Kitabı oku: «La Ciudad Prohibida»

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Capítulo 1
1881

EL Marqués de Anglestone volvió a su Casa de Park Lane pensando, con asombro, que había disfrutado de la comida. Por lo general, cuando le invitaban al Número Diez de la Calle Downing, residencia del Primer Ministro, el corazón se le encogía.

Por supuesto que había excepciones como Benjamín Disraeli, pero desafortunadamente éste había durado sólo seis años y, en general, el Marqués encontraba a los Primeros Ministros muy aburridos. Por lo tanto, no había asistido con mucho entusiasmo a aquella comida cuyo anfitrión era el Señor Gladstone.

Para alivio suyo, el resto de los invitados resultaron ser muy amenos.

Hablaron, principalmente de asuntos de Política Exterior la cual a él le interesaba mucho más que la interior. También participó en una animada discusión con el Secretario de Estado para la India sobre las condiciones del Este. Como el Embajador Ruso se encontraba presente, tuvieron que hablar en voz baja y eso lo había hecho más emocionante. El Marqués era una hombre inteligente y aunque pocos de sus amigos lo sabían, él estaba muy interesado por los asuntos relacionados con Oriente. Tenía la secreta esperanza de que algún día la Reina lo nombrara Virrey de la India ó Gobernador de alguna parte de su vasto Imperio.

Sin embargo, sabía que en ese momento él era considerado demasiado joven y frívolo por la mayoría de la Sociedad. Siendo tan bien parecido, rico y con innumerables posesiones, era imposible que las mujeres no se sintieran atraídas por él.

Pero hacía mucho tiempo que el Marqués había decidido no casarse. No obstante, eso era algo de lo que no hablaba jamás con otras personas.

Su infancia se había visto ensombrecida por la separación de sus Padres, aunque éstos en público guardaban las apariencias. Solamente las personas más allegadas se daban cuenta del abismo que los separaba. El Marqués había adorado a su Madre, la cual fue una mujer muy bella, y había admirado y respetado a su Padre. Por lo tanto, el hecho de que ellos no se llevaran bien le había dejado una cicatriz que aún persistía a sus treinta y tres años.

Todo su ser se alteraba sólo de pensar en tener que convivir con una mujer a la cual no amara, por el simple hecho de guardar las apariencias y estaba seguro de que ella sentiría lo mismo.

Pero eso no era muy probable dado que la mayoría de las mujeres lo encontraban irresistible. Solían arrojarse en sus brazos antes de que él les hubiera preguntado siquiera sus nombres.

Como era un hombre sincero, admitía que sus romances eran demasiado efímeros. Era él quien se aburría primero. Le parecía extraordinario que una mujer bella, que en un principio parecía muy deseable, después de conocerla mejor dejara de despertar el más mínimo interés en él. Pronto se sorprendía adivinando exactamente qué era lo que ella iba a decir y hasta lo que estaba pensando.

Pretendía convencerse de que el único papel de una mujer en la vida era adornar la mesa de un hombre y, por supuesto, su cama.

Cuando se hallaba entre sus amigos masculinos sentía que su inteligencia se agudizaba. Ya había descubierto por sí mismo que la belleza no era suficiente. Por lo tanto, estaba cansado de descubrir, una y otra vez, que cuando no estaban haciendo el amor, la mayoría de las mujeres bellas no sabían hablar de nada.

—¿Qué es lo que me pasa? —se preguntaba a menudo.

Pero nunca había encontrado respuesta a su pregunta.

Al bajarse de su elegantísimo carruaje, que por lo general sólo utilizaba por las noches, advirtió que el aire era frío, aunque el sol todavía calentaba ligeramente y el tiempo era muy bueno para el mes de marzo.

"Saldré a montar", decidió el Marqués.

Una gran alfombra roja había sido extendida sobre los escalones de la entrada cuando sus caballos llegaron a la puerta de su Casa. Cuando cruzó la puerta, el Mayordomo, un hombre mayor quien había servido también a su Padre, se acercó para decirle:

—Lady Hester Wynn está esperando a Su Señoría en el Salón.

