Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - León Tolstoi», sayfa 19

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XXIII

Varias veces había probado Vronsky, aunque no tan resueltamente como ahora, a hablar con Ana de su situación. Y cada vez encontraba la misma superficialidad y la misma ligereza de reflexión que ahora demostraba ella al contestar a la proposición que le hacía.

Se diría que existía algo que Ana no quería o no podía aclarar consigo misma, como si cada vez que empezaba a hablar de aquello la verdadera Ana se ensimismara y resultase otra mujer, extraña a él, una mujer a quien no amaba, a la que temía y que le rechazaba.

Pero Vronsky, hoy, estaba resuelto, pasara lo que pasara, a decirlo todo.

–Lo sepa o no su marido –manifestó con su tono habitual, firme y sereno–, a nosotros nos da igual. Pero no podemos continuar así, sobre todo ahora.

–¿Y qué quiere que hagamos? –preguntó ella, con su acostumbrada sonrisa irónica.

Había temido que Vronsky tomara a la ligera su confidencia y ahora se sentía disgustada contra sí misma, al ver que él deducía del hecho la necesidad absoluta de una resolución enérgica.

–Tiene que confesarlo todo a su marido y abandonarle.

–Bien: imagine que se lo confieso ––dijo Ana–. ¿Sabe lo qué pasaría? Se lo puedo decir desde ahora –y una luz malévola brilló en sus ojos, tan dulces momentos antes–. «¿Conque ama usted a ese hombre y mantiene con él relaciones ilícitas? –y al imitar a su esposo subrayó la palabra "ilícitas", como habría hecho Alexey Alejandrovich–. Ya le advertí sus consecuencias en el sentido religioso, familiar y social... Usted no ha escuchado mis consejos. Pero yo no puedo deshonrar mi nombre...» –Ana iba a añadir: « ni el de mi hijo», pero no quiso complicar al niño en su burla, y añadió: «deshonrar mi nombre» , y alguna cosa más por el estilo. Continuó aún–: En resumen, con su estilo de estadista y sus palabras precisas y claras, me dirá que no puede dejarme marchar y que tomará cuantas medidas estén a su alcance para evitar el escándalo. Y hará, serena y escrupulosamente, lo que diga. No es un hombre, sino una máquina. Y una máquina perversa cuando se irrita –añadió, recordando a Alexey Alejandrovich con todos los detalles de su figura, con su modo de hablar, acusándolo de todo lo que de malo podía encontrar en él, no perdonándole nada por aquella terrible bajeza de que ella era culpable ante su marido.

–Ana –dijo Vronsky, con voz suave y persuasiva, tratando de calmarla–, de todos modos hay que decírselo y después obrar según lo que él decida.

–¿Y tendremos que huir?

–¿Por qué no? No veo posibilidad de seguir así, y no sólo por mí, sino porque veo cuánto sufre usted.

–Claro: huir... y convertirme en su amante –dijo Ana con malignidad.

–¡Ana! –exclamó él con tierno reproche.

–Sí –continuó ella–: ser su amante y perderlo todo.

Habría querido decir «perder a mi hijo», pero no le fue posible pronunciar la palabra.

Vronsky no podía comprender que Ana, naturaleza enérgica y honrada, pudiera soportar aquella situación de falsedades y no quisiera salir de ella. No sospechaba que la causa principal la concretaba aquella palabra «hijo», que Ana no se atrevía ahora a pronunciar.

Cuando Ana pensaba en su hijo y en las futuras relaciones que habría de tener con él si se separaba de su esposo, se estremecía pensando en lo que había hecho y entonces no podía reflexionar; mujer al fin, no buscaba más que persuadirse de que todo quedaría igual que en el pasado y olvidar la terrible incógnita de lo que sería de su hijo.

–Te pido, lo imploro –dijo Ana de repente, en distinto tono de voz, sincero y dulce, y cogiéndole las manos– que no vuelvas a hablarme de eso.

–Pero Ana...

