Kitabı oku: «Las frikis también soñamos», sayfa 3

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No me amenaces con pasar un buen rato

No había lugar donde Ayden se sintiese más a salvo que en los brazos de Auriel, así que disfrutó de aquel instante todo lo que pudo, hasta que la situación comenzó a resultar incómoda. Auriel tampoco dijo nada al respecto, la sujetó con fuerza entre sus brazos, meciéndola con suavidad y mirándola con dulzura, paternal, no obstante, con un fogoso deseo ardiendo en su interior.

Fue el mismo Gabriel, al que llamaba cariñosamente «padre», aunque no tuviesen ninguna relación consanguínea con él, quien llevó a Álex y a Ayden a casa tras la agotadora misión. Y fue también él mismo, quien depositó a la chica rozando la inconsciencia, en brazos de Auriel mientras su hermana se hacía cargo de Álex. Siempre acababan exhaustos cuando regresaban de una misión, pero esta vez, parecía que la lucha había sido demasiado intensa, incluso para dos cazadores entrenados como Álex y Ayden.

—Auriel, llévame a la cama —susurró ella con los ojos almendrados mientras el sueño la invadía.

La mirada de celos de Álex cortaba gargantas.

—Sí, es una buena idea —respondió con voz ronca.

Y el ángel, con la chica en volandas, avanzó por el estrecho pasillo que separaba las habitaciones de la sala principal de la base hasta llegar al dormitorio de Ayden. Auriel extendió sus alas rotas, desgarradas y negras, y envolvió el cuerpecito de la muchacha con ellas. Ella sintió la suavidad mágica de sus plumas, su pureza, su energía y su protección. Al llegar al dormitorio, las volvió a ocultar, aunque la magia no desapareció con ello.

Auriel, o al menos su forma humana, era un hombre adulto, rozaba los cuarenta, de mandíbula cuadrada y gruesos labios, que por algún extraño motivo siempre llevaba rasgados y llenos de costras. Cabello corto y negro, permanentemente desaliñado. Piel curtida, barba áspera de dos días y enigmáticos ojos azules con algunas arrugas de expresión en torno a ellos. Estatura media, espalda ancha y músculos desarrollados. Siempre vestía con un traje negro descuidado, camisa blanca arrugada y corbata azul suelta en torno al cuello.

Ella tenía entonces diecinueve años, aunque se conocían desde que ella tenía catorce. Se había enamorado de él a los dieciséis, y se acostaron por primera vez a los diecisiete en una relación intermitente que había durado hasta el año anterior. Pero aquello era ya agua pasada, ella, en aquel momento, estaba enamorada de Álex (más o menos) y además, se habían prometido mutuamente que nunca habría nada más entre ellos. Provenían de mundos demasiado diferentes: él gozaba de la maldición de la inmortalidad, en cambio, la vida de ella era finita. Él era puro, gentil y bueno, pero ella, lo incitaba a pecar.

Auriel dejó a Ayden sobre las sábanas blancas. Ella misma y recuperando una energía insólita (apenas unos momentos antes había estado inconsciente sobre sus brazos) se quitó los vaqueros estirando de ellos hacía abajo y los tiró al suelo. También se quitó el sujetador, de color blanco, sin necesidad de quitarse la parte de arriba de la ropa y lo tiró hacia donde se encontraba Auriel, que lo dejó caer al suelo con las mejillas encendidas. Con muchísima delicadeza se quitó la cruz de plata que colgaba de su cuello. La Cruz de la Orden de San Juan, y la depositó en la mesita de noche con todo el cuidado del mundo.

Ayden se metió en la cama, vestida con una camiseta rosa semitransparente, que dejaba insinuar las aureolas de sus senos, ropa interior y calcetines blancos. La luz de la bombilla barata y las paredes de color hueso resaltaban la palidez de su piel y almendraban aún más sus ojos verdes. El pelo rubio oscuro le colgaba en ondas a la altura de los hombros, y caía despeinado sobre su tez. Auriel apartó un mechón rebelde de la cara y rozó sin querer sus labios rosas y carnosos. El olor de su cabello le golpeó el olfato: era un aroma fuerte para una mujer, pero no por ello menos sensual o excitante. Ella recibió con placer el tacto de sus dedos ásperos contra su piel sedosa.