El Marqués frunció el ceño.

—¿No ha dicho usted a la Señora que había salido? — preguntó después de un momento.

—Ya le he dicho que no estábamos seguros de la hora en que iba a volver Su Señoría, pero ha insistido en esperarle.

El Marqués entregó el sombrero y los guantes a un Lacayo. Luego subió con calma por la escalera que conducía hasta el primer piso, donde se encontraba el Salón.

Esta era una habitación diseñada para recibir a un gran número de personas.

El Marqués comprendió el motivo por el cual Lady Hester no había sido llevada a su Despacho.

Este era mucho más íntimo; sin embargo, el Mayordomo, así como el resto de su Servidumbre, sabían que ella ya no jugaba un papel importante en la vida de su Amo.

Habían vivido un tórrido romance aunque no muy satisfactorio durante el otoño anterior.

Lady Hester era muy bella e indudablemente tenía la figura más perfecta de todas las mujeres de Londres.

El Marqués había encontrado que ella, como todas las demás, era un estímulo para su cuerpo mas no para su mente. A fines de octubre, cuando comenzó la Temporada de Caza, él se había retirado al Campo, y a su vuelta no había hecho ningún esfuerzo por reanudar sus relaciones con Lady Hester.

En realidad aquél había sido uno de sus pocos romances que habían terminado sin lágrimas ni recriminaciones. La mayoría de las mujeres le suplicaban y lloraban, pero esas escenas, le resultaban tan familiares que ya no le conmovían.

Ahora, cuando el Lacayo le abrió la puerta, se preguntó a que se debería la visita de Lady Hester. Recordó que desde las Navidades ella mantenía relaciones con el Embajador Italiano. Y poco antes había sido amante de un hombre muy bien parecido cuyo nombre no podía recordar en aquel momento, pero que a menudo iba a White, su Club de Londres.

La puerta se abrió y él entró en el Salón.

Lady Hester se encontraba de pie junto a la ventana.

Había corrido las cortinas y estaba contemplando el jardín que durante el Verano estaba precioso. En él había varios rincones muy románticos donde no se podía ver a las personas que allí se sentaban.

El Marqués imaginó que Hester estaría recordando como él la había besado en uno de ellos, la noche en que se conocieron. La mujer no había puesto la menor resistencia.

Cuando sus labios se encontraron con los de ella, él se había dado cuenta de que la pasión ya ardía en su cuerpo. Más tarde comprobaría que aquella pasión era insaciable.

Ahora cuando atravesó la habitación, pensó que Hester estaba muy bonita. Muchos hombres alababan la perfección de sus facciones clásicas y se escribían poemas acerca del azul cielo de sus ojos y del color oro viejo de su cabello.

El Marqués pensó que parecía una diosa intocable y altiva que acababa de descender del Olimpo. No obstante, estando con él, ella se volvía tan pegajosa como Medusa.

Recordó, que además, era extremadamente celosa. En cierta ocasión él llegó a temer por la integridad física de una mujer a quien le había prestado atención durante unos momentos. Los seis meses que pasaron juntos ciertamente habían sido inolvidables.

Sin embargo, por muy hermosa que fuera, el Marqués se alegraba de que ya no formara parte de su vida. Deliberadamente ella esperó hasta que él se le acercó para volverse.

—¡Vaya una sorpresa, Hester! —dijo él.

—Suponía que dirías eso —respondió ella—, pero tenía que verte para hablar de un asunto muy importante.

—Espero que no te parezca que soy descortés si te pido que seas breve porque estoy a, punto de salir a montar.

Hester emitió una risa seductora aunque algo artificial.

—¡Los caballos! ¡Siempre los caballos! —exclamó—. ¿Cómo puede una mujer intentar competir con una yegua árabe de pura sangre?