–¡Jamás! Déjame hacen Conozco toda la bajeza y todo el horror de mi situación. ¡Pero no es tan fácil de arreglar como te figuras! Déjame y obedéceme. No me hables más de esto. ¿Me lo prometes? ¡No, no: prométemelo!

–Te prometo lo que quieras, pero no puedo quedar tranquilo, sobre todo después de lo que me has dicho. No puedo estar tranquilo cuando tú no lo estás.

–¿Yo? –repuso ella–. Es verdad que a veces padezco. Pero eso pasará si no vuelves a hablarme de... Sólo con hablar de ello me atormentas...

–No comprendo... –dijo Vronsky.

–Pues yo sí comprendo –interrumpió Ana– que te es penoso mentir, porque eres de condición honorable, y te compadezco. Pienso a veces que has estropeado tu vida por mí.

–Lo mismo pensaba yo de ti en este momento –dijo Vronsky–. ¿Cómo has podido sacrificarlo todo por mí? No podré nunca perdonarme el haberte hecho desgraciada.

–¿Desgraciada yo? –dijo Ana, acercándose a él y mirándole con una sonrisa llena de amor y de felicidad–. ¡Si soy como un hambriento al que han dado de comer! Podrá quizá sentir frío, tener el vestido roto y experimentar vergüenza, pero no es desgraciado. ¿Yo desgraciada? No, en esto he hallado precisamente mi felicidad.

Oyó en aquel momento la voz de su hijo que se acercaba y, lanzando una mirada que abarcó toda la terraza, se levantó con apresuramiento.

Sus ojos se iluminaron con un fulgor bien conocido por él, y, con un rápido movimiento, levantó sus manos cubiertas de sortijas, tomó la cabeza de Vronsky, le miró largamente y, acercando su rostro, con los labios abiertos y sonrientes, le besó en la boca y en ambos ojos y luego le apartó.

Quiso marchar de la terraza, pero Vronsky la retuvo.

–¿Hasta cuándo? –murmuró contemplándola enajenado.

–Hasta esta noche a la una –contestó Ana.

Y, suspirando profundamente, se dirigió, con paso rápido y ligero, al encuentro de su hijo.

La lluvia había sorprendido a Sergio en el Parque grande y tuvo que esperar, con el aya, refugiado en el pabellón principal.

–Hasta pronto –dijo Ana a Vronsky–. Dentro de poco tengo que salir para ir a las carreras. Betsy quedó en venir a buscarme.

Vronsky consultó el reloj y salió precipitadamente.

––––––––


XXIV

Cuando Vronsky había mirado el reloj en la terraza de los Karenin estaba tan perturbado y tan absorto en sus pensamientos que había visto las manecillas, pero no reparó en la hora que era.

Salió a la calle y, con cuidado para no ensuciarse con el barro que cubría el suelo, se dirigió a su coche.

El recuerdo de Ana llenaba hasta tal punto su imaginación que no se daba cuenta de la hora ni de si tenía o no tiempo de ver a Briansky. Como sucede a menudo, no le quedaba sino un sentido instintivo de lo que tenía que hacer, sin que la reflexión entrase en ello para nada.

Se acercó al cochero, que dormitaba a la sombra ya oblicua de un frondoso tilo, miró la nube de mosquitos que volaban sobre los caballos cubiertos de sudor y, después de haber despertado al cochero, saltó al carruaje y le ordenó que se dirigiese a casa de Briansky.

Sólo después de recorrer unas siete verstas se recobró, miró el reloj, vio que eran las cinco y media y se dio cuenta de que iba con retraso.

Había fijadas para aquel día varias carreras: las de los equipos de Su Majestad, las de dos verstas para oficiales, otra de cuatro verstas y al fin la carrera en que él debía tomar parte.

Aún podía llegar a tiempo para la carrera, pero si iba a ver a Briansky muy difícilmente llegaría a tiempo y, desde luego , después de que toda la Corte estuviese ya en el hipódromo, Era algo improcedente. Pero había dado palabra a Briansky y resolvió continuar, ordenando al cochero que no tuviese compasión de los caballos.

