Kitabı oku: «El Beso de un Extraño», sayfa 2
Capítulo 2
MIENTRAS conducía hacia el Almirantazgo, el Conde Arrow recordó con admiración al Primer Ministro. A pesar de la opinión del gabinete y de muchos Miembros del Parlamento, William Pitt había nombrado como Primer Lord a un hombre de su confianza.
En la opinión del Conde, al Almirante, Sir Charles Middleton, ahora Lord Barham, había sido una elección excelente.
Quienes lo conocieron antes de su retiro sabían que era el mejor Administrador Naval que había tenido el país desde Samuel Pepys.
Cuando el Vizconde de Melville se vio obligado a dimitir de su puesto por una denuncia por mala gestión en su departamento, muchos eran los que pretendían sustituirlo.
Durante el invierno, el Primer Ministro luchaba por formar una coalición continental y hubo de enfrentarse a muchas dificultades.
No eran menos considerables la avaricia de los posibles aliados, el miedo a Francia, los caminos helados que retrasaban a los mensajeros durante semanas, las esperanzas de los rusos de recibir ayuda de España y el empecinamiento de las potencias extranjeras en no comprender la naturaleza y las limitaciones del poderío Naval Británico.
Mas el Primer Ministro se enfrentó a todas estas dificultades con valor y habilidad.
Logró que se aprobase una ley con la cual esperaba conseguir el reclutamiento de diecisiete mil nuevos soldados, y movilizó además a todos los hombres que pudieran salir de Inglaterra. Al llegar marzo ya tenía cinco mil voluntarios dispuestos a partir hacia la India.
El Conde sabía todo esto y, en consecuencia, sentía mucho respeto por el Primer Ministro.
Sin embargo, como Marino, pensaba que la única defensa eficaz que tenía Inglaterra era su flota.
Cuando llegó el Almirantazgo se encontró con que lo estaban esperando, y de inmediato fue conducido a un despacho donde se encontraba Lord Barham.
Al verlo entrar, éste, que no representaba en absoluto sus 78 años, se puso en pie de muy buen humor y le tendió la mano.
–¡No sabe cuánto me alegra verlo, Arrow!– exclamó.
–He venido tan pronto como he podido– respondió el Conde–, pero me fue difícil dejar mi barco.
Lord Barham sonrió.
–Lo suponía. Mas tengo que felicitarlo, no sólo por ser el Capitán más joven en la Marina Británica, sino también por sus logros, que no tiene objeto repetir.
–Carecen de importancia– respondió el Conde.
Se sentó en el lugar que le indicaba Lord Barham y preguntó con un ligero matiz de ansiedad en la voz,
–Y bien, ¿de qué se trata? Sabía que habría de regresar a Inglaterra una vez heredara el título y las propiedades de mi padre, pero, ¿por qué tanta prisa?
–Lo necesito a usted– respondió.
El Conde arqueó las cejas y su interlocutor agregó,
–No conozco a nadie que pueda ayudarme mejor que usted en estos momentos. Pero no trabajando aquí en el Almirantazgo, lo que seguramente no le gustaría, sino en el ambiente de la Alta Sociedad, en el cual acaba de ingresar.
La expresión del Conde cambió. Había temido que lo obligaran a aceptar un puesto administrativo y estaba decidido a rechazarlo, por lo que se sintió aliviado al oír que no era esto lo que tenía en mente Lord Berham.
El Primer Lord tomó asiento junto a él y prosiguió,s
–Al llegar al Almirantazgo descubrí el embrollo en que me había metido. Como usted sabe, el Vizconde de Melville aportó datos falsos en el informe sobre los gastos de la Marina que presentó a Su Majestad.
El Conde asintió sin hablar.
–Trató a la comisión con muy poco respeto– añadió Lord Barham– y ésta se vengó sacando a relucir algunos errores cometidos bajo su mandato diez años atrás.
–Había oído algo al respecto– comentó el Conde.
–Melville tuvo que dimitir y yo ocupo ahora su lugar y mis adversarios esperan que cometa iguales o parecidos errores.
–Algo que sin duda, my Lord, no hará– afirmó el Conde.
–Para ello necesito su ayuda. Hemos de encontrar las fugas de información que hay en el Almirantazgo. Los espías de Bonaparte se encuentran en todas partes. ¡Sospecho que hasta en Carlton House!
