Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - León Tolstoi», sayfa 3
VI
Cuando Oblonsky preguntó a Levin a qué había ido a Moscú, Levin se sonrojó y se indignó consigo mismo por haberse sonrojado y por no haber sabido decirle: «He venido para pedir la mano de tu cuñada» , pues sólo por este motivo se encontraba en Moscú.
Los Levin y los Scherbazky, antiguas familias nobles de Moscú, habían mantenido siempre entre sí cordiales relaciones, y su amistad se había afirmado más aún durante los años en que Levin fue estudiante. Éste se preparó a ingresó en la Universidad a la vez que el joven príncipe Scherbazky, el hermano de Dolly y Kitty. Levin frecuentaba entonces la casa de los Scherbazky y se encariñó con la familia.
Por extraño que pueda parecer, con lo que Levin estaba encariñado era precisamente con la casa, con la familia y, sobre todo, con la parte femenina de la familia.
Levin no recordaba a su madre; tenía sólo una hermana, y ésta mayor que él. Así, pues, en casa de los Scherbazky se encontró por primera vez en aquel ambiente de hogar aristocrático a intelectual del que él no había podido gozar nunca por la muerte de sus padres.
Todo, en los Scherbazky, sobre todo en las mujeres, se presentaba ante él envuelto como en un velo misterioso, poético; y no sólo no veía en ellos defecto alguno, sino que suponía que bajo aquel velo poético que envolvía sus vidas se ocultaban los sentimientos más elevados y las más altas perfecciones.
Que aquellas señoritas hubiesen de hablar un día en francés y otro en inglés; que tocasen por turno el piano, cuyas melodías se oían desde el cuarto de trabajo de su hermano, donde los estudiantes preparaban sus lecciones; que tuviesen profesores de literatura francesa, de música, de dibujo, de baile; que las tres, acompañadas de madeimoselle Linon, fuesen por las tardes a horas fijas al boulevard Tverskoy, vestidas con sus abrigos invernales de satén –Dolly de largo, Natalia de medio largo y Kitty completamente de corto, de modo que se podían distinguir bajo el abriguito sus piernas cubiertas de tersas medias encarnadas–; que hubiesen de pasear por el boulevard Tverskoy acompañadas por un lacayo con una escarapela dorada en el sombrero; todo aquello y mucho más que se hacía en aquel mundo misterioso en el que ellos se movían, Levin no podía comprenderlo, pero estaba seguro de que todo lo que se hacía allí era hermoso y perfecto, y precisamente por el misterio en que para él se desenvolvía, se sentía enamorado de ello.
Durante su época de estudiante, casi se enamoró de la hija mayor, Dolly, pero ésta se casó poco después con Oblonsky. Entonces comenzó a enamorarse de la segunda, como si le fuera necesario estar enamorado de una a otra de las hermanas. Pero Natalia, apenas presentada en sociedad, se casó con el diplomático Lvov. Kitty era todavía una niña cuando Levin salió de la Universidad. El joven Scherbazky, que había ingresado en la Marina, pereció en el Báltico y desde entonces las relaciones de Levin con la familia, a pesar de su amistad con Oblonsky, se hicieron cada vez menos estrechas. Pero cuando aquel año, a principios de invierno, Levin volvió a Moscú después de un año de ausencia y visitó a los Scherbazky, comprendió de quién estaba destinado en realidad a enamorarse. Al parecer, nada más sencillo –conociendo a los Scherbazky, siendo de buena familia, más bien rico que pobre, y contando treinta y dos años de edad–, que pedir la mano de la princesita Kitty. Seguramente le habrían considerado un buen partido. Pero, como Levin estaba enamorado, Kitty le parecía tan perfecta, un ser tan por encima de todo lo de la tierra, y él se consideraba un hombre tan bajo y vulgar, que casi no podía imaginarse que ni Kitty ni los demás le encontraran digno de ella.
Pasó dos meses en Moscú como en un sueño, coincidiendo casi a diario con Kitty en la alta sociedad, que comenzó a frecuentar para verla más a menudo; y, de repente, le pareció que no tenía esperanza alguna de lograr a su amada y se marchó al pueblo.
La opinión de Levin se basaba en que a los ojos de los padres de Kitty él no podía ser un buen partido, y que tampoco la deliciosa muchacha podía amarle.
