Kitabı oku: «La Extraña Hermanita»
LA EXTRAÑA HERMANITA
Barbara Cartland
Barbara Cartland Ebooks Ltd
Esta Edição © 2020
Título Original: “The Secret Fear”
Direitos Reservados - Cartland Promotions 2020
Capa & Design Gráfico M-Y Books
CAPÍTULO I
Se escucharon pasos en el vestíbulo y una pequeña figura cruzó veloz la bibloteca, sus menudos pies ni siquiera sonaban sobre la espesa alfombra, para luego ocultarse tras las pesadas cortinas de terciopelo que colgaban junto a la ventana.
Un segundo después, al abrirse la puerta, Arabella comprendió que entraba su padrastro.
Lo oyó arrojar su látigo en el escritorio; entonces, sintiéndose enferma de angustia, recordó que había olvidado un libro sobre el sillón. Sin duda él lo descubriría al igual que la pequeña escalera de madera, abandonada junto al anaquel del que había bajado el libro.
Contuvo el aliento, sintiendo que en cualquier momento sospecharía su presencia ahí y comenzaría a buscarla. En ese momento, con una profunda sensación de alivio, oyó entrar a su madre.
—¡Oh, ahí estás, Lawrence!— exclamó Lady Deane, con su suave y musical voz—. ¿Tuviste una buena cabalgata?
—¡Arabella estuvo aquí!— anunció Sir Lawrence en tono ronco y dramático, retumbando por toda la habitación—. ¿No me habías dicho que aún estaba delicada como para bajar?
—En verdad, no está nada bien— se apresuró a decir Lady Deane—. Y no creo que haya podido bajar.
—¿Ves ese libro?— preguntó Sir Lawrence—, le he advertido mil veces que no debe leer mis libros. Muchos de ellos son inadecuados para una jovencita. Además, a las jóvenes no se les debe permitir saber demasiado. Hablaré con Arabella…
—Por favor, Lawrence, te suplico que no te enfades. Y si tu intención es pegarle, como otras veces, te ruego no lo hagas. No se ha recuperado aún de su salud. Además, creo que está demasiado grande para recibir ese tipo de castigos.
—¡Pero no lo está para desobedecerme! Y si lo hace… debe aceptar las consecuencias… no hablemos más de este asunto. Me enviarás a Arabella mañana en la mañana, a primera hora. Ahora no tendremos tiempo porque saldremos a las cinco, a la casa del representante del condado, quien nos ha invitado a cenar.
Después de cierta pausa, como si Lady Deane luchara consigo misma para no discutir más, dijo en voz baja y temblorosa:
—¿Crees, Lawrence que sea conveniente que hoy luzca mi tiara de brillantes, y mis otras joyas? Todo el condado asistirá a esta fiesta y temo que esa terrible banda de salteadores estará esperando a los invitados. ¿Recuerdas la última vez que nos robaron en el camino? Se quedaron con mi juego de rubíes y hasta tuve que entregarles todos los anillos. ¡Nunca en mi vida me había sentido tan humillada!
—¡Ni yo tampoco!— repuso Sir Lawrence con franqueza—, pero, ¿qué podía yo hacer? Iba desarmado y ellos eran seis. Para empeorarlo ese maldito ladrón, Caballero Jack, o como se llame, ¡tuvo la desfachatez de burlarse de mí! ¡Un día lo veré colgado de una cuerda! ¡Y te juro, Felicity, que será el día más feliz de mi vida!
—¡No, no, por favor, no hables así! Me das miedo, Lawrence…
El tono angustiado de la voz de su esposa pareció tranquilizarlo.
—Todo te aterroriza, mujer. Pero me gustan las mujeres tímidas y femeninas como tú— dijo con calma pasajera, para rugir de inmediato—. ¡Pero me enfurece la incompetencia de nuestras autoridades! Es absurdo que en pleno 1817, cuando hace dos años de finalizada la guerra con Napoleón, no logremos atrapar a estos pillos que asolan nuestros caminos. ¡Lo que necesitamos es un buen número de soldados designados a estos contornos, y así se lo manifestaré al representante del condado esta misma noche!
—Si es que llegamos a la fiesta— murmuró ella, temerosa.
