún así, las semanas anteriores se ha dedicado a recorrer los senderos y las aldeas donde Zulija había pasado sus últimos meses de vida.

Hania recuerda que una de las tías de la visitante murió en la casa contigua; aquella vecina, que murió joven y sin descendencia, había permanecido mucho tiempo en cama, paralizada, por así decirlo. Hania no se acuerda de la dolencia que padeció. Intenta hacer memoria: «En realidad, fue tuberculosis pulmonar», recuerda.

Y ahora, la sobrina de la vecina tuberculosa (esta desconocida de afilado rostro sin maquillar, salvo los ojos color avellana ennegrecidos con khol, y con una manera pausada de clavar la mirada) provoca, con su llegada, un aluvión de recuerdos.

—Con los periodistas —declara al fin Hania—, cuando vienen a entrevistarme sobre Zulija, tengo la sensación de que, al ir enhebrando palabras… —pasa repentinamente al árabe, lengua que en ella es más refinada—, al hablar de Zulija, me parece como si la estuviera matando a mi vez.

En un arranque, Mina penetra en la profundidad de las habitaciones; ya no vuelve, como si se hubiera diluido entre las sombras.

—Contigo —retoma Hania sirviendo en el plato de la invitada unos pringosos cuadraditos de miel y almendra—, contigo —duda y vuelve al francés—, cuando hablo de ella, me siento aliviada, me deshago del sabor de la amargura. Claro, soy consciente de que las mujeres de la ciudad ahora creen que me siento orgullosa de Zulija (ya ves, no consigo decir mi madre; ya cuando vivía, siempre la llamaba por su nombre de pila). Las de Cesarea piensan que alardeo ante ellas, quienes, en su mayoría, han permanecido enclaustradas. Temerosas, sin duda, pero a salvo… ¡Zulija, no! Ahonda en mi interior un vacío, ¡un oscuro abismo que no he superado!

»Tú, que has tardado tanto tiempo en volver —continua con voz vacilante—, tú, sobrina de Huria, fallecida al lado de nuestra casa, tú, que, según parece, has dado casi la vuelta al mundo… a ti, ¿qué podríamos reprocharte? Has vuelto con nosotras, ¿no es lo que cuenta?

Mina abre el grifo de la cocina. «¡Debe de estar refrescándose la cara con agua fría! —piensa Hania— ¡Va a unirse a nosotras!».

—Sí —prosigue Hania pensando en voz alta—: Llevo en el corazón un tormento… De hecho —grita—: ¡a Zulija la extrañamos tanto nosotras, sus dos hijas!

Llora sin enjugarse el rostro, dejando que su generoso pecho, comprimido en un mandil, solloce espasmódicamente.

La visitante ha posado una mano sobre su brazo desnudo. Mina vuelve pasito a pasito y se sienta frente a su hermana mayor. Le llena un vaso de agua en el que vierte unas gotas de agua de azahar.

—Bebe, habiba (la llama así: cariño). Bebe, te sentará bien.

La invitada interviene con voz firme, mientras la anfitriona, que está llorando hasta quedarse sin lágrimas, apenas moja sus labios en el vaso.

—Hania, todos dicen que te pareces a Zulija como a una hermana gemela.

A despecho de las lágrimas que sus manos cargadas de anillos han empezado a enjugar, la primogénita sonríe, repentinamente orgullosa.

—Sobre todo ahora, desde que he pasado de los cuarenta y me acerco a la edad en la que desapareció.

Hania inclina la cabeza hacia el cielo, alza una sola mano, temblorosa, con los dedos estirados, separados, y se le quiebra la voz:

—Zulija sigue aquí, en el aire, en el polvo, en pleno sol… ¡Lo mismo nos está escuchando, nos está rozando!

Se calma, cierra los párpados y se esfuerza por respirar profundamente con todos los músculos del cuello y de la cara.

—Por supuesto —retoma—, Zulija permanecerá oculta a nuestros ojos, pero dispuesta a volver, ¿por qué no?

Hania se levanta con elegancia y una asombrosa amplitud gestual.

—Sobre todo —declara en tono trágico con un arranque de risa ligera—, de esta forma, Zulija no ha envejecido nunca —vuelve a sentarse—. Se ha convertido para siempre en mi hermana… ¿Mi hermana gemela? Me encantaría.

Las dos mujeres no se mueven, ni la una ni la otra. La escuchan.

—Al final —con voz tenue y mirada perdida, Hania se sume en la melancolía—, cuando tenía yo apenas veinte años y ella cuarenta, e incluso la última vez, cuando me dio tantos consejos para los pequeños que nos estaba confiando a mi marido y a mí, estuvimos hablando mucho tiempo… Como dos hermanas.

—Sin embargo, no aceptaste encarnar su papel —comenta Mina en voz baja— en la película que querían rodar el año pasado inspirándose en su vida.

—¡Eso es otra cosa!

Hania, implacable, toma a la invitada por testigo: ¿Acaso creen que van a librarse así de su recuerdo?

Unas risas infantiles, procedentes de la calle, rasgan el silencio.

