Kitabı oku: «Morbus Dei: Bajo el signo des Aries», sayfa 4
X
El teniente Wolff estrechó a su amante, le dio una calada a la pipa y exhaló el humo formando anillos. «No hay nada mejor en este mundo que notar el calor de una mujer en la cama», pensó con placer.
«Salvo notar el calor de dos mujeres», sonrió para sus adentros y atrajo hacia él a su segunda amante, que se acurrucó adormecida sobre su pecho.
El aire estaba cargado de humo y de olor a vino tinto y a sudor. Las dos únicas velas que iluminaban la estancia proyectaban suficiente luz para intuir el brocado rojo que cubría las paredes.
«No me importaría morir ahora mismo», pensó Wolff. Justo en ese momento, la puerta de la habitación se abrió de golpe y un soldado del cuerpo de alguaciles entró sin vacilar.
–¡Mi teniente, el alcalde reclama vuestra presencia! ¡De inmediato!
Wolff soltó un profundo suspiro, seguido de un gruñido de resignación. Besó a la mujer a su derecha, luego a la de la izquierda, se puso los pantalones y dejó un florín de oro encima de la cama.
– Maria, Anna… hasta la próxima, mis dulces ninfas vienesas.
Las dos mujeres le lanzaron un beso con la mano.
– En mi humilde opinión, el teniente Wolff es el hombre ideal para esta delicada tarea, señor Sovino – dijo Tepser en tono servicial—. En su juventud ya demostró su valía cuando, en el último asedio turco, rompió varias veces el cerco de Viena con un pequeño pelotón para realizar operaciones que minaran las fuerzas de los impíos.
Sovino observó con ojos críticos al hombre que se encontraba en posición de firmes delante de él y el alcalde. El teniente Georg Maria Wolff parecía un hombre duro, era de constitución vigorosa, llevaba el pelo corto y pasaba de los cuarenta. Su aplomo le confería el aspecto de ser una persona formal y seria; aunque las arrugas en torno a sus ojos, señales de frecuente risa, revelaban que en su vida privada no se comportaba de modo tan cartesiano como cuando estaba de servicio.
Sovino se mesó la cuidada barba. Por un momento lo asaltó la duda, pero finalmente se decidió.
– Teniente Wolff, ¿estáis dispuesto a cumplir en nombre de Dios una misión de suma importancia para la Iglesia y de gran relevancia para vuestra amada ciudad imperial?
Wolff miró a Tepser, pero el alcalde no movió ni un solo músculo de la cara. Wolff asintió.
–¿Y estáis dispuesto a jurarlo sobre la Biblia?
– Sí, señor.
Sovino sonrió satisfecho.
– No obstante, antes me gustaría saber qué tengo que jurar – añadió Wolff con determinación.
Tepser dio un manotazo en la mesa.
–¿Cómo os atrevéis? Vuestra obligación es acatar las órdenes…
– Pero, señor alcalde – lo calmó Sovino—, prefiero a un hombre leal que piense por sí mismo que a un simple receptor de órdenes que ante el más mínimo contratiempo se vea limitado por su limitado intelecto.
Wolff miró fijamente a Sovino. Conocía a esa clase de hombres. Se cubrían con un manto de bondad, pero eran capaces de pasar por encima de un cadáver.
– Un enviado secreto francés, de nombre François Antoine Gamelin, ha conseguido sacar del distrito en cuarentena a unos cuantos enfermos peligrosos para utilizarlos en su propio beneficio y también en beneficio del reino de Francia. – Sovino bajó la voz—. Os hablaré abiertamente: no es ningún secreto que Su Santidad el Papa apoya al rey Luis XIV por haber ayudado a su sobrino Felipe V de Borbón a hacerse con el trono de España. Sin embargo, el daño que el plan de Gamelin podría causar al Sacro Imperio Romano Germánico es incalculable. Y Su Santidad no puede tolerarlo.
Tepser asintió con la cabeza, fingiendo que lo entendía. Wolff permanecía impasible.
Sovino prosiguió:
– Gamelin avanza en estos momentos hacia el sur con un puñado de mercenarios. Alcanzadlo y matadlo. Y destruid su carga.