—Por supuesto que llegaremos. Y quiero que esta noche luzcas espléndida, porque no sólo asistirá toda la gente importante del condado, sino muchos personajes procedentes de Londres. ¡Estoy seguro que ninguna mujer te opacará, querida mía… ni en joyas, ni en belleza! Estás muy hermosa, en verdad.
—¡Oh, Lawrence, me adulas demasiado!— protestó Lady Deane.
—No temas por tu seguridad, ni de la de tus joyas. Iremos en caravana.
—¿En caravana? ¿Qué quieres decir?
—El Coronel Travers saldrá primero y recorrerá la corta distancia que hay hasta Las Torres, donde Lord y Lady Jeffreys lo aguardarán en su carruaje; tanto el cochero como el lacayo irán armados, y, además, los acampañarán dos guardias montados. Los vehículos vendrán para reunirse con nosotros aquí. Ya he arreglado que dos lacayos irán en nuestro carruaje y dos palafreneros nuestros nos escoltarán a caballo. En esa forma llevaremos siete hombres armados y seis guardias a caballo. ¿Qué te parece mi plan?
—Muy inteligente— dijo Lady Deane con entusiasmo—. ¡Sólo tú puedes organizar una cosa así! Mi querido Lawrence, qué afortunada soy al tener un esposo tan inteligente como tú.
—Hacemos buena combinación tú y yo… belleza y cabeza—observó Sir Laurence satisfecho—, pero, date prisa, querida, y no olvides decir a Arabella que quiero hablar con ella en la mañana.
Lady Deane se detuvo.
—Hay algo que tengo que informarte, Lawrence— murmuró—. Espero que no te disguste: He decidido enviar a Arabella a otra parte.
—¿Qué? ¿Sin consultarme?
—Por supuesto que lo iba a hablar contigo. Cuando el doctor Simpson estuvo aquí hoy… es el nuevo doctor que sustituye a nuestro viejo doctor Jarvis, que se ha retirado… bueno, este doctor Simpson, que es mucho más joven, se alarmó de ver a Arabella tan delgada y débil en su convalecencia. La escarlatina puede debilitar mucho…
—Pero no lo suficiente para impedir que baje a robar mis libros…—murmuró Sir Lawrence.
—El doctor Simpson me hizo una sugerencia— continuó Lady Deane, sin dar importancia a la interrupción—, me dijo que estaba ansioso de encontrar una compañera para Beulah Belmont. Me explicó que Arabella podría visitaf el Castillo durante algunos días. El cambio de ambiente le favorecería y hasta ayudaría a la pobrecita de Beulah.
—¡La pobrecita de Beulah!— exclamó Sir Lawrence en tono despreciativo ¡Esa criatura es una completa retrasada mental! ¿De qué le serviría la presencia de Arabella?
—El doctor Simpson piensa que la criatura necesita compañía. Después de todo, no se comunica más que con su institutriz y los viejos sirvientes.
—Mientras el alegre Marqués se divierte en Londres, ¿verdad? Bueno, yo no lo culpo a él. ¿Quién desearía vivir con una hermana idiota, en un Castillo en ruinas, que debió demolerse hace siglos?
—Oh, Lawrence, ¿Como puedes decir tal cosa? Lo que sucede es que el lugar está descuidado desde la muerte de Lady Meridale.
—Bueno, de cualquier modo, es una tontería que Arabella vaya a vivir al Castillo. Será una pérdida de tiempo para todos… así se lo diré mañana mismo a ese doctorcito sabihondo.
—Debo darme prisa ya— dijo Lady Deane en tono conciliador—, dejaremos esto para mañana. Quiero arreglarme con todo cuidado… de ese modo evitaré que te acaparen esas bellas mujeres de Londres.
El halago hizo sonreír al sombrío Sir Lawrence. Sin embargo, cuando su esposa salió, cruzó la habitación para tomar el libro de la silla donde Arabella lo había dejado.
Lo contempló unos momentos, con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Lo cerró con brusquedad, para dejarlo a un lado y salió de la habitación.
Pasaron varios minutos, antes que Arabella se atreviera siquiera a moverse. Temió que su padrastro hubiera cerrado la puerta, quedándose adentro, para comprobar si ella se escondía allí. Pero escuchó sus pasos cruzando el vestíbulo de mármol y sólo cuando se perdieron en la lejanía se propuso aparecer de su escondite.