Ante sus padres no podía alegar una ocupación determinada, ninguna posición social, siendo así que a su misma edad, treinta y dos años, otros compañeros suyos eran: uno general ayudante, otro director de un banco y de una compañía ferroviaria, otro profesor, y el cuarto presidente de un tribunal de justicia, como Oblonsky...
Él, en cambio, sabía bien cómo debían de juzgarle los demás: un propietario rural, un ganadero, un hombre sin capacidad, que no hacía, a ojos de las gentes, sino lo que hacen los que no sirven para nada: ocuparse del ganado, de cazar, de vigilar sus campos y sus dependencias.
La hermosa Kitty no podía, pues, amar a un ser tan feo como Levin se consideraba, y, sobre todo, tan inútil y tan vulgar. Por otra parte, debido a su amistad con el hermano de ella ya difunto, sus relaciones con Kitty habían sido las de un hombre maduro con una niña, lo cual le parecía un obstáculo más. Opinaba que a un joven feo y bondadoso, cual él creía ser, se le puede amar como a un amigo, pero no con la pasión que él profesaba a Kitty. Para eso había que ser un hombre gallardo y, más que nada, un hombre destacado.
Es verdad que había oído decir que las mujeres aman a veces a hombres feos y vulgares, pero él no lo podía creer, y juzgaba a los demás por sí mismo, que sólo era capaz de amar a mujeres bonitas, misteriosas y originales.
No obstante, después de haber pasado dos meses en la soledad de su pueblo, comprendió que el sentimiento que le absorbía ahora no se parecía en nada a los entusiasmos de su primera juventud, pues no le dejaba momento de reposo, y vio claro que no podría vivir sin saber si Kitty podría o no llegar a ser su mujer. Comprendió, además, que sus temores eran hijos de su imaginación y que no tenía ningún serio motivo para pensar que hubiera de ser rechazado. Y fue así como se decidió a volver a Moscú, resuelto a pedir la mano de Kitty y casarse con ella, si le aceptaban... Y si no... Pero no quiso ni pensar en lo que sucedería si era rechazada su proposición.
––––––––
VII
Llegó a Moscú en el tren de la mañana y en seguida se dirigió a casa de Koznichev, su hermano mayor por parte de madre. Después de mudarse de ropa, entró en el despacho de su hermano dispuesto a exponerle los motivos de su viaje y pedirle consejo.
Pero Koznichev no se hallaba solo. Le acompañaba un profesor de filosofía muy renombrado que había venido de Jarkov con el exclusivo objeto de discutir con él un tema filosófico sobre el que ambos mantenían diferentes puntos de vista.
El profesor sostenía una ardiente polémica con los materialistas, y Koznichev, que la seguía con interés, después de leer el último artículo del profesor, le escribió una carta exponiéndole sus objeciones y censurándole las excesivas concesiones que hacía al materialismo.
El polemista se puso en seguida en camino para discutir la cuestión. El punto debatido estaba entonces muy en boga, y se reducía a aclarar si existía un límite de separación entre las facultades psíquicas y fisiológicas del hombre y dónde se hallaba tal límite, de existir.
Sergio Ivanovich acogió a su hermano con la misma sonrisa fría con que acogía a todo el mundo, y después de presentarle al profesor, reanudó la charla.
El profesor, un hombre bajito, con lentes, de frente estrecha, interrumpió un momento la conversación para saludar y luego volvió a continuarla, sin ocuparse de Levin.
Este se sentó, esperando que el filósofo se marchase, pero acabó interesándose por la discusión.
Había visto en los periódicos los artículos de que se hablaba y los había leído, tomando en ellos el interés general que un antiguo alumno de la facultad de ciencias puede tomar en el desarrollo de las ciencias; pero, por su parte, jamás asociaba estas profundas cuestiones referentes a la procedencia del hombre como animal, a la acción refleja, la biología, la sociología, y a aquella que, entre todas, le preocupaba cada vez más: la significación de la vida y la muerte.
En cambio, su hermano y el profesor, en el curso de su discusión, mezclaban las cuestiones científicas con las referentes al alma, y cuando parecía que iban a tocar el tema principal, se desviaban en seguida, y se hundían de nuevo en la esfera de las sutiles distinciones, las reservas, las citas, las alusiones, las referencias a opiniones autorizadas, con lo que Levin apenas podía entender de lo que trataban.
