Kitabı oku: «Democracia, gobernanza y populismo», sayfa 2

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Frente al procedimiento deliberativo ideal, vale la pena resaltar tres rasgos de la democracia deliberativa tomados de Rawls y sobre los cuales Cohen se pronuncia. El primer rasgo consiste en que las justificaciones de las normas y políticas públicas deben ser valoradas a partir de la concepción del bien común que, para Rawls, deben estar relacionados con los principios de justicia (Rawls en Cohen, 2007, p. 128). El segundo rasgo es que debe existir un trato igualitario entre los ciudadanos, al considerar Rawls que una sociedad justa garantiza igualdad de oportunidades y poderes políticos sin que dependa de la posición social o económica (Rawls en Cohen, 2007, p. 128). Y el tercer rasgo hace referencia al autorrespeto, al desarrollo de competencia política y a la formación de un sentido de justicia.

Frente a estos rasgos, Cohen sugiere que sus elementos permiten llegar a la construcción de decisiones colectivas apropiadas, referente a asuntos públicos; sin embargo, no considera que la equidad en términos de Rawls sea reflejada en las instituciones políticas. Cohen afirma:

Creo que Rawls está en lo correcto al desear acomodar las tres condiciones. Lo que me parece menos plausible es que dichas condiciones sean consecuencias naturales del ideal de equidad. Si tomamos la noción de equidad como fundamental, y pretendemos (como en el argumento informal) diseñar las instituciones políticas a partir de la posición original, no está claro por qué, por ejemplo, el debate político debería estar centrado en el bien común, o por qué la igualdad manifiesta de los ciudadanos es un rasgo importante de una asociación democrática. (Cohen, 2007, p. 130)

En este sentido, una política democrática pluralista entendida como un “sistema de negociación representativa equitativa” (Cohen, 2007, p. 130) también refleja el ideal de equidad, pues los nexos entre el ideal de equidad y los tres rasgos de la democracia deliberativa dependen de los “supuestos psicológicos y sociológicos” (Cohen, 2007, p. 130). Por tanto, según Cohen, la democracia deliberativa se sustenta en el ideal intuitivo de una asociación democrática que busca, a través de la argumentación y el debate público entre ciudadanos en condiciones de igualdad, resolver problemas que atañen a todo el colectivo, así la deliberación pública y libre se forja como un instrumento de participación activa de la ciudadanía en el espectro público. Esta concepción formal de la democracia deliberativa presenta cinco rasgos fundamentales:

I. Una democracia deliberativa es una asociación en marcha e independiente.

II. Los miembros comparten la concepción de que los términos apropiados de la asociación ofrecen un marco para, o son el resultado de, su deliberación.

III. Una democracia deliberativa es una democracia pluralista.

IV. Dado que los miembros de una asociación democrática consideran los procedimientos deliberativos como la fuente de la legitimidad, es importante para ellos que los términos de su asociación no sólo sean el resultado de sus deliberaciones, sino también que se presenten como tales.

V. Los miembros se reconocen mutuamente con capacidades deliberativas. (Cohen, 2007, pp. 131-132)

En síntesis, Joshua Cohen propone la noción de asociación democrática como un ideal basado en el procedimiento deliberativo y su institucionalización. Esta última se orienta a la generación de espacios en los cuales los ciudadanos pueden ser partícipes de la agenda política y del debate público sobre asuntos que le conciernen a la colectividad en el marco del pluralismo razonable y en la búsqueda de un bien común. Cohen los denomina existencia de foros, considerados por él como un bien público que debe recibir el apoyo del Estado para su materialización.