—Ya sabes —prosigue Hania en dirección a Mina— lo poco que conozco sobre el tema —duda— artístico, como les gusta llamarlo. Pero… —busca un argumento—: pero si, ante todo, no hay respeto…

—¿Respeto o fidelidad? —pregunta, indecisa, la extranjera.

—Respeto —repite Hania—. Yo creo que a mi madre la matarían por segunda vez, no solo como heroína, sino también como mujer, si la exhibiesen así, en imágenes televisivas…—reflexiona—. Imágenes filmadas de cualquier modo, a la hora en que las familias empiezan la cena de ramadán…

La noche en la que Mina se acurruca en uno de los diminutos y umbríos cuartos de doña Lionne, Hania (cuyo nombre significa la apacible) no encuentra paz. «El insomnio habitual —se dice—; y ahora, ¡bien plantada sobre mis piernas hasta el amanecer!». Como otras veces, Mina volverá antes de que arrecie el calor de la mañana… momento en que, en los patios, las amas de casa lavan a chorros, con grandes bidones de agua, las desgastadas y descoloridas baldosas del suelo, color naranja y verde.

Volverá con una de las chiquillas de la casa de enfrente, la que la sigue como su sombra. Yasmina se pondrá en un rincón para jugar a las tabas (las que usaba Mina de pequeña, y que Hania le ha guardado). Yasmina le pedirá a la de Argel (así llama a Mina, algo que no agrada demasiado a Hania) una música, ni una melodía tradicional ni las canciones de moda, la música, dice desde que ha escuchado una sonata de Mozart, y se encerrarán en la habitación de arriba.

«De modo que —piensa Hania— mi hermana, hija de Zulija, la heroína de Cesarea, está a punto de convertirse en una mujer de Argel. ¡No es justo!». En el corazón blanco de la noche, el insomnio sirve de pretexto para las elucubraciones, Hania lo sabe. Desatendiendo el lecho, va de un lado a otro de la vivienda que ella misma ha adornado; sus manos de ama de casa intentan seguir ordenando: un bibelot, una colcha fuera de su sitio.

¿Acaso le impacienta la ausencia de su hermana, a la que lleva esperando toda la semana? No. Al inicio de las vacaciones, Mina necesita estar fuera: visitar sus lugares habituales, manzanas de calles, dos o tres casas de compañeras de instituto que aún viven en la ciudad; luego irá al santuario de Sidi Brahim, en la entrada oriental de la ciudad. Le encanta escuchar a las campesinas y hablar con ellas. «Para mí, ¡es mucho mejor que ir a la playa!», dirá para disculparse.

Hania se atormenta así de día y de noche. Dentro de un año, cuando su hermano se haya casado ¿qué hará ella? Él se marchará de casa, quizá, incluso de la ciudad. A veces confía: «¿Y si Mina, por fin, tomase esposo? Con un esposo, ¡tal vez recuperaría su lugar, aquí, en la casa de su madre!

Voz de Hania, la Apacible

Era marzo de 1957. Mi marido, que acababa de someterse a una intervención quirúrgica en Argel, salió del hospital y vino a Cesarea.

—¿Dónde está tu madre? —me preguntó.

No quise contárselo enseguida.

—Está en el hamam —respondí.

Lo encontraba enfermo y quise evitárselo… Luego, unas horas después, no pude resistirlo. Le confesé todo:

—Mi madre está escondida. ¡Está esperando para hablar contigo! Después, se irá.

Como sabíamos que la vivienda de Zulija llevaba días vigilada y espiada por su entorno, entonces, para reunirse con mi marido, ella salió completamente cubierta del lugar donde se escondía y se dirigió a una casa de confianza, no lejos. Saltó por encima de dos tapias medianeras y bajó de una azotea. Así fue como logró, en secreto, hablar cara a cara con su yerno.

Hablaron. Acordaron todo lo relativo a los niños: mi hermana pequeña y mi hermano, el benjamín. Luego, regresó por donde había venido a la casa de las huertas, en lo alto de la ciudad, donde llevaba escondida aquellas últimas semanas.

Allí fue donde vinieron a buscarla para que se uniera a la guerrilla.

Desde ese momento y hasta el final, mi marido y yo nos quedamos a cargo de los niños. En los meses siguientes y durante todo un año, Zulija estuvo viviendo en las montañas que coronan Cesarea.

Durante todo aquel tiempo, a Dios tengo por testigo, yo podía pegar la oreja a la almohada: lo sabía, sí, sabía que Zulija tenía por fin la vida que le dictaba el corazón. Un buen día, un jueves, recibimos a la vez un telegrama y una carta. Ambos contenían estas palabras: «Mamá está enferma de gripe asiática». Los dos comprendimos que corría peligro.

Mi marido se había reincorporado unos meses antes al trabajo en la administración de Burdeau, un alejado pueblo de interior. A causa del colegio, los niños debieron quedarse en nuestra ciudad, en nuestra casa, al cuidado de una pariente. Nos llegaban noticias suyas con regularidad. Mi marido no podía dejar su puesto de trabajo en el pueblo. Debido a aquellas inquietantes palabras sobre Zulija, tenía que irme a Cesarea lo antes posible.

