Kitabı oku: «Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y escépticos», sayfa 6

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Ahora bien, el almirante Mahan había sostenido lo siguiente: «La historia ha demostrado de modo concluyente la incapacidad de un Estado que tenga incluso una sola frontera continental para competir en desarrollo naval con un Estado insular, aunque éste tenga recursos y población menores». Esta afirmación venía a contradecir la tesis central de su libro, sobre la perentoriedad de que EEUU construyera una poderosa fuerza naval, habida cuenta que poseía –y sigue poseyendo– 8.893 kilómetros de frontera con Canadá y 3.141 kilómetros con México. La única explicación que habría a esta contradicción es que Mahan considerara, sin decirlo, que tanto el dominio británico del Canadá, como México eran «Estados anexos» a EEUU, o «Estados-tapón», y, por tanto, sin relevancia alguna dentro de las consideraciones estratégicas sobre la expansión imperialista estadounidense. Por otra parte, la derrota del Estado-isla Japón a manos del Estado-isla EEUU demostraba que, en situaciones semejantes, ganaría el Estado-isla que poseyera mayor cantidad de recursos. Esta ventaja se ve multiplicada cuando un Estado-isla, además de mayor poderío en recursos, forma parte de una amplia coalición que obliga al Estado-isla rival a derivar recursos a otros frentes de batalla, como le ocurrió a Japón. Este país debió ocupar el grueso de su ejército y recursos en la guerra con China y otra parte importante a su extensísimo frente de guerra, que iba de Australia a Corea y, en los meses finales de la guerra, hasta la Unión Soviética.

En cualquier caso, puede concluirse que EEUU, en su condición de Estado-isla, constituye una singularidad histórica y geográfica. También que el factor que hace la diferencia estratégica y militar entre los Estados-isla y los demás Estados es si poseen o no fronteras terrestres vulnerables, desde las que puedan ser invadidos por poderes enemigos. Por último, debe señalarse que el desarrollo científico-técnico en el campo militar ha reducido, en algunos aspectos de forma drástica, las ventajas estratégicas que han otorgado la condición de Estado-isla. El desarrollo del poder aéreo y de los cohetes U-2 demostró, en la Segunda Guerra Mundial, que el territorio del Estado-isla por excelencia –Inglaterra– podía ser alcanzado y atacado desde el aire. Las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, en 1945, pusieron fin, de forma aterradora, a la inaccesibilidad de estos Estados. Como expresa Stephen E. Ambrose en Hacia el poder global, el cambio tecnológico, «especialmente en armas militares», había hecho que, «por primera vez en su historia, Estados Unidos podía ser amenazado desde fuera». Ambrose, como Mahan y Spykman, se imaginan EEUU como una isla, pues jamás tienen en cuenta a sus vecinos. El desarrollo al que se ha llegado en el siglo xxi ha relativizado al máximo el «foso protector de los océanos», del que hablaba Spykman. Los misiles intercontinentales, las armas atómicas y la diversidad enorme alcanzada por estas armas hacen accesibles a la destrucción todos los territorios del mundo. La hegemonía marítima británica se basó, durante 200 años, en impedir la emergencia de otra potencia marítima equivalente. Dado que el alcance de la artillería, hasta el desarrollo de los misiles balísticos, era pobre, la fuerza naval en que descansaba el poder marítimo resultaba inmune e inalcanzable al poder de fuego de la potencia terrestre. En el presente siglo, esa ventaja estratégica se ha diluido de muchas maneras, pero sobre todo por el enorme poder destructor de los sistemas de misiles, que pueden lanzarse desde tierra, mar y aire.