Por su parte, John Rawls aborda la noción de razón pública, considerada como una característica del pueblo democrático en igualdad de condiciones, que tiene como fin el bien público. Se cree que la razón es pública al entenderse como razón de los ciudadanos, al ser su objeto el bien público y la justicia fundamental; y su naturaleza se entiende de contenido público, en el entendido de que los ideales y principios son la base de la justicia política de la sociedad. En este sentido, la ciudadanía debe concebir la razón pública y adoptarla como una concepción ideal (Rawls, 1994, p. 4). Sin embargo, en el marco de la deliberación pública se configuran unos límites. Es bien sabido que en un modelo de liberalismo político hay una característica esencial y es ejercer el poder político en sociedades democráticas y pluralistas, donde convergen distintas posturas ideológicas, filosóficas, morales y religiosas, lo cual genera un ambiente de diferencias entre los ciudadanos a partir de sus posturas. Esto lleva a una paradoja

¿Por qué —se preguntan éstos— deberían los ciudadanos respetar los límites de la razón pública cuando discuten y votan sobre las cuestiones políticas más fundamentales? ¿Cómo puede ser razonable o racional para los ciudadanos, cuando los asuntos básicos andan en juego, limitarse a apelar a una concepción pública de la justicia y no a la verdad global tal y como ellos la entienden? (Rawls, 1994, p. 9)

Para Rawls la diversidad de doctrinas religiosas, morales y filosóficas es una cuestión permanente en la sociedad y hace parte de la cultura pública. De ahí que sea necesario que los ciudadanos tengan la capacidad de explicar sus fundamentos doctrinales de tal manera que permeen razonablemente en el debate público para que sean aceptados por los demás en el marco de la libertad e igualdad. John Rawls resalta que los ciudadanos pueden llevar al plano del debate político las doctrinas comprehensivas, entendiendo por estas últimas aquellas concepciones referentes a la vida humana e ideales personales, de amistad, de relaciones familiares y asociativas que moldean la conducta (Rawls, 1993, p. 13), pero “debe cumplirse una cláusula proviso: en algún momento de dicho debate, los agentes deben dar una justificación política de sus propuestas, es decir, una justificación que no dependa de la aceptación de las doctrinas comprehensivas que suscriben” (Garreta Leclercq, 2012, p. 101). De esta manera se da un consenso entrecruzado de las doctrinas comprehensivas razonables y se logra superar la paradoja de la razón pública.

Con el fin de articular las posturas antes descritas, vale afirmar que, en el modelo de sociedad contemporánea pluralista, el consenso y la participación en lo público de toda la ciudadanía se convierte en un desafío para el sistema democrático, considerando la diversidad de doctrinas en el colectivo. Retomando los aportes de la Grecia clásica, cuna de la democracia como sistema de gobierno en la polis de Atenas, los ciudadanos hacían parte de la toma de decisiones relevantes en el ámbito público, ya fuera por consenso en reuniones de asamblea popular o mediante votación (Rico Motos, 2006-2007, p. 144). Ese papel de la deliberación en la toma de decisiones políticas se ha abordado desde la filosofía, y han surgido diversas teorías deliberativas de la democracia que cuentan con aspectos comunes: la deliberación como instrumento de participación ciudadana; la legitimación del poder político; el consenso racional entre los ciudadanos en torno al bien común; condiciones igualitarias entre todos los ciudadanos competentes y razonables; y la deliberación pública como fuente de leyes y políticas públicas orientadas a satisfacer intereses colectivos. Es así como el principio deliberativo se consiente como un pilar fundamental para la democracia.

Sin embargo, existen posturas críticas frente a estas teorías deliberativas que mencionan límites al ideal del procedimiento de deliberación encaminado a la justificación política. Algunos de los críticos como Shapiro considera que la noción de bien común no es la apropiada para resolver problemas donde existe diversidad, pluralismo y relaciones de dominación (Shapiro, 2005). Por su parte Chantal Mouffe, en su obra The Democratic Paradox (2000), presenta su postura crítica frente a las ideas de Jürgen Habermas y John Rawls. Parte Mouffe afirmando que tanto Habermas como Rawls coinciden en la existencia de un consenso racional que reemplaza el simple modus vivendi o mero acuerdo. Considera que las teorías deliberativas prevalecen la racionalidad sobre los sentimientos y las pasiones que motivan las acciones en el campo político, negando así el conflicto que existe a partir de la diversidad y el pluralismo de valores. Por su parte, propone un modelo de democracia orientada a las ideas de hegemonía y abrirse al pluralismo.