Llegó a casa de Briansky, se detuvo cinco minutos en ella y volvió atrás a todo trotar.

La rápida carrera le calmó. Cuanto había de penoso en sus relaciones con Ana, lo indeciso que quedara el asunto después de su conversación, todo se le fue de la memoria y ahora pensaba con placer en la carrera, a la que llegaría a tiempo sin ninguna duda; y, de vez en cuando, la dicha de la entrevista que había de tener con Ana aquella noche pasaba por su imaginación como una luz deslumbradora.

La emoción de la próxima carrera se apoderaba de él cada vez más a medida que se iba adentrando en el ambiente de ella, dejando rezagados los coches de aquellos que, desde San Petersburgo y las casas de veraneo, se dirigían al hipódromo.

En su casa no había nadie: todos estaban en las carreras. El criado le esperaba a la puerta.

Mientras se cambiaba de ropa, el criado le anunció que la segunda carrera había comenzado, que habían estado preguntando por él muchos señores y que el mozo de cuadras había ido ya dos veces a buscarle.

Una vez vestido sin apresurarse, ya que nunca se precipitaba ni perdía su serenidad, Vronsky ordenó al cochero que le condujese a las cuadras.

Se veía desde allí el mar de coches, de peones, de soldados que rodeaban el hipódromo y las tribunas llenas de gente. Debía de estar celebrándose la segunda carrera, porque en el momento que él entraba en las cuadras se oyó sonar una campana.

Acercándose al establo, vio a «Gladiador», el caballo rojo de piernas blancas de su competidor Majotin, al que llevaban al hipódromo cubierto con gualdrapa de color naranja y azul marino. Sus orejas, merced al adorno azul que llevaba encima, parecían inmensas.

–¿Y Kord? –preguntó al palafranero.

–En la cuadra, ensillando el caballo.

El establo estaba abierto y «Fru–Fru» ensillada. Iban a hacerla salir.

–¿No llego tarde?

All right, all right! –dijo el inglés–. Todo va bien.

Vronsky miró una vez más las elegantes líneas de su querida yegua, cuyo cuerpo temblaba de pies a cabeza, y salió de la cuadra, costándole separar la vista del animal.

Llegó a las tribunas en el momento oportuno para no atraer la atención sobre sí.

La carrera de dos verstas acababa de terminar y ahora los ojos de todos estaban fijos en un caballero de la Guardia, seguido de un húsar de la escolta imperial que en aquel momento, animando a sus caballos con todas sus fuerzas, alcanzaba la meta.

Desde el centro de la pista y desde el exterior, la multitud se precipitaba hacia la meta. Un grupo de oficiales y soldados expresaba con sonoras aclamaciones su alegría por el triunfo de su oficial y camarada.

Vronsky se mezcló en el grupo, sin atraer la atención, casi a la vez que sonaba la campana anunciando el final de la carrera.

El caballero de la Guardia, alto, cubierto de barro, que había llegado en primer lugar, se acomodó con todo su peso en la silla y comenzó a aflojar el bocado de su potro gris, que respiraba ruidosamente, cubierto todo de sudor.

El corcel, moviendo los pies con esfuerzo, refrenó la marcha veloz de su enorme cuerpo. El caballero de la Guardia miró en torno suyo como despertando de una pesadilla y sonrió con esfuerzo. Un grupo de amigos y desconocidos le rodeó.

Vronsky evitaba adrede los grupos de personas distinguidas que se movían pausadamente charlando ante las tribunas. Divisó a la Karenina y a Betsy, así como a la esposa de su hermano. Pero no se acercó para que no le entretuviesen. Mas a cada paso encontraba conocidos que le paraban, a fin de contarle los detalles de las carreras y de preguntarle la causa de que llegara tan tarde.

Los corredores fueron llamados a la tribuna para recibir los premios y todos se dirigieron hacia allí.

