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Kitabı oku: «Obras escogidas»

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Á MANERA DE PRÓLOGO1

Ciudad de Sevilla:

Venimos siempre á ti, como á madre amorosa, á tomar luz para nuestro espíritu mirándote á los ojos, y á fortalecer nuestro corazón con tus recuerdos. Henos hoy aquí una vez más; sólo que esta vez, con la alegría de volver á verte, traemos también otra: la de haber cumplido el ofrecimiento que te hicimos ha poco más de un año. Y como si tenemos el pudor de nuestros dolores, tenemos en cambio la generosidad de nuestra alegría, y la que sentimos en estos instantes es tan pura y tan honda, deseamos compartirla con todos.

Venimos á ofrecerte, Sevilla, el monumento á Bécquer, erigido por dicha, y para mayor gloria del poeta, en el tiempo materialmente preciso para tallar el mármol y fundir el bronce. Quiere esto decir, que nuestra voz, al llamar á todos para glorificarlo, no necesitó esfuerzo alguno, sino que halló prontamente eco de simpatía en el corazón de los españoles, y al punto se vió el halda de la Ensoñadora, nuestra mensajera ideal, llena de flores y monedas derramadas en ella por manos generosas: desde la augusta y fina mano de la reina de España, hasta la tosca y dura de quien tuvo que dejar la azada para entregar su ofrenda. Juntas cayeron en el halda de la Ensoñadora las de los reyes y las del pueblo: sólo el amor es capaz de conseguir victorias tales, y acaso nada como la poesía las merezca.

El monumento que luego veréis en nuestro hermoso Parque, débese, pues, á España entera: España entera ha contribuído á realizar esta obra de justicia, de cultura y de amor; España entera ha tenido fiestas para el poeta, y poetas que á su vez lo canten; España entera se ha estremecido al nombre de Bécquer, como al contacto de mágica varita que hiriera las fibras más nobles y delicadas del alma. Y nosotros, promotores de la empresa, que á muchos pudo parecer quijotesca aventura, y de la cual salimos orgullosos y ufanos, con la profunda y serena alegría de quien hace el bien por el bien mismo, al verla dichosamente rematada, sin que ningún guijarro de ningún malandrín acertara siquiera á rozarnos la piel, tenemos el deber de proclamarlo aquí, para que la misma aura que de corazón en corazón llevó la voz de nuestra idea, de corazón en corazón lleve también la de su resultado, y con ella la alentadora confianza en la viva eficacia de todo lo noble y lo bueno.

Erigido, como hemos dicho, el monumento á Bécquer merced á la cooperación de muchos buenos españoles, hay uno entre todos que merece primero que ninguno vuestra gratitud y vuestra simpatía más cordial: nos referimos al escultor Lorenzo Coullaut Valera, sin cuya colaboración espontánea es casi seguro que no se hubiera efectuado esta empresa, á lo menos tan rápida y felizmente. No sólo puso al servicio de ella su arte de escultor, sino su corazón de poeta; y así, con inspiración luminosa y liberal entusiasmo, dió gallarda cima al monumento, obra tal vez la más bella y cabal que de sus manos salió nunca, y no quiso, ni siquiera pensó jamás, recibir por el primoroso trabajo otra recompensa que la de su propia satisfacción.

Este deseo de consagrarle á Bécquer un perdurable recuerdo en su patria, fué siempre sueño de los artistas sevillanos. Años ha, reuniéronse todos ellos al calor de la idea, y realizaron un fervoroso homenaje al poeta querido, como primera piedra ideal, si cabe expresar esto así, de un monumento que entonces no llegó á levantarse.

Alma y vida de aquel movimiento fué el glorioso escultor Antonio Susillo, hermano espiritual de Bécquer, malogrado también como él, y que como él se llevó á la tierra al morir incalculables tesoros de la fantasía, flores del más puro genio sevillano. Puede decirse de ellos, que si hubieran manejado á la inversa el cincel y la pluma, Bécquer sería el autor de los portentosos relieves del uno, y Susillo habría escrito las doradas leyendas y las aéreas rimas del otro.

Jóvenes y heridos por el dolor de la vida cayeron ambos. Con el último suspiro de Bécquer comenzó el resplandor creciente de su gloria: en la trágica muerte de Susillo pensamos todos que aquella mano, siempre dócil como esclava sumisa á su pensamiento, sólo una vez debió serle rebelde.