—Buenas noches, Ayden. Descansa.

—Quédate aquí hasta que me duerma, como hacías antes… —suplicó ella en un dulce susurro, aunque su mirada autoritaria hacía parecer aquel ruego una orden.

«Antes», se lamentó Auriel para sí. Aunque obedeció la petición de ella y tomó asiento en la vieja butaca polvorienta que había junto a la cama. Apartó los libros que Ayden apilaba encima y se sentó sobre el tapizado verde oscuro, no sin antes coger uno de los volúmenes de cuero marrón y comenzar a hojear las páginas amarillentas.

—No apagues la luz —volvió a pedir la muchacha.

Y así pasaron largo rato, Auriel intentando aparentar que estaba sumido en la lectura de un libro del que ni siquiera sabía el título. Ayden por su parte, daba vueltas, inquieta sobre la cama. Él, de vez en cuando abría un ojo para ver qué extraña postura había adquirido la joven para conciliar el sueño.

Ayden observó cómo Auriel se frotaba los labios con el dedo índice, era una manía muy suya. Se revolvió nerviosa deseando ser ese trozo de carne que con tanta libertad se paseaba por su boca. El corazón se le aceleró nada más pensarlo.

Auriel levantó la vista del libro para encontrarse con los inquietos ojos de Ayden, que lo desnudaban con la mirada:

—Auriel.

—¿Sí?

—Tengo unas ganas incontrolables de besarte —confesó ella en un gruñido firme que se escapó de su boca.

—No tantas ganas como las que tengo yo —respondió él con su voz ronca y sin levantar la vista del libro y con una naturalidad inusual para el contexto de la situación.

—Ahora mismo me encantaría hacerte el amor —continuó ella con la misma parsimonia y sin levantar la cabeza de la almohada.

Auriel se incorporó ligeramente de la butaca y se inclinó hacia ella, cerró el libro, sujetando la página con sus dedos. Ayden despeinada y tumbada en la cama, ofrecía una imagen ingenua, juguetona y excitante.

—Y yo estoy deseando que me lo hagas.

Ayden se quedó sin respiración, pero hizo todo lo posible para disimularlo. Se sostuvieron la mirada largo rato, hundidos en los ojos del otro. El azul de Auriel era tan profundo que bien podía ahogarse dentro, mientras que la mirada de Ayden, tan autoritaria y confiada, desconcertaba ante su actitud infantilizada mordiéndose el dedo, juguetona.

—Buenas noches, Auriel —dijo ella finalmente, envolviéndose como un bebé y dándose la vuelta para no tener que enfrentarse de nuevo a aquellos ojos.

—Buenas noches, Ayden —respondió Auriel acomodándose de nuevo en la butaca y abriendo el libro por la página donde se había quedado.

Pensando en la inmensidad de aquellos ojos azules y en cómo de segura y a salvo se sentía cuando escuchaba su voz ronca, Ayden aparcó el viejo Chevrolet Corvette frente a las puertas del Hotel Arcadium. Un rayo cruzó el cielo, las nubes comenzaban a cubrir las estrellas. Se avecinaba tormenta.

Un tipo, del que no logró distinguir el rostro, la esperaba en la puerta: llevaba un uniforme de botones verde y dorado y tenía el cabello rojo y rizado. Lo aguardaba en las sombras de aquel edificio en ruinas llamado Hotel Arcadium, lo que antaño había sido uno de los hoteles más emblemáticos y lujosos de la ciudad de principios del siglo XX, ahora no era más que un montón de cemento gris con tablas en las ventanas y un nido de vampiros viviendo en su interior. El cartel de la azotea resplandeció con un rayo: «Htel Acdim», leyó ella por la falta de cuidado del edificio.