El hermano mayor de Vronsky, Alejandro, coronel del ejército, un hombre más bien bajo, pero bien formado, como el propio Alexey, y más guapo, con la nariz y las mejillas encendidas y el rostro de alcohólico, se le acercó.

–¿Recibiste mi nota? ––dijo–. No pude encontrarte.

A pesar de la vida de libertinaje y, sobre todo, de embriaguez que llevaba, y que le había hecho célebre, Alejandro Vronsky era un perfecto cortesano.

Ahora, al hablar con su hermano de aquel asunto desagradable, sabía que tenían muchos ojos fijos en ellos y, por tanto, afectaba un aspecto sonriente, como si estuviese bromeando con su hermano sobre cosas sin importancia.

–La recibí y no comprendo de qué te preocupas tú –contestó Alexey.

–Me preocupo de que ahora mismo me hayan advertido de que no estabas aquí y de que el lunes se te viera en Peterhof.

–Hay asuntos que sólo deben ser tratados por las personas interesadas en ellos, y el asunto a que te refieres es de esa clase.

–Sí; pero en ese caso no se continúa en el servicio, no...

–Te ruego que no te metas en eso y nada más.

El rostro de Alexey Vronsky palideció y su saliente mandíbula comenzó a temblar, lo que le sucedía raras veces. Hombre de corazón, se enfadaba en pocas ocasiones; pero cuando se enojaba y comenzaba a temblarle la barbilla, era peligroso.

Alejandro Vronsky, que lo sabía, sonrió con jovialidad.

–Lo principal era que quería llevarte la carta de mamá. Contéstala y no te preocupes de nada antes de la carrera. Bonne chance! –añadió, sonriendo.

Y se separó.

En seguida un nuevo saludo amistoso detuvo a Vronsky.

–¿Ya no conoces a los amigos? Buenos días, mon cher –dijo Esteban Arkadievich, quien entre la esplendidez petersburguesa brillaba no menos que en Moscú con su semblante encendido y sus patillas lustrosas y bien cuidadas–. He llegado ayer y me encantará asistir a tu triunfo. ¿Cuándo nos vemos?

–Podemos comer juntos mañana –repuso Vronsky, y apretándole el brazo por encima de la manga del abrigo, mientras se excusaba, se dirigió al centro del hipódromo, adonde llevaban ya los caballos para la gran carrera de obstáculos.

Los caballos, cansados y sudorosos, que habían corrido ya, regresaban a sus cuadras conducidos por los palafreneros, y uno tras otro iban apareciendo los que iban a correr ahora. Eran caballos ingleses en su mayoría, embutidos en sus gualdrapas que les asemejaban a enormes y extraños pajarracos. La esbelta y bella «Fru–Fru» estaba a la derecha y, como en el establo, golpeaba sin cesar el suelo con sus largos y elegantes remos.

No lejos de ella quitaban su gualdrapa a « Gladiador». Las recias, bellas y armoniosas formas del caballo, su magnífica grupa y sus cortos remos llamaron involuntariamente la atención de Vronsky.

Fue a acercarse a su caballo, pero una vez más le entretuvo un conocido.

–Por allí anda Karenin buscando a su mujer –dijo el conocido–. Ella está en el centro de la tribuna. ¿La ha visto?

–No, no la he visto –contestó Vronsky.

Y, sin volverse siquiera hacia la tribuna donde le decían que estaba la Karenina, se dirigió hacia su caballo.

Apenas tuvo Vronsky tiempo de mirar la silla, sobre la cual tenía que dar algunas indicaciones, cuando llamaron a los corredores a la tribuna para darles números a instrucciones sobre la carrera.

Diecisiete oficiales, con los rostros serios y reconcentrados y algunos bastante pálidos, se reunieron junto a la tribuna y recibieron los números.

A Vronsky le correspondió el siete.

Sonó la orden:

–¡A caballo!