Pues bien: sevillano como Susillo y discípulo de él es el autor del monumento á Bécquer que en el Parque se eleva. Junto á Susillo recibió los primeros estímulos y las primeras inspiraciones en su arte. Y acaso recibió también del maestro, por misteriosa compenetración de las almas, la poética herencia de modelar para su patria la noble frente del cantor de las golondrinas.

Hemos dicho que la gloria de Bécquer nació en su tumba. En efecto, así fué. No le acariciaron en vida los halagos del «aura de aplausos» que acompaña siempre á la gloria literaria, ni reflejó sobre su cabeza la luz de la «nube radiosa» que siempre la sigue. El, sin embargo, sabía que «algo divino» llevaba en la frente. Estimulada y acrecentada la admiración de unos cuantos amigos suyos, poetas y pintores, por el dolor de su temprana muerte, reunieron con cariño sus obras y las publicaron, librándolas tal vez de una completa oscuridad.

Jamás poeta alguno, al menos en España, tuvo más rápida y efusiva consagración. De mano en mano corrieron sus libros y de boca en boca su nombre, y no hubo labios de mujer por donde no pasaran sus rimas, como aliento suave, como canción de brisa que separa las hojas de una flor. En el corazón de la Humanidad late oculto un espíritu de justicia, y cuando se deja morir en el desamparo y el olvido á un hombre como Bécquer, ese espíritu se siente sacudido por algo que es justicia y remordimiento á la vez, y se quiere entonces reparar la grave falta cometida, enterrando en rosas las cenizas del muerto. Siquiera sea tardía, bien venida sea esta póstuma reparación.

Oteando en los esplendorosos horizontes de la poesía lírica castellana del pasado siglo, en que vivió el poeta, y fijándonos sólo en aquellos altos luminares cuya luz fué más difundida y más potente, vemos cómo á los acentos roncos y viriles de Quintana y Gallego, de robusta y épica vena, que le prestaban á la patria herida vigor y temple en sus flaquezas y desmayos, sucede el glorioso período romántico, en el cual la musa de Espronceda, apasionada y tumultuosa, de soberano aliento y fuerte originalidad, avasalla, inquieta y cautiva á todos; y donde el estro espléndido de Zorrilla, verbo poético de nuestra habla, canta como hijo de alondra y de ruiseñor la hermosura de la Naturaleza, y como trovador errante las caballerescas leyendas del pueblo y las grandezas de los ricos alcázares, llenando los cielos de luz, los campos de flores, las selvas de pájaros alegres, y el mundo ideal de colores risueños v de brillantes fantasías. Y después de estos grandes poetas, todo nervio y pujanza, todo llama, fuerza y galanura, aparece Bécquer, delicado, amoroso, íntimo, sentimental, doliente, con caminar misterioso y callado, con voz insinuante y acariciadora, y le da á la poesía lírica de su siglo una hora de luz de luna, que si en sí misma tiene encanto magnético, túvolo doble en aquella sazón, en medio de los fulgores de sol que la precedieron y de los que habían de seguirla.

Luz de luna, sí; luz de luna es toda su poesía, porque luz de luna llevaba en el alma. Su bondad resignada fué el resplandor templado y celeste á cuyos rayos escribió sus páginas cautivadoras. Soñó, y parecieron sus sueños tocados de la quimera y de la fiebre del insomnio, como hijos de la noche; amó, y fueron sus amores melancólicos y dolorosamente sumisos; y poníase la mano en el corazón por que sus latidos no sonasen, y le temía al resplandor de la aurora; lloró mucho, y en su inagotable ternura se confortó con el consuelo de saber que aún le quedaban lágrimas. Y estos sentimientos, que tan inefable perfume prestan á su poesía, hallan el molde más dúctil y apropiado en la suave forma de sus rimas aladas, y el eco más acorde en la tenue música y en el impreciso y vago ritmo de sus versos.

