Kitabı oku: «¿Acaso no soy yo una mujer?», sayfa 2
El fragmento no precisa bien que la diferenciación sexual y racial excluía por completo a las mujeres negras de la ecuación. En la afirmación «Su incredulidad y su conmoción ante la idea de que los hombres se humillaran apoyando el sufragio de los negros y, en cambio, no el de las mujeres», la palabra «hombres» hace alusión exclusivamente a los hombres blancos; la palabra «negros», a los hombres negros, y la palabra «mujeres», a las mujeres blancas. La especificidad racial y sexual de aquello a lo que se hace alusión o bien no se reconoce por conveniencia o bien se suprime de manera deliberada. Otro ejemplo lo hallamos en una obra más reciente de la historiadora Barbara Berg, The Remembered Gate: Origins of American Feminism. Berg escribe:
En su lucha por el voto, las mujeres desatendieron y pusieron en riesgo los principios del feminismo. Las complejidades de la sociedad estadounidense a principios del siglo XX indujeron a las sufragistas a cambiar las bases de su demanda del sufragio.
Las mujeres a quienes alude Berg son mujeres blancas, aunque no lo explicite. A lo largo de la historia de Estados Unidos, el imperialismo racial de los blancos ha mantenido la costumbre de los teóricos de utilizar el término «mujeres» aunque se refirieran exclusivamente a la experiencia de las mujeres blancas, por más que dicha costumbre, tanto si se practica de manera consciente como inconsciente, perpetúa el racismo por el hecho de negar la existencia de mujeres de otras razas en el país. Y también perpetúa el sexismo por el hecho de asumir que la sexualidad es el único rasgo definidor de las mujeres blancas y negar su identidad racial. Las feministas blancas no pusieron en entredicho esta práctica sexista y racista, sino que le dieron continuación.
El ejemplo más flagrante de su apoyo a la exclusión de las mujeres negras se desveló cuando trazaron analogías entre las «mujeres» y los «negros», puesto que lo que en realidad estaban comparando era el estatus social de las mujeres blancas con el de la población negra. Como muchas personas de la sociedad racista en la que vivimos, las feministas blancas se sentían perfectamente cómodas escribiendo libros o artículos sobre la «cuestión femenina» en los que establecían analogías entre las «mujeres» y los «negros». Y puesto que las analogías derivan su fuerza, su atractivo y su misma razón de ser de la sensación de que dos fenómenos dispares se aproximan, si las mujeres blancas hubieran reconocido el solapamiento entre los términos «negras» y «mujeres» (es decir, si hubieran reconocido la existencia de las mujeres negras), dicha analogía habría sido innecesaria. Por el hecho de hacer continuamente esta analogía, inconscientemente sugieren que, para ellas, el término «mujer» es sinónimo de «mujer blanca» y el término «negro», sinónimo de «hombre negro». Y de ello se infiere que, en el vocabulario de un movimiento supuestamente interesado en erradicar la opresión sexista, existe una actitud sexista y racista hacia las mujeres negras. En la sociedad estadounidense, las actitudes sexistas y racistas no solo están presentes en la conciencia de los hombres, sino que afloran en todos nuestros modos de pensar y ser. Con excesiva frecuencia, en el movimiento de emancipación de la mujer se dio por sentado que era posible librarse del pensamiento sexista mediante la simple adopción de la retórica feminista pertinente; es más, se presupuso que el mero hecho de identificarse como oprimida liberaba de ser opresora. Y, en gran medida, esta grave suposición impidió a las feministas blancas entender y superar sus propias actitudes sexistas y racistas hacia las mujeres negras. Por más que hablaran de sororidad y solidaridad entre mujeres, las suyas eran palabras huecas, pues, en paralelo, desdeñaban a las mujeres negras.