Puede servir de ejemplo el sistema balístico exhibido por China durante el desfile conmemorativo del 70 aniversario de su victoria en la Segunda Guerra Mundial. En la Plaza de Tian An Men, fue mostrado el misil balístico antibuque de medio alcance Dong Feng 21D (DF-21D, Viento del Este), diseñado, según las informaciones, para destruir portaaviones. Para Hugh White, profesor de investigaciones estratégicas de la Universidad Nacional de Australia, al diario The Australian Financial Review, «esta arma presenta un reto fundamental para la Marina de Guerra de EEUU; los portaviones son la fuerza que permitía a EEUU proyectar sus fuerzas lejos de las fronteras navales del país; este desfile nos recuerda que ahora China no sólo es una potencia continental, sino también naval». Expertos militares se apresuraron a bautizar el misil DF-21D como «asesino de portaviones», por considerar que tiene capacidad para destruir los buques estadounidenses. Rusia, por su parte, viene realizando desde hace más de una década sofisticados sistemas de armas para una guerra naval convencional, lo que incluye sistemas de misiles, submarinos, buques de guerra y aviación. En un hipotético conflicto entre la potencia marítima y las potencias terrestres, si la potencia marítima pierde su poder naval o éste se revela insuficiente, perdería su capacidad de proyección sobre Eurasia y –en tal caso– su condición de Estado-isla se revertiría en su contra, pues, privada de poder naval, la potencia marítima quedaría aislada de buena parte del mundo.

Se daría, paradójicamente, una situación similar –mutatis mutandis– a la sufrida por Alemania en la Primera Guerra Mundial, cuando queda aislada de casi todas las fuentes de aprovisionamiento debido a la pérdida de su capacidad marítima. Mientras Inglaterra, dueña del mar, podía recibir todos los recursos que requería por vía marítima, Alemania no tenía forma de hacer lo mismo. Este aislamiento, al privarla de medios de subsistencia, determinará su derrota, que será la derrota de una potencia terrestre ante el esfuerzo combinado de dos potencias marítimas, Inglaterra y EEUU. En el presente siglo, la pérdida de proyección naval por parte de la potencia marítima a causa de los nuevos armamentos, podría obligar a EEUU a replegarse sobre su territorio y, en todo caso, a renunciar a una proyección efectiva sobre la inmensa masa euroasiática. La condición de Estado-isla dejaría de ser una ventaja para convertirse en una grave desventaja. Por otra parte, como había previsto Mackinder, el desarrollo de las vías férreas está permitiendo a las potencias terrestres acceder a casi todos los océanos y mares del mundo. Los ferrocarriles comunican Beijing con Madrid, Teherán, Moscú y un extenso número de capitales y puertos. Sobre ferrocarriles, las potencias terrestres pueden proyectar su poder e intereses a casi todo el margen continental. La combinación de armamentos modernos y ferrocarriles puede que haya invertido para siempre la dicotomía potencia terrestre-potencia marítima en beneficio claro de las potencias terrestres. Ese sería el contenido geoestratégico del proyecto chino de Nueva Ruta de la Seda, que abriría rutas terrestres para unir toda Eurasia y crear rutas a todos los puertos.

Halford Mackinder llamó al poder aéreo «la caballería anfibia del futuro». Para este geopolítico británico, el arma aérea dejaría las rutas del mar Rojo y del Mediterráneo a merced del poder terrestre. Asombrado quedaría si pudiera ver la importancia casi absoluta que ha alcanzado «la caballería anfibia» en este futuro en el que estamos inmersos.

Mapamundi: según el cristal con que se mida

Mapa viene del latín mappa, que significa toalla y también plano de finca rústica, según nos explica el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. Son representaciones geográficas de todo o parte de la superficie terrestre. Los mapamundis representan toda la superficie del planeta, dividida en dos hemisferios, norte y sur; tras su aparente inocencia, esconden construcciones ideológicas cuyo origen se remonta al siglo xvi y a la era de los imperialismos. No quiere esto decir que los autores de los mapas se hubieran guiado por ideologías, sino que los hacían tomando como referencia el mundo y la sociedad en la que vivían. Tal el caso de Gerard Kremer, nacido en Flandes en 1512 y que –como era usual en la época– latinizó su nombre para llamarse Gerardus Mercator. Trabajó en la elaboración de mapas y fue el primero en idear uno plano, que fue publicado en 1569. La idea de Mercator era hacer un mapa que sirviera para la navegación. Como habitante del hemisferio norte, cuyos marinos navegaban, fundamentalmente, por aguas del hemisferio norte, el mapamundi reflejaba la visión e intereses mercantiles de dicho hemisferio. Fue tal su éxito, que el mapamundi de Mercator –fallecido en 1594– sigue siendo el dominante desde el siglo xvi hasta nuestros días, cosa digna de admiración, debe admitirse.