–No me es posible admitir –dijo Sergio Ivanovich, con la claridad y precisión, con la pureza de dicción que le eran connaturales– la tesis sustentada por Keiss; es a saber: que toda concepción del mundo exterior nos es transmitida mediante sensaciones. La idea de que existimos la percibimos nosotros directamente, no a través de una sensación, puesto que no se conocen órganos especiales capaces de recibirla.
–Pero Wurst, Knaust y Pripasov le contestarían que la idea de que existimos brota del conjunto de todas las sensaciones y es consecuencia de ellas. Wurst afirma incluso que sin sensaciones no se experimenta la idea de existir.
–Voy a demostrar lo contrario... –comenzó Sergio Ivanovich.
Levin, advirtiendo que los interlocutores, tras aproximarse al punto esencial del problema, iban a desviarse de nuevo de él, preguntó al profesor:
–Entonces, cuando mis sensaciones se aniquilen y mi cuerpo muera, ¿no habrá ya para mí existencia posible?
El profesor, contrariado como si aquella interrupción le produjese casi un dolor físico, miró al que le interrogaba y que más parecía un palurdo que un filósofo, y luego volvió los ojos a Sergio Ivanovich, como preguntándole: ¿Qué queréis que le diga?
Pero Sergio Ivanovich hablaba con menos afectación a intransigencia que el profesor, y comprendía tanto las objeciones de éste como el natural y simple punto de vista que acababa de ser sometido a examen, sonrió y dijo:
–Aún no estamos en condiciones de contestar adecuadamente a esa pregunta.
–Cierto; no poseemos bastantes datos –afirmó el profesor. Y continuó exponiendo sus argumentos–. No ––dijo–. Yo sostengo que si, corno afirma Pripasov, la sensación tiene su fundamento en la impresión, hemos de establecer entre estas dos nociones una distinción rigurosa.
Levin no quiso escuchar más y esperaba con impaciencia que el profesor se marchase.
––––––––
VIII
Cuando el profesor se hubo ido, Sergio dijo a su hermano: –Celebro que hayas venido. ¿Por mucho tiempo? ¿Y cómo van las tierras?
Levin sabía que a su hermano le interesaban poco las tierras, y si le preguntaba por ellas lo hacía por condescendencia. Le contestó, pues, limitándose a hablarle de la venta del trigo y del dinero cobrado.
Habría querido hablar a su hermano de sus proyectos de matrimonio, pedirle consejo. Pero, escuchando su conversación con el profesor y oyendo luego el tono de protección con que le preguntaba por las tierras (las propiedades de su madre las poseían los dos hermanos en común, aunque era Levin quien las administraba), tuvo la sensación de que no habría ya de explicarse bien, de que no podía empezar a hablar a su hermano de su decisión, y de que éste no habría de ver seguramente las cosas como él deseaba que las viera.
–Bueno, ¿y qué dices del zemstvo? –preguntó Sergio, que daba mucha importancia a aquella institución.
–A decir verdad, no lo sé.
–¿Cómo? ¿No perteneces a él?
–No. He presentado la dimisión –contestó Levin– y no asisto a las reuniones.
–¡Es lástima! ––dijo Sergio Ivanovich arrugando el entrecejo.
Levin, para disculparse, comenzó a relatarle lo que sucedía en las reuniones.
–Ya se sabe que siempre pasa así –le interrumpió su hermano–. Los rusos somos de ese modo. Tal vez la facultad de ver los defectos propios sea un hermoso rasgo de nuestro carácter. Pero los exageramos y nos consolamos de ellos con la ironía que tenemos siempre en los labios. Una cosa te diré: si otro pueblo cualquiera de Europa hubiese tenido una institución análoga a la de los zemstvos –por ejemplo, los alemanes o los ingleses–, la habrían aprovechado para conseguir su libertad política. En cambio nosotros sólo sabemos reímos de ella.
–¿Qué querías que hiciera? –replicó Levin, excusándose–. Era mi última prueba, puse en ella toda mi alma... Pero no puedo, no tengo aptitudes.
–No es que no tengas: es que no enfocas bien el asunto –dijo Sergio Ivanovich.
–Tal vez tengas razón ––concedió Levin abatido.
–¿Sabes que nuestro hermano Nicolás está otra vez en Moscú?
Nicolás, hermano de Constantino y de Sergio, por parte de madre, y mayor que los dos, era un calavera. Había disipado su fortuna, andaba siempre con gente de dudosa reputación y estaba reñido con ambos hermanos.