La circulación por la región era complicada: se organizaban convoyes dos veces por semana; aparte de eso, ningún coche podía transitar. Le insistí a mi marido porque yo presentía que era algo urgente. Él aguardó al coche del periódico L’Écho d’Alger. Conocía al conductor que pasaba por allí a las nueve de la mañana antes de regresar a Argel. Por amistad hacia mi marido, aquel hombre aceptó que yo montase a su lado.

—Me bajaré —le dije— a mitad de camino, en El Afrún, en la llanura de Mitiya. Desde allí, luego me las arreglaré sola.

Así que me dejó en la entrada de aquel pueblo, al lado de un surtidor de gasolina. Yo tenía previsto esperar el autocar que iba a Cesarea. Pero me impacienté. Acabé parando un camión que iba a Marengo, el pueblo de mi madre, donde nací yo también. Salí del aquel municipio para plantarme de nuevo delante de un surtidor de gasolina. Detuve otro camión que se dirigía a la comuna de Zurich (Sidi Amar). Me bajé allí y luego, decidí ir a pie dos o tres kilómetros hasta la bodega de la cooperativa vinícola del pueblo: me iba acercando a mi destino. De hecho, por allí pasa la carretera nacional que viene directamente de Argel y llega hasta mi ciudad. Una vez más, tuve suerte: hice de nuevo autostop, y así fue como llegué a Cesarea.

Por supuesto, en cuanto salí de Burdeau, donde dejé a mi marido, doblé el velo y lo metí en el bolso. Así, vestida como una europea, podían tomarme por corsa o judía, en fin, por una de sus mujeres. Con el velo escondido y un perfecto acento francés, pude moverme con facilidad.

Ya en mi ciudad, en el portal de una casa, volví a colocarme lentamente sobre la cabeza el velo de lugareña y, de nuevo yo misma, aceleré el paso hasta la vivienda de mi madre, donde los niños se alegraron mucho de verme. No les conté nada acerca de mis temores. Me cambié. Eran las cuatro de la tarde.

Fui directamente a ver al abogado que me recomendó mi marido. Era un francés correcto que nos conocía. Me recibió cortés y atento; me estrechó la mano.

—¡Gracias a Dios que ha venido! ¡Sí que ha tardado!

—No he recibido la noticia hasta hoy. El correo ha sufrido demoras en Burdeau.

—Estese tranquila —me dijo—. En el transcurso de una operación importante, su madre ha sido arrestada junto a otros tantos… toda una red, según parece. Pero es la única mujer. Tengo esperanzas. Haré todo lo posible para obtener la libertad provisional… Venga a verme el lunes.

Le entregué un anticipo y regresé a la vivienda, casi aliviada.

Fui a ver al abogado el lunes, confiada a medias. Cuando me recibió, ya no era el mismo hombre: me saludó sin tocarme la mano. Su semblante era adusto.

Extrajo de un cajón el dinero del anticipo y me lo entregó. Me quedé sin palabras.

—Aquí tiene su dinero, señora. Lo lamento profundamente. Me he topado con un muro. ¡No puedo hacer nada! Nadie ha querido decirme la más mínima palabra sobre su madre.

Mi marido, que consiguió reunirse conmigo aquella misma tarde, fue a visitarlo, a su vez, al día siguiente. El abogado no quiso esconderle nada:

—Sí, Zulija Udai ha sido arrestada, pero luego ha sido ejecutada.

Mi marido replicó:

—Entonces, al menos, que nos den su cuerpo. ¡Ayúdeme!

—Lo lamento —le respondió el abogado—. Sé que será imposible que les entreguen el cuerpo.

En los tres años que siguieron, las noticias que iban llegando eran contradictorias. Algunos nos decían: «¡La han matado!», y otros: «¡No la han matado! ¡La tienen incomunicada…!». Pasaban los meses. Alguno llamaba a nuestra puerta: «La hemos visto en tal prisión», susurraba antes de desaparecer. Otro sostenía que le habían mostrado de lejos a Zulija en un centro de detención. Un tercero, más tarde, estaba seguro de que se encontraba entre un grupo de prisioneras que iba cambiando de lugar de detención. «Me especificaron: es la señora Udai, ¡la famosa!». Así, hasta el alto el fuego de marzo de 1962.

Fui pasando sucesivamente de la esperanza a la desesperanza. Ya no podía pronunciar su nombre… Y la pobre Mina, en plena adolescencia, se sobresaltaba por cualquier cosa, cuando alguien llamaba a la puerta o cuando… ¿Acaso viví realmente aquellos años?

Sin embargo, yo estaba segura de que, tan pronto como pudiéramos llegar al bosque donde la habían capturado aquel fatídico día ante los vetustos campesinos de los aduares allí reunidos, la buscaría y la encontraría: viva o muerta… Estaba completamente segura. Varias veces vi en sueños su sepultura: un magnífico monumento iluminado, aislado, y yo venga a llorar ante aquel mausoleo. Me despertaba bañada en lágrimas, y debía recobrar la apariencia normal por los niños.

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