La proyección Mercator, no obstante su éxito, tiene una par­ticu­laridad: sobredimensiona los territorios del hemisferio norte y reduce a mínimos los del sur. Esta deformación venía bien a los países imperialistas europeos, que, en sus colonias, hacían creer a los dominados que el continente europeo era de un tamaño superior al que poseía realmente. A la hegemonía política y militar se agregaba una hegemonía visual, que contribuía a acrecentar la dominación de los países del norte sobre las colonias del sur. Aunque Mercator –que se sepa– no poseyó en sus investigaciones ideas imperialistas, su mapamundi sirvió y ha seguido sirviendo a esos objetivos. Dicho mapa representa la visión del mundo de los europeos y sus continuadores, en primera fila EEUU. El tema no es anecdótico. La escala de un mapamundi determina la representación que nos hacemos del mundo. Viendo el mapamundi de Mercator, imaginamos Alaska (1.717.854 km2) dos veces más grande que Argentina (2,784.400 km2), y Europa (9,7 millones de km2), mayor que Sudamérica, que la duplica en extensión (17,8 millones de km2) (véase imagen siguiente).


En la proyección Mercator, el hemisferio norte, con 52 millones de kilómetros cuadrados, se presenta con un tamaño que duplica al hemisferio sur, con más de 100 millones de kilómetros cuadrados, con Groenlandia y Alaska agigantadas a tal punto que la segunda casi tiene la extensión de Sudamérica y la primera, la del subcontinente asiático (véase imagen siguiente).


Nadie, hasta 1974, puso en duda los mapamundis basados en esta proyección. Ese año, el cartógrafo e historiador alemán Arno Peters publica un nuevo mapamundi, basado en otro elaborado en el siglo xix por el cartógrafo inglés James Gall. El propósito de Peters era presentar un mapamundi que reflejara más fielmente el tamaño real de continentes y países. La proyección Peters, para alcanzar su objetivo, presenta a los países más alargados de lo que son, un efecto visual que le hizo blanco de críticas por parte de los cartógrafos clásicos, que lo acusaban de politizar la cartografía. No obstante, hasta aparecer el mapa de Gall-Peters, nadie había denunciado el fondo colonialista de los mapas de proyección Mercator, que presentaban un mundo mucho más deformado.


Proyección Mercator.

La publicación del mapamundi de Peters revela, por vez primera, el contenido ideológico de la cartografía, hasta ese momento presentada como una ciencia impoluta y neutral. Peters responde a sus críticos acusándolos de querer mantener la «sobrevaloración del hombre blanco» sobre los pueblos del sur y de defender la distorsión del mundo «para ventaja de los colonialistas». La polémica abandona las aulas y pasa a Naciones Unidas, inmersa, en esos años, en la batalla por la liquidación final de los imperios coloniales, la llamada descolonización. La ONU adopta como oficial el mapamundi de Peters, dando un espaldarazo definitivo al cartógrafo alemán. A partir de entonces, otros cartógrafos asumen la tarea de elaborar mapamundis más acordes con la realidad geográfica del planeta, y distintos países del sur proceden a elaborar sus propios mapas, para poner fin a la hegemonía visual eurocentrista. El mundo se llena de nuevas proyecciones e imágenes visuales del planeta. La aparición de los satélites facilita el cambio, pues aparecen fotografías reales del planeta Tierra, como la del siguiente mapa, elaborado a partir de fotografías tomadas por satélites de la NASA:


Proyección Gall-Peters.

Que el hemisferio norte aparezca «al norte» es otra construcción ideológica. En el espacio no existen el norte ni el sur (tampoco el este y el oeste, ni el arriba y el abajo), pues, según el principio cosmológico, el Universo es homogéneo e isótropo, es decir, es igual visto desde cualquier punto y desde cualquier dirección. Por tal motivo, no hay ley física que determine que el hemisferio norte «deba» estar al norte y el hemisferio sur al sur. Si los navegantes de los siglos xv y xvi hubieran salido, no de Portugal o España, sino de países del sur, los mapas, muy seguramente, hubieran puesto el «norte» en el «sur» y el «sur» en el «norte».

El meridiano que divide el mundo pasa, en los mapas europeos y americanos, por Greenwich, un barrio de Londres. Se trató de un tributo –que aún perdura– a la gloria del Imperio británico, porque fue en honor de los británicos imperiales que la Conferencia Internacional celebrada en Washington, en 1884 –época de esplendor de dicho imperio–, decidió que el meridiano que pasa por el observatorio astronómico de Greenwich fuera el meridiano cero. Como no hay ley física que determine que esto debe ser así, en los mapamundis rusos el meridiano divisor pasa sobre Moscú y en los mapas oficiales de China el meridiano divisor pasa casi en la mitad del territorio chino.

Siendo el Universo isotrópico, meridiano cero puede ser cualquier meridiano. Situarlo sobre la capital del mayor imperio colonial del momento fue eso, una decisión política tomada para brindar sahumerios y encomios al Imperio británico. De la política no se libran, como puede verse, ni escalas ni meridianos. Que la Organización de Estados Americanos y la Organización de Naciones Unidas tengan su sede en Nueva York responde al hecho de ser EEUU, en aquellos momentos, la potencia mundial dominante. Decisiones tomadas, simplemente, desde escalas de poder.

Economía: la fe ni te vale ni te salva

Vocablo procedente del griego oikonimía, cuyo significado original era «dirección o administración de una casa». Pasó luego a ser «administración eficaz y razonable de los bienes». A partir del siglo xix, con los llamados «economistas clásicos», la economía fue elevada a ciencia (Ciencias económicas), al fragor de las revoluciones industriales y la explosión del capitalismo, así como por el impulso que estos dos fenómenos dieron a la investigación científica y técnica que la expansión capitalista e imperialista requería en los Estados industrializados. Los primeros estudios sistematizados de los fenómenos económicos fueron obra de los fisiócratas franceses. La publicación de La riqueza de las naciones, del escocés Adam Smith, en 1776 dio un impulso definitivo a los estudios económicos con carácter autónomo y cada vez más relevante.


La Economía es ciencia en sentido muy lato. Si atendemos al significado de la palabra Ciencia, ésta es un «conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales». Pero en Economía hay tantos principios y leyes como teorías económicas, muchas de las cuales se refutan unas a otras, según los presupuestos sociales y político-ideológicos de los que parta cada teórico. Las disensiones entre las escuelas o corrientes económicas son tales que no existen «principios y leyes generales» económicas, similares a los que existen en las verdaderas ciencias como son las Matemáticas, la Física o la Química, por referir las más conocidas. La Economía carece tan ciertamente de métodos científicos que los economistas son incapaces, una y otra vez, de predecir las crisis económicas o los desastres del capitalismo, que suelen dejar en cueros las teorías más conspicuas. De ahí que se llame a los economistas, peyorativamente, «profetas del pasado», porque destacan más haciendo autopsias que previniendo las muertes. Aunque los ejemplos son más que abundantes, sirvan unos recientes. En diciembre de 2007, la revista esta­dounidense Businessweek publicó los análisis de 54 afamados expertos sobre la economía de EEUU en 2008. Todos afirmaron que la economía estadounidense sería «estable» y que no habría recesión. En septiembre de 2008 se produjo el hundimiento de Lehman Brothers, desatando la mayor crisis financiera en EEUU desde la Gran Depresión de los años 30 del siglo xx (y, de rebote, la mayor crisis financiera mundial, que arrasó también Europa.


El mundo visto desde Australia.

Tampoco los economistas han acertado en lograr sistemas económico-sociales racionales y estables ni en dar con fórmulas eficaces para resolver los más graves problemas del mundo como pobreza, exclusión y desigualdad. El economista Joseph Alois Schum­peter, abordando esta cuestión, definió como ciencia «cualquier tipo de conocimiento que haya sido objeto de esfuerzos conscientes para perfeccionarlo». Partiendo de esa definición, ciencia es todo, desde la Filosofía a la Psicología y la Historia, con lo cual desposeemos al término de todo contenido exacto. Lo que resulta evidente es que, así como físicos y astrofísicos son capaces de calcular órbitas y rutas de satélites y naves espaciales (también de misiles y drones asesinos), los economistas han demostrado sobradamente ser incapaces de hacer nada equivalente.