—Señorita Colt, el señor Castro la está esperando en la suite. Mi compañero se hará cargo de su coche.

El botones alargó la mano para que Ayden depositase las llaves sobre sus guantes blancos:

—¿Estás de broma? —dijo muy seria sentada aún en el asiento delantero del coche que había «cogido prestado»—. ¿Quieres que deje en manos de un vampiro la posesión más preciada de mi familia? Salvarían de un incendio a este coche antes que a mí.

—Eso nos ha pedido el señor Castro.

Las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer, eran cerca de las diez de la noche. Ayden estaba agotada, solo quería terminar con aquello cuanto antes. Se arrepintió con toda su alma, pero un trato era un trato. Finalmente, resignada, se envolvió en una cazadora gris, cogió su mochila y dejó las llaves donde indicaba el botones:

—Tengo memorizados todos los golpes, rayas y bultos de este coche. Como encuentre uno que no está en su lugar, te arrastraré con él por todo el país —le amenazó con sus autoritarios ojos verdes mientras le crujía la mandíbula.

El botones tendió las llaves a otro vampiro que salió de entre las sombras y se llevó el vehículo.

El interior del hotel daba escalofríos, apenas distinguía los muebles destrozados y las cortinas desgarradas entre los rayos de luz que se filtraban por la tormenta, y que iban acompañados de un sonoro trueno que le ponía los pelos de punta: sentía los siseos de los vampiros ocultos entre las sombras y de vez en cuando asomaban unos ojos brillantes escurrirse entre la oscuridad. La recepción olía a muerte, a cadáver y a sangre. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando sintió sobre la nuca un aliento putrefacto. Cerró los ojos húmedos y saboreó la bilis que le recorría a la garganta.

El botones la guio hasta el ascensor, que sorprendentemente seguía funcionaba bien, a pesar del deplorable estado del resto del hotel. Se miró al espejo mientras subían, le había salido un grano en la mejilla que se intentó reventar sin éxito. Su acompañante no era muy hablador, Ayden le hizo muecas esperando una reacción, pero el botones estaba muerto, nunca mejor dicho. Apretó el botón del piso veintitrés y aguardó todo el trayecto, erguido como un palo y con las manos en la espalda.

Ayden recordaba, no sabía si bien con placer o bien con náuseas, el último encuentro que tuvo con Castro.

Fue una noche no muy lejana aquella, en el cementerio Saint Mary, cerca de Topeka, Kansas. Sentía los latidos de su corazón retumbar dentro de su cabeza. Tragó una bola de saliva amarga. Aún no podía librarse del vampiro, Ayden tenía un asunto que resolver y antes de que Castro pudiera salir del coche, ella echó el cerrojo.

La única luz que resaltaba entre las lápidas eran los faros de ese viejo Chevrolet Corvette: el resto estaba recubierto por una oscuridad lúgubre y silenciosa que ponía los pelos de punta y mojaba los pantalones del más intrépido guerrero.

—Quiero proponerte un trato. —Ayden se cruzó con los ojos oscuros de él, que brillaban en la oscuridad y con su enigmática sonrisa—. Sé que a los vampiros os encanta hacer tratos.

Castro tenía curiosidad por saber que le proponía aquella joven que le llamaba tanto la atención.

Era incapaz de mirarlo a los ojos: la voz de Ayden temblaba, aunque lo intentaba ocultar demostrando que era la mujer hecha y derecha de la que presumía su hermana mayor.

—Te escucho. —Sonrió Castro con las pupilas brillantes.

—Tengo un negocio que proponerte. —Los ojos verdes de Ayden se cruzaron con los suyos y el cabello rubio le acarició con gracia las mejillas—. Hoy no solo me has salvado a mí, sino que has salvado a mi familia, y eso es lo más importante para mí. Eres fuerte Castro, inteligente, astuto y estratégico. Por eso te quiero en mi equipo, cuando necesite tu ayuda, acudirás a mí.