El Conde se enderezó en su asiento.
¿Está seguro? –preguntó con incredulidad.
–Sí, seguro– afirmó Lord Barham–. Napoleón sabe lo que nosotros vamos a hacer casi tan pronto como se nos ocurre y eso no puede continuar.
–Por supuesto que no– estuvo de acuerdo el Conde.
–Lo que deseo que haga es bastante fácil. Ahora es usted un hombre de bastante importancia social y el Príncipe de Gales querrá hacerlo su amigo.
Sus ojos brillaron cuando insinuó,
–Sus audaces enfrentamientos contra los franceses le resultarán de mucho interés, pero asegúrese de contárselas a él antes que a nadie.
Al ver la expresión del Conde, añadió,
–Vamos, éste no es momento para falsas modestias. Además, cuanto haga usted tendrá un porqué y será parte de mi plan para vencer a Napoleón.
–Sólo espero que lo logre– dijo el Conde.
–Ciertamente, no va a ser fácil– reconoció Lord Barham–. Y ahora le voy a confiar un secreto que por ningún motivo deberá llegar a los franceses.
El Londe se echó hacia adelante en su silla y Lord Barham le confió,
–Un gran número de soldados se encuentra concentrado en Portsmouth bajo el mando del General Craig. Partirán en expedición al extranjero, pero nadie sabe el punto de destino.
El Conde escuchaba con vivo interés y Lord Barham continuó en voz baja,
–Con enorme audacia, el Primer Ministro ha desechado la posibilidad de que Inglaterra sea invadida y se propone enviar a ese Ejército a lo desconocido.
–No cabía esperar menos de él– dijo el Conde con admiración.
–Esa expedición secreta– agregó Lord Barham– tiene por delante cuatro mil kilómetros por puertos donde se hallan cinco flotas invictas del enemigo, con casi setenta navíos.
No era necesario que le explicara al Conde los peligros a que habría de enfrentarse la expedición.
–Lo que le voy a decir es algo que nadie sabe en esta oficina, son las órdenes de embarque para Craig.
Sabiendo lo confidencial que aquello era, el Conde casi no pudo reprimirse de mirar por encima del hombro para ver si alguien los estaba escuchando.
–Debe ir a Malta– continuó diciendo Lord Barham–, y liberar a ocho mil elementos que ya se encuentran allí, para que cooperen con las fuerzas rusas de Corfú en la conquista de Nápoles y la defensa de Sicilia.
Al advertir la mirada incrédula del Conde, Lord Barham le explicó,
–Como esa posición es esencial para el plan europeo de Inglaterra, si es necesario, Craig debe aprestarse a defender la Isla aun sin el consentimiento del Rey, y, además, proteger a Egipto y Cerdeña con la ayuda de Nelson.
–¡Lo único que puedo decirle es que estoy impresionado!– exclamó el Conde–. Por lo peligroso de la expedición, no me extraña que todo el plan se mantenga en secreto.
–Para terminar mi relato, le diré que hace dos días cambió el viento que impedía la partida, y las 45 lanchas se hicieron a la mar, escoltadas por dos cañones.
–¿Y se supone Señor que podrá mantenerse todo en secreto?
–Según mis informes, los espías de Napoleón están muy activos; pero me han asegurado que no tienen la menor idea de dónde se dirige la expedición. Es más, por una fuente bastante fiable sé que, al parecer, el mismo Bonaparte cree que se dirige a América.
–En tal caso, enviará los barcos que tenga para atacarlos –completó el Conde la idea.
–¡Exactamente!
–Comprendo el plan– dijo el Conde–, lo que no entiendo es dónde encajo yo.
–Utilice la cabeza, mi Querido Muchacho. Como bien sabe, los espías no son personajes siniestros que visten ropas oscuras y se deslizan por los callejones. A menudo son unos ojos suplicantes y una boca tentadora... que pide diamantes.
El Conde frunció el entrecejo.
–¿Es posible entonces que haya mujeres espiando para Francia?
–Con conocimiento de causa o sin ella, pero estoy seguro de que eso está ocurriendo– dijo Lord Barham–, y como comprenderá, Arrow, hablar de más sobre la almohada puede significar la muerte de muchos ingleses en cualquier punto del mapa o el hundimiento de un barco vital en estos momentos para nosotros.
Con voz dura el Conde manifestó,
–Comprendo perfectamente. Yo casi perdí mi barco hace dos meses porque alguien informó al enemigo de nuestra llegada.
–Entonces entenderá mejor aún lo que le pido– dijo su interlocutor–. Muévase entre los amigos de su Alteza Real que asisten al Carlton House, visite a las grandes anfitrionas de los dos partidos, Liberales y Conservadores, y mantenga los ojos muy abiertos y la mente despejada.
–Puede que resulte un fracaso total– señaló el Conde–. Mi especialidad son los barcos y puedo manejarlos mucho mejor que a una mujer, pese a lo que usted parece creer.
Su interlocutor se echó a reír.
–Estaba seguro de que llevaba usted demasiado tiempo en el mar. Bien, ahora olvídese de las hazañas del Capitán Durwin Bow y dedíquese a ser un Conde cuyo mayor interés está en divertirse.
El Conde suspiró
–Creo que casi preferiría ser un funcionario del Almirantazgo.
–¡Eso, mi querido muchacho, sería un desperdicio de su talento, su aspecto y su posición! Nadie espera que el Conde sea un espía, sin embargo, eso es exactamente lo que usted ha de ser, y le ruego tenga en cuenta que la vida de siete mil hombres dependen de usted, aparte de que si no llegan a su destino, tendremos más problemas con los rusos de los que hemos tenido hasta ahora.
–Haré cuanto pueda por desempeñar bien mi cometido.
–Eso es lo que yo quería oír– dijo Lord Barham y, sonriendo se puso de pie.
El Conde comprendió que la entrevista había terminado y se levantó también.
–No venga a verme a menos que tenga algo muy importante que comunicarme– le indicó Lord Barham–. No ponga nada por escrito y no confíe en nadie de este Almirantazgo ni de fuera de él.
El Conde sonrió.
–My Lord va a conseguir que se me ponga la carne de gallina.
–De eso se trata– dijo Lord Barham–, hasta ahora ha habido demasiados descuidos y eso es algo que no podemos permitirnos el lujo de repetir.
Hizo una pausa y, cambiando de tono, dijo después,
–A propósito, no hemos sabido nada de Nelson. La verdad, a mí me parece un Almirante demasiado imprevisible.
–¿No tienen ustedes idea de dónde se encuentra?– preguntó sorprendido el Conde.
–¡Ninguna!– repuso Lord Barham secamente–. Y si su único ojo lo ha llevado de nuevo a Egipto, el Gobierno se verá en un aprieto.
–¿Por qué?
–Es imprescindible que Nelson mantenga el control del Mediterráneo central.
–Yo creía que, gracias a su buena actuación, los franceses habían tenido que trasladarse al Atlántico.
–Eso es lo que nosotros esperábamos. Sin embargo, ahora Nelson ha desaparecido y nadie parece saber dónde se encuentra.
–Estoy seguro de que hará lo más adecuado– manifestó el Conde.
Lord Barham pareció un poco escéptico, mas no lo dijo. Acompañó al Conde hasta la puerta y, después de abrirla, dijo con voz lo bastante alta como para que todos le oyeran,
–Me ha dado alegría verlo mi Querido Muchacho. Lo echaremos de menos en la Marina, pero comprendo que tiene muchas cosas que hacer en sus propiedades. Sin embargo, no olvide divertirse también un poco. ¡Se lo merece después de tanto esfuerzo!
Tendió la mano al Conde y, después, uno de los funcionarios de más importancia acompañó a éste a la puerta. Entonces, el Primer Lord regresó a su escritorio con el aire de alguien que acaba de perder mucho tiempo.
El Conde subió a su faetón pensando cómo iba a poder llevar a cabo las instrucciones de Lord Barham.
Sin embargo, poseía un cerebro despierto y había comprendido perfectamente la importancia de la expedición secreta y el peligro que representaba el que los espías de Napoleón hubieran penetrado en la Alta Sociedad inglesa. Todos los países tenían espías y el conde lo sabía muy bien.
Sin embargo, nunca había imaginado que Napoleón fuera lo bastante astuto, como para hacer que los suyos fueran personas aceptadas en los Grandes Salones, en la casa del Príncipe de Gales, quizá, incluso en el Palacio de Buckingham.
Había en Inglaterra muchos franceses emigrados durante la Revolución y que luego prefirieron quedarse, aun cuando Napoleón los invitó a Francia.
Aquellos emigrados quizá representaran un peligro, pero el Conde sabía que ellos odiaban a aquel “corso aventurero”, surgido de la Revolución y que luego se hizo Coronar Emperador.
Les parecía un ultraje que se hubiera instalado en el Palacio Real y se rodeara de más pompa que Carlomagno.
"¿Habrá espías entre los emigrantes", se preguntó el Conde. "Si no, ¿quiénes pueden ser?"
Ahora que estaba de regreso en Inglaterra, frecuentaría nuevamente el Club White, donde seguramente iba a encontrarse con la mayoría de sus amigos.
Allí se enteraría de los últimos rumores y quizá obtuviera una pista por donde comenzar sus pesquisas para descubrir a los miserables que eran capaces de aceptar dinero de los franceses.
Detuvo su carruaje ante el club y, al entrar en éste, no se sorprendió cuando el portero le dijo,
–¡Buenos días, My Lord! Es muy agradable verlo por aquí de nuevo, después de tantos años.
Él sonrió.
Era una tradición del White que los porteros conocieran y recordaran a todos los socios.
Y, por supuesto, ya se sabía que él no era el Teniente Bow, como la última vez que había estado allí, sino el Conde de Arrow.
–Me alegra estar de regreso, Johnson– repuso.
–El Capitán Crawshore se encuentra en el Salón de la Mañana, My Lord– lo informó Johnson.
Al Conde si le llamó la atención que el portero recordara también quienes eran sus amigos.
Entró en el salón indicado y, por un momento los presentes callaron al verlo aparecer.
Pero, casi al instante, Perry Crawshore estuvo junto a él.
–¡Ya estás de regreso!– exclamó estrechándole las manos–. Me preguntaba cuándo te veríamos por aquí.
–Llegué hace unos días– respondió el Conde– y lo primero que hice fue ir a mi casa de la Plaza Berkeley, por cierto, que se encuentra hecha un desastre.
–Yo te hubiera ayudado de habérmelo insinuado– aseguró Perry.
–Pues te lo estoy insinuando ahora.
Se sentaron ambos en unos cómodos sillones de cuero y el Conde pidió a uno de los camareros que le sirviera una copa.
–Ahora que ya estás aquí, ¿qué piensas hacer?– preguntó Perry.
–Divertirme– respondió el Conde–. He estado balanceándome sobre el mar tanto tiempo, que pensaba que ya nunca iba a poder sostenerme en tierra firme.
–¿Vas a permanecer en Londres o piensas irte al campo?
–Las dos cosas. Y espero que tú me presentes a todas las bellezas de Londres como si yo fuera un inocente novicio.
Perry Crawshore soltó la carcajada, y varios de los presentes, antiguos conocidos del Conde, se acercaron para preguntarle dónde había estado.
–Pensábamos que te había tragado un león marino o que te habías fugado con una sirena– comentó uno de ellos.
–En el Mediterráneo no he visto una sola sirena– repuso el Conde–, y los delfines son más latosos que los mismos franceses.
–¿Cuánto tiempo va a durar esta maldita guerra?– preguntó alguien.
El Conde vio que todos le miraban en espera de una respuesta.
–¡Hasta que Napoleón sea derrotado, y eso únicamente nosotros podemos conseguirlo!– fue su rotunda contestación.
*
Shenda recorría la Casa que había sido su hogar desde que ella podía recordarlo. ¡Qué difícil aceptar que había de abandonarla!
El nuevo Administrador de Arrow le había hecho llegar una carta en la cual la instaba a salir de la casa en dos semanas. Al recibirla, Shenda se echó a llorar sin poder reprimirse.
La única persona a quien podía recurrir era el hermano mayor de su padre, quien, a la muerte de su abuelo, se había instalado en la casa familiar de Gloucestershire.
Lo había visto dos veces durante el año anterior y le parecía muy diferente a su padre. Además, sabía que andaba muy escaso de recursos y, que con sus cuatro hijos, le resultaba muy difícil salir adelante.
"Cómo voy a convertirme en otra carga para él", se preguntó llena de ansiedad.