Tal como en el siglo XIX el conflicto entre reivindicar el sufragio para los hombres negros o para todas las mujeres había situado a las mujeres negras en una posición peliaguda, las mujeres negras contemporáneas tenían la sensación de que se les pedía que escogieran entre un movimiento negro que fundamentalmente defendía los intereses de los patriarcas negros y un movimiento femenino que fundamentalmente defendía los intereses de mujeres blancas racistas. Su respuesta no fue exigir cambios en ambos movimientos y un reconocimiento de los intereses de las mujeres negras. En lugar de ello, la inmensa mayoría de las mujeres negras se aliaron con el patriarcado negro, convencidas de que protegería sus intereses. Algunas mujeres negras, pocas, se decantaron por aliarse con el movimiento feminista. Quienes se atrevieron a apoyar en público los derechos de las mujeres fueron objeto de ataques y críticas. Otras mujeres negras quedaron en un limbo por no querer adherirse ni a los hombres negros machistas ni a unas mujeres blancas racistas. El hecho de que las mujeres negras no se reorganizaran colectivamente contra la exclusión de sus intereses por parte de ambos grupos indica que la socialización sexista y racista nos había lavado el cerebro hasta convencernos de que no merecía la pena luchar por nuestros intereses y hacernos creer que la única opción a nuestro alcance era someternos a los términos de los demás. Ni desafiamos, ni cuestionamos, ni criticamos. Reaccionamos. Muchas mujeres negras denostaron el movimiento de emancipación de la mujer como una «necedad de mujeres blancas». Otras reaccionaron al racismo de las mujeres blancas fundando grupos de feministas negras. Pero aunque denunciásemos como desagradable e insultante la idea del macho negro, no hablábamos de nosotras, de lo que supone ser una mujer negra y de lo que significa ser víctimas de la opresión sexista y racista.
El intento más destacado por parte de las mujeres negras de articular sus experiencias, su concepción del papel de la mujer en la sociedad y el impacto del sexismo en sus vidas fue la antología de Toni Cade The Black Woman. Ahí acabó el diálogo. La creciente demanda de literatura acerca de mujeres creó un nicho de mercado en el que prácticamente todo lo publicado se vendía o recibía cierta atención. Así ocurrió, en particular, con la literatura acerca de mujeres negras. El grueso de esa literatura que surgió para colmar la demanda del mercado estaba repleto de presunciones racistas y sexistas. Los hombres negros que optaron por escribir acerca de mujeres negras lo hicieron desplegando un machismo predecible. Aparecieron multitud de antologías con material extraído de los escritos de mujeres negras del siglo XIX, obras que solían revisar y editar personas blancas. Gerda Lerner, una mujer blanca nacida en Austria, editó Black Women in White America. A Documentary History y recibió una generosa beca para financiar sus investigaciones. Y aunque considero que dicha colección es una obra importante, es significativo que, en nuestra sociedad, mujeres blancas reciban becas para realizar investigaciones sobre mujeres negras y, sin embargo, yo no haya sido capaz de encontrar ni un solo ejemplo en el que una mujer negra haya recibido fondos para investigar la historia de la mujer blanca. Y dado que, en gran medida, la literatura antológica sobre mujeres negras surge de los círculos académicos, donde la presión de publicar es omnipresente, me inclinó a preguntarme si a los expertos les motiva un interés sincero por la historia de las mujeres negras o simplemente se limitan a nutrir un nicho de mercado disponible. La tendencia a publicar textos antológicos de mujeres negras en el mundo editorial se ha normalizado tanto que me pregunto si también refleja una desidia por parte de los teóricos de abordar el tema de la mujer negra de un modo serio, crítico y erudito. Cuando leía estas obras, con frecuencia, en los prólogos, los autores afirmaban que se precisaban estudios globales sobre el estatus social de la mujer negra, estudios aún por escribir, y yo me preguntaba por qué a nadie le interesaba escribir esos libros. La obra de Joyce Ladner Tomorrow’s Tomorrow sigue siendo el único estudio serio en formato libro sobre la experiencia de la mujer negra escrito por una sola autora que puede encontrarse en los estantes de las librerías en la sección de mujeres. De tanto en cuando, mujeres negras publican en diarios artículos sobre racismo y sexismo, pero parecen reacias a examinar el impacto del sexismo en el estatus social de la mujer negra. Escritoras negras como Alice Walker, Audre Lorde, Barbara Smith y Cellestine Ware han sido quienes más empeño han puesto en contextualizar sus escritos en un marco feminista.