En la sociedad actual el individualismo impera sobre la verdadera esencia de la ciudadanía, donde convergen valores, principios morales, creencias religiosas que no es posible separar en un proceso de deliberación democrática, como lo pretenden hacer ver Habermas o Rawls. En este sentido, la imparcialidad moral en los procedimientos deliberativos impide, según Mouffe, llegar a un consenso racional, por tanto, no se busca un consenso sobre cuestiones particulares, pues existe una intención moral universalista. Estos obstáculos, en términos de Habermas, son considerados por Mouffe como verdaderos obstáculos empíricos, que no materializan un verdadero sentir colectivo de la sociedad. Un ejemplo claro es el tema de los fundamentalismos ideológicos, morales, religiosos que permean en el campo político y afectan el buen ejercicio de la democracia.

Según lo expuesto, la democracia deliberativa permite generar espacios de reflexión, de consenso racional entre la ciudadanía sobre aspectos que afectan a todo el colectivo, y permite la creación de leyes, normas y políticas públicas. Claro está, sin obviar las limitaciones que tienen las teorías deliberativas, reconocidas por sus representantes y críticos.

II. Democracia deliberativa en la administración pública

La actividad de los poderes públicos, las obligaciones de los particulares y la dinámica de la relación entre los primeros y los segundos cambia en el marco de un Estado constitucional. Un texto fundamental dotado de carácter normativo, no solo limita la actuación de los poderes y funge como ordenamiento jurídico vinculante (Kagi, 2005, p. 49), sino que hace presencia en la vida diaria de los ciudadanos.

La administración pública nace y se adecúa, como poder constituido-independiente, en las entrañas del Estado legal. Un Estado en el que la posición del legislador dentro del esquema de poderes es de superioridad —no ve el legislativo limitado su poder por la Constitución—, en donde el contenido de los derechos fundamentales solo se entiende desde un punto de vista contractualista —el hombre entra a formar parte del Estado a cambio de una protección de derechos, pero hay ciertos aspectos de su persona que se reserva—, y estatalista —la plena realización de los derechos del hombre requiere al Estado como entidad— (Jiménez Asensio, 2005, p. 47), y en donde el poder judicial queda absolutamente subordinado a la ley, al que no se le permite controlar a los demás poderes constituidos.

En este contexto la administración surge con competencias relevantes (Descalzo González, 2011, p. 14) pero también con privilegios. Entre estos últimos, decidir, de manera unilateral —sin audiencia del administrado afectado— y, con dicha decisión, crear, modificar o extinguir situaciones jurídicas entre los particulares. No se discute con los ciudadanos, de manera previa, la motivación de las decisiones que, en aras de garantizar el orden público, la administración ha de tomar. Igualmente, la administración nace como un poder que se controla a sí mismo y que no tiene como competencia la garantía de los derechos sociales. El derecho administrativo no se configura para garantizar los derechos de los administrados, sino para aplicar, a casos concretos, las disposiciones de un legislador omnipotente mediante actos administrativos de obligatorio cumplimiento. Para este fin, se crean normas especiales, normas de excepción frente al derecho civil, que posibilitan la autotutela de este poder público.

Sin embargo, esta institución rodeada de prerrogativas sobrevive al cambio de paradigma en el derecho (López Medina, 2011, p. 129) y debe reinterpretarse bajo los principios del Estado constitucional. Un modelo de Estado en el que el legislador retoma su papel de poder constituido queda sometido a un texto fundamental con carácter normativo, vinculante y superior respecto a las demás disposiciones jurídicas. Un modelo de Estado en el que el poder judicial es garante del cumplimiento y aplicación de los preceptos constitucionales, y en el que los derechos fundamentales y sociales también tienen contenido normativo, eficacia directa y carácter prevalente.

En este contexto, la administración pública amplía sus competencias y, para el ejercicio de las mismas, está sometida al cumplimiento de los principios propios del Estado constitucional. La clásica función de los fines estatales, bien común, interés público o necesidades públicas se entiende como satisfacción de los derechos humanos y garantía de las libertades de las personas (García de Enterría, 2010, p. 92). Se trata de una administración pública más grande puesto que está obligada a prestar servicios de interés social y económico. Al contrario de su papel en el Estado legal, en el Estado constitucional la administración interviene de manera directa e indirecta en la economía, realiza actividades industriales y comerciales, redistribuye rentas, y proporciona bienes y servicios indispensables para los ciudadanos (Rincón Córdoba, 2004, p. 65). El medular principio de legalidad se mantiene, pero amplía su contenido en un Estado de derecho constitucional: los poderes públicos, entre ellos la administración pública, están sometidos a la constitución y a la ley, proscribiéndose de esta manera la arbitrariedad y prohibiéndose la indefensión de los ciudadanos frente a los poderes públicos (Sentencia SU-478, 1997).

Como principio fundamental del Estado constitucional se consagra el artículo 1.º de la Constitución Nacional (CN), en el que opta por la opción de un Estado participativo y pluralista en el que se propende por garantizar la efectividad de los principios, deberes y derechos consagrados en la carta fundamental. Para ello, es deber de los poderes públicos facilitar la participación de todos los habitantes en las decisiones económicas, políticas, administrativas, culturales y de convivencia que los afectan. No se trata de un postulado meramente programático, se trata de un mandato que se concretiza, desde el punto de vista de la toma de decisiones administrativas diarias de los poderes públicos, en las reglas de audiencia, defensa y contradicción establecidas en el debido proceso, de manera previa a la toma de la decisión (art. 29).

La administración pública en el Estado constitucional conserva su prerrogativa de autotutela, derivada del principio de eficacia (art. 209, CN y art. 3.11, Ley 1437, 2011), pero encuentra un límite a dicho privilegio en el principio de participación y en el derecho fundamental al debido proceso con todas sus garantías (Bravo Vesga, 2015, p. 179). No le es permitido a este poder público tomar decisiones que afecten a los administrados sin, de manera previa, escucharles. No se pierde la naturaleza unilateral de la decisión, pero si se enriquece el actuar de la administración mediante la participación de sus ciudadanos.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, CorteIDH) recuerda, en el caso Barbani Duarte y Otros vs. Uruguay (sentencia 13 de octubre de 2011), que: “el artículo 8.º de la Convención consagra los lineamientos del debido proceso legal, el cual está compuesto de un conjunto de requisitos que deben observarse en las instancias procesales, a efectos de que las personas estén en condiciones de defender adecuadamente sus derechos ante cualquier tipo de acto del Estado que pueda afectarlos”. Precisa, además, que su garantía no solo corresponde a los jueces, sino a todos los órganos estatales, incluidas las administraciones públicas, en los procedimientos de toma de decisión sobre los derechos de las personas, ello con el fin de evitar la arbitrariedad. Colombia ratificó dicha convención el 28 de mayo de 1973.

El derecho a ser oído, de manera previa, en los procedimientos de las administraciones públicas que resuelvan asuntos que a los administrados les afecten implican no solo el acceso a la autoridad pública competente, sino también el acceso a la información, la solicitud, la aportación y contradicción de las pruebas, la presentación de alegatos y la efectividad de la decisión administrativa. El derecho de audiencia es una garantía propia del acceso a la administración de justicia o tutela judicial efectiva. “Implica que el Estado garantice que la decisión que se produzca, a través del procedimiento, satisfaga el fin para el cual fue concebido. Esto último no significa que siempre deba ser acogido, sino que se debe garantizar su capacidad para producir el resultado para el que fue concebido” (CorteIDH, caso Barbani Duarte y Otros vs. Uruguay, 13 de octubre de 2011).