Notando que, entre los demás corredores, era el centro en que convergían todas las miradas, Vronsky se acercó a su caballo, sintiéndose algo violento, a pesar de su serenidad habitual.

En honor a la solemnidad de la carrera, Kord había vestido su traje de gala: levita negra abrochada hasta arriba, cuello duro, muy almidonado, que sostenía sus mejillas en alto, sombrero negro y botas de montar.

Tranquilo y con aires de importancia, como siempre, estaba ante el caballo, al que sostenía por las riendas. «Fru–Fru» seguía temblando como si tuviera fiebre. Su ojo lleno de fuego miraba de soslayo a Vronsky, que se acercaba.

Vronsky introdujo el dedo bajo la cincha y la yegua torció el ojo más aún y bajó una oreja.

El inglés hizo una mueca con los labios, queriendo insinuar una sonrisa ante la idea de que pudiese dudarse de su pericia en el arte de ensillar.

–Monte; así no estará usted tan agitado.

Vronsky dirigió la vista hacia atrás, para ver por última vez a sus competidores, pues sabía que no podría ya verles durante toda la carrera.

Dos de ellos estaban ya en el lugar de partida. Galzin, amigo de Vronsky y uno de los antagonistas peligrosos, giraba en torno a su potro bayo, que no se dejaba montar.

Un menudo húsar de la Guardia, con estrechos calzones de montar, trotaba muy encorvado sobre la grupa del caballo queriendo imitar a los ingleses. El príncipe Kuzovlev cabalgaba, muy pálido, su yegua de pura sangre, de la yeguada de Grabovsky, que un inglés llevaba por la brida.

Vronsky y todos sus amigos conocían a Kuzovlev su «debilidad nerviosa» y el terrible amor propio que le caracterizaba.

Sabían que Kuzovlev tenía miedo de todo: miedo incluso de montar un caballo militar corriente. Pero ahora, precisamente porque existía peligro, porque podía uno romperse la cabeza y porque junto a cada obstáculo había médicos, enfermeras y un furgón con una cruz pintada, había resuelto correr.

Las miradas de los dos se encontraron, y Vronsky le guiñó el ojo amistosamente y con aire de aprobación.

Pero en realidad no veía más que a un hombre, su antagonista más terrible: Majotin sobre «Gladiador».

–No se precipite –dijo Kord a Vronsky– ni se acuerde de usted mismo. No contenga a la yegua ante los obstáculos, no la fuerce; déjela obrar como quiera.

–Bien, bien –dijo Vronsky, empuñando las riendas.

–A ser posible, póngase a la cabeza de los corredores, pero si no lo logra, no pierda la esperanza hasta el último momento, aunque quede muy rezagado.

Antes de que el caballo se moviera, Vronsky, con un movimiento ágil y vigoroso, puso el pie en el cincelado estribo de acero y asentó, con fume ligereza, su cuerpo recio en la crujiente silla de cuero.

Su pie derecho buscó el estribo con un movimiento maquinal y acomodó las dobles bridas entre los dedos.

Kord apartó las manos.

Como vacilando sobre el pie con que debía pisar antes, «Fru–Fru» estiró el largo cuello, dejando tensas las riendas y se movió como sobre resortes, meciendo al jinete sobre su lomo flexible.

Kord les, seguía apresurando el paso. El caballo, nervioso, como queriendo desconcertar al jinete, tiraba de las riendas, ora de un lado, ora de otro, y Vronsky trataba en vano de calmarle con la mano y con las palabras.

Se acercaban ya al riachuelo protegido por una barrera donde estaba el lugar de partida.

Muchos de los jinetes iban delante, otros muchos detrás. De improviso, Vronsky sintió tras sí, en el barro del camino, el pisar de un caballo, y Majotin le adelantó sobre su patiblanco « Gladiador» de grandes orejas.

Majotin sonrió mostrando sus grandes dientes, pero Vronsky le miró con seriedad. En general, no sentía ningún aprecio por él. Pero ahora le irritaba, además, el considerarle el más peligroso de los concursantes y el que le hubiese pasado delante.