Era una muchacha de huesos pequeños, con facciones delicadas, muy armoniosa. Su extremada delgadez, debida a la enfermedad que la postrara en cama por más de cinco semanas, hacía que sus ojos violetas se vieran enormes en su pequeño rostro puntiagudo. Cuando se movió silenciosa por la biblioteca parecía una niña patética, necesitada de una alimentación adecuada para lograr su recuperación total. Salió de puntillas y se dirigió con sigilo y rapidez a su habitación.
Media hora más tarde, una doncella le avisó que su madre quería verla.
Lady Deane se encontraba sentada frente al tocador y su doncella le estaba colocando una tiara de brillantes, sobre su elegante peinado.
—¡Mamá, que preciosa se te ve!— exclamó Arabella con espontaneidad, al entrar en la habitación—, me encanta cuando te pones tu tiara. Cuando era niña me parecías la reina de las hadas y siempre esperaba ver las alitas surgiendo de tus hombros.
—¿Cómo estás queridita?— le preguntó Lady Deane—. ¿Te sientes mejor ya?— sin esperar respuesta, se volvió a su doncella—, ya estoy casi lista. ¿Quieres hacerme el favor de salir y avisarme cuando Sir Lawrence baje la escalera? Necesito hablar con la señorita Arabella.
—Muy bien milady— contestó la doncella y se retiró, cerrando la puerta tras ella.
Lady Deane se volvió ahora hacia su hija.
—Escucha, queridita— dijo—, no tenemos mucho tiempo y hay tanto que debo decirte. Quiero que te vayas de aquí mañana muy temprano.
—¿Voy al Castillo?— preguntó Arabella con rapidez.
Lady Deane miró con fijeza a su hija.
—Estabas en la biblioteca…— dijo—, lo sospeché. Bueno, no hay tiempo para discutir eso, ahora. Tendrás que huir antes que él pueda castigarte. No estás en condiciones de recibir ni un golpe. Además, que ya no puedo soportar verte sufrir, como lo he hecho en el pasado.
Arabella se puso rígida.
—No es que me importe que me pegue— repuso en voz baja—, es cuando se… pone amable que resulta insoportable. ¡Oh, mamá! ¿Por qué te casaste con él?
—Él es bueno conmigo, Arabella. Y no olvides que papá nos dejó sin un centavo.
—¡Todo ese dinero que perdió jugando!— exclamó Arabella con amargura.
—Pero lo divertía tanto— suspiró Lady Deane—, le mostraba muy arrepentido cuando perdía. ¡Y cuando ganaba, qué generoso era y como nos divertíamos! ¿Lo recuerdas, hija?
—Sí, mamá, por supuesto. Se volvía el hombre más alegre del mundo.
Por un momento Lady Deane cerró los ojos. Pero volvió a abrirlos y dijo con inquietud:
—Es inútil, Arabella. No podemos regresar al pasado. Te aseguro que estoy contenta con Sir Lawrence. Es sólo con respecto a ti que no puedo controlarlo.
—Lo siento, mamá— murmuró Arabella.
—No, no es tu culpa, queridita. Serás muy hermosa, Arabella, y las mujeres hermosas siempre resultan una influencia inquietante, en lo que a los hombres se refiere.
—¡Detesto a los hombres!— exclamó Arabella—. ¡Los odio a todos! Detesto la forma en que me miran… la expresión posesiva de sus ojos … las manos que extienden intentando tocarme. ¡Oh, mamá! No quiero crecer… quiero seguir siendo una niña.
—Eso es lo que quiero precisamente que finjas ser.
—¿Qué quieres decir?— preguntó Arabella con curiosidad.
—El doctor Simpson tiene apenas una semana de verte, desde que se hizo cargo de los pacientes del doctor Jarvis— contestó Lady Deane—, has estado en la cama y en ella aparecías muy pequeña. El piensa que eres todavía una niña, Arabella.
—¿Por eso es que sugirió que yo visitara el Castillo?
Lady Deane asintió con la cabeza.
—Creo que piensa que tienes doce o trece años. Así lo dijo y yo no lo desmentí.
—¿Por qué no le dijiste la verdad… que cumpliré dieciocho años en un mes más?