—¿Formar equipo con el ángel y el monstruo de Álex? —Rio irónico—. Sin mencionar a tu superpoderoso «padre». Ni pensarlo. Lo siento mucho, preciosa. — Castro intentó salir del coche, pero ella lo detuvo.

El contacto de sus dedos con la mano del vampiro le provocó una ligera quemadura. Una mueca de dolor se apoderó de su cuerpo mientras el olor a carne chamuscada le invadía la nariz. Ayden apartó la mano, su colgante repelía a las criaturas como él. Se lo quitó y lo dejó sobre el salpicadero del Corvette.

—Te pagaré bien.

—No tienes nada que valga tanto la pena. —Le guiñó un ojo.

—Mi sangre. —Los ojos de Ayden suplicaban auxilio—. Ya has oído a Gabriel, soy pura. Mi sangre y mi alma son puras. Te harán más fuerte, veloz y más poderoso. Serás el respetado líder del clan que quieres ser —le susurró al oído con voz profunda.

Castro se sintió tentado y se mordió el labio imaginándose como sería tener entre sus afilados dientes ese trocito de carne tan apetecible.

—¿Cómo sé que cumplirás tu parte del trato? —Un cosquilleo le recorrió la garganta al sentir el aliento de Castro tan cerca de su boca—. ¿Y no me matarás cuando tengas oportunidad?

Ayden lo empujó contra el asiento del coche y se deslizó sobre él, enfrentándose a su mirada. Castro la sujetó con delicadeza por las caderas, suspirando profundamente. El pelo rubio oscuro le caía enmarañado sobre los ojos. Ayden extrajo un cuchillo de su bota.

—Esto es un adelanto de lo que recibirás si te quedas a mi lado. Si trabajamos juntos. —Ella tenía la voz grave, con un ligero acento sureño y casi tan sensual como a ella le parecía la exótica manera de hablar de él.

A Castro se le hizo la boca agua, y no pudo evitar humedecerse los labios viendo como las venas azules de Ayden palpitaban bajo su piel pálida. Ella se arremangó la manga izquierda de la camisa de cuadros y acercó la daga al antebrazo:

—Ahí no. —La detuvo Castro—. Es un sitio muy evidente, tus amigos lo descubrirán en seguida.

Con la duda sembrada en la mirada de Ayden Colt, Castro tomó el cuchillo de su temblorosa mano y se lo acercó a la boca. La muchacha entreabrió los labios y dejó que él realizase un pequeño e ínfimo corte en el labio inferior. Una burbuja gruesa de color escarlata apareció bajo la hoja. La gota de sangre se deslizó de la boca de Ayden hasta caer en sus vaqueros.

—Esto está mucho mejor. —Los colmillos de Castro se deslizaron bajo sus caninos.

La sangre de ella, caliente y apetecible, se escurría por sus labios húmedos. Sus manos se deslizaron por la nuca de Ayden y unieron sus bocas, absorbiendo con pasión y deseo esa abertura pequeñita de labios fibrosos mientras para deleite de su paladar, la sangre seguía goteando de la pequeña herida. Al principio, Ayden dudó de que las intenciones de Castro fuesen las de alimentarse, el corte de sus labios era muy pequeño, casi imperceptible, insuficiente para saciarle. Él devoraba su boca con ansias. Ella sujetaba con fuerza sus brazos, rígidos, atenta a cualquier movimiento inesperado por parte del vampiro, pero poco a poco se fue relajando y dejándose llevar por los dulces bocados en sus labios. Los músculos de sus brazos se relajaron y los dejó caer suavemente sobre su pecho, disfrutando de las sensuales caricias y del pálpito que ese ser sobrenatural despertaba en ella. Su respiración comenzó a acelerarse y el corazón le latía cada vez más deprisa. Una fina película de sudor frío le recorrió la sien y un familiar y ardiente cosquilleo se prendió en lo más profundo de su ser.

Ayden recorrió con los dedos la camisa de seda, deseando arrancársela. Le apretó los hombros con pasión y deslizó sus dedos por su cabello. Castro se irguió y los brazos de Ayden se enrollaron en torno a su espalda. La sujetó por las caderas y encajó su pelvis contra la suya. Un suspiro se escapó de la boca de ella mientras sentía un inferno recorriéndole la espina dorsal. Castro apreció el tacto de sus pechos juveniles y altivos al chocar con su fuerte pectoral, y su corazón, acelerado y lleno de sangre, latía sobre su torso muerto. Por primera vez en décadas, despertaban en él sensaciones que creía extintas desde su conversión, pero que en realidad solo estaban dormidas. Dejó de succionar la sangre que manaba del labio de ella e intentó meter la lengua en su boca, Ayden se apartó de golpe:

—¿Me estabas besando? —preguntó nerviosa apartándose el pelo de la cara y sin salir del asombro.

Se deslizó de nuevo al asiento del conductor, con los ojos fuera de las órbitas y la boca entreabierta.

—Creo que tenemos un acuerdo, Ayden Colt. —Sonrió Castro alargando la mano. Ella aceptó el trato aun procesando todo lo que acababa de ocurrir.

—Nos vemos pronto, mi bella flor. —Castro salió del coche.

—¡Espera! —gritó ella asomándose por la ventana—. ¿Cómo sabrás que te necesito?

—Créeme, lo sabré.

Y Castro desapareció entre las sombras.

—Venga, acabemos con esto de una vez —dijo Ayden quitándose la cazadora gris y saliendo del ascensor.

Se encontraban en la suite presidencial del Arcadium, en el ático de la planta veintitrés. La ciudad estaba a oscuras, envuelta en una tenebrosa niebla gris e iluminada únicamente por las luces difusas de los edificios.

Ayden entró en la gran sala impecable y lujosa, donde destacaba una enorme cama con sábanas granates y un ornamentado cabezal con volutas pintado en oro. Una gran lámpara de araña colgaba del techo y una suave brisa que se colaba por algún lugar que no lograba encontrar, hacía tintinear las lágrimas de cristal. Había una pequeña barra de bar, hecha con espejos (sin ningún ser reflejado en ellos) e iluminada por unos pequeños focos en la pared, y una chimenea artificial con un salvapantallas de fuego crepitante. El suelo estaba cubierto de un frío y resplandeciente mármol blanco. Todos los ventanales estaban revestidos por cortinas negras, para aislar la habitación de la luz solar, que daban a la estancia un ambiente lúgubre y siniestro.

La muchacha lanzó bruscamente su cazadora y su mochila contra la butaca de terciopelo. Castro la esperaba sentado en la barra del bar, con aquella sonrisa pícara tan suya. En la barra, una copa de Martini con un líquido de color rojo que seguramente no era Martini. Había un tipo fregando vasos tras él. El botones que la había acompañado permanecía rígido como una estatua, con la mirada perdida y con una bandeja plateada en la mano:

—Por favor, señorita Colt, deposite aquí sus armas. Se las devolveremos junto con su coche.

—¿Estás de broma? —exclamó ella volviéndose hacia Castro—. ¿Quieres que me quede sola y desarmada ante tres vampiros? Yo me voy de aquí, nunca debería haber venido…

Pero el botones se interpuso entre ella y el ascensor, intimidándola con su fornida estatura

—Mi casa, mis normas —respondió sonriendo Castro sin levantarse de su taburete.

—¿Qué garantías tengo de que no me vas a matar en cuanto deje las armas?

—Tenemos un trato, flor de primavera. —Sonrió con su sensual acento latino—. Los tuyos no cazarán a mi clan mientras nosotros no ataquemos a los humanos. Si a ti te sucede algo, mi familia y yo estamos muertos.

Ayden suspiró resignada. Sacó la navaja, el revólver y la nueve milímetros y las depositó donde le indicaban.

—Sabes que puedo arrancarte la cabeza con mis propias manos, ¿no? —intimidó al siervo del vampiro.

Castro sonrió, hizo una señal con el mentón y el botones se retiró.

—Quítate el colgante, no podré tocarte hasta que te hayas desprendido de él.

—Tienes razón, pero esto sí que voy a mantenerlo cerca.

Ayden se quitó la cruz de plata de la Orden de San Juan que colgaba de su pecho y la depositó en una de las mesitas de la enorme cama. Se quedó allí sentada, con las manos juntas y aguantando como podía el tembleque de las piernas, aguardando a que Castro se decidiera a cumplir su parte del trato:

—¿A qué estás esperando? ¿A que se haga de día? — se burló ella cada vez de peor humor.

Conocía demasiado bien a Castro y no quería caer en sus juegos. Al desgraciado le encantaba verla desesperarse. Estaba cansada, solo quería irse a casa y dormir durante días. Pero en casa la esperaba Álex y sus sentimientos de rabia y celos que la consternaban cuando estaba cerca. En casa estaba Auriel y su sueño frustrado, sus labios gruesos y rasgados y sus ojos azules, el cosquilleo en el estómago cuando sin querer se tocaban… Y Álex, Álex había despertado emociones muy fuertes en ella: era bondadoso, tierno y dulce, puro como el alma de un recién nacido, como el agua que fluye de la roca en la más alta montaña. Pero ahora todo había cambiado, y sentía la ira de Álex hacia ella, la rabia y el enfado, la desconfianza. Contrajo la mandíbula y apretó los puños pensando en aquel idiota, aquel niño maldito por el que había estado dispuesto a entregar la vida.

Castro permaneció un rato observando a la colapsada muchacha. La encontraba verdaderamente atractiva, la antítesis de la opinión general, pero es que aquellos inútiles no sabían mirar como él. No veían más allá.

—Qué poco amigable eres, mi perfumado jazmín, ¿no me das ni un abrazo? Con los buenos momentos que hemos pasado juntos, ¿qué vas a beber? Invita la casa.

—No me amenaces con pasar un buen rato, Castro. Estoy aquí por negocios.

—Insisto —dijo sacando el mondadientes del Martini para ponérselo entre los colmillos.

Ayden se acercó resignada para sentarse en el taburete contiguo a Castro. No sabía a qué juego estaba jugando ese maldito vampiro, pero tenía que estar atenta, no podía permitirse distraerse.

—Conociendo el pueblerino gusto de tu familia, permíteme adivinar: ¿cerveza?

—Ginebra —respondió ella seriamente—. Yo no soy mi hermana.

—Ya lo has oído: ginebra y tónica para la señorita.

Castro tenía una voz que a Ayden le parecía de lo más excitante: grave y profunda, con ese toque latino tan exótico y cautivador sobre su inglés de Brooklyn. Ayden cruzó las piernas y se mordió el labio, medio hipnotizada por aquel tono.

La piel tostada, de un suave color caramelo. Cabello castaño oscuro, casi negro, corto y bien peinado hacia atrás y labios gruesos y pálidos. Castro era un vampiro muy pulcro y elegante: llevaba el rostro perfectamente afeitado y sin imperfección alguna, a excepción de una pequeña cicatriz en la mejilla derecha, la única distracción para desviar la mirada de sus grandes ojos oscuros, enmarcados por dos cejas negras y a juego con la provocativa curva de la boca. Esa noche, Castro vestía camisa de seda granate, de un color similar a la sangre y pantalón y americana negra y zapatos ingleses de piel. En su muñeca lucía un discreto reloj dorado. Llevaba un caro perfume de una lujosa marca italiana que le otorgaba un aroma varonil y sensual. Ayden tenía que admitirlo, era un tipo con mucha clase: Guapo, elegante y oscuro. Verdaderamente, era atractivo, aunque no soportaba lo engreído y egocéntrico que era. Ella, en cambio, se sintió ridícula con su camiseta de manga corta gris, sus vaqueros rasgados y sus All Star sucias. Se sonrojó. Se tocó el pelo, nerviosa, intentando en vano escapar de aquella penetrante mirada negra.

—Tengo que decirte que estás preciosa esta noche —dijo él, galán, una vez hubo despedido al camarero y mientras ella sorbía de la pajita de su copa de ginebra.

—No me vengas con halagos. Vayamos al lío. Me quiero ir a casa. —Ayden apartó la pajita y se tragó la copa de una sola vez. Bajó del taburete tambaleándose y se sentó en la cama.

Castro sonrió. Tenía una inquietante sonrisa vampírica. Pulcro y sofisticado como él solo sabía serlo, cogió una servilleta, la extendió con suavidad alisándola con las manos y dejó allí el mondadientes salivado. Se quitó la americana y la dejó doblada cuidadosamente sobre el sillón, se acercó despacio a Ayden mientras se arremangaba las mangas de la camisa y se sentó a su lado, observando como ella, insegura, bajaba la mirada ante su soberbia presencia.

—¿Dónde va a ser esta vez? —Las mejillas de Ayden se tornaron de un color rosa muy bonito mientras Castro contaba obsesivamente las graciosas pecas que se esparcían por su escote. Él le apartó con cuidado el cabello ondulado del hombro. Llevaba varios pendientes de cobre en las orejas (la plata dañaba a los vampiros). Ayden comenzó a temblar y un pequeño aullido de pánico se escapó de sus labios. Lentamente, Castro acercó sus colmillos afilados hacia la piel erizada de ella. Sus músculos se tensaron preparándose para el impacto y una gota de sudor le resbaló por la sien. Sintió los labios húmedos de él posarse sobre su cuello. Los entreabrió, dejando que su saliva envenenada empapase la piel… y comenzó a besarla con erotismo, sensualidad.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella con la voz suave, atontada por sus tiernos besos.

—Tanteo el terreno.

—No conozco mucho a los vampiros, pero no creo que besar a la comida sea una de vuestras prácticas habituales.

Todo lo que tenía de egocéntrico y engreído lo tenía de erótico y sensual.

—Te equivocas. —Castro empujó a Ayden hacia atrás mientras se acomodaba a su lado y sus labios descendían por su escote, su hombro y su brazo. La muchacha se retorció de placer mientras respiraba con fuerza—. A los vampiros nos gusta hacer una pequeña degustación antes de probar el plato fuerte…

Tiró su cabeza hacia atrás y clavó los colmillos en el antebrazo de Ayden, ella gritó y una mueca de sufrimiento se apoderó de su rostro, reprimió el dolor todo lo que pudo, mientras ese mosquito gigante le sorbía la sangre. Una lágrima se escapó de su mejilla y empezó a notar un ligero atontamiento. Al final, rota de dolor, empujó a Castro, él la miró con los ojos brillantes y la boca manchada de sangre.

—¿Qué te sucede, estrella fugaz? Estás más amarga de lo habitual. —Se limpió la boca con el reverso de la manga.

—Me has hecho daño —se quejó ella incorporándose.

—Hicimos un trato. Mis servicios por tu sangre.

—La última vez no querías mi sangre —le reprochó ella.

—Es cierto —admitió, buscaba otra cosa—. ¿Qué buscas tú hoy, Ayden Colt? ¿Hacer negocios, o pasar un buen rato? —Aquel acento hacía aflorar sus pasiones carnales más profundas.

Entonces no pensaba en Álex y en sus ataques de ira, ni en Auriel y la especial conexión que había entre ellos. Solo pensaba en Castro, en su elegancia natural, su excitante forma de hablar y sus labios pálidos que justo se humedecía con la punta de la lengua. Agarró el rostro del vampiro con ambas manos y le plantó un beso en los labios, introduciendo salvajemente la lengua en su boca y acariciando con ella sus colmillos afilados. Castro disfrutaba con la experiencia, ella despertaba cosas en él que creía extintas hacía décadas. No sabía si era su insolente mirada, las provocativas curvas de su cuerpo o esa fogosidad oculta tras sus harapos de niña. Probablemente una mezcla explosiva de todo. Hacía mucho que no compartía placer con nadie, quizá demasiado, aunque recordaba los mejores trucos. Además, su predecesor había sido el tonto de Álex, así que no podía haber dejado el listón demasiado alto.

Ayden se deslizó para sentarse sobre sus caderas, le besaba el cuello y le desataba los botones de la camisa con dedos torpes y sudorosos. Él le acarició el pelo con pasión mientras se dejaba llevar por aquellos besos tan estimulantes.

Tenía un torso musculado y escultural, sin imperfecciones: ni una sola peca ni una cicatriz. Espalda ancha y fuerte y un cuello grueso y robusto que invitaba a colgarse de él y a dejarse llevar por la sensualidad y el atractivo de su cuerpo. No le sorprendió que fuese mejor depilado que ella misma, que no se había rasurado la fina capa de bello rubio que le crecía bajo la línea del alba. La sangre que le manaba del brazo y le manchaba la boca atontaba los sentidos de Castro, que no sabía si dejarse llevar por la pasión de un encuentro sexual o chupar hasta la última gota de suculenta sangre pura. El fuego crecía en su interior mientras se besaban mutuamente. Sacó sus garras de vampiro y le arañó la espalda a la muchacha, rasgándole la camiseta e incrustando sus uñas en la piel. Ayden sintió un intenso dolor que terminó convirtiéndose en una profunda ola de placer. Los labios de Castro se posaron en su cuello para inyectar dos gotitas de veneno que estimularon los receptores sensoriales de Ayden, el resultado fue un relajante efecto narcótico, que realmente tranquilizó el maltratado cerebro de Ayden: ofuscado por los sentimientos encontrados que tenía hacia Álex y hacia Auriel.

El vampiro lamió con lujuria la sangre de las mejillas de ella, la joven aprovechó la ocasión para acariciar el bulto que había crecido en su entrepierna. Aquello le gustó: Castro, un tipo con tanta clase, tan elegante, guapo y sofisticado, empalmándose por ella.

Las manos de él continuaron arañándole la ropa, con sumo cuidado le rasgó la parte del pecho, lo rodeó con la mano y besó el escote con cariño. Ayden cedió por fin y deslizó la camiseta sobre su cabeza. Llevaba un sujetador negro, sencillo, que destacaba sobre su piel blanca. A Castro lo cautivó desde el primer instante, y se detuvo largo rato explorando y acariciando la piel suave y flácida de sus brazos y de su pecho: era muy distinta a la suya, tersa, endurecida y oscura. El contraste de colores lo impresionaba: la piel de los vampiros empalidecía en el momento de la conversión, pero su sangre latina era más fuerte y seguía teniendo la piel mucho más oscura que Ayden. Intentó quitarle el sujetador, pero ella se resistió, y después de un par de fallidos intentos, Castro asumió que no se desnudaría entera para él. Ayden nunca se desnudaba por completo cuando hacía el amor.

Utilizando su fuerza sobrenatural la obligó a ponerse de pie sobre la cama para contemplar las curvas de su cuerpo: estaba muy excitado, deseando recorrerlas una por una. Le besó el ombligo, donde volvió a clavar sus dientes para deleite de ella: tenía varios tatuajes en la pelvis, la cintura y el pecho, todos ellos símbolos de protección en idiomas antiguos. También tenía pecas y varias cicatrices. Allí donde él dejaba sus labios, surgían manchas rojas húmedas y calientes. Tenía la cintura muy marcada y las caderas anchas. Su respiración se agitaba, balanceando su pecho al compás de sus besos. Castro deslizó por sus caderas los vaqueros rotos para besarle los muslos cubiertos por una capa de fino vello rubio y con raíces blancas alrededor. Tampoco llevaba ropa interior atractiva: braguitas blancas con un lazo rosa. Se había esperado todo menos aquello, pero tampoco puso pegas.

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