En efecto, mediante esta garantía propia del Estado constitucional, se trata de legitimar, de manera constante, el proceso político y también de dar cumplimiento al principio democrático. En este contexto, se relaciona con algunos elementos relevantes en la teoría de democracia deliberativa de Habermas, que permiten la dinámica de su tesis. Estos elementos son: la ciudadanía y opinión pública, la esfera pública, la participación y la deliberación pública (Domínguez, 2013, p. 306). Frente al primer elemento: la ciudadanía, se puede decir que es un constructo social, y hace referencia a que una persona hace parte de una sociedad determinada, generando deberes y derechos. El concepto de ciudadano tiene dos perspectivas. La primera es la del liberalismo, que entiende al ciudadano como una persona con iniciativa propia, con solidaridad, con compromiso, y con disponibilidad de cooperación, donde el actor persigue sus propios intereses (homo economicus); y la segunda es vista desde el modelo republicano, que ve al ciudadano como la persona que está inclinada por los intereses colectivos (homo politicus), y a partir estos también ejerce la cooperación y se es solidario (Domínguez, 2013, p. 310).

Los conceptos de ciudadanía y de opinión pública, desde la concepción liberal y republicana, están contenidos en una concepción de derecho, toda vez que, para ser ciudadano y participar en el espacio público, el Estado debe otorgar, reconocer y proteger unos derechos, tales como: derechos individuales de libertad, derecho de pertenencia a una comunidad jurídica, derechos concernientes a la accionabilidad judicial de los derechos, derechos políticos y derechos sociales.

Para Habermas, desde la concepción liberal, la manifestación de la voluntad de los ciudadanos permite legitimar el poder político. Mediante los resultados electorales se da el poder de gobernar, y en respuesta el gobierno debe justificar el uso de ese poder ante la opinión pública. Desde la concepción republicana, la manifestación de la voluntad constituye la sociedad como una comunidad política. Habermas expone que los dos modelos de participación política, el liberalismo y el republicanismo, generan ese espacio para que se dé la deliberación en temas de interés de toda la sociedad. Y pueden darse en el marco de un Estado democrático moderno (Habermas, 1991).

En cuanto a la esfera pública, se puede aducir que es el espacio en el cual se genera la reflexión y la deliberación de la ciudadanía mediante el acto comunicativo, en otros términos, es el espacio donde se da la opinión pública mediante el uso de la razón. Y es precisamente este espacio el que permite el surgimiento de la legitimidad y la legalidad posteriormente. Cuando se habla de legitimidad en términos de Habermas, se hace referencia a que un orden político debe ser reconocido como correcto y justo, que se logra mediante un proceso de comunicación, ahí se da la legitimación, que al volverse positivo se vuelve legal. Se da entonces el tránsito de la voluntad de la ciudadanía legitimada a la positivación del derecho, es decir a la naturaleza institucional.

Ahora bien, en relación con la participación y la deliberación política. Esta se entiende como el intercambio de opiniones o de puntos de vista, frente a temas de interés comunes que se dan en el mundo de la vida. La interacción entre los ciudadanos permite esas prácticas del discurso; mediante el acto comunicativo se configura el poder comunicativo, que pasa luego a una comunicación política, y surge después el poder administrativo que se encuentra en cabeza del Estado. “En síntesis, Habermas considera que la deliberación se refiere a una cierta actitud hacia la cooperación social, a saber, la actitud que consiste en la apertura a dejarse persuadir por razones relacionadas con los derechos de los otros al igual que a los derechos de uno mismo” (Domínguez, 2013, p. 310). En este contexto, no es posible hablar de participación ciudadana en la toma de decisiones de los asuntos que afectan los intereses de los ciudadanos sin que, de manera previa, se garantice el derecho de acceso a la información pública; solo una colectividad informada tendrá la capacidad de configurar la esfera pública como ese espacio para la deliberación permanente mediante el uso del lenguaje.