Excitó a «Fru–Fru», la cual levantó la pata izquierda para trotar y dio dos corvetas. Luego, furiosa contra aquellas bridas tenazmente tensas, trotó con sacudidas que hacían tambalearse en la silla al jinete.

Kord arrugó el entrecejo y echó a correr a grandes zancadas para alcanzar a Vronsky.

––––––––


XXV

––––––––


Eran en total diecisiete los oficiales que intervenían en la carrera de obstáculos, la cual se celebraba sobre una enorme elipse de cuatro verstas de longitud.

En aquella elipse había nueve obstáculos: un arroyo, una valla de dos arquinas de alto ante la tribuna, una zanja seca, otra con agua, un montículo de elevada pendiente y un obstáculo de doble salto, consistente en una valla cubierta de ramaje seco tras la cual había una zanja, invisible para el caballo, que debía saltar, valla y zanja de una vez, so pena de matarse. Aquél era el obstáculo más peligroso.

Había dos zanjas más, una con agua y otra sin ella. La meta estaba ante la tribuna.

La carrera no comenzaba en la elipse, sino a unos cien sajens de ella, a un lado. Ya en aquel trayecto se encontraba el primer obstáculo: una valla seguida de un arroyo que los jinetes podían, según quisieran, saltar o vadear.

Por tres veces se alinearon los jinetes, pero siempre se adelantaba algún caballo y era preciso volver a empezar.

El juez de partida, coronel Sestrin, empezaba ya a irritarse.

Al fin, a la cuarta vez, dio la señal y los caballos salieron disparados.

Los ojos de todos, todos los prismáticos, se concentraban en el pequeño grupo de jinetes mientras se alineaban,

–¡Han dado ya la salida! ¡Ya corren! –se oyó gritar por todas partes, tras el silencio que precedió a la señal de partida. Y los grupos de espectadores y los peones aislados comenzaron a correr de un sitio a otro para ver mejor la carrera.

Desde el principio, el grupo de jinetes se dispersó. De dos en dos, de tres en tres, o individualmente, se acercaban al riachuelo.

Para los simples espectadores, todos los caballos corrían a la vez, mas los expertos apreciaban diferencias de segundos que tenían gran importancia para ellos.

«Fru–Fru», nerviosa y demasiado excitada, se retrasó en el primer momento y algunos caballos partieron antes que ella. Pero cuando aún no habían llegado al arroyo, Vronsky, dominando al animal, que tiraba siempre de las bridas, adelantó fácilmente a tres de los jinetes.

«Gladiador», montado por Majotin, le llevaba ventaja. El rojo caballo galopaba, fácil y rítmicamente, ante el propio Vronsky.

Y, delante de todos, la magnífica yegua «Diana» llevaba sobre sus lomos a Kuzovlev, más muerto que vivo.

Al principio, Vronsky no era dueño del caballo ni de sí mismo; hasta llegar al primer obstáculo, el riachuelo, no pudo dirigir los movimientos del animal.

«Gladiador» y «Diana» llegaban a la vez al obstáculo. Casi en el mismo instante se levantaron, saltaron sobre el riachuelo y pasaron sin esfuerzo al otro lado.

Igualmente, «Fru–Fru» saltó tras ellos. Vronsky, apenas se sintió levantado en el aire, vio de pronto, casi bajo las patas de su cabalgadura, a Kuzovlev, que trataba de desembarazarse de «Diana» , caída a la otra orilla del arroyo.

Kuzovlev había soltado las riendas después de saltar y el caballo cayó cabeza abajo con él.

Los detalles de la caída no los supo Vronsky hasta más tarde. Ahora sólo veía el peligro de que «Fru–Fru» pusiese los cascos sobre la cabeza o una pata de « Diana» .

Pero «Fru–Fru» , como una gata al caer, hizo, mientras saltaba, un esfuerzo de remos y grupa y, dejando a «Diana» a un lado, siguió adelante.