– Al francés, en cuanto podamos, pero ¿no hemos «liberado» ya de su sufrimiento a bastantes enfermos? – El tono de voz de Wolff dejó muy claro lo que pensaba de la limpieza del distrito en cuarentena y de lo que les había ocurrido a los enfermos.
– Desde luego, pero ¿quién sabe a cuántas personas más podrían infectar? – Sovino se acercó a la ventana y miró a la calle—. Sería una pena que tuviéramos que cerrar todos los prostíbulos de Viena, puesto que, como todo el mundo sabe, son un caldo de cultivo para las enfermedades más lujuriosas. Como medida de prevención, se entiende.
Wolff entendió. Sonrió cínicamente y les hizo un saludo militar.
– Formad una tropa de unos doce hombres de confianza para que os acompañen en la misión. Recibiréis el resto de la información mañana al amanecer, antes de partir – añadió Sovino sin dejar de mirar por la ventana.
Con esas palabras despidió al teniente, que salió de la estancia, pero en vez de cerrar la puerta, la dejó entornada. Se detuvo al llegar al pasillo y, después de comprobar que no había ningún guardia a la vista, se inclinó hacia la puerta y aguzó el oído.
–¿Puedo preguntaros por qué no os encargáis vos mismo del asunto? – le preguntó el alcalde a Sovino.
– No es de vuestra incumbencia, pero mi misión es de otra naturaleza – respondió Sovino, irritado.
El visitador continuó hablando y lo que Wolff escuchó entonces lo inquietó y le confirmó la imagen que se había hecho de Sovino durante el breve encuentro.
De pronto se oyeron pasos en el pasillo. Wolff se apartó rápidamente de la puerta y siguió su camino. Se cruzó con dos hombres de la Guardia Negra, pasó por alto su saludo y salió a toda prisa del edificio.
XI
Gamelin se despertó sobresaltado del duermevela en que se había sumido. El carruaje se había detenido inesperadamente. Oyó los gritos de sus hombres y balidos de ovejas.
Abrió la puerta y bajó los dos escalones de hierro forjado. La luz del sol lo cegó y tardó unos segundos en distinguir lo que ocurría: un rebaño de unas cuarenta ovejas bloqueaba el camino y el pastor no parecía tener prisa en arrear al ganado.
Uno de los mercenarios se bajó del caballo, empuñó el arma y avanzó decidido hacia el aldeano. El campesino se puso a gritar de inmediato a las ovejas y a darles golpes en los cuartos traseros para que avanzaran.
Gamelin echó un vistazo al entorno. De las cabañas cercanas empezaban a salir curiosos, algunos vestidos con harapos repugnantes y otros terriblemente desfigurados. «Todos asquerosos y sucios», pensó Gamelin. Su indignación fue a mayores cuando vio que uno de aquellos seres despreciables casi lograba mirar debajo del toldo antes de que la patada de un mercenario lo arrojara justo a tiempo al cieno del camino. De pronto, Gamelin lo tuvo claro: si seguían avanzando hacia el sur por el camino de Santiago, cada vez llamarían más la atención, levantarían más rumores y mayor sería el peligro de que los detuviera una patrulla austriaca.
A sus espaldas se extendían la llanura que precedía a la ciudad de Viena y ante ellos se alzaba la cordillera boscosa de los Alpes orientales. Tardarían más, pero a partir de ese momento, siempre que pudieran, tomarían senderos alejados del camino principal que conducía al puerto de montaña de Semmering.
Le hizo una señal al jefe de la caravana para que se acercara y compartió sus reflexiones con él. El hombre asintió, espoleó a su caballo y se abrió paso entre las ovejas como Moisés en el mar Rojo, separando al galope el rebaño, que dejó oír sus protestas.
La caravana se puso de nuevo en marcha y Gamelin desapareció en el interior de su carruaje. Antes de irse, cuatro mercenarios se hicieron con sendas ovejas: la próxima comida estaba asegurada.
Elisabeth pudo echar algunas miradas al exterior, reconoció el Semmering, el puerto de montaña que habían cruzado hacía pocas semanas —¿o eran años? – de camino a Viena.