Y es que en el Estado constitucional la administración pública está para garantizar el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y la materialización de los derechos no se concibe sin la participación de los ciudadanos afectados o beneficiados con las decisiones que ella toma. “Las nuevas tendencias políticas y sociales exigen nuevos deberes de la Administración y cambios en el derecho administrativo” (Penagos, 2003, p. 392). Una de esas nuevas tendencias es la comunicación activa con sus administrados. El ejercicio derecho de participación conlleva como requisito sine qua non el acceso a la información pública necesaria para entender la decisión y poder debatir sobre ella con el poder público. Este acceso previo a la información para ejercer la participación garantiza una deliberación responsable con la colectividad y mejora la toma de las decisiones.

En Colombia, la Corte Constitucional ha sido enfática en recordar que la administración pública está para garantizar la “procura existencial del ser humano” (García Pelayo, 1996) y que en asuntos en los que se debata la autodeterminación de las comunidades indígenas y raizales o la expedición de licencias de exploración y explotación minera se han de utilizar los mecanismos de participación ciudadana, en particular, la consulta previa, para que la administración pública pueda tomar la decisión, luego de un escenario de información, participación y deliberación con la comunidad afectada (Sentencia C-123, 2014; Sentencia T-766, 2015; Sentencia C-035, 2016 y Sentencia T-445, 2016).

Entre otras razones porque en asuntos como los mencionados, que afectan no solo las propiedades de la tierra, sino la seguridad alimentaria, los derechos de los campesinos, el orden público, la seguridad de los habitantes, las costumbres y la vida misma, resulta una conditio sine qua non que la comunidad se informe, delibere y participe en la toma de decisiones que tanto los afectan. Así mismo, porque en estos asuntos no es posible “i. reconstruir una interpretación correcta de las normas constitucionales alejadas de la población destinataria de dichas decisiones administrativas; ii. Confiar en que los tribunales judiciales son el mejor escenario, el más idóneo y eficiente, para resolver controversias previas a la toma de la decisión administrativa, con criterios de urgencia, equidad y legitimidad” (Giraldo Villegas, 2017). Por el contrario, los órganos políticos, aún representativos de las mayorías, deben escuchar la voz de la comunidad afectada y hacer que dicha voz tenga eco en la interpretación constitucional de los problemas que la afectan y, por tanto, en la decisión que la administración pública tome.

III. Participación política y ciudadana

La consolidación de la democracia depende de muchos factores, por ejemplo: superar crisis económicas, reducir las brechas sociales, garantizar derechos humanos y contar con instituciones jurídicas y estatales legitimadas que generen confianza a la ciudadanía. Sin embargo, alcanzar estos objetivos conlleva un trabajo arduo, que también debe ser abanderado desde la misma sociedad civil. Es la ciudadanía quien tiene el poder político para impulsar cambios estructurales y trascendentales en las democracias, y de esta manera reconstruir tejido social en sociedades pluralistas, multiculturales y complejas.

Teniendo en cuenta esta característica esencial de las sociedades actuales, el concepto de ciudadanía también se ha reorientado, ahora, se incorpora el pluralismo y se resalta la participación como el camino para el goce de los derechos. Una ciudadanía plural, también es el concepto propuesto por Michael Walter quien, a partir de su teoría política, incorpora una noción comunitarista; su inquietud por la privatización de la sociedad y el discurso liberal de la justicia lo llevan a ejercer oposición a la noción liberal del concepto de ciudadanía.