«¡Oh, mi cara yegua!», pensó Vronsky.

Tras el salto del riachuelo, Vronsky dominaba ya completamente al animal. Se proponía saltar el obstáculo principal detrás de Majotin, y en la distancia siguiente, libre de obstáculos, de una longitud de doscientos sajens, tratar de pasarle.

La valla más grande estaba ante la tribuna del Zar.

El Emperador, toda la Corte, grandes masas de público, les contemplaban. Él y Majotin avanzaban galopando. Majotin le llevaba un cuerpo de distancia al llegar al «diablo», como llamaban a aquella barrera.

Vronsky sentía los ojos del público puestos en él desde todas partes, pero no veía nada, excepto las orejas y el cuello de su caballo, excepto la tierra que corría a su encuentro, excepto la grupa roja y las piernas blancas de « Gladiador», siempre a la misma distancia delante de él.

«Gladiador» se irguió en el aire, agitó su breve cola y desapareció de los ojos de Vronsky sin haber rozado el obstáculo.

–¡Bravo! –se oyó gritar.

En el mismo instante, las tablas de la barrera pasaron ante los ojos de Vronsky. Sin una sola agitación, el caballo se levantó bajo el jinete, las tablas desaparecieron y sólo sintió detrás de él el ruido de un ligero golpe.

«Fru–Fru», inquieta por ver delante a «Gladiador» , había saltado demasiado pronto, tropezando en la barrera con uno de los cascos traseros.

Pero su carrera no se interrumpió. Vronsky recibió en el rostro una pella de barro, comprobando casi a la vez que le separaba de «Gladiador» la misma distancia de antes. Veía otra vez sus ancas ante sí, su cola corta Y sus patas blancas que se movían rápidamente, pero sin agrandar la distancia.

En el instante en que Vronsky pensaba que era preciso adelantar a Majotin, «Fru–Fru», espontáneamente, adivinando su pensamiento sin que él la excitase, aceleró su carrera acercándose a Majotin por el lado de las cuerdas, que era el más favorable. Pero Majotin corría demasiado cerca de las cuerdas impidiéndole pasar. Pensó Vronsky que el único recurso que le quedaba era pasarle por el lado de fuera, y apenas lo hubo pensado, cuando ya «Fru–Fru» , cambiando de pata, comenzaba a adelantarle por allí precisamente.

Los flancos de «Fru–Fru» , que empezaban a cubrirse de sudor, estaban ya a la altura de la grupa de su rival.

Corrieron un rato muy juntos el uno del otro, pero al llegar al obstáculo, Vronsky, para pasar más cerca de la cuerda, empleó las bridas y, en el mismo montículo, adelantó a Majotin.

Al pasarle, vio el rostro de su competidor manchado de barro y se le figuró que sonreía. Vronsky le había adelantado, pero le sentía a sus talones y oía incesantemente el galope sostenido y la respiración tranquila, sin muestra de fatiga alguna, de las narices de «Gladiador» .

Los dos obstáculos siguientes, una zanja y una valla, se salvaron con facilidad; pero Vronsky comenzó a sentir más cercano el galope y la respiración del caballo rival. Acució a la yegua y notó con alegría que aumentaba la velocidad fácilmente. El ruido de los cascos de «Gladiador» volvió a sonar a la distancia de antes.

Vronsky estaba a la cabeza de la carrera, como se proponía y como le aconsejara Kord, y ahora se sentía seguro del triunfo. Su emoción, su alegría y su afecto por «Fru–Fru» crecían en él con aquella seguridad. Habría deseado mirar tras sí, pero no se atrevía y procuraba calmarse y no acuciar a la yegua para que corriese más, a fin de conservar sus fuerzas intactas, como adivinaba que las conservaba «Gladiador».

No quedaba ya más que un obstáculo: el más difícil. Si lo salvaba antes que los demás, llegaría el primero a la meta. Estaba ya cerca de él. Vronsky y «Fru–Fru» lo divisaban desde lejos; y a la vez, su yegua y él experimentaron un instante de vacilación.