–¿Es posible? –preguntó Levin con inquietud–. ¿Cómo lo sabes?
–Prokofy le ha visto en la calle.
–¿En Moscú? ¿Sabes dónde vive?
Levin se levantó, como disponiéndose a marchar en seguida.
–Siento habértelo dicho –dijo Sergio Ivanovich, meneando la cabeza al ver la emoción de su hermano–. Envié a informarme de su domicilio; le remití la letra que aceptó a Trubin y que pagué yo. Y mira lo que me contesta...
Y Sergio Ivanovich alargó a su hermano una nota que tenía bajo el pisapapeles.
Levin leyó la nota, escrita con la letra irregular de Nicolás, tan semejante a la suya:
Os ruego encarecidamente que me dejéis en paz. Es lo único que deseo de mis queridos hermanitos.
Nicolás Levin.
Después de leerla, Constantino permaneció en pie ante su hermano, con la cabeza baja y el papel entre las manos.
En su interior luchaba con el deseo de olvidar a su desgraciado hermano y la convicción de que obrar de aquel modo sería una mala acción.
–Al parecer, se propone ofenderme; pero no lo conseguirá –seguía diciendo Sergio–. Yo estaba dispuesto a ayudarle con todo mi corazón; mas ya ves que es imposible.
–Sí, sí... –repuso Levin–. Comprendo y apruebo tu actitud... Pero yo quiero verle.
–Ve si lo deseas, mas no te lo aconsejo –dijo Sergio Ivanovich–. No es que yo le tema con respecto a las relaciones entre tú y yo: no conseguirá hacernos reñir. Pero creo que es mejor que no vayas, y así te lo aconsejo. Es imposible ayudarle. Sin embargo, haz lo que te parezca mejor.
–Quizá sea imposible ayudarle, pero no quedaría tranquilo, sobre todo ahora, si...
–No te comprendo bien –repuso Sergio Ivanovich–, lo único que comprendo es la lección de humildad. Desde que Nicolás comenzó a ser como es, yo comencé a considerar eso que llaman una «bajeza», con menos severidad. ¡Ya sabes lo que hizo!
–¡Es terrible, terrible! –repetía Levin.
Después de obtener del lacayo de su hermano las señas de Nicolás, Levin decidió visitarle en seguida, pero luego, reflexionándolo mejor, aplazó la visita hasta la tarde.
Ante todo, para tranquilizar su espíritu, necesitaba resolver el asunto que le traía a Moscú. Para ello se dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de haber conseguido las informaciones que necesitaba sobre los Scherbazky, tomó un coche y se dirigió al lugar donde le habían dicho que podía encontrar a Kitty.
––––––––
IX
A las cuatro de la tarde, Levin, con el corazón palpitante, dejó el coche de alquiler cerca del Parque Zoológico y se encaminó por un sendero a la pista de patinar, seguro de encontrar a Kitty, ya que había visto a la puerta el carruaje de los Scherbazky.
El día era frío, despejado. Ante el Parque Zoológico estaban alineados trineos, carruajes particulares y coches de alquiler. Aquí y allá se veían algunos gendarmes. El público, con sus sombreros que relucían bajo el sol, se agolpaba en la entrada y en los paseos ya limpios de nieve, entre filas de casetas de madera de estilo ruso, con adornos esculpidos. Los añosos abedules, inclinados bajo el peso de la nieve que cubría sus ramas, parecían ostentar flamantes vestiduras de fiesta.
Levin, mientras seguía el sendero que conducía a la pista, se decía: «Hay que estar tranquilo; es preciso no emocionarse. ¿Qué te pasa corazón? ¿Qué quieres? ¡Calla, estúpido!». Así hablaba a su corazón, pero cuanto más se esforzaba en calmarse, más emocionado se sentía.
Se encontró con un conocido que le saludó, pero Levin no recordó siquiera quién podía ser.
Se acercó a las montañas de nieve, en las que, entre el estrépito de las cadenas que hacían subir los trineos, sonaban voces alegres. Unos pasos más allá se encontró ante la pista y entre los que patinaban reconoció inmediatamente a Kitty.
La alegría y el temor inundaron su corazón. Kitty se hallaba en la extremidad de la pista, hablando en aquel momento con una señora. Aunque nada había de extraordinario en su actitud ni en su vestido, para Levin resaltaba entre todos, como una rosa entre las ortigas. Todo en tomo de ella parecía iluminado. Era como una sonrisa que hiciera resplandecer las cosas a su alrededor.