A su lado se sentaba el joven mercenario, que miraba estupefacto las venas negras que se le extendían por la mano.
– Te acostumbrarás – le susurró ella.
– No puedo imaginarlo – respondió en un alemán sin acento.
– Me llamo Elisabeth.
El joven la miró titubeando, pero al final se decidió a presentarse.
– Alain.
–¿De dónde eres?
– De Châteaudun.
Elisabeth lo miró inexpresiva.
– De Francia.
Elisabeth asintió.
– No tienes acento.
– Mi padre estaba convencido de que, si quieres vencer a alguien, tienes que hablar su idioma. – Suspiró—: Ya ves tú adónde me ha llevado.
– Bueno, al menos puedes charlar conmigo – replicó Elisabeth, burlona. Y de repente tuvo una idea.
–¡Johann! – gritó el prusiano con todas sus fuerzas. No recibió respuesta—. ¡Johann, maldita sea!
De pronto, el jinete que cabalgaba delante tiró de las riendas hasta que su caballo se detuvo. El polvo del camino hacía que los ojos le ardieran al prusiano, que también refrenó a su caballo y miró furioso a su amigo.
– Por todos los demonios, vas a matar a los caballos – le reprochó.
Johann no se inmutó.
– Ya compraremos otros. Se nos acaba el tiempo.
– A nosotros, no. A ti. ¿Cuánta distancia crees que puede recorrer una caravana en un día? – le preguntó el prusiano y, sin esperar la respuesta, añadió—: Los alcanzaremos, no te quepa duda.
Johann respiró hondo. En el fondo sabía que su amigo tenía razón. Le acarició el cuello al caballo, que resollaba, y miró a su alrededor. Hans y Karl se acercaban al galope; los seguía Markus, que parecía un gigante a lomos de su pequeño caballo. Los hombres tenían la cara cubierta de polvo y los caballos estaban al borde de la extenuación.
– Si quieres matar a los caballos, será mejor que les peguemos un tiro en vez de obligarlos a cabalgar como posesos – protestó Karl.
Johann miró hacia el horizonte y vio unas nubes densas que se teñían de color anaranjado al sol del atardecer. Su sombra se extendía sobre los campos; anunciaban tormenta.
– Pararemos en la próxima posada.
–¡Aleluya! – exclamó Hans—. Una hora más cabalgando y mi trasero se volvería tan insensible como el corazón del guardián de un harén turco.
–¡Qué sabrás tú de guardianes y de harenes turcos! – dijo Karl entre risas, pero Hans no replicó.
La lluvia azotaba el tejado de la pequeña posada de Ebraichsdorf en la que Johann, el prusiano, Markus, Hans y Karl ocupaban una mesa tosca de madera. Las lámparas de aceite arrojaban una luz trémula y, en el suelo y en las mesas, había jarras de barro para recoger el agua de lluvia que entraba por los agujeros del tejado.
El posadero, que también hacía las veces de cocinero, mozo de cuadra y criada, entró con un caldero de sopa humeante y lo dejó encima de la mesa. «A juzgar por el aspecto del cocinero, la comida tiene que ser repugnante», pensó Johann, mientras observaba cómo el hombrecillo escuálido se apresuraba a ponerles platos y cucharas de madera.
– Q-q-que ap-p-pro… – El posadero acabó la frase haciendo un gesto con la mano y se fue apresuradamente.
– No está en sus cabales – comentó Karl.
Markus olió el contenido del caldero.
– He comido cosas peores – informó.
– Bueno, pues allá vamos – dijo el prusiano, que empezó a servir la sopa en los platos.
Sin embargo, antes de que pudiera coger la cuchara para empezar a comer, Johann se levantó.
– Quiero agradeceros de todo corazón vuestra ayuda – dijo, y respiró hondo—. Sabéis que podéis iros cuando queráis, sin que os pese. Tú también, Markus. Gracias.
– Vaya, ¡ojalá lo hubiera sabido antes! – bromeó Karl, y Hans le dio un codazo—. Sólo añadiré una cosa: empezamos esto juntos y lo acabaremos juntos.
Todos golpearon la mesa con el mango de la cuchara para mostrar su acuerdo.
