Kitabı oku: «Maestros de la Poesia - Rubén Darío», sayfa 3

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VII

FLORIDA estaba mi adolescencia. Ya tenía yo escritos muchos versos de amor y ya había sufrido, apasionado precoz, más de un dolor y una desilusión a causa de nuestra inevitable y divina enemiga: pero nunca había sentido una erótica llama igual a la que despertó en mis sentidos e imaginación de niño, una apenas púber saltimbanqui norteamericana, que daba saltos prodigiosos en un circo ambulante. No he olvidado su nombre: Hortensia Buislay.

Como no siempre conseguía lo necesario para penetrar en el circo, me hice amigo de los músicos y entraba a veces, ya con un gran rollo de papeles, ya con la caja de un violín; pero mi gloria mayor fué conocer el payaso, a quien hice repetidos ruegos para ser admitido en la farándula. Mi inutilidad fué reconocida. Así, pues, tuve que resignarme a ver partir a la tentadora, que me había presentado la más hermosa visión de inocente voluptuosidad en mis tiempos de fogosa primavera.

Ya iba a cumplir mis trece años y habían aparecido mis primeros versos en un diario titulado «El Termómetro», que publicaba en la ciudad de Rivas el historiador y hombre político José Dolores Gómez. No he olvidado la primera estrofa de estos versos de primerizo, rimados en ocasión de la muerte del padre de un amigo. Ellos serían ruborizantes si no los amparase la intención de la inocencia:

«Murió tu padre, es verdad,

lo lloras, tienes razón,

pero ten resignación,

que existe una eternidad

do no hay penas...

y en un trozo de azucena

moran los justos cantando...»

No, no continuaré. Otros versos míos se publicaron y se me llamó en mi república, y en las cuatro de Centro América, «el poeta niño». Como era de razón, comencé a usar larga cabellera, a divagar más de lo preciso, a descuidar mis estudios de colegial, y en mi desastroso examen de matemáticas fuí reprobado con innegable justicia.

Como se ve, era la iniciación de un nacido aeda. Y la alarma familiar entró en mi casa. Entonces, la excelente anciana protectora quería que aprendiese a sastre, o a cualquier otro oficio práctico y útil, pero mis románticos éxitos con las mozas eran indiscutibles, lo cual me valía, por mi contextura endeble y mis escasas condiciones de agresividad, ser la víctima de fuertes zopencos rivales míos, que tenían brazos robustos y estaban exentos de iniciación apolínea.

VIII

UN día, una vecina me llamó a su casa. Estaba allí una señora vestida de negro, que me abrazó y me besó llorando, sin decirme una sola palabra. La vecina me dijo: «Esta es tu verdadera madre, se llama Rosa, y ha venido a verte, desde muy lejos». No comprendí de pronto, como tampoco me dí exacta cuenta de las mil palabras de ternura y consejos que me prodigara en la despedida que oía de aquella dama para mí extraña. Me dejó unos dulces, unos regalitos. Fué para mí rara visión. Desapareció de nuevo. No debía volver a verla hasta más de veinte años después.

Algunas veces llegué a visitar a D. Manuel Darío, en su tienda de ropa. Era un hombre no muy alto de cuerpo, algo jovial, muy aficionado a los galanteos, gustador de cerveza negra de Inglaterra. Hablaba mucho de política y esto le ocasionó en cierto tiempo varios desvaríos. Desde luego, aunque se mantuvo cariñoso, no con extremada amabilidad, nada me daba a entender que fuese mi padre. La verdad es que no vine a saber sino mucho más tarde que yo era hijo suyo.