Sin embargo, no tenía ninguna otra parte donde ir. Nunca había conocido a la familia de su madre, que vivía en el Norte de Escocia, pero sabía que ellos jamás habían aceptado a su padre.
Mientras embalaba su ropa y los objetos que deseaba conservar, no podía dejar de pensar en el futuro.
El único dinero que tenía eran unas cuantas libras que había obtenido vendiendo los muebles que no valía la pena conservar.
Johnson, el granjero cuyo toro causó la muerte de su padre, se había ofrecido a guardarle cualquier cosa que quisiera dejar.
Había un baúl que todavía estaba a medio llenar y, al verlo, Shenda recordó que el mantel favorito de su madre aún se encontraba guardado en una alacena del comedor.
Fue en su busca y, al sacarlo, vio que el encaje estaba roto en uno de los extremos. Era preciso arreglarlo.
Su madre la enseñó a coser y a bordar tan bien como ella lo hacía.
También sabía reparar los encajes y las telas finas con puntadas tan pequeñas, que todas las mujeres de la aldea admiraban su labor.
Envolvió el mantel en papel blanco y lo guardó con cuidado en el baúl.
Mientras lo hacía, se preguntó si alguna vez volvería a tener un hogar. Y, de pronto, se le ocurrió una idea que le pareció inspirada por su madre, a quien la noche anterior había pedido ayuda fervorosamente.
–¡Ven, Rufus, vamos a dar un paseo!– dijo al perro y seguida por este, cuya pata había sanado casi por completo, corrió a su habitación para ponerse el sombrero.
Después, siempre con Rufus acompañándola, salió al jardín lleno de flores y de éste pasó al bosque colindante.
Esta vez no tomó el camino que conducía al estanque, sino que se dirigió al castillo, que se alzaba imponente con su antigua torre apuntando hacia el cielo, sobre el fondo oscuro del bosque.
A Shenda, cada vez que lo veía se le antojaba más hermoso el jardín del castillo, sobre todo ahora en primavera, cuando los almendros estaban en flor y los setos acababan de ser recortados.
Siempre que iba allí aprovechaba para decirle a Hodges, el Jardinero Mayor, lo bonito y bien cuidado que lo tenía.
Había en el jardín una cascada, una fuente, un área para juegos, un herbario, y muchos otros rincones que deleitaban la vista de Shenda y le encendían la imaginación, haciéndola recordar historias acerca de los antiguos habitantes del castillo, sobre todo el caballero que lo construyó.
En los tiempos medievales había tenido lugar una batalla y el Comandante, cuyo nombre era Hlodwig, se enfrentó a los invasores daneses.
Los ingleses estaban perdiendo la batalla cuando Hlodwig mató al jefe enemigo con una flecha de su arco.
Como respuesta, fue armado caballero y se convirtió en Sir Justin Bow.
Entonces se fue a vivir tierra adentro y construyó la Mansión a la que llamó Arrow. Y con este nombre se creó el Condado en tiempos de Carlos II.
A través de la historia, los Bow habían servido a la patria con las armas y también como Consejeros Reales.
Shenda se imaginaba el castillo lleno de caballeros con sus brillantes armaduras y de damas con sus atavíos al estilo medieval.
Muchas veces se había imaginado a sí misma ataviada de aquel modo, pero lo que más deseaba era tener uno de aquellos vestidos que, últimamente la Emperatriz Josefina había puesto de moda en Francia.
Estaba segura de que un traje así, hecho de gasa casi transparente, con talle alto, mangas abullonadas y cintas que ceñían el pecho le sentaría muy bien a ella.
Sin embargo, al llegar al castillo pensó que, en sus circunstancias lo que más debía preocuparle no era un vestido nuevo, sino hallar la manera de subsistir.
Llamó a la puerta principal como de costumbre, pero cuando le abrió un criado nuevo a quien ella no conocía, se preguntó si no debería haber ido por la puerta de la cocina.
–Deseo ver a la Señora Davison– solicitó con su voz suave.
–Veré si puede recibirla– dijo el criado–. ¿A quién debo anunciar?
–A la Señorita Lynd– respondió Shenda–. Vengo de la Vicaría.
La actitud del sirviente cambió.
–Si quiere acompañarme, Señorita, la llevaré al despacho de la Señora Davison.
–Gracias.
Shenda esperaba que el nuevo Conde contratara más personal, ya que la servidumbre se había visto muy reducida durante los dos últimos años, pero hubiera preferido que no despidiese a los criados antiguos, que ella conocía desde pequeña, ya que su padre visitaba el castillo cada semana y siempre la llevaba consigo.
Algunas veces, mientras su padre conversaba con el Conde, ella esperaba fuera, en el coche en que había ido.
En otras ocasiones, Bates, el mayordomo, la hacía pasar a uno de los saloncitos reservados para las visitas.
Si era por la tarde, Bates le ofrecía una taza de té en el Salón de la Mañana, que era utilizado como comedor por la Familia cuando pasaba allí alguna temporada.
Casi todas las demás habitaciones del castillo se encontraban cerradas con llave.
Ahora, Shenda sintió deseos de preguntar si los Grandes Salones habían sido abiertos, pero temió que el sirviente la tomara por demasiado curiosa.
El hombre llamó a la puerta del despacho del ama de llaves y, al oír que ésta decía "adelante", abrió y dejó pasar a Shenda.
En cuanto vio a la joven, la Señora Davison lanzó una exclamación de alegría.
–¡Señorita Shenda!– exclamó–. Estaba pensando en usted y preguntándome qué proyectos tendría después de la muerte de su padre.
–De eso vengo a hablarle precisamente– respondió Shenda.
–Siento mucho lo ocurrido, Querida– dijo la Señora Davison y, tomándola de la mano, la condujo hasta un sofá y se sentó junto a ella–. ¡Pobrecita, cómo se sentirá sin sus padres..!
–El nuevo Vicario llegará en cualquier momento– dijo Shenda, conteniéndose para no echarse a llorar.
–¿Tan pronto?– exclamó la Señora Davison–. Eso es obra del nuevo administrador. Todo lo hace en un santiamén y no deja tiempo ni para respirar.
–Ya he visto que hay un nuevo lacayo– comentó Shenda.
–¡Cuatro nada menos! Pero será agradable ver la casa llena de gente como en los buenos tiempos. El próximo viernes llegará un grupo de Londres compuesto por doce invitados.
–¿Vendrá el nuevo Conde?
–¡Por supuesto!
Shenda pensó que le gustaría conocerlo, mas procuró concentrarse en lo que la había llevado allí.
–Señora Davison, tengo una idea que... bien, no sé qué le parecería a usted...
–¿Una idea? Si es tan buena como las que solía darme su madre, la aceptaré encantada.
–Es usted muy amable, pero creo que antes de nada, debo decirle que no tengo dinero ni a donde ir.
La Señora Davison la miró sorprendida.
–¡Casi no puedo creerlo! ¿Y sus parientes?
–Prácticamente el único es un hermano de papá que vive en Gloucestershire, y estoy segura de que no nos quiere a su lado ni a mí ni a Rufus.
Shenda bajó la mano y acarició a Rufus, que se encontraba a sus pies.
–¡Dios mío, qué pena!– se compadeció el ama de llaves–. Pero dígame, ¿cuál es su idea, Señorita Shenda?
–Pues... se me ha ocurrido que sería estupendo si... si pudiese trabajar aquí como costurera. Mamá me contó que en los viejos tiempos, cuando la Condesa y ella eran amigas, siempre, había una en el castillo.
–Así era– confirmó la señora Davison–, pero cuando murió la última no la reemplacé porque con la casa casi cerrada, para lo poco que había que coser ya me bastaba yo. Claro que ahora las cosas han cambiado.
–¿Ya ha contratado a alguien?– preguntó la joven con ansiedad.
–No, no, pero lo había pensado, sobre todo al saber que dentro de tres días llegarán doce invitados que, además, traerán a sus doncellas y sus ayudas de cámara.
La Señora Davison suspiró al añadir,
–¡Seguro que después de la visita hay un buen número de cosas que zurcir y remendar!
–Yo podría hacer eso y arreglar cualquier otra cosa– aseguró Shenda.
–¡Pero usted es una dama, Señorita Shenda! ¡Lo que debería hacer es tratar con los invitados de Su Señoría! Ninguna de las damas será tan bonita como usted, ¡seguro!
Shenda se echó a reír.
–¡Qué amable es usted! Pero bien sabe que yo sería Cenicienta en palacio, sin un vestido adecuado que ponerme.
Después, con un tono muy diferente, Shenda rogó,
–¡Por favor, Señora Davison, permítame quedarme! Me sentiría muy infeliz lejos de la aldea y de toda la gente que conoció a mis padres. Si puedo permanecer cerca, será como vivir en casa. Es bastante improbable que Su Señoría llegue a conocerme siquiera.
–Eso es cierto– comunicó la Señora Davison–, y supongo que el nuevo encargado, el Señor Marlow, no interferirá en el Gobierno de la Casa.
–Entonces... ¿puedo quedarme? Por favor, Señora Davison…
–Por supuesto que puede quedarse, Señorita Shenda, si eso la hace feliz– accedió el ama de llaves–. Comerá usted conmigo, y el cuarto de costura, que está en la planta superior, tiene un dormitorio anexo muy cómodo.
La Señora Davison pensó unos momentos y cambió de idea,
–No, creo que eso sería un error. Voy a ponerla junto a mí. Hay dos cuartos para las doncellas de las visitas que fácilmente puedo convertir en cuarto de costura y dormitorio. Así podré cuidar mejor de usted.
–¡Qué buena es usted!– exclamó Shenda, y los ojos se le llenaron de lágrimas cuando añadió–. Creí que habría de irme, que nadie... me iba a querer.
–¡Yo sí la quiero, Señorita, se lo digo de veras!– aseguró la Señora Davison–. Además, pensaba decirle a Su Señoría que necesitaba ayuda.
Shenda sonrió.
–Ahora puede decirle que ya la tiene. Será muy bonito estar aquí... Podré charlar con usted acerca de mis padres y así no me sentiré tan sola y apartada de cuanto me es familiar.
Mientras hablaba, una lágrima la corrió por la mejilla. Se la enjugó con el dorso de la mano y suspiró.
No se entristezca– le aconsejó la Señora Davison–. Vamos a tomar una buena taza de café y me dirá que es lo que desea traer de su casa.
–Johnson ha sido muy amable y me ha dicho que él me guardará cualquier cosa que no necesite por el momento, pero sería muy agradable poder tener mis cosas aquí. ¿Habrá sitio en las buhardillas?
–Hay sitio para el mobiliario de doce casas. Puede tener sus pertenencias más queridas y así las tendrá a mano si las necesita.
–¡Eso será maravilloso!– exclamó Shenda–. Y si no tiene usted demasiado trabajo que darme, quizá yo pueda hacerme un vestido. Hace años que no he podido comprar uno nuevo y no me gustaría que llegara a avergonzarse usted de mí.
La Señora Davison sonrió.
–Es usted exactamente como su madre, la mujer más bella que jamás he conocido, ¡y le aseguro que no miento!
Shenda, emocionada, le dio un beso en la mejilla al ama de llaves.
–¡Bueno, todo arreglado!– dijo la buena mujer–. Seguro que el Señor Bates estará tan contento como yo de que se halle usted a salvo y podamos ayudarla. Aparte de los que la conocemos desde hace años, no hay necesidad de que los demás sepan quién es usted.
Al ver que Shenda parecía no comprender, le explicó,
–Los nuevos empleados podrían sentirse un poco incómodos si supieran que es usted una dama y que trabaja igual que ellos.
–Ah, comprendo... Seré muy cuidadosa al respecto.
–En realidad, no tiene por qué tratarse mucho con ellos. Dispondrá de su propio saloncito y comerá conmigo.
–Yo puedo comer sola si usted tiene que hacerlo en el comedor del ama de llaves– dijo Shenda.
Sabía que los sirvientes de mayor importancia comían en el llamado "Comedor del Ama de Llaves", mientras que los de menos categoría lo hacían en otros sitio junto a la cocina.
–Déjelo todo a mi cuidado– respondió la Señora Davison–. Yo sé qué es lo que su Querida Madre hubiera deseado para usted. No quiero que se mezcle con quienes puedan no tratarla como se merece.
Shenda dio las gracias a la Señora Davison una vez más y elevó el pensamiento hacia su Madre:
"¡Gracias, Mamá! Seguro que esto fue idea tuya... ¡y ahora me encuentro a salvo!"
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