Cuando se publicó el libro de Michele Wallace Macho negro y el mito de la Supermujer, se anunció como el libro feminista sobre la mujer negra definitivo. En la cubierta aparece la cita siguiente de Gloria Steinem:
El libro de Michele Wallace podría ser a la década de 1980 lo que el libro Política sexual de Kate Millet fue a la década de 1970. En él, la autora traspasa la barrera de los sexos y las razas para conseguir que todos los lectores entiendan las verdades políticas e íntimas de crecer en los Estados Unidos siendo mujer y negra.
Dicha cita se antoja irónica si se tiene en cuenta que Wallace es incapaz de abordar el tema del estatus social de las mujeres negras sin perderse antes en una extensa diatriba acerca de los hombres negros y las mujeres blancas. Resulta curioso que Wallace se catalogue como feminista cuando apenas habla de las repercusiones que la discriminación de género y la opresión sexista tiene en las mujeres negras ni analiza la relevancia del feminismo de las mujeres negras. Si bien el libro es un relato interesante y provocador de la vida personal de Wallace que incluye un análisis agudo e ingenioso de los impulsos patriarcales de los activistas negros, no tiene relevancia ni como estudio del feminismo ni como estudio sobre la mujer negra. Su relevancia radica en que se trata del relato de una mujer negra. Con excesiva frecuencia, en nuestra sociedad se da por supuesto que uno puede saber todo lo que hay por saber acerca de las personas negras escuchando única y exclusivamente el relato personal y la opinión de una sola persona negra. Steinem cae también en esta presunción racista y estrecha de miras al sugerir que el libro de Wallace tiene un alcance similar a la obra de Kate Millet Política sexual. El libro de Millet es un examen teórico y analítico de la política sexual en Estados Unidos que abarca una exploración de la naturaleza de los roles de género, un estudio de su trasfondo histórico y un análisis de la omnipresencia de los valores patriarcales en la literatura. Con más de quinientas páginas de extensión, no se trata de una obra autobiográfica y, en muchos aspectos, es de una pedantería extrema. Es razonable inferir que Steinem cree que el público estadounidense puede informarse acerca de la política sexual de las personas negras limitándose a leer un análisis del movimiento negro de la década de 1960, un examen superficial del papel de las mujeres negras durante la esclavitud y la vida de Michele Wallace. No pretendo denigrar el valor del libro de Wallace, pero creo que hay que situarlo en su contexto adecuado. Por lo general, un libro que se etiqueta como feminista suele centrarse en algún aspecto de la «cuestión femenina». A los lectores de Macho negro y el mito de la Supermujer lo que más les interesaba eran los comentarios de la autora acerca de la sexualidad masculina negra, que constituían el grueso del libro. Su breve crítica de la experiencia de las esclavas negras y su característica aceptación pasiva del sexismo se pasó en gran medida por alto.
Aunque el movimiento de emancipación de la mujer motivó a centenares de mujeres a escribir sobre la cuestión femenina, no logró generar análisis críticos profundos acerca de la experiencia de la mujer negra. La mayoría de las feministas daban por descontado que la causa de los problemas que afrontaban las mujeres negras era el racismo, no el sexismo. De hecho, la idea de que es posible disociar el tema de la raza del tema del sexo, o a la inversa, ha nublado tanto la visión de pensadores y escritores estadounidenses acerca de la cuestión femenina que la mayoría de los análisis sobre el sexismo, la opresión de género y el lugar que la mujer ocupa en la sociedad están distorsionados o bien son sesgados e imprecisos. No podemos formarnos una imagen nítida de la situación de la mujer centrándonos exclusivamente en las jerarquías raciales.
Desde el principio de mi implicación en el movimiento de emancipación de la mujer me desconcertó la insistencia de las feministas blancas en que la raza y el sexo eran dos cuestiones aparte. La experiencia vital me había enseñado que eran dos temas indisolubles y que, en el momento de mi nacimiento, dos factores determinaron mi destino: el hecho de haber nacido negra y el hecho de haber nacido mujer. Cuando entré en mi primera clase de estudios femeninos en la Universidad de Stanford, a principios de la década de 1970, una clase impartida por una mujer blanca, atribuí la ausencia de obras escritas por o acerca de mujeres negras a que la profesora, por el hecho de ser una persona blanca en una sociedad racista, estaba condicionada a ignorar la existencia de las mujeres negras, y no por el hecho de haber nacido ella misma mujer. Durante aquella época les expresé a las feministas blancas mi preocupación por el escaso apoyo al feminismo entre las mujeres negras, a lo cual me respondieron asegurando que entendían la negación de las mujeres negras a participar en la lucha feminista porque ya estaban sumidas en la lucha por poner fin al racismo. Mientras yo alentaba a las mujeres negras a convertirse en feministas activas, a mí me decían que no debíamos convertirnos en «mujeres liberadas» porque el racismo, y no el sexismo, era la fuerza opresora en nuestras vidas. Ante ambos grupos expresé mi convicción en que la lucha por erradicar el racismo y la lucha por acabar con el sexismo estaban entreveradas de manera natural y que contemplarlas como causas separadas era negar una verdad fundamental de nuestra existencia, a saber: que la raza y el sexo son dos facetas inmutables de la identidad humana.
Cuando acometí la fase de documentación de ¿Acaso no soy yo mujer?, mi intención principal era hablar de la repercusión del sexismo en el estatus social de las mujeres negras. Quería aportar pruebas concretas que refutaran los argumentos de los antifeministas que proclamaban con voz altisonante que las mujeres negras no eran víctimas de la opresión sexista y, por consiguiente, no necesitaban liberarse. Conforme avancé en mis indagaciones fui siendo cada vez más consciente de que podía llegar a comprender en profundidad la experiencia de la mujer negra y nuestra relación con la sociedad en su conjunto examinando solo la política del racismo y del sexismo desde una perspectiva feminista. A raíz de eso, el libro evolucionó en un examen del impacto del sexismo en la mujer negra durante la esclavitud, la devaluación de la condición de mujer en el caso de las mujeres negras, el sexismo de los hombres negros, el racismo en el seno del movimiento feminista coetáneo y la implicación de las mujeres negras en el feminismo. El objetivo de este libro es ampliar el debate acerca de la naturaleza de la experiencia de la mujer negra que dio comienzo en los Estados Unidos del siglo XIX con la finalidad de superar las presunciones racistas y sexistas acerca de la mujer negra para llegar a la verdad de nuestra experiencia. Aunque el foco se pone en la mujer negra, nuestra lucha por la liberación solo tiene sentido si se enmarca en el movimiento feminista, cuyo objetivo fundamental es la liberación de todas las personas.
1
Sexismo y la experiencia de la esclavitud por parte de las mujeres negras
En un análisis retrospectivo de la experiencia de la esclavitud por parte de la mujer negra, el sexismo aparece como una fuerza tan opresora como el racismo para las vidas de las mujeres negras. El sexismo institucionalizado (es decir: el patriarcado) formó la base de la estructura social estadounidense junto con el imperialismo racial. El sexismo fue una parte integral del orden sociopolítico que los colonizadores blancos se trajeron consigo de sus patrias europeas y tuvo un profundo impacto en el destino de las mujeres negras esclavizadas. En sus primeras fases, el comercio negrero se concentró principalmente en la importación de trabajadores y el énfasis se puso en la trata de hombres negros. Una esclava negra tenía menos tanto que un esclavo negro. De media, costaba más caro comprar a un esclavo negro que a una esclava negra. La escasez de mano de obra, combinada con el número relativamente bajo de mujeres negras en las colonias estadounidenses, llevó a algunos plantadores blancos a alentar, persuadir y coaccionar a mujeres blancas inmigrantes para que mantuvieran relaciones sexuales con esclavos negros con el fin de producir mano de obra. En Maryland, en el año 1664, se aprobó la primera ley antimestizaje, cuyo objetivo era restringir las relaciones sexuales entre mujeres blancas y esclavos negros. En un fragmento del preámbulo del documento se leía:
Cualquier mujer nacida libre que contraiga matrimonio con un esclavo, a partir del último día de la presente asamblea, servirá a los amos de dicho esclavo en vida de su esposo y los frutos de dicha mujer nacida libre y así desposada serán tan esclavos como lo eran sus padres.
El caso más célebre de la época fue el de Irish Nell, una criada en régimen de servidumbre a quien Lord Baltimore vendió a un plantador sureño, que la alentó a casarse con un negro llamado Butler. Lord Baltimore, al conocer el destino de Irish Nell, quedó tan horrorizado al pensar que una mujer blanca pudiera cohabitar sexualmente con un esclavo negro, fuera bajo coacción o por elección propia, que hizo derogar la ley. El nuevo texto legal establecía que los vástagos nacidos de relaciones entre mujeres blancas y hombres negros serían libres. A medida que los esfuerzos de los indignados hombres blancos por restringir las relaciones interraciales entre hombres negros y mujeres blancas dieron su fruto, la esclava negra adquirió un nuevo estatus. Los plantadores entendieron los beneficios económicos que podía reportarles criar a esclavas negras. Los virulentos ataques a la importación de esclavos también pusieron más énfasis en fomentar la procreación de estos. A diferencia de los hijos nacidos de relaciones entre hombres negros y mujeres blancas, la prole de cualquier mujer negra, al margen de la raza del padre, se consideraría legalmente esclava y, por consiguiente, propiedad del amo al cual pertenecía la esclava. Así, a medida que el valor de mercado de las esclavas negras fue en aumento, el número de mujeres robadas o adquiridas por los traficantes esclavistas también se incrementó.
Observadores blancos de la cultura africana de los siglos XVIII y XIX quedaron estupefactos e impresionados por la subyugación de las hembras africanas a manos de los machos africanos. No estaban acostumbrados a un orden social patriarcal que exigiera a las mujeres que aceptaran no solo ocupar una posición inferior, sino además participar de manera activa en la mano de obra comunitaria. Amanda Berry Smith, una misionera negra del siglo XIX, visitó comunidades africanas e informó sobre la condición de las mujeres del continente:
Las pobres mujeres de África, como las de India, lo pasan mal. Por regla general, se ocupan de todo el trabajo duro. Tienen que cortar y transportar la leña, cargan con el agua sobre sus cabezas y siembran todo el arroz. Los hombres y los niños desbrozan y queman la maleza, con la ayuda de las mujeres, pero son ellas quienes se ocupan de sembrar el arroz y plantar la mandioca.
Es frecuente ver a un hombretón caminar por delante con solo un machete en la mano (siempre llevan un machete o una lanza) y, por detrás, a una mujer, su esposa, portando al hijo de ambos, ya crecido, a la espalda y una carga sobre la cabeza.
Por más cansada que esté, a su señor no se le ocurre llevarle una jarra con agua, para que le prepare la cena, ni batir el arroz; no, es ella quien debe hacerlo.
El hecho de que las mujeres africanas estuvieran entrenadas en el arte de la obediencia a una autoridad superior a causa de las tradiciones de su sociedad debió hacer que a los negreros se les antojaran un producto ideal para esclavizarlas. Además, como gran parte del trabajo que tenía que hacerse en las colonias estadounidenses se enmarcaba en el ámbito de la agricultura con azada, sin duda a los negreros debió de parecerles que la mujer africana, acostumbrada a desempeñar una amplia variedad de tareas en la esfera doméstica, resultaría de suma utilidad en las plantaciones estadounidenses. Así, aunque a bordo de los primeros barcos que transportaron esclavos al Nuevo Mundo solo viajaban un puñado de mujeres africanas, conforme la trata de negros cobró impulso, las mujeres acabaron por representar un tercio de los cargamentos de la mayoría de barcos negreros. Y dado que no podían ofrecer una resistencia efectiva a la captura a manos de ladrones y secuestradores, las mujeres africanas se convirtieron en dianas frecuentes de los traficantes blancos. Además, los tratantes de esclavos tenían por costumbre apresar a las mujeres importantes para la tribu, como la hija del rey, que usaban como cebo para atraer a los africanos a situaciones en las que resultaba fácil capturarlos. También hubo mujeres africanas que se vendieron como esclavas para castigarlas por incumplir las leyes tribales. Así, una mujer culpable de adulterio podía acabar vendida como esclava.
Los negreros blancos no consideraban a las africanas una amenaza; de ahí que, con frecuencia, en los barcos de esclavos las mujeres negras se transportaran sin grilletes, mientras que los hombres negros iban encadenados entre sí. Los traficantes de esclavos creían que los africanos suponían una amenaza para su seguridad, pero no temían a las africanas. Ataban a los hombres para evitar posibles amotinamientos. Y dado que los negreros temían la resistencia y las represalias a manos de los africanos, ponían toda la distancia posible a bordo entre ellos y los esclavos. Solo en relación con la esclava negra el traficante blanco ejercía libremente un poder absoluto, pues podía maltratarla y explotarla sin temor a represalias. Las esclavas negras que se movían con libertad por las cubiertas de los barcos eran una diana fácil para cualquier hombre blanco a quien le apeteciera atormentarlas o abusar de ellas físicamente. En un principio, a todos los esclavos a bordo del barco se los marcaba con un hierro candente. Y los negreros empleaban un látigo de nueve ramales para azotar a los africanos que gritaban de dolor o se resistían a tal tortura. A las mujeres se las fustigaba con brutalidad por llorar y gritar. Les desgarraban la ropa y las flagelaban en todas las partes del cuerpo. Ruth y Jacob Weldon, una pareja africana que experimentó los horrores del transporte de esclavos, vieron a «madres con hijos de pecho marcadas y fustigadas con tal brutalidad que pareciera que el mismísimo cielo tuviera que castigar a sus infernales torturadores con el destino funesto que tanto merecían». Una vez marcados, se despojaba a todos los esclavos de sus ropas. La desnudez de las mujeres africanas servía de recordatorio constante de su vulnerabilidad sexual. La violación era un método de tortura habitual que los negreros utilizaban para subyugar a las mujeres negras rebeldes. La amenaza de la violación o de cualquier otro escarmiento físico inspiraba terror en las psiques de las africanas desplazadas. Robert Shufeldt, un observador de la trata de esclavos, documentó la prevalencia de la violación en los barcos negreros. En palabras de Shufeldt: «En aquel entonces, muchas negras desembarcaban en nuestras orillas preñadas de alguno de los demoníacos tripulantes que las habían conducido hasta allí».
Muchas mujeres africanas estaban embarazadas antes de ser capturadas o adquiridas. Y se las forzaba a soportar el embarazo sin preocuparse de su dieta, sin hacer ejercicio y sin asistencia en el parto. En sus comunidades, las africanas estaban acostumbradas a recibir cuidados y mimos durante la gestación; de ahí que la naturaleza bárbara del alumbramiento a bordo de los barcos negreros fuera tanto físicamente dolorosa como psicológicamente desmoralizante. Los registros históricos consignan que el barco negrero estadounidense Pongas transportaba 250 mujeres, muchas de ellas embarazadas, hacinadas en un compartimento de 1,80 por 5,40 metros. La mujeres que sobrevivieron a la fases iniciales del embarazo dieron a luz a bordo, con el cuerpo expuesto a un sol abrasador o a un frío gélido. Nunca sabremos el número de mujeres negras fallecidas durante el parto ni el número de mortinatos. Las mujeres negras que viajaban a bordo de los barcos negreros con niños eran ridiculizadas, vilipendiadas y tratadas con desdén por la tripulación. A menudo, los negreros maltrataban a los niños solo para ver la angustia de sus madres. En su relato personal de la vida a bordo de un barco negrero, los Weldon explicaban un episodio en el que a un niño de nueve meses lo fustigaban continuamente por negarse a comer. Al comprobar que los latigazos no servían de nada, el capitán ordenó que lo metieran con los pies por delante en un caldero de agua hirviendo. Tras probar otros métodos de tortura sin éxito, el capitán lo arrojó al suelo y le provocó la muerte. No satisfecho con aquel acto sádico, le ordenó a la madre que lanzara el cuerpo del pequeño por la borda. La madre se negó y fue flagelada hasta que lo hizo.
Las experiencias traumáticas de las mujeres y los hombres negros a bordo de los barcos negreros solo fueron las fases preliminares de un proceso de adoctrinamiento que transformaría al ser humano africano libre en un esclavo. Una parte importante del trabajo del negrero consistía en transformar la personalidad africana a bordo de los barcos para poder vender el cargamento como esclavos «dóciles» en las colonias estadounidenses. Había que doblegar el espíritu orgulloso, arrogante e independiente de la población africana para someterla a lo que los colonos blancos consideraban un comportamiento adecuado de los esclavos. Un aspecto crucial en la preparación de los africanos para el mercado negrero era la aniquilación de la dignidad humana, la supresión de los nombres y el estatus, la dispersión de los grupos para que no existiera un idioma común y la eliminación de cualquier otro indicio claro de legado africano. Los métodos que utilizaron los negreros para deshumanizar a mujeres y hombres africanos incluyeron torturas y castigos diversos. Un esclavo podía ser apalizado por cantar una canción triste. Y si lo consideraba oportuno, el negrero podía matar brutalmente a un esclavo para inspirar terror en los espectadores encadenados. Estos métodos de amedrentamiento consiguieron obligar a los africanos a reprimir la conciencia de sí mismos como un pueblo libre y a adoptar la identidad esclava que se les impuso. Los negreros dejaron por escrito en sus cuadernos de bitácora que trataban con crueldad y sadismo a los africanos a bordo de los barcos de esclavos para «someterlos» o «domesticarlos». Las africanas se llevaron la peor parte de aquel trato brutal e intimidatorio masivo no solo porque se las podía victimizar a través de su sexualidad, sino también porque era más probable que trabajaran en el entorno íntimo de la familia blanca que los hombres negros. Puesto que el negrero contemplaba a la mujer negra como una cocinera, una nodriza o una criada comercializable, era fundamental que estuviera tan absolutamente aterrorizada que se sometiera con actitud pasiva a la voluntad de su amo y su ama blancos, así como a la de la prole de estos. Para poder vender su producto, el negrero tenía que asegurarse de que ninguna criada negra rebelde envenenara a una familia, matara a los niños, prendiera fuego a la casa u opusiera resistencia en modo alguno. Y la única garantía que podía aportar se basaba en su capacidad para amansar a los esclavos. Sin lugar a duda, la experiencia en el barco negrero tenía un impacto psicológico tremendo en las psiques de las mujeres y los hombres negros. El trayecto de África a Estados Unidos era tan espeluznante que solo quienes conseguían mantener las ganas de vivir pese a las angustiosas condiciones sobrevivían. Los blancos que observaban a los esclavos africanos desembarcar en las orillas de los Estados Unidos apreciaban que parecían alegres y felices, y pensaban que dicha felicidad se debía a la alegría de haber llegado a tierras cristianas. Sin embargo, lo único que expresaban los esclavos era alivio. Pensaban que lo que les deparaba el destino en las colonias estadounidenses no podía ser tan atroz como la experiencia a bordo del barco negrero.
Por tradición, los expertos han recalcado el impacto que la esclavitud tuvo en la conciencia del hombre negro, alegando que los hombres negros, más que las mujeres negras, fueron las «verdaderas» víctimas de la esclavitud. Sociólogos e historiadores machistas han inculcado en la opinión pública estadounidense la idea de que la repercusión más cruel y deshumanizadora de la esclavitud en las vidas de la población negra consistió en despojar a los hombres negros de su masculinidad, lo que, según argumentan, conllevó la disolución y la alteración generalizada de toda estructura familiar negra. Los eruditos han añadido que, al no permitir a los hombres negros asumir su papel tradicional de patriarcas, los hombres blancos los castraron y los redujeron a un estado afeminado. Tal afirmación lleva implícita la presunción de que lo peor que le puede pasar a un hombre es asumir el estatus social de una mujer. Insinuar que la deshumanización de los hombres negros se debió exclusivamente a negarles su papel de patriarcas implica que para tener un concepto positivo de sí mismos los hombres negros tenían que subyugar a las mujeres negras, una idea que únicamente sirve para apuntalar un orden social sexista. A los hombres negros esclavizados se los despojó del estatus de patriarcas que había caracterizado su situación social en África, pero no se les arrebató su masculinidad. Pese a todos los debates populares que afirman que a los hombres negros se los castró figuradamente, a lo largo de la historia de la esclavitud en Estados Unidos a los hombres esclavos se les permitió mantener una cierta semblanza del rol masculino definido por la sociedad. Tanto en la época colonial como en el mundo contemporáneo, la masculinidad implicaba poseer atributos como fuerza, virilidad, vigor y capacidad física. Era precisamente esa «masculinidad» del hombre africano lo que primaban los negreros. Los hombres africanos jóvenes, fuertes y sanos eran su principal objetivo, porque precisamente lo que le reportaba mayor rentabilidad por su inversión era la venta de africanos viriles que pudieran emplearse como mano de obra. El hecho de que las personas blancas reconocieran la «masculinidad» del hombre negro queda demostrado en las tareas asignadas a la mayoría de los esclavos negros. Ningún registro histórico indica la cantidad de esclavos negros a quienes se obligó a desempeñar papeles por tradición realizados exclusivamente por mujeres. Sí existen, en cambio, evidencias de lo contrario, las cuales documentan el hecho de que muchos africanos esclavizados se negaban a realizar muchas tareas porque las consideraban trabajo «de mujeres». Si a las mujeres y a los hombres blancos les hubiera obsesionado de verdad la idea de destruir la masculinidad negra, podrían haber castrado físicamente a todos los hombres negros a bordo de los barcos negreros o haberlos obligado a ponerse ropa «femenina» o a desempeñar tareas consideradas «de mujeres». Los amos de esclavos blancos eran ambivalentes en su trato del hombre negro, porque, mientras que por un lado aprovechaban su masculinidad, por el otro institucionalizaron medidas para mantener dicha masculinidad bajo control. Sí hubo algunos hombres negros a quienes castraron sus amos o turbas, pero el objetivo de tales actos solía ser dar ejemplo a otros esclavos para que no se resistieran a la autoridad blanca. Incluso aunque los hombres negros esclavizados hubieran logrado conservar íntegro su estatus patriarcal en relación con las mujeres negras esclavizadas, ello no habría hecho que la realidad de la vida esclava resultara más tolerable, menos brutal o menos deshumanizadora.