Cuando ya se habían llenado bien el estómago, el posadero retiró el caldero. Se quedaron sentados a la mesa, agotados y con una jarra de vino delante. Después de devorar la comida, realmente deliciosa, Johann no entendía por qué aquel hombre estaba tan delgado, quizá tenía la tisis.
La tensión que la noche anterior había estado a punto de desgarrarlo en Deutsch-Altenburg se había transformado en ansia. Sin embargo, esa desazón se fue debilitando a medida que recorrían millas y ahora casi había cedido paso a una serenidad inesperada. Johann sabía que estaba en el buen camino. Sabía que volvería a tener a Elisabeth en sus brazos al cabo de pocos días.
Y cuanto más la añoraba, más le costaba imaginarse cómo podía soportar el prusiano la pérdida de Josefa.
–¿Acaso no tengo razón, Johann? – preguntó el prusiano.
Johann volvió a la realidad.
– Pues claro – contestó, sin saber a qué se refería.
– Ya veremos si eres tan bueno – dijo Hans, que sacó una baraja de cartas manoseadas y la colocó ruidosamente sobre la mesa—. ¡Jugamos al Sesenta y seis, caballeros! El que pierda la mano paga un kreuzer2 y, cuando tengamos suficientes, pedimos otra ronda.
Johann se levantó.
– Yo me voy a dormir.
El prusiano lo agarró del brazo:
– Vamos, el que cabalga como un húsar también puede perder un par de manos, ¿no?
Johann suspiró.
Y volvió a sentarse con sus camaradas.
XII
Un trueno arrancó a Elisabeth de un sueño sin pesadillas. Somnolienta, miró a su alrededor. Los demás prisioneros también estaban tendidos sobre el heno medio podrido, algunos acurrucados muy juntos. Un suave ronquido era lo único que se oía en la oscuridad, iluminada tan sólo por unas lámparas de aceite colgadas del techo. Justo las necesarias para que los guardias pudieran comprobar que todo seguía en orden cuando hacían la ronda.
Sobre el tejado del establo en ruinas empezaron a caer las primeras gotas de lluvia, pocas y aisladas al principio, pero cada vez más intensas. Y crearon una melodía que recordaba el sonido de las canicas de barro al golpear contra un suelo de piedra.
Elisabeth se incorporó y miró por una rendija de la pared de tablas. Vio la silueta negra de un mercenario que montaba guardia. El hombre murmuró una maldición, se subió el cuello del abrigo y se caló el sombrero.
Johann aún no había llegado.
Confía en él.
¿Y si le había ocurrido algo?
Imposible.
¿Y si no llegaba nunca?
Elisabeth apretó la mano contra la rendija. Cuanto más se desesperaba, más fuerte apretaba, hasta que un dolor punzante acabó con aquella espiral de dudas y miedo. Apartó instintivamente la mano, se había clavado una astilla en el pulgar.
Se la extrajo con cuidado y se chupó el dedo. El sabor a hierro de la sangre desvió sus pensamientos hacia su propio cuerpo. Y hacia la responsabilidad que llevaba dentro.
Hacia lo único que en aquel momento le quedaba de Johann.
¿Tal vez había llegado la hora de esperar menos y actuar más?
Volvió a mirar por la rendija. La lluvia era cada vez más intensa y cubría la noche con un manto nebuloso.
– Me encanta la lluvia. – Una voz masculina arrancó a Elisabeth de sus pensamientos.
La joven se sobresaltó como si la hubieran sorprendido mirando algo prohibido.
– No quería asustarte – dijo Alain, al tiempo que se sentaba a su lado.
– Y no lo has hecho – respondió ella con brusquedad.
– El mundo se renueva con la lluvia; y nada es como antes. Todo es más intenso: los colores, los olores. La vida.
– Con la condición de que se tenga libertad para disfrutar de esos cambios – dijo Elisabeth.
– Sí, con esa condición – repitió Alain, pensativo.
–¿Adónde? – preguntó Elisabeth en voz baja, y se acercó a Alain, cuyo rostro iluminaba débilmente una lámpara de aceite.
–¿Adónde qué?
–¿Adónde nos llevan?