IX

POR ese tiempo, algo que ha dejado en mi espíritu una impresión indeleble, me aconteció. Fué mi primer pesadilla. La cuento, porque, hasta en estos mismos momentos, me impresiona. Estaba yo, en el sueño, leyendo cerca de una mesa, en la salita de la casa, alumbrada por una lámpara de petróleo. En la puerta de la calle, no lejos de mí, estaba la gente de la tertulia habitual. A mi derecha había una puerta que daba al dormitorio; la puerta estaba abierta y vi en el fondo obscuro que daba al interior, que comenzaba como a formarse un espectro; y con temor miré hacia este cuadrado de obscuridad y no vi nada; pero, como volviese a sentirme inquieto, miré de nuevo y vi que se destacaba en el fondo negro una figura blanquecina, como la de un cuerpo humano envuelto en lienzos; me llené de terror, porque vi aquella figura que, aunque no andaba, iba avanzando hacia donde yo me encontraba. Las visitas continuaban en su conversación, y, a pesar de que pedí socorro, no me oyeron. Volví a gritar y siguieron indiferentes. Indefenso, al sentir la aproximación de «la cosa», quise huir y no pude, y aquella sepulcral materialización siguió acercándose a mí, paralizándome y dándome una impresión de horror inexpresable. Aquello no tenía cara y era, sin embargo, un cuerpo humano. Aquello no tenía brazos y yo sentía que me iba a estrechar. Aquello no tenía pies y ya estaba cerca de mí. Lo más espantoso fué que sentí inmediatamente el tremendo olor de la cadaverina, cuando me tocó algo como un brazo, que causaba en mí algo semejante a una conmoción eléctrica. De súbito, para defenderme, mordí «aquello» y sentí exactamente como si hubiera clavado mis dientes en un cirio de cera oleosa. Desperté con sudores de angustia.

De la familia materna no conocía casi a nadie. Como mis padres eran primos, los parientes maternos llevaban también con el suyo el apellido Darío, así oía yo la historia novelesca de dos hermanos de mi madre, Antonio, llamado «el indio Darío», que por cierto era, según decires, un hombre guapo, rubio y de ojos azules y que murió asesinado cruelmente en una revolución en la ciudad de Granada, en donde, después de ultimarle, le ataron a la cola de un caballo y fué arrastrado por las calles; e Ignacio, muerto a traición de un escopetazo; unos dicen que por asuntos de amores y otros que por robarle, después de haber salido de una casa de juego. Había también dos primos de mi madre, que habitaban en el puerto de Corinto, y se dedicaban al negocio de exportación de maderas, especialmente de mora y de palo de campeche.

Cuántas veces me despertaron ansias desconocidas y misteriosos ensueños las fragatas y bergantines que se iban con las velas desplegadas por el golfo azul, con rumbo a la fabulosa Europa. En muchas ocasiones fuí al puerto, en pequeñas barcas, por los esteros y manglares, poblados de grandes almejas y cangrejos, y me iba a admirar al cónsul inglés, Miller, que perseguía a balazos, con su winchester, a los tiburones.

X

SE publicaba en León un periódico político titulado La Verdad. Se me llamó a la redacción—tenía a la sazón cerca de catorce años—, se me hizo escribir artículos de combate que yo redactaba a la manera de un escritor ecuatoriano, famoso, violento, castizo e ilustre, llamado Juan Montalvo, que ha dejado excelentes volúmenes de tratados, conminaciones y catilinarias. Como el periódico La Verdad era de la oposición, mis estilados denuestos iban contra el gobierno, y el gobierno se escamó. Un día fuí requerido por la policía. Se me acusaba como vago, y me libré de las oficiales iras porque un doctor pedagogo, liberal y de buen querer, declaró que no podía ser vago quien como yo era profesor en el colegio que él dirigía. En efecto: desde hacía algún tiempo, enseñaba yo gramática en tal establecimiento.

Cayó en mis manos un libro de masonería, y me dió por ser masón, y llegaron a serme familiares Hiram, el Templo, los caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y toda la endiablada y simbólica liturgía de esos terribles ingenuos.

Con esto adquirí cierto prestigio entre mis jóvenes amigos. En cuanto a mi imaginación y mi sentido poético, se encantaban en casa con la visión de las turgentes formas de mi prima, que aun usaba el traje corto; con la cigarrera Manuela, que manipulando sus tabacos me contaba los cuentos del príncipe Kamaralzaman y de la princesa Badura, del Caballo Volante, de los genios orientales, de las invenciones maravillosas de las Mil y Una Noches.

Brillaba el fuego de los tizones en la cocina, se oía el ruido de las salvas que sirven para desgranar las mazorcas de maíz. Un perro, Laberinto, estaba a mi lado con el hocico entre las patas. Vageaba en el silencio la cálida noche. Yo escuchaba atento las lindas fábulas.

Mas la vida pasaba. La pubertad transformaba mi cuerpo y mi espíritu. Se acentuaban mis melancolías sin justas causas. Ciertamente, yo sentía como una invisible mano que me empujaba a lo desconocido. Se despertaron los vibrantes, divinos e irresistibles deseos. Brotó en mí el amor triunfante y fuí un muchacho con ojeras, con sueños y que se iba a confesar todos los sábados.

Por este tiempo llegaron a León unos hombres políticos, senadores, diputados, que sabían de la fama del «poeta niño». Me conocieron. Me hicieron recitar versos. Me dijeron que era preciso que fuera a la capital. La mamá Bernarda me echó la bendición, y partí para Managua.

Managua, creada capital para evitar los celos entre León y Granada, es una linda ciudad situada entra sierras fértiles y pintorescas, en donde se cultiva profusamente el café; y el lago, poblado de islas y en uno de cuyos extremos se levanta el volcán de Momotombo, inmortalizado líricamente por Víctor Hugo, en la «Leyenda de los siglos».

Mi renombre departamental se generalizó muy pronto, y al poco tiempo yo era señalado como un ser raro. Demás decir que era buscado para la incontenible manía de versos para álbumes y abanicos.

A la sazón, estaba reunido el Congreso.

Era presidente de él un anciano granadino, calvo, conservador, rico y religioso, llamado don Pedro Joaquín Chamorro. Yo estaba protegida por miembros del Congreso pertenecientes al partido liberal, y es claro que en mis poesías y versos ardía el más violento, desenfadado y crudo liberalismo. Entre otras cosas se publicó cierto malhadado soneto que acababa así, si la memoria me es fiel:

«El Papa rompe con furor su tiara

sobre el trono del regio Vaticano».

Presentaron los diputados amigos una moción al Congreso para que yo fuese enviado a Europa a educarme por cuenta de la nación. El decreto, con algunas enmiendas, fué sometido a la aprobación del presidente. En esos días se dió una fiesta en el palacio presidencial, a la cual fuí invitado, como un número curioso, para alegrar con mis versos los oídos de los asistentes. Llegó y, tras las músicas de la banda militar, se me pide que recite. Extraje de mi bolsillo una larga serie de décimas, todas ellas rojas de radicalismo anti-religioso, detonantes, posiblemente ateas, y que causaron un efecto de todos los diablos. Al concluir, entre escasos aplausos de mis amigos, oí los murmullos de los graves senadores, y vi moverse desoladamente la cabeza del presidente Chamorro. Este me llamó, y, poniéndome la mano en un hombro, me dijo, más o menos:—«Hijo mío, si así escribes ahora contra la religión de tus padres y de tu patria, ¿qué será si te vas a Europa a aprender cosas peores?» Y así, la disposición del Congreso no fué cumplida. El presidente dispuso que se me enviase al Colegio de Granada; pero yo era de León. Existía una antigua rivalidad entre ambas ciudades, desde tiempo de la Colonia. Se me aconsejó que no aceptase tal cosa, pues ello era opuesto a lo resuelto por los congresales, y porque ello humillaba a mi vecindario leonés; y decididamente renuncié el favor.

En Managua conocí a un historiador ilustre de Guatemala, el doctor Lorenzo Montúfar, quien me cobró mucho cariño; al célebre orador cubano Antonio Zambrana, que fué para mí intelectualmente paternal, y al doctor José Leonard y Bertholet, que fué después mi profesor en el Instituto Leonés de Occidente y que tuvo una vida novelesca y curiosa. Era polaco de origen; había sido ayudante del general Kruck en la última insurrección; había pasado a Alemania, a Francia, a España. En Madrid aprendió maravillosamente el español, se mezcló en política, fué íntimo de los prohombres de la república y de hombres de letras, escritores y poetas, entre ellos D. Ventura Ruiz de Aguilera, que habla de él en uno de sus libros, y D. Antonio de Trueba. Llegó a tal la simpatía que tuvieron por él sus amigos españoles que logró ser Leonard hasta redactor de la Gaceta de Madrid.

Así, pues, mis frecuentaciones en la capital de mi patria eran con gente de intelecto, de saber y de experiencia, y por ellos conseguí que se me diese un empleo en la Biblioteca Nacional. Allí pasé largos meses leyendo todo lo posible y entre todas las cosas que leí ¡horrendo referens! fueron todas las introducciones de la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira, y las principales obras de casi todos los clásicos de nuestra lengua. De allí viene que, cosa que sorprendiera a muchos de los que conscientemente me han atacado, el que yo sea en verdad un buen conocedor de letras castizas, como cualquiera puede verlo en mis primeras producciones publicadas, en un tomo de poesías, hoy inencontrable, que se titula «Primeras Notas», como ya lo hizo notar don Juan Valera, cuando escribió sobre el libro «Azul». Ha sido deliberadamente que después, con el deseo de rejuvenecer, flexibilizar el idioma, he empleado maneras y construcciones de otras lenguas, giros y vocablos exóticos y no puramente españoles.

Era director de la Biblioteca Nacional un viejo poeta llamado Antonio Aragón, que había sido en Guatemala íntimo amigo de un gran poeta español, hoy bastante desconocido, pero a quien debieron mucho los poetas hispanoamericanos en el tiempo en que recorrió este continente. Me refiero a D. Fernando Velarde, originario de Santander, a quien ha hecho felizmente justicia en uno de sus libros el grande y memorable D. Marcelino Menéndez y Pelayo. D. Antonio Aragón era un varón excelente, nutrido de letras universales, sobre todo de clásicos, griegos y latinos. Me enseñó mucho y él fué el que me contó algo que figura en las famosas Memorias de Garibaldi. Garibaldi estuvo en Nicaragua. No puedo precisar en qué fecha, pues no tengo a la vista un libro publicado por Dumas, y D. Antonio le conoció mucho. Estableció la primera fábrica de velas que haya habido en el país. Habitó en León en la casa de D. Rafael Salinas. Se dedicaba a la caza. Muy frecuentemente salía con su fusil, se internaba por los montes cercanos a la ciudad y volvía casi siempre con un venado al hombro y una red llena de pavos monteses, conejos y otras alimañas. Un día, alguien le reprendió porque al pasar el viático, y estando en la puerta de la casa, no se quitó el sombrero, y él dijo estas frases, que me repitiera D. Antonio muchas veces: «¿Cree usted que Dios va a venir a envolverse en harina para que le metan en un saco de m...?»

XI

VIVÍA yo en casa del Licenciado Modesto Barrios, y este licenciado gentil me llevaba a visitas y tertulias. Una noche oí cantar a una niña.

Era una adolescente de ojos verdes, de cabello castaño, de tez levemente acanelada, con esa suave palidez que tienen las mujeres de Oriente y de los trópicos. Un cuerpo flexible y delicadamente voluptuoso, que traía al andar ilusiones de canéfora. Era alegre, risueña, llena de frescura y deliciosamente parlera, y cantaba con una voz encantadora. Me enamoré desde luego; fué «el rayo», como dicen los franceses. Nos amamos. Jamás escribiera tantos versos de amor como entonces. Versos unos que no recuerdo y otros que aparecieron en periódicos y que se encuentran en algunos de mis libros. Todo aquel que haya amado en su aurora sabe de esas íntimas delicias que no pueden decirse completamente con palabras, aunque sea Hugo el que las diga. Esas exquisitas cosas de los amores primeros que nos perfuman la vida, dulce, inefable y misteriosamente. Iba a comer algunas veces en la casa de esta niña, en compañía de escritores y hombres públicos. En la comida se hablaba de letras, de arte, de impresiones varias; pero, naturalmente, yo me pasaba las horas mirando los ojos de la exquisita muchacha que era mi verdadera musa en esos días dichosos. Una fatal timidez, que todavía me dura, hizo que yo no fuese al comienzo completamente explícito con ella, en mis deseos, en mi modo de ser, en mis expresiones. Pasaban deliciosas escenas de una castidad casi legendaria, en que un roce de mano era la mayor de las conquistas. Pero para el que haya experimentado tales cosas, todo ello es hechicero, justo, precioso. Nos poníamos, por ejemplo, a mirar una estrella, por la tarde, una grande estrella de oro en unos crepúsculos azules o sonrosados, cerca del lago y nuestro silencio estaba lleno de maravillas y de inocencia. El beso llegó a su tiempo y luego llegaron a su tiempo los besos. ¡Cuán divino y criollo Cantar de los cantares! Allí comprendí por primera vez en su profundidad: «Mel et lac sub lingua tua». Hay que saber lo que son aquellas tardes de las amorosas tierras cálidas. Están llenas como de una dulce angustia. Se diría a veces que no hay aire. Las flores y los árboles se estilizan en la inmovilidad. La pereza y la sensualidad se unen en la vaguedad de los deseos. Suena el lejano arrullo de una paloma. Una mariposa azul va por el jardín. Los viejos duermen en la hamaca. Entonces, en la hora tibia, dos manos se juntan, dos cabezas se van acercando, se hablan con voz queda, se compenetran mutuas voliciones; no se quiere pensar, no se quiere saber si se existe, y una voluptuosidad miliunanochesca perfuma de esencias tropicales el triunfo de la atracción y del instinto.

Aconteció que un amigo mío estaba moribundo, y, como es por allí costumbre, las familias amigas iban a velar al enfermo. Iba así la joven que yo amaba, y alguien me insinuó que ella había tenido amores con el doliente. No recuerdo haber sentido nunca celos tan purpúreos y trágicos, delante del hombre pálido que estaba yéndose de la vida, y a quien mi amada daba a veces las medicinas. Juro que nunca, durante toda mi existencia, a no ser en instantes de violencia o provocada ira, he deseado mal o daño a nadie; pero en aquellos momentos se diría que casi ponía oídos deseosos, para escuchar si sonaba cerca de la cabecera el ruido de la hoz de la muerte. Esto lo he dicho concentradamente en unos cortos versos de mi hoy raro libro publicado en Chile, «Abrojos». Amor sensual, amor de tierra caliente, amor de primera juventud, amor de poeta y de hiperestésico, de imaginativo. Pero es el caso que había en él una estupenda castidad de actos. Todo se iba en ver las garzas del lago, los pájaros de las islas, las nocturnas constelaciones, y en medias palabras y en profundas miradas y en deseos contenidos y en esa profusión de cosas iniciales que constituyen el silabario que todos sabéis deletrear.

Un día dije a mis amigos:—«Me caso». La carcajada fué homérica. Tenía apenas catorce años cumplidos. Como mis buenos queredores viesen una resolución definitiva en mi voluntad, me juntaron unos cuantos pesos, me arreglaron un baúl y me condujeron al puerto de Corinto, donde estaba anclado un vapor que me llevó en seguida a la república de El Salvador.

XII

GOBERNABA este país entonces el doctor Rafael Zaldívar, hombre culto, hábil, tiránico para unos, bienhechor para otros, y a quien, habiendo sido mi benefactor y no siendo yo juez de historia, en este mundo, no debo sino alabanzas y agradecimientos. Llegar yo al puerto de La Libertad y poner un telegrama a su excelencia todo fué uno. Inmediatamente recibí una contestación halagadora del presidente, que se encontraba en una hacienda, en el cual telegrama era muy gentil conmigo y me anunciaba una audiencia en la capital. Llegué a la capital. Al cochero que me preguntó a qué hotel iba, le contesté sencillamente: «Al mejor». El mejor, de cuyo nombre no puedo acordarme aunque quiero, lo tenía un barítono italiano, de apellido Petrilli, y era famoso por sus macarroni y su moscato espumante y las bellas artistas que llegaban a cantar ópera y a recoger el pañuelo de un galante, generoso, infatigable sultán presidencial. A los pocos días recibí aviso de que el presidente me esperaba en la casa de gobierno. Mozo flaco y de larga cabellera, pretérita indumentaria y exhaustos bolsillos, me presenté ante el gobernante. Pasé entre los guardias y me encontré tímido y apocado delante del jefe de la República, que recibía, de espaldas a la luz, para poder examinar bien a sus visitantes. Mi temor era grande y no encontraba palabras que decir. El presidente fué gentilísimo y me habló de mis versos y me ofreció su protección; mas cuando me preguntó qué era lo que yo deseaba, contesté, ¡oh, inefable Jerome Paturot!, con estas exactas e inolvidables palabras, que hicieron sonreír al varón de poder:—«Quiero tener una buena posición social. ¿Qué entendería yo por tener una posición social? Lo sospecho. El doctor Zaldívar, siempre sonriendo, me contestó bondadosamente:—«Eso depende de usted...» Me despedí. Cuando llegué al hotel, al poco rato, me dijeron que el director de policía deseaba verme. Noté en él y en el dueño del hotel un desusado cariño. Se me entregaron quinientos pesos plata, obsequio del presidente. ¡Quinientos pesos plata! Macarroni, moscato espumante, artistas bellas... Era aquello, en la imaginación del ardiente muchacho flaco y de cabellos largos, ensoñador y lleno de deseos, un buen comienzo para tener una buena posición social...