El Marqués no se dignó a responder.

Simplemente se colocó de espaldas a la chimenea y esperó a que Hester llegara junto a él. Ella se le acercó lentamente. Sabía que lo hacía con deliberación para que él pudiera admirar su estrecha cintura, y la forma en que su ajustado vestido dejaba ver las curvas de sus senos. Su largo cuello se alzaba como el de un cisne por encima de las hermosas perlas de su collar de tres vueltas.

Pero el Marqués no le miraba el cuerpo sino la cara. La expresión de Hester le hizo comprender que estaba metida en un lío.

La invitó a sentarse en una de las sillas doradas y tapizadas. Sin embargo permaneció de pie, frente a él, y le miró directamente a los ojos.

Aquella era una pose ya conocida por el Marqués y sabía que a la mayoría de los hombres le resultaba casi imposible resistirse a besar la curva de sus labios.

Los brazos masculinos automáticamente se extendían para rodear su cuerpo.

Pero él le dijo con tono burlón:

—Bien, Hester, ¿de qué se trata?

—De algo muy sencillo, Virgil —respondió ella—, y espero que te alegres de la noticia. ¡Voy a tener un hijo!

Por un momento, reinó el silencio y luego el Marqués arqueó las cejas.

—¡Te felicito! —dijo—. ¿Quién es el afortunado Padre?

—¡Quién sino tú!

—¡Eso es imposible como tú bien sabes! —respondió el Marqués—. Si éste es uno de tus chistes, Hester, a mí no me parece gracioso.

—No estoy bromeando, Virgil —respondió la mujer—, y no puedo imaginar un destino mejor para mi hijo, sobre todo si es varón, que poder llamar Papá al Marqués de Anglestone.

El Marqués la miró y sus ojos grises se tornaron duros como el acero.

—¿Estás tratando de chantajearme? —preguntó iracundo.

—Una palabra altisonante para una simple petición de que seas tan justo como generoso.

—¡Si esperas que yo me haga cargo del hijo de otro hombre, estás muy equivocada! —dijo el Marqués con voz dura.

—Me temo que no tienes otra alternativa —respondió Lady Hester.

Entonces se sentó en el sofá.

Los cojines azules resultaron un marco perfecto para su vestido que era ligeramente más claro. Éste estaba adornado con un ramillete de orquídeas en la cintura.

—Necesitas aclararme qué pretendes hacer exactamente — dijo el Marqués.

—Yo pensaba que tú entendías el inglés —respondió Lady Hester—. Voy a tener un hijo y como mi actual amante no puede hacerse cargo de él, te sugiero que nos casemos y seamos tan felices como el Verano pasado.

La mujer habló con tal convicción que el Marqués se dio cuenta de que no bromeaba sino que hablaba muy en serio. Aunque parecía increíble, tuvo la sensación de que ella realmente esperaba que él accediera a aquella absurda petición.

—Si eso es lo único que tienes que decirme, Hester —habló él después de una pausa—, estás perdiendo el tiempo. Yo me voy a montar.

Hester se echó a reír.

—¡Ya me esperaba que te ibas a defender como un tigre para evitar que te lleven al Altar, Virgil, pero esta vez el soltero empedernido se ha encontrado con la horma de su zapato!

El Marqués no respondió, simplemente se dirigió hacia la puerta. Entonces Hester le advirtió:

—Si me abandonas, iré a decírselo a la Reina.

El Marqués se detuvo pero no se dio la vuelta.

—Ya he pedido a mi Padre que venga —continuó Hester—. Estoy segura de que te gustaría que él estuviera presente en nuestra Boda y yo quiero que sea él quién me entregue.

El Marqués continuaba inmóvil y ella añadió con una voz grave que tenía un cierto toque de veneno:

—¡Yo sé que él estará dispuesto a ir directamente al Castillo de Windsor!

El Marqués respiró hondo.

Lentamente y con mucha dignidad, se dio la vuelta.

—¿Por qué estás haciendo esto? —preguntó él.

—Resulta obvio —respondió ella—. Ya te he explicado que en estos momentos no hay nadie en mi vida que pueda ser un Padre digno para mi hijo.

—Debes ser consciente de que ningún hombre en sus cinco sentidos aceptaría una propuesta tan absurda.

—No tiene sentido que luches contra lo inevitable — respondió Hester—. No me gustó nada la forma en que me echaste de tu vida cuando encontraste a otra mujer que te pareció más atractiva. Jamás podré entender qué fue lo que viste en la lánguida cara de Mary Cowley.

Al Marqués no se le escapó el tono de celos que encerraban aquellas palabras.

Para entonces él ya había llegado junto a la chimenea.

Miró a Hester sentada en el sofá y se preguntó qué pasaría si le pusiera las manos alrededor del cuello y la estrangulara. Por la expresión de sus ojos, él advirtió que la mujer no estaba tan tranquila como quería aparentar, pero su hermosa boca se abrió para decir:

—Me perteneces, Virgil, como siempre me has pertenecido y ahora ya no tienes escapatoria.

Haciendo un esfuerzo, el Marqués se sentó a su lado.

—Escúchame, Hester —dijo—, no creerás ni por un momento que yo voy a aceptar esa absurda idea tuya.

—Ya te he dicho, Virgil, que no tienes salida.

—Ese hombre del cual has hablado y cuyo nombre no puedo recordar, no está casado sugirió el Marqués.

—David Midway es tan pobre como un ratón de Iglesia — respondió Hester— y eso es algo que yo no tengo la menor intención de ser.

—Pero eso podría arreglarse parcialmente.

Estaba pensando que asignar a Hester una pensión, tal vez generosa, eso sería mejor que tenerla por cónyuge. Como si adivinara lo que él estaba pensando, ella intervino:

—Siempre me ha disgustado la idea de ser pobre y además, como bien sabes, yo luciría como nadie los diamantes de Anglestone.

—¡Maldita sea! —gritó el Marqués perdiendo los estribos—. No voy a permitir que ninguna mujer me obligue a casarme en contra de mi voluntad ni a fingir ser el Padre del hijo de otro.

—Esas son palabras muy fuertes, Virgil —señaló Hester—. Jamás te había oído maldecir ante una mujer.

—Tu no eres una mujer cualquiera —casi gritó el Marqués—. Lo que pretendes hacer es algo indigno y, en mi opinión, criminal.

—Eso no es lo que pensabas cuando fuimos tan felices juntos el Verano pasado —contestó Hester—. Recuerdo algunos momentos en que te volviste muy poético, Virgil. Sobre todo cuando me regalaste un collar de perlas negras porque decías que hacían que mi piel pareciera más blanca.

El Marqués emitió una exclamación de disgusto y se levantó para dirigirse hacia la ventana. Recordaba muy bien cómo Hester le había suplicado que le regalara las perlas que había visto en una tienda de la Calle Bond.

Él aceptó comprarlas a regañadientes porque eran muy caras. En aquella ocasión ella se había puesto delante de él, llevando las perlas como único atuendo y había logrado el efecto deseado: el Marqués la había hecho suya.

Ahora él se preguntaba cómo era posible que se hubiera sentido atraído por ella.

Hester había convertido una aventura agradable entre dos personas adultas en una pesadilla. A los dieciséis años, Lady Hester se había visto relacionada con un hombre indeseable que era empleado de su Padre, el Duque de Rothwyn.

Rápidamente, el Duque despachó a aquel hombre y casó a su hija con el primer pretendiente que sucumbió ante su belleza.

Desgraciadamente, éste era casi tan viejo como el Duque. A los dos meses de la Boda, Hester empezó a comportarse de una manera escandalosa con un Conde francés que ella y su esposo habían conocido durante su luna de miel.

Él fue el primero de una larga lista de amantes. Y, después de cinco años de matrimonio, el esposo de Hester murió de un ataque al corazón. Los malos ratos que ella le había hecho pasar y los excesos en los cuales le obligó a incurrir fueron demasiado para él. Sin lugar a dudas, Hester era la viuda más bella del Mundo Social y cuando volvió sus ojos azules hacia el Marqués, a éste le fue imposible resistirse.

Ahora comprendía lo insensato que había sido.

Desde el primer momento en que se conocieron, debió darse cuenta de que Hester no era una mujer normal en ningún sentido de la palabra. Casarse con ella sería como vivir en un infierno indescriptible. Pero en aquel momento no se le ocurría ninguna forma de poder escapar y las paredes de la prisión parecían estar cada vez más cerradas.

Conocía a Hester bastante como para saber que decía la verdad al amenazarle con ir directamente a la Reina. También sabía que el Duque no dudaría en hacer lo que su hija le pidiera.

Las propiedades del Duque en Northumberland se encontraban en pésimas condiciones y su Casa necesitaba urgentes reparaciones.

Su dueño tenía ante sí gran cantidad de cuentas sin pagar. Si el Duque estaba decidido a encontrar un yerno adinerado, entonces no había un candidato mejor en todo el Mundo Social.

"¿Qué puedo hacer?", se preguntó el Marqués.

Se sentía como si tuviera la cabeza llena de algodón y le fuera imposible pensar.

—¿Y bien, Virgil? —preguntó Hester.

Advirtió que ella le había estado leyendo los pensamientos y eso aumentó su ira.

—Vuelve a mí —sugirió ella—, y yo te diré qué es lo que vamos a hacer.

—Permíteme decirte algo —pidió el Marqués.

Se le acercó mientras hablaba y por la rigidez de sus labios ella supo lo molesto que estaba.

—Yo te asignaré diez mil libras anuales hasta que te cases con algún hombre rico y ya no las necesites.

—Diez mil libras al año —repitió Hester—. ¿De veras supones que eso puede atraerme cuando puedo ser tu esposa, la Marquesa de Anglestone?

Él emitió una exclamación de rabia, pero guardó silencio y la mujer continuó hablando:

—Así tendré todo a mi disposición, además de disfrutar de una posición hereditaria en la Corte.

El Carqués tuvo que contenerse para no golpearla.

Él no podía soportar la idea de ver a Hester en el lugar de su Madre, no sólo en la Corte sino en el Campo, en su Casa de Newmarket y en el Coto de Caza de Leicestershire.

Aquella idea hizo que quisiera matarla.

Sabía muy bien de qué manera se comportaba Hester y cómo sus amigos lo compadecerían sin atreverse a decir nada abiertamente.

Realizando un gran esfuerzo, él preguntó:

—¿Qué aceptarías entonces?

—¡Un anillo de matrimonio! —respondió lacónica. Había una expresión de malicia en su cara y él supo que Hester estaba disfrutando chantajeándole.

Lo estaba quemando en una hoguera y cuanto más se lamentara más disfrutaría ella.

El Marqués sintió un odio tan violento hacia Hester, que sólo los muchos años de autodominio que tenía sobre sus espaldas evitaron que le gritara y la derribara de un golpe.

Permaneció en silencio, pues no se atrevía a hablar. Después de un momento, ella dijo con tono triunfal:

—¡Yo he ganado, Virgil, y no hay salida para ti! Ahora escucha lo que vamos a hacer.

Se inclinó ligeramente hacia adelante en la silla levantando la cabeza al hacerlo y el hombre intuyó que aquélla era una de sus poses más ensayadas.

—En cuanto llegue Papá, le contaremos nuestro secreto y arreglaremos una Boda discreta.

Al ver que el Marqués iba a interrumpirla, continuó de prisa:

—Estoy segura de que así es como tú lo prefieres y si nos vamos inmediatamente de luna de miel nadie se sorprenderá cuando el bebé nazca de manera prematura, a los siete meses.

El Marqués apretó los labios mientras Hester continuaba diciendo:

—Quizá ahora estés molesto; sin embargo, con el tiempo de darás cuenta de que yo seré una esposa mucho más adecuada que cualquier muchachita sosa que te aburriría a las dos semanas de casados.

El Marqués sintió deseos de gritarle que ella ya le aburría, pero le pareció poco digno de un Caballero.

—Vamos a ser muy felices juntos —aseguró Hester—. Pero si después de que nuestro hijo nazca tienes otros intereses yo no me meteré en ellos como espero que tú no te metas en los míos.

Ella hizo un pequeño gesto con las manos cuando añadió:

—Nada podía ser más civilizado.

—¡No hay nada civilizado acerca de tu comportamiento! —dijo el Marqués como si no pudiera evitarlo.

—Eso es lo que siempre decías que te gustaba de mí — recordó Hester—. Tú opinabas que yo era... tan rápida como el viento, tan cortante como la escarcha y tan suave como la nieve.

Sonrió con sarcasmo.

—¡Realmente muy poético, mi querido Virgil!

Se incorporó. El pudo aspirar el perfume francés que llevaba y lo identificó. Recordó cómo se impregnaba en su piel y. duraba como un fantasma en la almohada mucho después de que ella se marchara.

—Ahora me voy, Virgil —dijo—, pero no te olvides de venir a visitarme mañana por la noche cuando Papá ya esté aquí. Hizo un movimiento como si fuera a tocarle, pero se arrepintió y se alejó.

Cuando llegó a la puerta se volvió para decir con voz provocativa:

—Mi querido Virgil, seremos muy felices y creo que deberías hacerme un regalo para conmemorar este maravilloso momento en el que me has prometido casarte conmigo.

El Marqués apretó los puños y cuando la puerta se cerró detrás de Hester, alzó los brazos al cielo.

Aquella era la situación más aterradora a la que jamás se había tenido que enfrentar.

Pasó un cuarto de hora antes de que el Marqués se decidiera a salir del Salón y bajar por la escalera.

El Mayordomo le miró, preocupado, como si esperara una orden.

—¡Mi carruaje! —ordenó el Marqués y entró en su Despacho.

Aquélla era una estancia muy atractiva. Tenía un escritorio al lado de la ventana y las paredes llenas de cuadros. Los periódicos se encontraban sobre una mesita frente al fuego. Los miró y supuso que Hester desearía anunciar el matrimonio al cabo de uno o dos días más.

¿Cómo podía aceptar a una mujer de esa calaña en su vida? ¿Cómo podía aceptar al hijo de otro hombre como propio?

Las preguntas parecían resonar por toda la habitación. Desafortunadamente, su cerebro no parecía poder encontrar una salida para aquella trampa en la que había caído. Era consciente de que todo el mundo había hablado acerca de su romance con Hester el año anterior.

Cuando se retiró al Campo para tratar de evitarla, nadie imaginó que en realidad el romance entre ellos había terminado.

El Marqués sabía que ella había vuelto a la casa de su Padre poco después.

Por lo tanto, sospechaba que Davis Midway había pasado algún tiempo con ella en el Campo.

El Embajador Italiano lo había sustituido al lado de la mujer en cuanto que él se retiró.

Pero Hester no se contentaba con un solo hombre durante mucho tiempo. Midway era bien parecido y divertido; su Padre era Barón, pero no tenía dinero.

El Marqués podía entender la razón por la cual Hester había decidido que él debía ser el padre de su hijo.

Pero también estaba seguro de que ella tenía la intención de divertirse con cualquier otro que le llamara la atención. Todo aquello le repugnaba.

Sin embargo, tenía que enfrentarse al hecho de que si esa mujer iba a ver a la Reina, como había dicho, Su Majestad le haría llamar inmediatamente.

Entonces no podría hacer otra cosa que obedecer la Orden Real y casarse con Hester.

La Reina era muy severa cuando se trataba de intervenir en cualquier escándalo relacionado con quienes ocupaban un lugar en la Corte.

El Padre del Marqués había sido Maestro de la Casa durante muchos años y sabía que era sólo cuestión de tiempo el que a él le ofrecieran el mismo cargo.

Como a la Reina le gustaban los hombres bien parecidos, a menudo el Marqués había sido distinguido con pequeños favores de los que había disfrutado mucho ya que le había resultado muy divertido ver la envidia que aquello había despertado en los miembros de la Casa Real.

Si él desafiaba a la Reina negándose a cumplir sus órdenes, sería exiliado.

El Marqués no se engañaba a sí mismo pensando que todos le querían bien. Sabía que muchos de sus contemporáneos envidiaban sus hazañas en la Pista de Carreras.

También era envidiado porque conquistaba a todas las mujeres bellas que ellos hubieran deseado conseguir. Recientemente había ofendido a un Estadista muy influyente al arrebatarle a una atractiva Bailarina de Ballet del Covent Garden. El Marqués la había instalado en una cómoda Casa de St. John's Wood.

Ahora se daba cuenta de que el Estadista estaría más que dispuesto a vengarse y haría que las cosas en la Corte se complicaran más de lo que ya lo estaban.

—¿Qué puedo hacer? ¿Qué demonios puedo hacer? —se preguntó a sí mismo.

El Mayordomo le informó de que su carruaje se encontraba ya en la puerta y salió del despacho pensando a dónde podría ir.

Quería pedir consejo a alguien, pero por el momento no se le ocurrió nadie en quien pudiera confiar.

Cuando se subió al carruaje, un Lacayo esperó con la puerta abierta para recibir órdenes. Entonces el Marqués dijo lo primero que le vino a la mente.

—Lléveme al Club White.

La puerta se cerró, el Lacayo subió junto al Cochero y se pusieron en marcha.

Al mirar hacia la puerta de la Casa, el Marqués observó al Mayordomo y a dos Lacayos que si inclinaban ante él. Entonces tuvo la horrible sensación de que Hester estaba sentada junto a él y de que ya nunca podría deshacerse de ella. Tardó apenas diez minutos en llegar al Club y pidió al Cochero que le esperara.

Buscó una cara conocida, a algún amigo que, por un milagro, encontrara la solución a su problema.

Con una sensación de alivio vio a Lord Rupert Lindford, quien estaba sentado en un Salón, conversando con otros Caballeros.

Lord Rupert levantó la mirada, y al ver al Marqués exclamó:

—¡Aquí llega Anglestone! Vamos a preguntarle cual es su opinión.

Los otros dos hombres asintieron y el recién llegado se sentó junto a ellos. Un Camarero se acercó para preguntarle si deseaba algo de beber.

—¡Un coñac doble! —respondió él.

Mientras hablaba advirtió que Lord Rupert le miraba sorprendido, pues todos sabían que el Marqués era abstemio. Como solía montar sus propios caballos mantenía su peso lo más bajo posible comiendo poco y bebiendo menos. Sin embargo, en ese momento necesitaba un trago fuerte.

—De lo que estamos hablando —dijo Lord Rupert a manera de explicación—, es de Tony Burton.

El Marqués no pareció reaccionar y uno de los presentes dijo:

—Ya sabe de quién se trata. Es el autor de varios libros y está a punto de sacar otro llamado El Kasidah.

—Es también el hombre que llegó hasta la Meca disfrazado —intervino otro de los presentes.

—Eso fue en 1853 —dijo Lord Rupert—, y lo que estamos comentando es que, hoy en día nadie se atrevería a enfrentarse a una muerte casi segura por simple curiosidad.

—¿De verdad consideras que todos somos unos cobardes? —preguntó el tercer hombre llamado Lord Summerton.

—¡Por supuesto que lo somos! —respondió Lord Rupert—. Todos nos hemos vuelto muy cómodos y aunque queda mucho mundo por descubrir somos demasiado perezosos como para intentarlo.

—Eso es muy tajante y yo no lo creo —intervino Lord Summerton.

—¿Te imaginas a Virgil vestido como un peregrino? — preguntó Lord Rupert—. ¿Arriesgando su vida por ver la Ciudad Prohibida?

Él se echó a reír.

—¡Yo apostaría mil libras a que no!

—¡Acepto la apuesta! —exclamó el Marqués.

Por un momento todos permanecieron en silencio. Entonces Lord Rupert preguntó:

—¿Has dicho que aceptas la apuesta?

—Iré a La Meca —continuó el Marqués y cuando vuelva con el derecho a llevar el turbante verde, tú me pagarás mil libras.

Dejó de hablar cuando el Camarero volvió con la bebida que se tomó en un solo trago.

—¡Estás loco! —exclamó Lord Rupert.

Cuando se dirigían en carruaje del Club a Park Lane, Lord Rupert preguntó al Marqués:

—¿Hablas en serio, Virgil, o se trata de una broma que no acabo de comprender?

—Jamás he hablado más en serio —contestó el Marqués—, y pienso salir de Inglaterra mañana muy temprano.

—¡Mañana! —exclamó Lord Rupert.

—Llegue o no llegue a La Meca, sólo así encontraré la respuesta a una pregunta que desde hace unas horas no me deja vivir —dijo el Marqués—, y es si debo o no casarme con Hester Wynn.

—¡Por Dios! —exclamó lord Rupert—. Yo creía que eso había terminado.

—Así es —respondió el Marqués—, pero ella me acaba de comunicar que va a tener un hijo.

Lord Rupert se quedó mirando al Marqués como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.

Enseguida preguntó:

—¿Me estás diciendo la verdad?

—Hester ha sido muy clara al decirme que si no me caso con ella, el Duque irá a ver a la Reina.

—Pero... no es tu hijo.

—Nadie lo sabe mejor que yo —aseguró el Marqués—. ¡Te juro, Rupert, que yo no la he tocado desde septiembre!

—Si me lo preguntas, yo creo que es de Midway —opinó Lord Rupert.

—Eso es lo que yo supongo también —estuvo de acuerdo el Marqués—, pero él no tiene dinero y Hester quiere ser Marquesa.

—¡Ella quiere ser tu esposa! —lo contradijo Lord Rupert—. A decir verdad, Virgil, cuando terminaste con ella, me sorprendió mucho que Hester se hubiera alejado sin aspavientos.

—También a mí —admitió el Marqués—, pero ahora quiere vengarse.

—¿Y tú crees que huyendo?... —comenzó a decir Lord Rupert.

—¡Volaría a la luna o bajaría a los infiernos si eso me salvara de tener que casarme con ella! —aseguró el Marqués.

—Puedo entenderte —comentó Lord Rupert—, sin embargo... ¡La Meca!

—Fui un tonto al no haberlo pensado yo mismo —admitió el Marqués—. Porque cuando tú lo mencionaste me di cuenta de que eso era la respuesta a la pregunta que me había estado haciendo.

Hizo una pausa antes de continuar:

—Pero necesito tu ayuda.

—Sabes que haré cualquier cosa que me pidas.

—Tengo que marcharme en secreto para que no le sea posible a Hester acudir a la Reina.

Lord Rupert le escuchaba con atención.

Era un joven bien parecido que había estudiado en Eton junto con el Marqués. Los dos se habían alistado en el mismo Regimiento donde sirvieron durante cinco años antes de que el Marqués heredara el Título. Como deseaban estar juntos, Lord Rupert también había abandonado el Ejército y ahora pasaba más tiempo con el Marqués que en su propia casa.

—Lo que yo deseo que hagas —dijo el Marqués como si estuviera pensando en voz alta—, es asegurarte de que la apuesta se mencione entre nuestros amigos, pero sin que llegue a la prensa.

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