Walter resume así tres ventajas principales de la ciudadanía plural: a) una mayor seguridad del ciudadano frente al abuso o la negligencia de la burocracia estatal o frente a la opresión social; b) mayor responsabilidad del individuo frente a la comunidad; y c) la posibilidad de participar en el diseño de las políticas y la toma de decisiones. (Ochman, 2004, p. 482)

Ahora hay dos conceptos que se encuentran relacionados entre sí, pero que al mismo tiempo difieren el uno del otro: ciudadanía y sociedad civil. En términos habermasianos, un individuo se convierte en ciudadano cuando sale de la esfera privada que reúne prejuicios, valores, ideologías, convicciones, cultura, para pasar a una esfera pública de opinión, la cual debe ser razonada, reflexiva y crítica. En este espacio público debe existir igualdad de derechos entre los individuos para garantizar el ejercicio discursivo deliberativo, proceso basado en el uso del lenguaje y en el acto comunicativo entre los ciudadanos, espacio de donde emergen los derechos y las leyes.

En las sociedades complejas el espacio de la opinión pública constituye una estructura intermediaria que establece una mediación entre el sistema político, por un lado, y los sectores privados del mundo de la vida y los sistemas de acción funcionalmente especificados, por otro. Representa una red extraordinariamente compleja que se ramifica espacialmente en una pluralidad de espacios internacionales, nacionales, regionales, municipales, subculturales, que se solapan unos con otros; que, en lo que a contenido se refiere, se estructura conforme a puntos de vista funcionales, centros de gravedad temáticos, ámbitos políticos, etc., en espacios públicos más o menos especializados, pero todavía accesibles a un público de legos […]. (Ochman, 2004, p. 485)

En estos términos, el individuo no nace ciudadano; por el contrario, la ciudadanía se logra mediante la formación integral de los individuos que promueva capacidades y habilidades de reflexión crítica e incentive valores que fortalecen los sistemas democráticos, como la tolerancia y el respeto.

Los países latinoamericanos, caracterizados por tener democracias débiles o en consolidación, evidencian en la fragilidad de sus sistemas, instituciones y el ordenamiento interno. Por tal razón, para la materialización de la participación ciudadana en la toma de las decisiones se debe fortalecer la educación enfocada a la convivencia pacífica. Así lo ha establecido la UNESCO al proponer instrumentos metodológicos orientados a alcanzar la convivencia y la paz mediante la formación educativa, identificados para la Década de la Educación para el Desarrollo Sostenible 2005-2014 y proclamados por la Asamblea General de las Naciones Unidas desde el año 2002, “cuyo objetivo es el de incorporar e integrar la perspectiva del desarrollo sostenible en todos los niveles del sistema educativo, a fin de convertir la educación en un agente para el cambio” (Acevedo Suárez y Rojas, 2016, p. 1). De esta manera se reconoce la educación como pilar fundamental en la reconstrucción social, en el fomento de la cultura de paz y en la cultura democrática.

La ciudadanía no encuentra su límite en el ejercicio del derecho al sufragio, o en el goce de sus derechos, también conlleva las responsabilidades, cargas públicas y obligaciones que existen con la misma sociedad. El ciudadano debe ser un participe activo, reflexivo, crítico, objetivo y constante en la toma de decisiones políticas que involucran sus intereses. Como lo planteó Habermas, la deliberación en la esfera pública debe unir a la ciudadanía, pues las decisiones que de allí se desprenden afectan a un todo. No se puede permitir la fragmentación social porque esto abre las puertas a gobiernos que desnaturalizan el interés general, en el marco de un Estado Constitucional, y lo orientan a satisfacer intereses particulares, siendo indiferentes a la realidad del contexto.

Entonces, la participación ciudadana activa resulta ser el eje fundamental de la democracia deliberativa donde, a través de un proceso de discurso racional y dialógico entre los ciudadanos en la esfera pública, se persiguen los intereses para toda la sociedad, a partir de los principios de libertad, igualdad, respeto, tolerancia y del discurso. La deliberación racional entre los actores ciudadanos busca tomar decisiones de interés universal en el campo político, ejerciendo así su poder político y comunicativo. Solo así, se puede lograr una convivencia pacífica en sociedades complejas, tal como las denomina Habermas.

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