El tema tiene relevancia porque, cuando se dice que algo es «científico», se da a entender que ese «algo» descansa sobre fundamentos exactos, como los existentes en la Física o las Matemáticas, y no es así. Por Ciencia entendemos, no cualquier saber, sino «un saber cierto que aspira a formular mediante lenguajes rigurosos las leyes por medio de las cuales se rigen los fenómenos físicos», que diría Pedro Rodríguez Santidrián. El propósito subliminal que sub­yace en la presentación de la Economía como una «ciencia» es que un porcentaje elevado de población crea –por ejemplo– que el sistema capitalista nace de la naturaleza, como las manzanas del manzano, y, en consecuencia, es un sistema que no puede cambiarse ni modificarse, como no pueden cambiarse ni modificarse las leyes de la naturaleza. Al hacer descansar la economía sobre «presupuestos científicos», se la quiere hacer partícipe de la inmutabilidad que rige las ciencias físicas o las químicas. Entre los economistas clásicos del siglo xix fue preocupación dominante articular «leyes naturales» de orden económico que contuvieran sus propios sistemas de autorregulación, similar a las leyes que regulan los fenómenos físicos, como la ley de la gravedad universal. Sobra afirmar que aquella búsqueda fracasó estrepitosamente.

La Economía comparte no pocos elementos con las religiones. Un ejemplo de ello lo da John Kenneth Galbraith en La cultura de la satisfacción, donde narra que, durante el gobierno de Ronald Reagan, apóstol del neoliberalismo en la década de los 80, sus asesores económicos llevaban broches con la imagen de Adam Smith, como un creyente puede llevar la medallita de su santo patrono. Se cree en una teoría económica como se puede –o no– creer en una religión u otra. Un ejemplo de esta cuestión lo da el economista y filósofo austríaco Friedrich Hayek (1899-1992). Hayek aborreció desde sus años de estudiante, honda y profundamente, el socialismo. A partir de esa posición ideológica, dedicó su vida a construir una teoría que demostrara la inviabilidad económica de todos los sistemas socialistas. Se trató de un esfuerzo deliberado de adecuar la realidad a sus creencias políticas. Esa actitud lo aproximaba más a los teólogos medievales, que explicaban el mundo desde ideas preconcebidas, que a un verdadero científico, que busca desde la investigación y sin prejuicios descubrir las reglas de funcionamiento de la naturaleza. Frente a Hayek, para quien el capitalismo era inmortal (como Dios), estaba Alois Schumpeter, quien popularizó el concepto de destrucción creativa y sostenía que el capitalismo terminaría destruido a causa de su propio éxito (una versión económica del Armagedón del Apocalipsis de san Juan).

Aspecto curioso de quienes se reclaman científicos es que suelen recurrir a elementos que rayan en lo sobrenatural, como la célebre «mano invisible del mercado», de la que habló Adam Smith y que –según sus devotos creyentes– distribuye los bienes misteriosamente y prácticamente sin intervención humana. Hayek, por su parte, hablaba de un «orden espontáneo», que asigna los recursos de una sociedad de forma más eficiente de lo que podría lograr cualquier diseño humano. Espontáneo es algo «que se produce sin cultivo o sin cuidados del hombre», «que se produce aparentemente sin causa», define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua. No parece que eso suceda en Economía, donde desde hace milenios la mano visible y dirigida de monarcas, gobiernos, plutócratas y corruptos ha cambiado las reglas en su beneficio cuantas veces lo ha considerado necesario. La escuela clásica hablaba de «leyes naturales» de un orden económico que se autorregulaba «naturalmente» a sí mismo, de igual manera que en verano hace calor y en invierno frío. Nada de esto encontramos en el cotidiano de la vida. Los grandes monopolios imponen precios y condiciones; las empresas transnacionales obligan a los gobiernos a legislar según sus intereses; las clases dominantes determinan las normas legales que favorecen sus procesos de acumulación de capital y, cuando hay crisis, los gobiernos reparten los recursos escasos privilegiando los intereses de las clases dominantes y sacrificando a los desvalidos, y un etcétera sin fin, como se ha visto en España o Grecia en la crisis terminal y provocada por humanos que abate a la Unión Europea desde 2008.

No hay manos invisibles ni procesos espontáneos, tampoco sistemas económicos que den manzanas. La Economía viene determinada por la política y la ideología pero, sobre todo, por los intereses de quienes controlan la economía de un país, una región o del mundo. Marx llamó, con acierto, a los Estados «comités ejecutivos de las clases dominantes». En EEUU, paradigma de país archiliberal en economía, el 10% más rico –que controla el 50% de las rentas del país– tiene una tasa impositiva inferior al 35%, que, además, puede reducir a la mitad gracias al sistema de exenciones fiscales existente. La regulación impositiva es tan flagrantemente favorable a los más ricos que el archimillonario Warren Buffet denunció, en 2008, que, proporcionalmente, su secretaria pagaba más impuestos que él. Y Buffet, generosamente… ¡pedía que le subieran los impuestos! Así que, cuando le hablen de economía en sentido dogmático, rece un padrenuestro, porque, posiblemente, los agentes del desahucio estén próximos a su vivienda y un usurero se esté frotando las manos, unas manos que son todo menos invisibles.

Adam Smith: el economista moral convertido en tótem

Moralista y economista escocés, nacido posiblemente en 1723, en Kirkaldy, un pueblo costero del este de Escocia y fallecido en Edimburgo, en 1790. Entre 1764 y 1767 fue preceptor del duque de Buccleugh, trasladándose a Francia tres años. De Francia viaja dos meses a Suiza, donde conoce a Voltaire, siendo éste el único periodo de su vida que vive fuera de Escocia. Vuelto a su país natal, se instala en Kirkaldy, dedicándose a lo largo de más de seis años, a escribir su obra más conocida: Una investigación sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, título luego resumido a La riqueza de las naciones, publicada en 1776. Este libro es considerado como la obra fundadora de la Economía como ciencia y a Adam Smith como el profeta del capitalismo (en cambio, para Marx, según expresa en su Teorías sobre las plusvalías, «fueron los fisiócratas, esencialmente, quienes se entregaron al análisis del capital dentro del horizonte burgués. Y este mérito es el que hace de ellos los verdaderos padres de la economía moderna»). Merced a ciertas afirmaciones contenidas en La riqueza de las naciones, particularmente la existencia de una «mano invisible» que, como mano de Dios, organiza mágicamente el funcionamiento del mercado, Adam Smith –sin su consentimiento– pasó a ser considerado el icono del capitalismo salvaje.

La riqueza de las naciones fue convertida en obra de referencia de los partidarios del liberalismo económico fundamentalista, que la han elevado al altar de los libros sagrados. Citar a Smith es casi como citar versículos de la Biblia o suras del Corán, despojándole de rasgos humanos. Los fieles a esta visión momificada de la obra de Smith olvidan que fue escrita en el siglo xviii, en los inicios de la Revolución industrial y de la expansión imperialista europea, y décadas antes del triunfo, en los países donde floreció la Revolución industrial, del capitalismo salvaje. Como suele suceder con libros tan mencionados como poco leídos, de la obra de Smith sólo se citan los párrafos que pueden ayudar a sustentar una posición, no así aquellos que puedan contradecirla o, peor aún, descalificarla. Otro hecho notable es que Smith fue toda su vida un académico, sin experiencia práctica en economía. Esto vendría a explicar que parte sustantiva de sus tesis emanaran del desconocimiento del funcionamiento real del mercado, como resulta evidente, para quien quiera ver, su afirmación de que una «mano invisible» lo haría funcionar y distribuir los bienes de forma equitativa, como si de la mano de un dios generoso se tratara, algo comprensible en una persona profundamente religiosa como era Adam Smith.

En los años 80, el binomio Margaret Thatcher-Ronald Reagan lanzó una vasta ofensiva ideológica contra el papel del Estado en la economía y, en pleno fervor del neoliberalismo, en EEUU llegó a ponerse de moda usar en chaquetas o corbatas insignias con la imagen de Adam Smith, convertido en profeta de aquella doctrina económica. Fue una más de las tantas falsificaciones de las teorías de Smith, que defendió el papel del Estado en ámbitos sustantivos de la vida de un país. Así, afirma en La riqueza de las naciones que es deber del soberano «proteger en cuanto le sea posible a cada miembro de la sociedad contra la injusticia y opresión de cualquier otro miembro de la misma». También afirmaba que «la opulencia de unos pocos supone la indigencia de muchos» y que «el gobierno civil, en la medida en que está instituido en aras de la seguridad de la propiedad, es en realidad institui­do para defender a los ricos contra los pobres». El soberano, sostenía Smith, debe «construir y mantener esas instituciones y obras públicas que, aunque sean enormemente ventajosas para una gran sociedad, […] no puede esperarse que ningún individuo o grupo reducido de individuos vayan a construir y mantener». El soberano, en fin, debía hacerse cargo de la educación pública, porque, «cuando más instruida está la gente, menos es engañada por los espejismos del fanatismo […] Un pueblo educado e inteligente, además, es más decente y ordenado que uno ignorante y estúpido». En esto no dejaba de tener razón Adam Smith.

John Kenneth Galbraith comentaba, en La cultura de la satisfacción: «La posición de Smith en una sociedad capitalista se aproximaba a la de un progresista estadounidense del siglo xx». Smith era, además, un hombre compasivo, como quiso dejar de manifiesto en el libro que lo lanzó a la fama, La teoría de los sentimientos morales. Smith, en esta obra, hace afirmaciones tales como que quitarle a un ser humano «lo que es realmente útil para él meramente porque puede ser tanto o más útil para nosotros […] es algo que ningún espectador imparcial podrá admitir», o que «la disposición a admirar y casi a idolatrar a los ricos y poderosos […] es […] la más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales». O, más claro aún, para Smith la justicia «es el pilar fundamental en el que se apoya todo el edificio. Si desaparece, entonces el inmenso tejido de la sociedad […] será pulverizado en átomos». Podía Smith subir a un púlpito.

Mal apoyo es Smith para el neoliberalismo, cuando se conocen sus obras. Leyendo sus opiniones sobre los sentimientos morales, difícilmente encontrarían respaldo políticas como los desahucios masivos, el empobrecimiento adrede de grandes capas de población o el sacrificio de derechos sociales como salud y educación. Smith fue un hombre del siglo xviii, progresista para su época y de fuerte moralidad. No conoció ideas socialistas, ni hay datos de que haya leído El contrato social de Rousseau, aparecido en 1762, cuatro años antes de la publicación de La riqueza de las naciones. La obra cumbre de Marx, El Capital, apareció 91 años más tarde, en 1867.

La mano invisible del mercado: agarre bien su cartera

Metáfora económica esbozada primeramente por Adam Smith, en el capítulo IV de su obra La teoría de los sentimientos morales, publicada en 1759. En ella, Smith escribe que los terratenientes,

a pesar de su natural egoísmo y avaricia, aunque sólo buscan su propia conveniencia […], dividen con los pobres en frutos de todas sus propiedades. Una mano invisible los conduce a realizar casi la misma distribución de las cosas necesarias para la vida que habría tenido lugar si la tierra hubiese sido dividida en porciones iguales entre todos sus habitantes, y así, sin pretenderlo, sin saberlo, promueven el interés general de la sociedad y aportan medios para la multiplicación de la especie.

En su obra más conocida, La riqueza de las naciones, Smith afirma lo siguiente:

Cada individuo está siempre esforzándose para encontrar la inversión más beneficiosa para cualquier capital que tenga [...] Al orientar esa actividad de modo que produzca un valor máximo, él busca sólo su propio beneficio, pero en este caso como en otros, una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en su propósitos [...] Al perseguir su propio interés, frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentase fomentarlo.

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9788416842636
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