Al día siguiente, por la mañana, estaba yo rodeado improbables poetas adolescentes, escritores en en ciernes y aficionados a las musas. Ejercía de nabab. Los invité a almozar. Macarroni-moscato espumante. El esplendor continuó hasta la tarde, y llegó la noche.

¿Qué pícaro Belcebú hizo en las altas horas que me levantase y fuese a tocar la puerta de la bella diva que recibía altos favores y que habitaba en el mismo hotel que yo? Nocturno efecto sensacional, desvarío y locura. Al día siguiente, estaba yo todo mohino y lleno de remordimientos. La cara del hostelero me indicaba cosas graves, y aunque yo hablara de mi amistad presidencial, es el caso que mis méritos estaban en baja. A los pocos días, los quinientos pesos se habían esfumado y recibí la visita del mismo director de Policía que me los había traído. Dije yo:—«Viene con otros quinientos pesos».—«Joven—me dijo con un aire serio y conminatorio—, aliste sus maletas y, de orden del señor presidente, sígame». Le seguí como un corderito.

Me llevó a un colegio que dirigía cierto célebre escritor, el doctor Reyes. Oí que el terrible funcionario decía al director: «Que no deje usted salir a este joven, que lo emplee en el colegio y que sea severo con él». Dije para mí: «Estoy perdido». Pero el director era un hombre suave, insinuante, con habilidad indígena, culto y malicioso, y comprendió qué clase de soñador le llevaban. «Amiguito—me dijo—, no encontrará usted en mí severidad sino amistad; pórtese bien, dará usted una clase de gramática. Eso sí, no saldrá usted a la calle, porque es orden estricta del señor presidente». En efecto, comencé a hacer mi vida escolar, no sin causar desde luego en el establecimiento inusitadas revoluciones. Por ejemplo, me hice magnetizador entre los muchachos. Hacía misteriosos pases y decía palabras sibilinas, y lo peor del caso es que un día uno de los chicos se me durmió de veras y no lo podía despertar, hasta que a alguien se le ocurrió echarle un vaso de agua fría en la cabeza. El director me llamó y me dijo palabras reprensivas. No insistí, pero enseñé a recitar versos a todos los alumnos y era consultado para declaraciones y cartas de amor. En tal prisión estuve largos meses, hasta que un día, también por orden presidencial, fuí sacado para algo que señaló en mi vida una fecha inolvidable: el estreno de mi primer frac y primera comunicación con el público.

El presidente había resuelto que fuese yo—la verdad es que ello era honroso y satisfactorio para mis pocos años—el que abriese oficialmente la velada que se dió en celebración del Centenario de Bolívar. Escribí una oda que, según lo que vagamente recuerdo, era bella, clásica, correcta, muy distinta naturalmente, a toda mi producción en tiempos posteriores.

Aquí se produce en mi memoria una bruma que me impide todo recuerdo. Solo sé que perdí el apoyo gubernamental. Que anduve a la diabla con mis amigos bohemios y que me enamoré ligera y líricamente de una muchacha que se llamaba Refugio, a la cual escribí, en cierta ocasión, esta inefable cuarteta, que tuvo desde luego alguna romántica recompensa:

Las que se llaman Fidelias

Deben tener mucha fe;

Tú, que le llamas Refugio,

Refugio, refugiamé.

Era una chica de catorce años, tímida y sonriente, gordita y sonrosada como una fruta. El caso fué simplemente poético y sin trascendencias. Poco tiempo después volví a mi tierra.

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