«¿Es posible que pueda acercarme adonde está?», se preguntó Levin.
Hasta el lugar donde ella se hallaba le parecía un santuario inaccesible, y tal era su zozobra que hubo un momento en que incluso decidió marcharse. Tuvo que hacer un esfuerzo sobre sí mismo para decirse que al lado de Kitty había otras muchas personas y que él podía muy bien haber ido allí para patinar.
Entró en la pista, procurando no mirar a Kitty sino a largos intervalos, como hacen los que temen mirar al sol de frente. Pero como el sol, la presencia de la joven se sentía aún sin mirarla.
Aquel día y a aquella hora acudían a la pista personas de una misma posición, todas ellas conocidas entre sí. Allí estaban los maestros del arte de patinar, luciendo su arte; los que aprendían sujetándose a sillones que empujaban delante de ellos, deslizándose por el hielo con movimientos tímidos y torpes; había también niños, y viejos que patinaban por motivos de salud.
Todos parecían a Levin seres dichosos porque podían estar cerca de «ella». Sin embargo, los patinadores cruzaban al lado de Kitty, la alcanzaban, le hablaban, se separaban otra vez y todo con indiferente naturalidad, divirtiéndose sin que ella entrase para nada en su alegría, gozando del buen tiempo y de la excelente pista.
Nicolás Scherbazky, primo de Kitty, vestido con una chaqueta corta y pantalones ceñidos, descansaba en un banco con los patines puestos. Al ver a Levin, le gritó:
–¡Hola, primer patinador de todas las Rusias! ¿Desde cuándo está usted aquí? El hielo está excelente. Ande, póngase los patines.
–No traigo patines –repuso Levin, asombrado de la libertad de maneras de Scherbazky delante de «ella» y sin perderla de vista ni un momento, aunque tenía puesta en otro sitio la mirada.
Sintió que el sol se aproximaba a él. Deslizándose sobre el hielo con sus piececitos calzados de altas botas, Kitty, algo asustada al parecer, se acercaba a Levin. Tras ella, haciendo gestos desesperados a inclinándose hacia el hielo, iba un muchacho vestido con el traje nacional ruso que la perseguía. Kitty patinaba con poca seguridad. Sacando las manos del manguito sujeto al cuello por un cordón, las extendía como para cogerse a algo ante el temor de una caída. Vio a Levin, a quien reconoció en seguida, y sonrió tanto para él como para disimular su temor.
Al llegar a la curva, Kitty, con un impulso de sus piececitos nerviosos, se acercó a Scherbazky, se cogió a su brazo sonriendo y saludó a Levin con la cabeza.
Estaba más hermosa aún de lo que él la imaginara. Cuando pensaba en ella, la recordaba toda: su cabecita rubia, con su expresión deliciosa de bondad y candor infantiles, tan admirablemente colocada sobre sus hombros graciosos. Aquella mezcla de gracia de niña y de belleza de mujer ofrecían un conjunto encantador que impresionaba a Levin profundamente.
Pero lo que más le impresionaba de ella, como una cosa siempre nueva, eran sus ojos tímidos, serenos y francos, y su sonrisa, aquella sonrisa que le transportaba a un mundo encantado, donde se sentía satisfecho, contento, con una felicidad plena como sólo recordaba haberla experimentado durante los primeros días de su infancia.
–¿Cuándo ha venido? –le preguntó Kitty, dándole la mano.
El pañuelo se le cayó del manguito. Levin lo recogió y ella dijo: –Muchas gracias.
–Llegué hace poco: ayer... quiero decir, hoy... –repuso Levin, a quien la emoción había impedido entender bien la pregunta–. Me proponía ir a su casa...
Y recordando de pronto el motivo por que la buscaba, se turbó y se puso encarnado.
–No sabía que usted patinara. Y patina muy bien –añadió.
Ella le miró atentamente, como tratando de adivinar la causa de su turbación.
–Estimo en mucho su elogio, ya que se le considera a usted como el mejor patinador –dijo al fin, sacudiendo con su manecita enfundada en guantes negros la escarcha que se formaba sobre su manguito.
–Sí; antes, cuando patinaba con pasión aspiraba a llegar a ser un perfecto patinador.
–Parece que usted se apasiona por todo –dijo la joven, sonriendo–. Me gustaría verle patinar. Ande, póngase los patines y demos una vuelta juntos.