—Porque entonces no habría sugerido nada. No es lo que más deseo para ti, Arabella, pero tienes que irte de aquí ahora mismo.
Arabella empezó a juguetear con un cepillo plateado que había en el tocador de su madre.
—Pensé que no lo habías notado, mamá— dijo en voz baja.
—Por supuesto que lo he notado. Te vi ponerte más y más bonita, Arabella. Tu padrastro siempre estuvo celoso de ti y buscaba excusas para castigarte con severa crueldad. Pero cuando creciste…
—No hablemos de eso, mamá— suplicó Arabella con voz angustiada—. Las dos comprendemos y, como dices, debo irme de aquí.
—Hace mucho tiempo que lo estoy pensando y cuando el doctor Simpson propuso que acompañaras a la pobrecita Beulah, comprendí que eso me daría tiempo para pensar. Tal vez puedas visitar a tu madrina en Yorkshire, o a tu tía paterna que vive en Dorset. Lo que me ha sucedido es que he perdido contacto con ambas. Pero desde ahora les escribiré para averiguar su situación y si existe alguna posibilidad de que pases un largo período con una de ellas. Por el momento te irás al Castillo.
—No sé siquiera quién vive en el Castillo— dijo Arabella.
—La Marquesa de Meridale murió poco después del nacimiento de su hija Beulah— le explicó Lady Deane—, lo que todos sabemos, es que la niña no es normal, y debe tener unos siete o ocho años. El doctor Simpson es de la opinión que si tuviera un trato diferente al que ha recibido hasta ahora, sus facultades mentales mejorarían.
—Pobre criatura— exclamó Arabella.
—Comprendo que convivir con ella no será nada divertido para ti, pero te prometo sacarte del Castillo lo más pronto posible.
—¡No te preocupes, mamá! A lo mejor resulta una experiencia interesante. ¿Quién es el Alegre Marqués?
—El actual Marqués de Meridale es, por supuesto, el hermano mayor de Beulah— contestó Lady Deane—, no tiene una reputación envidiable, que digamos. Fue soldado durante la guerra. En estos dos últimos años se esperaba que volviera a mejorar el estado de su propiedad. Las granjas se están viniendo abajo. Sus arrendatarios se quejan. La tierra necesita atención. Pero al parecer Su Señoria prefiere divertirse en Londres, como miembro del grupo de amigos de la Casa Carlton.
—¡Me parece un hombre odioso!— exclamó Arabella—, y supongo que ni siquiera llegaré a conocerlo.
—No, por supuesto. Nunca viene por aquí. Procura descansar en el Castillo, quiero que recobres tus colores y la lozanía de tu cabello. De cualquier modo, trata de cumplir tu papel de niña, como se espera de ti, hasta que yo logre hacer los arreglos necesarios. ¡Oh, queridita, te echaré tanto de menos!
Lady Deane extendió los brazos y atrajo hacia su pecho a su hija.
—Eres todo lo que me queda de tu padre— murmuró en voz muy baja—. No será fácil separarme de ti, Arabella. Pero sé que estoy cumpliendo con mi deber. Es sólo que la casa me parecerá vacía… desierta… sin ti.
—Te quiero mucho, mamá— respondió Arabella—, y sé muy bien que estás en lo correcto al alejarme de aquí.
Ya no podía decir más, porque las palabras se le ahogaban en la garganta. En eso llamaron a la puerta.
—El amo está bajando ahora, milady— anunció Jones, la doncella.
—Entonces, debo irme— dijo Lady Deane. Arabella dejó de abrazarla y se puso de pie.
—Mañana se pondrá furioso, mamá— aseguró Arabella con preocupación—. ¡No le gustará que su presa se le haya escapado con tanta facilidad!
—En la verdad … yo puedo manejarlo— contestó Lady Deane llena de confianza—, él me quiere bien a su modo. El carruaje te aguardará, a las ocho y media junto a la puerta de la cocina, Arabella. Jones te ayudará a hacer las maletas. Si no te veo para despedirme, recuerda que pensaré y rezaré por ti, en todo momento.
—No te preocupes por mí, mamá— replicó la joven en tono valiente y seguro.
Sin resistir más contemplar el rostro angustiado de su hija, Lady Deane salió de la habitación, mientras las piedras preciosas de su tiara reflejaban las luces de las velas.
La habitación pareció oscurecerse cuando ella se alejó. Arabella permaneció inmóvil, junto a la ventana, observando cómo se alejaban a la fiesta los carruajes.
Jones, la vieja doncella de su madre, que estaba a su servicio antes de su casamiento con Sir Lawrence, llegó a buscarla poco después. Arabella la siguió con docilidad a su cuarto.
—Tenemos que seleccionar la ropa que llevará. Su madre me ordenó guardar en las maletas sólo los vestidos que usted usaba hace años y no poner nada que descubra su verdadera edad. Ha perdido tanto peso, que sin duda le cabrán sin dificultad. Es una verdadera suerte que yo los haya guardado.
—¡Oh, cielos! Pensé que jamás volvería a ver esas muselinas de niñita— suspiró Arabella.
—Pero, esas son las instrucciones de su madre— insistió Jones.
—Muy bien, entonces guarda lo que quieras, Jones. Espero no pasar mucho tiempo en el Castillo. De cualquier modo, allá no habrá nadie que me vea. Y creo que será una gran aventura.
Se fue a la cama pensando en qué sorpresas| le depararía el Castillo y despertó antes que Lucy, otra doncella, acudiera a su cuarto con una taza de chocolate caliente como todas las mañanas.
Arabclla lo bebió con rapidez y con la misma prisa se vistió la ropa que Jones le había preparado. No pudo menos que sonreír ante su aspecto al contemplarse en el espejo.
El vestido suelto que caía de un alto peto, casi desde los hombros, la hacía parecer una niña de cerca de doce años si no más pequeña aún. Las suaves zapatillas sin tacones, sobre las medias blancas, al igual que el sombrero de ala ancha, con cintas azul pálido y grandes margaritas artificiales, le brindaban una perfecta apariencia infantil.
Dividió por el centro su cabello y dejó que cayera a ambos lados de su rostro. Antes de su enfermedad era como oro pulido con intensos reflejos, en contraste con su blanca piel de magnolia. Durante su enfermedad se había opacado y ahora las pesadas trenzas sólo parecían acentuar lo puntiagudo de su barbilla y las líneas de cansancio que había bajo sus grandes ojos.
«Bueno, de una cosa estoy segura», se dijo para sí. «¡Con este aspecto, ni el propio Sir Lawrence se fijaría en mí!».
Era como mujer que ella le temía tanto… como niña lo había odiado por su brutalidad.
Ya lista, se despidió de Jones y de Lucy y salió por la puerta de la cocina. El carruaje la esperaba afuera; Arabella subió sin vacilación, temerosa de que de improviso su padrastro saliera rugiendo de la casa, para impedir su huida.
Recorrieron con toda calma el sendero posterior de la casa, y luego tomaron el polvoso camino que conducía a Meridale, distante dieciséis kilómetros de ahí.
Cruzaron una pequeña población y al terminar ésta, Arabella vio por primera vez el Castillo. Divisó sus torres almenadas por encima de la copa de los árboles. Al dirigirse por el camino central, una amplia avenida de robles, pudo contemplarlo por completo.
Entonces, lanzó una ahogada exclamación. La descripción de su padrastro no coincidía con la construcción magnífica, espléndida, de piedra gris, que se elevaba sobre una colina, y protegida por un espeso bosque de árboles oscuros.
Originalmente había sido una fortaleza normanda, reconoció Arabella, y parecía que todas las generaciones siguientes le habían hecho adiciones lo que aumentaba su magnificencia.
Mientras se acercaba al edificio vio que bajo él había un lago. Sus aguas tranquilas reflejaban el azul del cielo y en su espejeante superficie se deslizaban varios cisnes blancos.
Cruzaron un puente sobre un riachuelo que alimentaba al lago. Entonces el carruaje se detuvo en un amplio patio cubierto de grava, frente a una puerta imponente, adornada con grandes clavos y a la cual conducía una escalinata de piedra.
Arabella bajó del carruaje y permaneció contemplando el Castillo, que parecía elevarse hacia el cielo.
Frente a tanto lujo, le resultó algo incongruente ver que la puerta era abierta por un mayordomo anciano, casi decrépito, vestido con visible descuido, en lugar de un resplandeciente sirviente como requería aquel imponente Castillo.
—Buenos días, señorita— saludó el anciano con una voz de fuerte acento campesino—, el doctor nos avisó que usted vendría, pero no nos dijo que sería tan temprano.
—Siento mucho que mi llegada cause alguna inconveniencia.
—A mí no— contestó el mayordomo—, es a la señorita Harrison, que no acostumbra madrugar. Pero, si nos permite, George la conducirá hasta arriba. Me disculpará que no la acompañe, niña, pero mis piernas ya no me responden mucho.
—No, por supuesto… no se preocupe por mí— le aseguró Arabella.
George era un lacayo tan descuidado de su aspecto como el mayordomo. Iba en mangas de camisa, con un chaleco de botones con el escudo de armas realzado, a rayas y muy sucio.
George estaba sin afeitar y Arabella pensó lo iracundo que se hubiera puesto Sir Lawrence al ver presentarse de ese modo a uno de sus sirvientes.
—Lleva a la jovencita arriba, a la sección de niños, George— ordenó el mayordomo.
Arabella siguió al lacayo. Empezaba a advertir que la ausencia del amo del Castillo aumentaba el deterioro del lugar. No eran sólo las granjas las que necesitaban su presencia.
Todas las sillas estaban cubiertas por una gruesa capa de polvo y las ventanas parecían no haber sido lavadas desde mucho tiempo atrás. Todo olía a humedad, como si nadie se molestara en airear el lugar y al subir la escalera el espectáculo parecía empeorar.
La sección de niños estaba en el segundo piso. Debieron atravesar por corredores y descansos amueblados con gran lujo, pero tan sucios o más descuidados, que la planta baja.
Arabella recordó la casa de su madre que siempre olía a cera y a lavanda, las ventanas estaban abiertas y limpias, y el sol entraba a raudales por ellas. Aquí el aire se sentía viejo y pesado. Arabella sentía su espíritu en el suelo, antes de llegar al segundo piso.
George llamó a una puerta. No hubo respuesta y volvió a llamar.
—Dudo que se haya levantado ya— dijo.
—Son más de las nueve y media— comentó Arabella, que había visto la hora en un reloj ubicado en uno de los pasillos.
George no se molestó en contestar, sino que abrió la puerta y con la escasa luz de una cortina entreabierta, Arabella vio que se encontraba en una amplia habitación, cómoda y bien amueblada.
Un fuego crepitante ardía en la chimenea, alguien habría subido antes que ellos… tal vez la misma doncella que había entreabierto la cortina.
Pero la habitación estaba vacía y George miró hacia una puerta que había a un lado.
—Será mejor que espere aquí— dijo—, debe estar dormida.
—Por favor, no despierte a la señorita Harrison— dijo Arabella a toda prisa.
—No iba a hacerlo— respondió George en forma lacónica y se marchó, abandonando a Arabella en el centro de la habitación.
Era un extraño recibimiento, reconoció Arabella, a lo mejor sería por la temprana hora.
Entonces un sonido curioso la hizo estremecer.
Lo percibió sin saber qué era, pero al repetirse comprendió que venía de una gran mesa redonda, en medio de la habitación, que estaba cubierta por una carpeta con flecos, que caían hasta el suelo.
El sonido volvió a repetirse y Arabella, llena de curiosidad, se adelantó, levantó la orilla de la carpeta y se asomó.
Bajo la mesa, sentada en el suelo, se encontraba una niña. Vestía un camisón blanco y sostenía dos gatitos en los brazos. Otros dos estaban en el piso junto a ella, bebiendo de un plato de leche.
—¡Chitón!— murmuró la niña con una graciosa vocecita sibilante—. Beulah… no la despiertes.
—Pensé que tú eras Beulah. Yo soy Arabella y he venido a jugar contigo— le anunció la joven.
Dos ojos pequeños, como bolitas de cristal azules, la contemplaron.
La niña tenía un aspecto extraño. Su cabeza era demasiado grande en proporción a su cuerpo; su rostro redondo, inexpresivo, era como una luna llena. No era, en la verdad, fea o repulsiva, pero su cabello muy corto, levantado con las puntas hacia arriba, le daba un aspecto extraño.
—Ara… bella — repitió Beulah, titubeante.