– No lo sé. Sólo nos dijeron que os escoltaríamos hacia al sur – contestó Alain.
Elisabeth le creyó.
– Pero tú ya no eres uno de ellos – le susurró—. Ahora eres uno de nosotros. Lo que nos ocurra a nosotros, te ocurrirá a ti también.
– Pero aún soy francés… – Alain se interrumpió, acababa de comprender que la frase era ridícula.
– Como si fueras el rey de Francia. Tienes la enfermedad y eres como nosotros.
Alain bajó la mirada.
– Y como tal – continuó Elisabeth—, compartirás nuestro destino.
– Si quisieran mataros…, «matarnos», ya lo habrían hecho.
– Puede que tengas razón. Pero hay cosas peores que la muerte.
Alain calló.
Elisabeth esperó, pero el mercenario no había picado el anzuelo.
Ponle otro cebo.
– Piensa que pronto sabrás lo que significa tener esta enfermedad…
–¿A qué te refieres?
– El sol te quemará la piel blanca y las ramificaciones negras se extenderán por todo tu cuerpo, quizá también por la cara. Es posible que soportes la luz del día, pero también es posible que sólo puedas salir al amparo de la noche. La gente te evitará, en el mejor de los casos, pero probablemente te echarán de malos modos o incluso irán a por ti, porque no entenderán tu condición. Y algún día te…
– Ya basta – la interrumpió Alain—, puedo imaginarlo. Pero tú no pareces tan afectada como pronosticas.
– La enfermedad no se manifiesta del mismo modo en todos los infectados, aunque no sé por qué. Lo único que sé es que no pienso doblegarme.
–¿Y qué vas a hacer? La desobediencia…
– Sólo se puede culpar de desobediencia a los que están obligados a obedecer – susurró Elisabeth, saboreando su triunfo. El muchacho había picado el anzuelo—. Nosotros somos prisioneros. Y los prisioneros no le deben obediencia a nadie, salvo a sí mismos.
–¿Quieres huir? – preguntó Alain.
– No, no quiero – replicó ella—. Tengo que hacerlo.
XIII
– Lo juro ante Dios Todopoderoso.
El teniente Wolff levantó la mano de la Biblia, un ejemplar con cubiertas de cuero bellamente ornadas.
El edecán de Sovino se apresuró a retirar el libro sagrado, como si tuviera miedo de que pudiera ensuciarse, y volvió a envolverlo en terciopelo rojo.
– Que Dios os bendiga – dijo Antonio Sovino, al tiempo que le hacía la señal de la cruz.
Estaban en el revellín, delante de la Kärntnertor, la puerta que unía el glacis con la muralla. La Guardia Negra formaba en semicírculo detrás de Sovino y su edecán, y trece jinetes montados en corceles blancos andaluces esperaban detrás de Wolff. Todos eran hombres aguerridos, que el teniente había seleccionado cuidadosamente. Vestían guerreras de color gris claro y sólo llevaban el equipo imprescindible. Cada uno de ellos iba armado con un sable y un mosquetón de chispa.
– Que Dios os proteja en el camino de la perversión que hay en el mundo – le dijo Sovino a Wolff.
– Bueno, si me bendice uno de sus siervos más fieles… – respondió secamente el teniente.
Sovino vaciló un instante, luego sonrió y dio un paso hacia Wolff. Lo miró con frialdad y le dijo en voz baja:
– Cumplid la tarea que se os ha encomendado y dejaos de discursos perspicaces, ¿entendido?
Wolff asintió en silencio, pero no retrocedió.
El visitador dio media vuelta y se dirigió hacia la Kärntnertor con sus hombres.
El teniente los siguió con la mirada; luego contempló la sólida fortificación que protegía la ciudad de Viena. Una sensación de angustia se adueñó de él, como si aquélla fuera la última vez que vería su ciudad natal. Y a sus amantes.
Carraspeó para quitarse de la cabeza esos pensamientos y subió a su caballo blanco.
–¡Dios con nosotros! – gritó a sus hombres, y cruzó al galope el puente que se extendía sobre el glacis.
Sus hombres lo siguieron.