«¿Es posible? ¡Patinar juntos!», pensaba Levin, mirándola.
–En seguida me los pongo –dijo en alta voz.
Y se alejó a buscarlos.
–Hace tiempo que no venía usted por aquí, señor–le dijo el empleado, cogiendo el pie de Levin para sujetarle los patines–. Desde entonces no viene nadie que patine como usted. ¿Queda bien así? –concluyó, ajustándole la correa.
–Bien, bien; acabe pronto, por favor –replicaba Levin, conteniendo apenas la sonrisa de dicha que pugnaba por aparecer en su rostro. «¡Eso es vida! ¡Eso es felicidad! ¡Juntos, patinaremos juntos!, me ha dicho. ¿Y si se lo dijera ahora? Pero tengo miedo, porque ahora me siento feliz, feliz aunque sea sólo por la esperanza... ¡Pero es preciso decidirse! ¡Hay que acabar con esta incertidumbre! ¡Y ahora mismo!»
Se puso en pie, se quitó el abrigo y, tras recorrer el hielo desigual inmediato a la caseta, salvó el hielo liso de la pista, deslizándose sin esfuerzo, como si le bastase la voluntad para animar su carrera. Se acercó a Kitty con timidez, sintiéndose calmado al ver la sonrisa con que le acogía.
Ella le dio la mano y los dos se precipitaron juntos, aumentando cada vez más la velocidad, y cuanto más deprisa iban, tanto más fuertemente oprimía ella la mano de Levin.
–Con usted aprendería muy pronto, porque, no sé a qué se deberá, pero me siento completamente segura cuando patino con usted –le dijo.
–Y yo también me siento más seguro cuando usted se apoya en mi brazo –repuso Levin. Y en seguida enrojeció, asustado de lo que acababa de decir. Y, en efecto, apenas hubo pronunciado estas palabras, cuando, del mismo modo como el sol se oculta entre las nubes, del rostro de Kitty desapareció toda la suavidad, y Levin comprendió por la expresión de su semblante que la joven se concentraba para reflexionar.
Una leve arruguita se marcó en la tersa frente de la muchacha.
–¿Le sucede algo? Perdone, no tengo derecho a... –rectificó Levin.
–¿Por qué no? No me pasa nada –repuso ella fríamente. Y añadió–: ¿No ha visto aún a madeimoselle Linon?
–Todavía no.
–Vaya a saludarla. Le aprecia mucho.
«¡Oh, Dios mío, la he enojado!», pensó Levin, mientras se dirigía hacia la vieja francesa de grises cabellos rizados sentada en el banco.
Ella le acogió como a un viejo amigo, enseñando al reír su dentadura postiza.
–Cómo crecemos, ¿eh? –le dijo, indicándole a Kitty– y ¡cómo nos hacemos viejos! ¡Tinny bear es ya mayor! –continuó, riendo, y recordando los apelativos que antiguamente daba Levin a cada una de las tres hermanas, equiparándolas a los tres oseznos de un cuento popular inglés–. ¿Se acuerda de que la llamaba así?
Él no lo recordaba ya, pero la francesa llevaba diez años riendo de aquello.
–Vaya, vaya a patinar. ¿Verdad que nuestra Kitty lo hace muy bien ahora?
Cuando Levin se acercó a Kitty de nuevo, la severidad había desaparecido del semblante de la joven; sus ojos le miraban, como antes, francos y llenos de suavidad, pero a él le pareció que en la serenidad de su mirada había algo de fingido y se entristeció.
Kitty, tras hablar de su anciana institutriz y de sus rarezas, preguntó a Levin qué era de su vida.
–¿No se aburre usted viviendo en el pueblo durante el invierno? –le preguntó.
–No, no me aburro. Como siempre estoy ocupado... –dijo él, consciente de que Kitty le arrastraba a la esfera de aquel tono tranquilo que había resuelto mantener y de la cual, como había sucedido a principios de invierno, no podía ya escapar.
–¿Viene para mucho tiempo? –preguntó Kitty.
–No sé –repuso Levin, casi sin darse cuenta.
Pensó que si se dejaba ganar por aquel tono de tranquila amistad, se marcharía otra vez sin haber resuelto nada; y decidió rebelarse.
–¿Cómo no lo sabe?
–No, no sé... Depende de usted.
Y en el acto se sintió aterrado de sus palabras.
Pero ella no las oyó o no quiso oírlas. Como si tropezara, dio dos o tres leves talonazos y se alejó de él rápidamente. Se acercó a la institutriz, le dijo algunas palabras y se dirigió a la caseta para quitarse los patines.
«¡Oh, Dios, ayúdame, ilumíname! ¿Qué he hecho?», se decía Levin, orando mentalmente. Pero, como sintiera a la vez una viva necesidad de moverse, se lanzó en una carrera veloz sobre el hielo, trazando con furor amplios círculos.
En aquel momento, uno de los mejores patinadores que había allí salió del café con un cigarrillo en los labios, descendió a saltos las escaleras con los patines puestos, creando un gran estrépito y, sin ni siquiera variar la descuidada postura de los brazos, tocó el hielo y se deslizó sobre él.
–¡Ah, un nuevo truco! –––exclamó Levin.
Y corrió hacia la escalera para realizarlo.
–¡Va usted a matarse! –le gritó Nicolás Scherbazky–. ¡Hay que tener mucha práctica para hacer eso!
Levin subió hasta el último peldaño y, una vez allí, se lanzó hacia abajo con todo el impulso, procurando mantener el equilibrio con los brazos. Tropezó en el último peldaño, pero tocando ligeramente el hielo con la mano hizo un esfuerzo rápido y violento, se levantó y, riendo, continuó su carrera.
«¡Qué muchacho tan simpático!», pensaba Kitty, que salía de la caseta con madeimoselle Linon, mientras seguía a Levin con mirada dulce y acariciante, como si contemplase a un hermano querido. «¿Acaso soy culpable? ¿He hecho algo que no esté bien? A eso llaman coquetería. Ya sé que no es a él a quien quiero, pero a su lado estoy contenta. ¡Es tan simpático! Pero ¿por qué me diría lo que me dijo?»
Viendo que Kitty iba a reunirse con su madre en la escalera, Levin, con el rostro encendido por la violencia del ejercicio, se detuvo y quedó pensativo. Luego se quitó los patines y logró alcanzar a madre a hija cerca de la puerta del parque.
–Me alegro mucho de verle –dijo la Princesa–. Recibimos los jueves, como siempre.
–¿Entonces, hoy?
–Nos satisfará su visita –repuso la Princesa, secamente.
Su frialdad disgustó a Kitty de tal modo que no pudo contener el deseo de suavizar la sequedad de su madre y, volviendo la cabeza, dijo sonriendo:
–Hasta luego.
En aquel momento, Esteban Arkadievich, con el sombrero ladeado, brillantes los ojos, con aire triunfador, entraba en el jardín. Al acercarse, sin embargo, a su suegra adoptó un aire contrito, contestándole con voz doliente cuando le preguntó por la salud de Dolly.
Tras hablar con ella en voz baja y humildemente, Oblonsky se enderezó, sacando el pecho y cogió el brazo de Levin.
–¿Qué? ¿Vamos? –preguntó–. Me he acordado mucho de ti y estoy satisfechísimo de que hayas venido –dijo, mirándole significativamente a los ojos.
–Vamos –contestó Levin, en cuyos oídos sonaban aún dulcemente el eco de aquellas palabras: «Hasta luego», y de cuya mente no se apartaba la sonrisa con que Kitty las quiso acompañar.
–¿Al «Inglaterra» o al «Ermitage» ?
–Me da lo mismo.
–Entonces vamos al «Inglaterra» ––dijo Esteban Arkadievich decidiéndose por este restaurante, porque debía en él más dinero que en el otro y consideraba que no estaba bien dejar de frecuentarlo.
–¿Tienes algún coche alquilado? –añadió–. ¿Sí? Magnífico... Yo había despedido el mío...
Hicieron el camino en silencio. Levin pensaba en lo que podía significar aquel cambio de expresión en el rostro de Kitty, y ya se sentía animado en sus esperanzas, ya se sentía hundido en la desesperación, y considerando que sus ilusiones eran insensatas. No obstante, tenía la sensación de ser otro hombre, de no parecerse en nada a aquel a quien ella había sonreído y a quien había dicho: «Hasta luego».
Esteban Arkadievich, entre tanto, iba componiendo el menú por el camino.
–¿Te gusta el rodaballo? –preguntó a Levin, cuando llegaban.
–¿Qué?
–El rodaballo.
–¡Oh! Sí, sí, me gusta con locura.
––––––––