—Así es— sonrió Arabella—. ¿Por qué no sales para que podamos hablar?
—Beulah… no la… despiertes— contestó la niña. Repetía las palabras con lentitud y con voz aguda, que semejaba un lorito.
—¿Te refieres a tu institutriz— preguntó Arabella—, no, por supuesto que no la despertaremos? ¿Esos gatitos son tuyos?
Beulah asintió con la cabeza y apretó los animalitos en sus brazos. Uno de ellos maulló y arañó el camisón de la niña.
—Son muy bonitos— dijo Arabella con gentileza—, pero yo no los tocaré porque son tuyos.
Los ojos redondos de Beulah la escudriñaron. Entonces, en un impulso, le ofreció uno de los gatitos. Arabella no lo tomó, pero sí lo acarició.
—Quédate con él— le dijo—, es tuyo.
Beulah pareció contenta de escucharla y en voz muy baja dijo:
—Beulah… sabe secreto…Beulah… no dice secreto… Beulah… prometió.
—Me parece muy bien. Si tienes un secreto, desde luego que debes guardarlo.
Se escuchó el sonido de una puerta que se abría.
—¿Qué sucede aquí? ¿Quién está hablando?— preguntó una voz irritada.
Arabella se incorporó con rapidez.
Del dormitorio contiguo apareció una mujer joven, vistiendo una negligée adornada de encaje. Su cabello oscuro caía en bucles sobre sus hombros y Arabella advirtió que era bonita, aunque algo vulgar.
—¡Oh, eres tú!— exclamó la mujer—, la niña de la que me habló el doctor. En verdad no te esperaba tan temprano.
—Siento mucho haber llegado a una hora inconveniente— se disculpó Arabella.
—Supongo que así te enviaron de tu casa, así que no te culparé—contestó la institutriz—, ahora, déjame ver, te llamas Arabella, ¿no es así? El doctor Simpson me lo dijo.
—Sí, así es— sonrió Arabella.
—Yo soy Olive Harrison— dijo la institutriz—, desde luego, la señorita Harrison para ti.
—Sí, desde luego— repitió Arabella con actitud respetuosa.
La institutriz se dirigió a la ventana y empezó a descorrer las cortinas.
—No permito que descorran las cortinas temprano, ni que hagan ruido y me despierten— explicó—, supongo que deseas desayunar.
—No, gracias, no tengo hambre— contestó ArabeHa.
—Pues debías tenerla— dijo la señorita Harrison—. ¡Nunca había visto una criatura tan delgada como tú! Pero muy pronto engordarás.
Si hay algo bueno en este Castillo es la comida. Nunca permanecería en un lugar donde se sirviera mala comida.
La señorita Harrison terminó de descorrer las cortinas de las cuatro ventanas y entonces tiró de una campanilla.
—Las doncellas esperan que las llame. Alguien acudirá a vestir a Beulah y sabrán que ya estoy lista para el desayuno.
Bostezó sin hacer ningún ademán para cubrirse la boca.
Ahora que la luz del día iluminaba la habitación, Arabella pudo notar lo voluptuosa que era la institutriz. La negligée ceñía sus amplios senos. Tenía la piel muy blanca, los labios rojos y seductores; y sus grandes ojos azules enmarcados por pestañas oscuras.
—¡Oh, cielos qué infamia, ¡cómo me duele la cabeza!— exclamó la señorita Harrison.
Cruzó la habitación, abrió un anaquel y sacó una botella. Sirvió una buena cantidad de su contenido y lo bebió de un trago. Antes que el olor del alcohol impregnara la habitación, Arabella había adivinado de qué se trataba.
¡Brandy como desayuno! ¡Esta era, sin duda, una extraña institutriz!
—¡Así está mejor!— exclamó la señorita Harrison satisfecha—, y ahora, queridita, ven a sentarte junto al fuego y háblame de ti.
Su tono era más alegre que el que usara antes. Se sentó en un amplio sillón y extendió la mano hacia Arabella, indicándole el sillón de enfrente. Pero la mirada de Arabella se dirigía a la mano regordeta y blanca en la que brillaba algo. La joven se quedó inmóvil por un momento, sin atinar a decir nada, lo que brillaba en el dedo meñique de la señorita Harrison era sin lugar a dudas, un anillo que había pertenecido a su madre.