XIV
Desde que partieron al despuntar el día, Johann se esforzaba por dejar que fuera su montura la que determinara la velocidad de la marcha. Era consciente de que el día anterior se había excedido. Si uno de los caballos se desplomaba, les costaría mucho sustituirlo. No por el precio, puesto que el conde Von Binden les había entregado una generosa suma, sino por la falta de oferta.
Ya habían dejado atrás las localidades de Gottendorf, Rohrau y Prukh. Ese día habían cabalgado por campos y bosques, sin encontrar una sola ciudad en millas. Además, el suelo reblandecido dificultaba el avance, la tormenta del día anterior no se había alejado hasta pasada la medianoche.
Al llegar a Traskirch preguntaron por primera vez por la caravana, pero no obtuvieron resultados. Cada vez que alguien negaba con la cabeza o se encogía de hombros, la inquietud de Johann aumentaba. ¿Habría confiado Von Binden en un inútil que no le había contado más que mentiras? ¿Y si Gamelin había tomado el camino de Santiago en dirección a Salzburgo y cada vez estaba más lejos?
El corazón le latía con fuerza.
¿Y si habían descubierto al francés y la población local había cortado con él por lo sano? ¿Y con los enfermos? Y, aunque no hubiera ocurrido nada de eso, ¿sobreviviría Elisabeth la tortura del viaje?
Los bufidos de su caballo lo devolvieron a la realidad. Miró hacia delante. El camino desembocaba en una carretera ancha que conducía hacia el sur.
El camino de Santiago.
Cuando llegaron, Johann y sus compañeros espolearon a los caballos y cabalgaron hacia el sol del mediodía.
Johann no daba crédito a sus oídos. Se inclinó desde el caballo y miró al viejo aldeano a los ojos como si quisiera escrutarle el alma.
– Así que en los últimos días no ha pasado ninguna caravana por aquí —dijo con prudencia—. ¿Estás completamente seguro?
El campesino asintió con la cabeza y dirigió una mirada huraña a la granja calcinada, en cuyas puertas aún se veían desdibujadas unas cruces de San Andrés trazadas con cal.
El abad Bernardin solía decir que la verdad no podía comprarse, pero que a veces era posible sacarla de su escondite con una moneda.
Johann sacó un florín de la faltriquera y jugueteó con él entre los dedos. La mirada del aldeano se iluminó como si se le hubiera aparecido la Virgen. Se llevó la mano a la nariz, se la limpió en el pantalón y luego se la pasó por el pelo revuelto.
– Ahora que lo decís, señor – dijo con seguridad, mientras se erguía tanto como le permitía la espalda, maltratada por el trabajo de labranza—, es verdad que pasaron unos carros por aquí. Eran tres, si no recuerdo mal. Dos estaban cubiertos por un toldo y en el otro transportaban provisiones. En cabeza iba un elegante carruaje negro. Qué suerte para vos que me haya acordado, ¿verdad? – El aldeano alargó temerosamente una mano hacia Johann.
– Sí, ha sido una suerte para los dos. – Johann se tragó el rencor que sentía contra aquel labrador ambicioso y se esforzó por ocultar la alegría por la buena noticia; de otro modo, aún le costaría más dinero.
Sacó otro florín de la faltriquera. El campesino estiró la mano para cogerla, pero Johann la puso fuera de su alcance y arqueó una ceja.
– Hace tres días, señor – añadió el aldeano—, cuatro como mucho. Pasaron la noche en esa granja marcada por la peste y salieron al romper el alba. En esa dirección. – El hombre señaló hacia el sur y volvió a estirar la mano.
Johann le puso el florín en la palma cuarteada. Un albañil tenía que trabajar cuatro días para ganar ese dinero.
– Dios os lo pague – murmuró el aldeano, que dio un paso atrás y bajó la cabeza como si se dispusiera a rezar una oración para que tuviera un buen viaje.
Johann silbó en dirección a sus amigos. El prusiano, Hans y Karl, y también Markus, no estaban muy lejos y se acercaron al trote. Johann les hizo una señal afirmativa con la cabeza.
– Los tenemos – dijo, señalando la dirección que le había indicado el campesino.
–¿Y a qué esperamos? – dijo Hans, y espoleó a su caballo.