Hay quien ha pretendido oscurecer la diáfana gloria de Bécquer, haciendo pasar sobre ella una ligera nube; motejándolo de imitador de Enrique Heine. Nada más injusto ni más inexacto tampoco. Hace falta padecer la obsesión de los parentescos literarios, de las afinidades y analogías, cuando no la manía persecutoria del plagio, que suele trastornar á muchos adoradores de este ó el otro ídolo, para no ver la esencial diferencia, la absoluta disparidad que existe entre estos dos espíritus, cualquiera que sea la medida de su grandeza. Fueron notas características del genio de Heine el sarcasmo, la burla y la ironía; fuéronlo del de Bécquer la resignación y la ternura. Se ha dicho de la musa de Heine que era un ruiseñor de Alemania que anidó en la peluca de Voltaire. De la de Bécquer, enamorada, creyente y piadosa, no podrá decirse en verdad sino que fué una golondrina, que si á veces rozó la tierra con su alas, pronto voló á los espacios libres y puros, y formó su nido bajo el balcón de una mujer hermosa ó en la ventana ojival de un templo cristiano.

La nobleza y generosidad de su corazón y la serena templanza de su espíritu, lleno siempre de luz ideal, resplandecen y se transparentan quizás mejor que en ninguna parte de su obra en aquellas Cartas desde mi celda, que desde el monasterio de Veruela dirigió á sus amigos de Madrid. En ellas, su sentir y su pensar se explayan libremente, y fantasea enamorado de las tradiciones misteriosas, y piensa en el respetuoso culto debido á lo que fué, y pinta con profunda piedad á las muchachas añoneras, míseras y alegres á un tiempo, y vivifica su fe meditando en el templo vacío; y en el sencillo cementerio de pueblo, al pie de cuyas tumbas nacen espigas y amapolas, evoca sus dorados sueños de la muerte, á la que no llama, pero á la que no teme tampoco, como todas las almas grandes que merecen la vida.

Quien escribió estas páginas admirables, de noble y sana idealidad; quien trazó con la misma pluma las quiméricas figuras de sus leyendas, hijas de un corazón todo fantasía, é iluminadas por la claridad de un alto símbolo poético, y quien dejó á su breve paso por entre los humanos esas divinas oraciones de amor que se llaman rimas, bien digno es del recuerdo que le hemos consagrado entre todos.

En nuestro Parque está, cobijado por aquel gigantesco árbol, bóveda de un templo de la Naturaleza, bajo cuyas ramas majestuosas y tiernas á la vez, llenas de hojas que parecen lágrimas cuajadas en verdura, como expresiva representación y símbolo de lo que fué en la vida perenne estímulo del estro de nuestro gran poeta, se ve nacer el amor y se le ve morir.

Pero ese monumento, bello conjunto de bronces y de mármoles, sobre los cuales cantarán los pájaros y brillará el sol; ese monumento, como todos los que se elevan para perpetuar la gloria de los hombres, no será sino mole fría y sin alma, esfinge muda, piedra tallada y bronce fundido sin sentido ni objeto, si de todo ello no fluye, como emanación natural, el creciente y amoroso culto á quien lo ha merecido. Sí: comprendedlo: si de hoy más la obra de Bécquer no ha de ir ganando corazones dormidos, hasta hacerse familiar y preciada entre todos nosotros, y si el surco ideal abierto en las almas por su espíritu peregrino ha de cegarse alguna vez, en lugar de ir haciéndose de día en día más hondo y luminoso, entonces ese monumento de que ahora nos congratulamos vendrá á ser como fuente seca, reducida á exorno del jardín en que luce, por su singular belleza escultórica, pero triste, porque su manantial exhausto le niega la risa del agua en cascada de plata, y estéril, porque no templa la sed de ningún caminante, ni baña y fecundiza la tierra, haciendo brotar y vivir nuevas flores.

Vosotros, pues, los que amáis y cultiváis la vida del espíritu; los soñadores, que entre nieblas buscáis la luz celeste; los poetas, que fundís la idea y el sentimiento en una forma; los filósofos y los pensadores, alentados por el ansia no saciada nunca del saber de la vida; los artistas, que palpitáis de ilusión ante el lienzo blanco ó ante el barro informe; los hombres de ciencia, que investigáis constantemente en el misterio de la Naturaleza, persiguiendo nuevas verdades; los enamorados de Sevilla, de sus glorias, de sus tradiciones y costumbres; los que soñáis, en fin, con una patria más grande, y más noble, y más bella, debéis elegir entre todos los días del año el que mejor os plazca, para convertirlo en día de fiesta del espíritu; y en peregrinación fraternal, ir año tras año á llevar unas flores al monumento á Bécquer; que esas flores, ofrendadas con tan puro amor, renovarán perpetuamente en el corazón y en la mente de todos el culto á la poesía, y no se marchitarán en vano.