Notó la inseguridad de su cabalgadura en un movimiento de sus orejas y levantó la fusta. Pero comprendió en seguida que su temor no tenía ningún fundamento; la yegua sabía lo que tenía que hacer.

«Fru–Fru» adelantó el paso y, con precisión, exactamente como él lo había deseado, se levantó en el aire con gran impulso y se entregó a la fuerza de la inercia, que le lanzó un buen espacio más allá de la zanja. Al mismo paso, sin esfuerzo, sin cambiar de pie, «Fru–Fru» continuó la carrera.

–¡Bravo, Vronsky! –oyó gritar desde un grupo.

Eran los compañeros de su regimiento que estaban próximos a aquel obstáculo, y entre sus voces Vronsky reconoció la de Yachvin, pero no le vio.

«¡Qué encanto de animal», pensaba Vronsky por «FruFru» , mientras aguzaba el oído para saber lo que pasaba detrás.

«También ha saltado», se dijo luego, al sentir cerca de él el galope de «Gladiador» .

Quedaba un obstáculo: una zanja con agua, de una anchura de dos arquinas.

Vronsky no la miraba. Para llegar el primero con mucha ventaja sobre los demás, comenzó a mover las bridas de un modo oblicuo a la marcha del caballo, haciéndole levantar y bajar la cabeza.

Notaba que «Fru–Fru» tenía las fuerzas agotadas: no sólo estaba cubierta de sudor por el cuello y el pecho, sino que hasta en la cabeza y en las finas orejas se le veían también algunas gotas, y respiraba con dificultad, de manera entrecortada. Vronsky confiaba, sin embargo, en que para las doscientas sajens que restaban le sobrarían aún energías.

Por la impresión de sentirse más cerca del suelo y por una peculiar suavidad de los movimientos de « Fru–Fru» , Vronsky se dio cuenta de que su caballo había aumentado la velocidad. Voló sobre la zanja casi sin notarlo, como un pájaro. Pero, en el mismo instante, el jinete advirtió con terror que, no habiéndose apresurado a seguir el impulso del animal, él, sin saber cómo, había hecho un movimiento en falso, un movimiento imperdonable, bajándose con violencia en la silla.

Su situación cambió de repente: comprendió que sucedía algo horrible. Antes de darse cuenta de la velocidad, pasaron a su lado, como un relámpago, las patas blancas del caballo rojo, y Majotin, de un salto, le adelantó. Vronsky tocaba el suelo con un pie y su corcel se inclinaba hacia aquel lado.

Apenas tuvo tiempo de libertar su pierna, cuando « Fru–Fru» cayó de costado, respirando con dificultad y haciendo inútiles esfuerzos para levantarse, irguiendo el fino cuello cubierto de sudor.

Ya en tierra, agitó las patas como un pájaro herido.

El torpe movimiento del jinete le había roto la columna vertebral.

Vronsky no lo supo hasta mucho después. Ahora sólo veía a Majotin alejándose, mientras él, chapoteando en la tierra sucia, permaneció inmóvil junto a la yegua tendida de costado, que respiraba anhelosamente, alargando la cabeza hacia él y mirándole con sus hermosos ojos.

Sin comprender aún lo sucedido, Vronsky tiraba de las bridas del animal.

«Fru–Fru» se agitó de nuevo como un pez fuera del agua, haciendo temblar la silla con la afanosa respiración que henchía sus flancos. Luego levantó las patas delanteras, pero le faltaron fuerzas para erguir las posteriores; vaciló y cayó otra vez de lado.

Con el rostro desfigurado de ira, pálido, temblándole la mandíbula inferior, Vronsky dio un taconazo al animal en el vientre y de nuevo tiró de las riendas. Pero el caballo no se movía. Hundiendo la boca en la tierra miraba a su amo con elocuentes ojos.

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