Y ahora, esto dicho, vamos todos á visitar el monumento erigido al poeta.

INTRODUCCIÓN

Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo.

Fecunda, como el lecho de amor de la miseria, y parecida á esos padres que engendran más hijos de los que pueden alimentar, mi musa concibe y pare en el misterioso santuario de la cabeza, poblándola de creaciones sin número, á las cuales ni mi actividad ni todos los años que me restan de vida, serían suficientes á dar forma.

Y aquí dentro, desnudos y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión, los siento á veces agitarse y vivir con una vida oscura y extraña, semejante á la de esas miriadas de gérmenes que hierven y se estremecen en una eterna incubación dentro de las entrañas de la tierra, sin encontrar fuerzas bastantes para salir á la superficie y convertirse al beso del sol en flores y frutos.

Conmigo van, destinados á morir conmigo, sin que de ellos quede otro rastro que el que deja un sueño de la media noche, que á la mañana no puede recordarse. En algunas ocasiones, y ante esta idea terrible, se subleva en ellos el instinto de la vida, y agitándose en formidable, aunque silencioso tumulto, buscan en tropel por donde salir á la luz de entre las tinieblas en que viven. Pero ¡ay, que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que sólo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega á secundar sus esfuerzos! Mudos, sombríos é impotentes, después de la inútil lucha vuelven á caer en su antiguo marasmo. ¡Tal caen inertes en los surcos de las sendas, si cesa el viento, las hojas amarillas que levantó el remolino!

Estas sediciones de los rebeldes hijos de la imaginación, explican alguna de mis fiebres: ellas son la causa desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos. Y así, aunque mal, vengo viviendo hasta aquí, paseando por entre la indiferente multitud esta silenciosa tempestad de mi cabeza. Así vengo viviendo; pero todas las cosas tienen un término, y á éstas hay que ponerles punto.

El insomnio y la fantasía siguen y siguen procreando en monstruoso maridaje. Sus creaciones, apretadas ya como las raquíticas plantas de un vivero, pugnan por dilatar su fantástica existencia disputándose los átomos de la memoria, como el escaso jugo de una tierra estéril. Necesario es abrir paso á las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo.

¡Andad, pues! Andad y vivid con la única vida que puedo daros. Mi inteligencia os nutrirá lo suficiente para que seáis palpables; os vestirá, aunque sea de harapos, lo bastante para que no avergüence vuestra desnudez. Yo quisiera forjar para cada uno de vosotros una maravillosa estofa tejida de frases exquisitas, en la que os pudierais envolver con orgullo, como en un manto de púrpura. Yo quisiera poder cincelar la forma que ha de conteneros, como se cincela el vaso de oro que ha de guardar un preciado perfume. Mas es imposible.

No obstante, necesito descansar: necesito, del mismo modo que se sangra el cuerpo, por cuyas hinchadas venas se precipita la sangre con pletórico empuje, desahogar el cerebro, insuficiente á contener tantos absurdos.

Quedad, pues, consignados aquí, como la estela nebulosa que señala el paso de un desconocido cometa, como los átomos dispersos de un mundo en embrión que aventa por el aire la muerte, antes que su creador haya podido pronunciar el fiat lux que separa la claridad de las sombras.

No quiero que en mis noches sin sueño volváis á pasar por delante de mis ojos en extravagante procesión, pidiéndome con gestos y contorsiones que os saque á la vida de la realidad del limbo en que vivís, semejantes á fantasmas sin consistencia. No quiero que al romperse este arpa vieja y cascada ya, se pierdan, á la vez que el instrumento, las ignoradas notas que contenía. Deseo ocuparme un poco del mundo que me rodea, pudiendo, una vez vacío, apartar los ojos de este otro mundo que llevo dentro de la cabeza. El sentido común, que es la barrera de los sueños, comienza á flaquear, y las gentes de diversos campos se mezclan y confunden. Me cuesta trabajo saber qué cosas he soñado y cuáles me han sucedido. Mis afectos se reparten entre fantasmas de la imaginación y personajes reales. Mi memoria clasifica, revueltos, nombres y fechas de mujeres y días que han muerto ó han pasado, con los días y mujeres que no han existido sino en mi mente. Preciso es acabar arrojándoos de la cabeza de una vez para siempre.

Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis á ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado á la nada antes de haber nacido. Id, pues, al mundo á cuyo contacto fuisteis engendrados, y quedad en él como el eco que encontraron en un alma que pasó por la tierra, sus alegrías y sus dolores, sus esperanzas y sus luchas.

Tal vez muy pronto tendré que hacer la maleta para el gran viaje. De una hora á otra puede desligarse el espíritu de la materia para remontarse á regiones más puras. No quiero, cuando esto suceda, llevar conmigo, como el abigarrado equipaje de un saltimbanco, el tesoro de oropeles y guiñapos que ha ido acumulando la fantasía en los desvanes del cerebro.

Junio de 1868.

LEYENDAS

MAESE PÉREZ EL ORGANISTA

En Sevilla, en el mismo atrio de Santa Inés, y mientras esperaba que comenzase la Misa del Gallo, oí esta tradición á una demandadera del convento.

Como era natural, después de oirla, aguardé impaciente que comenzara la ceremonia, ansioso de asistir á un prodigio.

Nada menos prodigioso, sin embargo, que el órgano de Santa Inés, ni nada más vulgar que los insulsos motetes que nos regaló su organista aquella noche.

Al salir de la Misa, no pude por menos de decirle á la demandadera con aire de burla:

– ¿En qué consiste que el órgano de maese Pérez suena ahora tan mal?

– ¡Toma! – me contestó la vieja, – en que ese no es el suyo.

– ¿No es el suyo? ¿Pues qué ha sido de él?

– Se cayó á pedazos de puro viejo, hace una porción de años.

– ¿Y el alma del organista?

– No ha vuelto á parecer desde que colocaron el que ahora le sustituye.

Si á alguno de mis lectores se le ocurriese hacerme la misma pregunta, después de leer esta historia, ya sabe el por qué no se ha continuado el milagroso portento hasta nuestros días.

I

– ¿Veis ese de la capa roja y la pluma blanca en el fieltro, que parece que trae sobre su justillo todo el oro de los galeones de Indias; aquél que baja en este momento de su litera para dar la mano á esa otra señora, que después de dejar la suya, se adelanta hacia aquí, precedida de cuatro pajes con hachas? Pues ese es el marqués de Moscoso, galán de la condesa viuda de Villapineda. Se dice que antes de poner sus ojos sobre esta dama, había pedido en matrimonio á la hija de un opulento señor; mas el padre de la doncella, de quien se murmura, que es un poco avaro… pero, ¡calle! en hablando del ruín de Roma, cátale aquí que asoma. ¿Veis aquél que viene por debajo del arco de San Felipe, á pie, embozado en una capa oscura, y precedido de un solo criado con una linterna? Ahora llega frente al retablo.

¿Reparasteis, al desembozarse para saludar á la imagen, la encomienda que brilla en su pecho?

A no ser por ese noble distintivo, cualquiera le creería un lonjista de la calle de Culebras… Pues ese es el padre en cuestión; mirad cómo la gente del pueblo le abre paso y le saluda.

Toda Sevilla le conoce por su colosal fortuna. Él solo tiene más ducados de oro en sus arcas que soldados mantiene nuestro señor el rey Don Felipe; y con sus galeones podría formar una escuadra suficiente á resistir á la del Gran Turco…

Mirad, mirad ese grupo de señores graves: esos son los caballeros veinticuatros. ¡Hola, hola! También está aquí el flamencote, á quien se dice que no han echado ya el guante los señores de la cruz verde, merced á su influjo con los magnates de Madrid… Este no viene á la iglesia más que á oir música… No, pues si maese Pérez no le arranca con su órgano lágrimas como puños, bien se puede asegurar que no tiene su alma en su almario, sino friéndose en las calderas de Pero Botero… ¡Ay, vecina! Malo… malo… presumo que vamos á tener jarana; yo me refugio en la iglesia, pues por lo que veo, aquí van á andar más de sobra los cintarazos que los Pater nóster. Mirad, mirad; las gentes del duque de Alcalá doblan la esquina de la plaza de San Pedro, y por el callejón de las Dueñas se me figura que he columbrado á las del de Medinasidonia… ¿No os lo dije?

Ya se han visto, ya se detienen unos y otros, sin pasar de sus puestos… los grupos se disuelven… los ministriles, á quienes en estas ocasiones apalean amigos y enemigos, se retiran… hasta el señor asistente, con su vara y todo, se refugia en el atrio… y luego dicen que hay justicia.

Para los pobres…

Vamos, vamos, ya brillan los broqueles en la oscuridad… ¡Nuestro Señor del Gran Poder nos asista! Ya comienzan los golpes… ¡vecina! ¡vecina! aquí… antes que cierren las puertas. Pero ¡calle! ¿Qué es eso? Aún no han comenzado cuando lo dejan. ¿Qué resplandor es aquél?.. ¡Hachas encendidas! ¡Literas! Es el señor obispo.

La Virgen Santísima del Amparo, á quien invocaba ahora mismo con el pensamiento, lo trae en mi ayuda… ¡Ay! ¡Si nadie sabe lo que yo debo á esta Señora!.. ¡Con cuánta usura me paga las candelillas que le enciendo los sábados!.. Vedlo, qué hermosote está con sus hábitos morados y su birrete rojo… Dios le conserve en su silla tantos siglos como yo deseo de vida para mí. Si no fuera por él, media Sevilla hubiera ya ardido con estas disensiones de los duques. Vedlos, vedlos, los hipocritones, cómo se acercan ambos á la litera del Prelado para besarle el anillo… Cómo le siguen y le acompañan, confundiéndose con sus familiares. Quién diría que esos dos que parecen tan amigos, si dentro de media hora se encuentran en una calle oscura… es decir, ¡ellos… ellos!.. Líbreme Dios de creerlos cobardes; buena muestra han dado de sí, peleando en algunas ocasiones contra los enemigos de Nuestro Señor… Pero es la verdad, que si se buscaran… y si se buscaran con ganas de encontrarse, se encontrarían, poniendo fin de una vez á estas continuas reyertas, en las cuales los que verdaderamente baten el cobre de firme son sus deudos, sus allegados y su servidumbre.

Pero vamos, vecina, vamos á la iglesia, antes que se ponga de bote en bote… que algunas noches como esta suele llenarse de modo que no cabe ni un grano de trigo… Buena ganga tienen las monjas con su organista… ¿Cuándo se ha visto el convento tan favorecido como ahora?.. De las otras comunidades, puedo decir que le han hecho á maese Pérez proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle á la catedral… pero él, nada… Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito… ¿No conocéis á maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio… Pues es un santo varón; pobre sí, pero limosnero cual no otro… Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro… ¡Cuidado que el órgano es viejo!.. Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla… Como que le conoce de tal modo, que á tientas… porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento… Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!.. Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde: mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas. – ¿Esperanzas de ver? – Sí, y muy pronto, añade sonriéndose como un ángel; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré á Dios…

¡Pobrecito! Y sí lo verá… porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo… Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio… Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle á los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, á la muerte de su padre heredó el cargo… ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran á la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro… Siempre toca bien, siempre, pero en semejante noche como esta es un prodigio… Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo… las voces de su órgano son voces de ángeles…

En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? baste el ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen á un humilde convento para escucharle; y no se crea que sólo la gente sabida y á la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano… y cuando alzan… cuando alzan no se siente una mosca… de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música… Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va á comenzar la Misa; vamos adentro…

Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.

Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone á su vecina, atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.

II

La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron á formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto á aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque ó acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado á defender á sus hijas y sus esposas del contacto de la plebe. Esta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio da grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.

Era la hora de que comenzase la Misa.

Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba á rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras á media voz, y el arzobispo mandó á la sacristía uno de sus familiares á inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.

– Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche á la Misa de media noche.

Esta fué la respuesta del familiar.

La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó á notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron á imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.

En aquel momento, un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.

– Maese Pérez está enfermo – dijo; – la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo, ni á su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente…

El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían á aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban á prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.

– ¡Maese Pérez está aquí!.. ¡Maese Pérez está aquí!..

A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.

Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.

Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante á detenerle en el lecho.

– No – había dicho; – esta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos á la iglesia.

1.Merced á la amabilidad de los señores Álvarez Quintero, á cuya iniciativa se debe esta edición, puedo complacerme en publicar al frente de ella el discurso en que los dos hermanos ofrecieron al pueblo de Sevilla la bellísima obra de Coullaut Valera. – El Editor.
Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
25 haziran 2017
Hacim:
340 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain