Kitabı oku: «Стервятники «Флориды» / Los Caranchos de la Florida. Книга для чтения на испанском языке», sayfa 3

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Mosca extiende el mazo sobre el suelo con una minuciosidad meticulosa, y luego, en cuclillas, se pone a liar un cigarrillo negro. Todo el aspecto simiesco de su persona resalta en aquella postura que parece serle muy cómoda y muy descansada, y el hombre sonríe, mirando a don Panchito, con una sonrisa canallesca, cargada de malicia.

– ¿Qué tal? – pregunta don Panchito, nervioso, por decir algo.

– Ya lo ves – responde Mosca, sonriente, encendiendo su cigarrillo con la chispa de un viejo yesquero de cola de mulita – . Ya lo ves, pitando.

Don Panchito, pálido de rabia y de sorpresa, avanza un paso.

– ¿Qué decís?

Pero Mosca no repara ni en la pregunta ni en la actitud del joven, y agrega con aire picaresco:

– ¿A que no convidas con un mate?

Don Panchito, fuera de sí, vomitando un insulto, va a lanzarse sobre aquel atrevido, pero Bibiano lo contiene sujetándolo por el saco.

– Déjelo don Panchito. No li haga caso. Mire que es loco; mire que nadies li hace caso porque es loco.

– ¿Loco? – y el joven, con un tirón brusco, se desprende de las manos del muchacho – . ¿Loco? ¡yo le voy a quitar las locuras a patadas a este trompeta!

Y al ver los ojos saltones y turbios de don Panchito, y la palidez de su rostro, se creería que él es el loco, y no el otro que está tranquilo en cuclillas.

– ¡Te voy a romper el alma!

– ¡Déjelo , don Panchito! ¡no li haga caso!

En ese momento se oyen los pasos precipitados de un caballo, y aparece bruscamente, apartando las ramas de los sauces que quieren latiguearle el rostro, don Pancho, jinete en su tostado brioso y grandote, en su tostado cubierto de sudor y salpicado de lama hasta las crines.

– ¡Hola! – exclama.

Y en seguida, reparando en el visible trastorno de su hijo:

– ¿Qué hay? ¿qué pasa?

Don Panchito, fingiendo indiferencia, se propone explicar el caso:

– Nada; que este atorrante – y señala a Mosca que con aspecto azorado se ha puesto de pie – que este atorrante me ha faltado al…

– ¡Ahijuna! – y la interjección del patrón se mezcla con el bufido del caballo fogoso al contraerse en el salto, y con el chasquido de un lonjazo sobre las greñas de Mosca, que tambalea y que cae – . ¡Toma, pa que aprendas!

Don Pancho contiene al tostado que, enardecido por la atropellada, se abalanza y resbala sobre el fango. Mosca se levanta aturdido, mostrando en el labio inferior una gran desgarradura sangrienta.

Padre e hijo lo contemplan en silencio por espacio de algunos segundos; pero, cuando él torna a sonreir con su eterna sonrisa, don Pancho dice, también risueño:

– ¡Es un animal! ¡es un loco! No le hagas caso.

Y ambos toman el camino de la estancia, seguidos por el muchacho que lleva el mate en la mano.

IV

Acaba de anochecer y en la vieja cocina, con piso de tierra endurecida, los peones de la estancia vanse agrupando en torno del fogón ahumado, en torno de aquel fogón que se abre en la pared y en el cual una olla enorme y ventruda, una olla de tres patas, canta sobre la lumbre su eterna canción nostálgica.

Como siempre, el espectáculo del atardecer ha derramado en el espíritu de aquellos hombres, fatigados por la ruda labor de muchas horas, una sombra tenue de tristeza, una sombra de infinita melancolía, que los mantiene serios y meditativos, rumiando allá, en las profundidades del cerebro inculto, quién sabe qué extravagantes absurdos filosóficos.

Muy pocos son los que hablan, y los que lo hacen tienen palabras lentas, palabras que vuelan a flor de tierra, como pájaros nocturnos que tuvieran las alas húmedas.

Los que están en cabeza miran el fuego con obsesión bovina, y los que tienen sombrero puesto, que son los más, se cubren los ojos con él y contemplan el suelo, pensativos.

La vieja Laura, que ha estado removiendo cacerolas allá, en un rincón obscuro, se acerca al grupo compacto y dice con voz malhumorada:

– A ver, cabayeros, háganse a un lao, que tengo que poner la carne.

Algunos refunfuñan algo, pero todos apartan sus bancos de madera; y la vieja, después de retirar la olla con un gemido de esfuerzo, echa sobre las brasas un gran montón de ramas de duraznillo seco, de ramas que arden al momento, con hermosísima llama.

– Ta linda la leña – murmura uno.

– ¡Ah, ah! Enciende lo mesmo que si juera yesca – aprueba Cosme, el capataz de la estancia, echándose el sombrero a la nuca al recibir de manos del mensual de campo el mate que le alcanza.

Cosme es un gaucho alto y huesudo, un gaucho de aspecto taimado, a quien un homicidio alevoso llevó a la cárcel seis años atrás, y a quien don Pancho consiguió el indulto para traerlo consigo y convertirlo en su hombre de confianza.

Cosme mató de una puñalada a un pobre vasco en la pulpería de San Luis, y ese hecho, que no fué una hazaña, le ha valido, sin embargo, el prestigio de hombre bravo, de que goza en el partido.

– Traiga, doña Laura, yo se lo ensarto.

– Güeno, hágame el favor. Estoy tan vieja que no voy pudiendo ya con mis güesos.

Y Laura, con un pañuelo amarillento amarrado a la cabeza y su eterna lágrima en el ojo ausente, presenta a Cosme el asador engrasado y lustroso, y la media res de capón, gorda y carnuda, que la vence con el peso.

– ¡Pucha! que ha charquiao lindo el cuarto, doña Laura. Parece que lo hubieran agarrao los chimangos.

– ¿Y qué quiere, don Cosme? El cuchillo no corta ni agua…

– ¿Por qué no lo afila, pué?

– ¿Sí? Ustedes me han tirao la piedra, quién sabe ande. Hace una punta de días que no l' hayo.

– ¿Por qué no le pide otra al patrón?

– ¡Ah, ah, eso es! – exclama la vieja con sorna, y todos se ríen pensando en el escándalo que armaría don Pancho al saber que la piedra se había perdido. Porque el patrón de La Florida tiene entre los gauchos fama de avaro, de agarrado, y porque, por más que Cosme ande siempre haciendo protestas de su afecto para con él, y enumerando los sacrificios de que sería capaz para mostrarle su reconocimiento, no pierde oportunidad de hacer chascarrillos a costa de lo que él considera una de las tantas debilidades de su protector.

El capataz dispone cuidadosamente la carne y clava el asador ante la llama, que alza crepitantes sus largas lenguas amarillas.

– Hoy nos vamos a ensebar el pico, señores – dice al sentarse de nuevo, y limpiándose los dedos engrasados en la capellada de sus botas fuertes – . Hoy ha carniao gordo Domingo.

El aludido, un muchacho flaco y paliducho, a quien la barba renegrida y ensortijada hace parecer más macilento todavía, explica lentamente:

– ¡E verdá! El patrón me encargó que carniara gordo. Agarré un capón como un toro. Debe ser pa brindarlo al hijo…

– ¡Ah, ah! Sería mejor que carniáramos ansina siempre – murmura Cosme pensativo – . El patrón pa hacer l' economía nos hace comer usamentas, y mientras tanto, toditos los vecinos carnean gordo de lo nuestro. Ayer no más, a boca e noche, hayé en la rinconada e los Alamos la panza de uno que habían carniao recientito. Ni se lo dije al patrón ¿pa qué? ¡Hombre caprichoso! Si él permitiera que carniáramos ajeno, sería otra cosa. Hoy por mí, y mañana por vos, como dice el refrán. Pero ¡qué diantre! él no quiere…

En ese momento entra en la cocina Bibiano, que trae unos bozales, y el capataz se vuelve hacia él para preguntarle:

– Che, chiquilín; ¿dentraste el recao del patrón?

– Sí, seor, sí – se apresura a contestar Bibiano, diligente.

– ¿Y el otro, el del patrón chico?

– También lo guardó don Panchito mesmo.

– Güeno, no te olvides de los almohadones del breque.

– No, seor, no.

Transcurren algunos segundos de silencio, durante los cuales no se oye otro rumor que el que produce la llama al retorcerse tratando de alcanzar al asador, sobre cuyos bordes la grasa comienza a achicharrarse y a destilar ardientes gotitas cristalinas.

– ¿Dónde está Mosca? – pregunta de repente el capataz.

– ¿Mosca… Mosca? ¿No está ahí ajuera?

– No sé… Dicen que hoy el patrón lo retó fiero. ¿No, doña Laura?…

La vieja se acerca al grupo presurosa; y limpiándose las manos en el delantal dice con voz misteriosa y muchos aspavientos:

– El patrón le pegó un lazazo… ¡pobrecita alma e Dios! Y entoavía, en vez de enojarse, se ráiba el disgraciao.

– ¡Ah, ah!

Y todos los circunstantes alargan el pescuezo, con la curiosidad más ansiosa.

– Sí – prosigue la vieja, dándose un golpe en las polleras y cayendo en cuclillas tan instantáneamente como si hubiese golpeado un resorte – . Sí; el chico, mijo, lo vido y me lo contó todo. Parece quel loco le faltó en algo a don Panchito, y entonces el patrón lo castigó con el rebenque, y lo pisotió con el caballo.

Todos se quedan por un momento pensativos, hasta que al cabo Bibiano dice con su vocecita aflautada de muchacho:

– Lo atropelló con el tostao, don Pancho. Yo le vide; jué en la costa e la laguna.

– ¿Vos lo vistes?

Y el capataz vuelve hacia el chico sus ojos atravesados, aquellos ojos obscuros que nunca miran de frente.

– Sí, seor, yo lo vide.

– ¡Chá, qué hombre! ¡Siempre el mesmo! ¡El patrón va acabar mal, amigo!

Y el gaucho se pasa la mano por la frente, como si quisiera apartar de su cerebro algún pensamiento ingrato.

El, como todos aquellos hombres, tiene guardado en el corazón el recuerdo amargo de alguna gran injusticia, de algún ultraje sangriento, cuya memoria acude a la mente cada vez que el patrón ejerce una nueva violencia con alguno.

¡Oh, las que aquel hombre les ha hecho! Don Pancho olvida al momento sus excesos, pero ellos no, no pueden olvidarlos nunca, los tienen enquistados en el corazón y en el cerebro, como gusanos malditos!

– ¿Y qué tal el hijo? Yo no lo he hablao entoavía. Debe de ser orgulloso ¿no?

Y el capataz mira a la vieja, deseoso de saber algo sobre aquel nuevo patrón que les ha caído del cielo y que es todavía para todos como un misterio preñado de amenazas.

Laura, enjugando su ojo sano, su ojo al que el humo del duraznillo llena de lágrimas a cada instante, responde con calor:

– ¿Orgulloso el patroncito? ¡De ande, hombre! Don Panchito no se parece en nada al padre. Don Panchito es un güen mozo, blanco, con ojos azules. Don Panchito es…

– El patrón tamién es güen mozo, pero…

– Pero ¿qué?

– ¡Pero el diablo que lo entienda!

Todos ríen de la salida del gaucho, y la vieja Laura prosigue con cierta melancolía:

– Es lo más parecido a la finadita, que Dios tenga en su santa gloria. Los mesmos ojos, el mesmo pelo. Acuerdensén que yo lo vide nacer y que lo he tenido en mis brazos.

Hay una breve pausa, que interrumpe el mensual de campo para decir insinuante:

– A mí me gusta más don Eduardito, el del Cardón. Ahí tienen un hombre gaucho, un hombre güeno con los pobres, y que no li hace asco a ningún animal, por bellaco que sea.

La vieja torna a hurgarse el ojo con el pañuelo, y pregunta con sorna:

– Sí, y chupador, y corsario pa las mujeres ¿no?

– ¿Y diay? ¿pa qué es hombre, pué?

Y todos se ríen de la vieja, que se finge escandalizada por aquella opinión libertina, tan difundida, sin embargo, entre los hombres del campo.

– Don Panchito – rezonga Laura – , don Panchito debe de ser mucho más formal y más hombre que don Eduardo. A don Eduardo naides lo rispeta.

– ¿Quién liá dicho eso?

– ¡Bah! ¡tantas veces les oído ráirse a ustedes mesmos d’ él!

El capataz se pone serio y replica:

– Nosotros nos ráimos a veces, es cierto, pero no por faltarle en nada. Nos ráimos porque don Eduardito tiene cada ocurrencia…

En ese momento entra Mosca en la cocina, y arrastrando los pies mugrientos va a colgar su machete en un rincón.

– ¡Güeñas!

– Güeñas noches, don Mosca; ¿qué dice?

El loco no responde y viene a sentarse entre el grupo, que se abre para hacerle lugar.

– ¿Qué tal? – insiste el capataz con voz lenta, y Mosca, sonriendo en silencio, menea la cabeza greñuda y muestra el labio tumefacto a consecuencia del golpe.

– ¿Qué tiene ahí? – le pregunta uno con fingida inocencia – . ¿Se ha cortáo con la paja?

Mosca, siempre sonriente, hace un gesto negativo.

–¿Y entonce?

– El patrón… ¡chas, chas, chas! – y el infeliz levanta y baja repetidas veces la mano negra, su mano callosa y llena de ataduras.

– ¿Lo castigó?

– Sí, pué – y Mosca, mirando al suelo pensativo, se ríe otra vez, con su risa nerviosa, que hace daño.

Todos le miran en silencio; y en el ambiente ahumado de la cocina flota por un momento una nube de trágica tristeza, de tristeza que acentúa el cuzcuz nostálgico y lejano del pájaro nocturno y el eterno chirriar de los insectos.

– ¡Qué le vamos hacer, hombre! ¡Qué le vamos hacer!

– ¿Y el hijo? – pregunta el vasco alambrador – . ¿y el hijo sabrá ya ande el padre tiene la nidada?

– ¿La nidada? ¡Ah, sí! No, entoavía no debe de saber – responde Cosme, sonriendo con malicia – ; pero que ni se le ocurra rumbiar pá yá… ¡Güeña se armaría! ¡Güeño es don Pancho pá esas cosas!

La vieja interviene entonces con viveza:

– ¿Y diay?… ¿y diay? ¿acaso no sería mejor que un mozo como don Panchito… y no un viejo como el patrón…

– …se coma la carne ¿no? – pregunta, riendo, el mensual de campo.

– Callesé, zafao – responde la vieja riendo – ; Callesé; yo no digo eso, pero me parece que la señorita es más al propósito pal hijo que don Pancho.

– Sí, a la verdad; pero, doña Laura, a mí me parece que, si el patrón chico es como el patrón viejo, las cosas van a andar muy mal.

– Mal ¿por qué? – replica entonces Laura – . Don Panchito es güeno y sabrá lidiar con el padre ¡caramba! Yo no creo, tampoco, quel patrón quiera tratarlo a rigor como a todos; yo creo…

Al llegar aquí, una carcajada burlona de Mosca interrumpe las consideraciones de la vieja.

– ¿De qué se rái, hombre? – y todos vuelven la vista hacia el loco, que, entretenido en sobarse los muslos y con la cara llena de risa, responde:

– Me río… me río… ¡don Panchito güeno!

¡Es mucho más pior quel patrón! Al patrón lo apodan el Carancho en el pueblo, y el hijo es otro carancho; tenemos aura dos caranchos en La Florida. ¡Se van a sacar los ojos!…

Y el loco torna a reir, mirando con sus ojos vagos a los circunstantes, que se han quedado en silencio.

En ese momento entra Bibiano en la cocina, Bibiano que trae del comedor una gran fuente de hierro enlozado y que al depositarla sobre la mesa exclama con un suspiro:

– ¡La pucha! ¡como están alegando los patrones!

– ¡Ah! ¿sí?

Y el aire de la noche trae, amortiguado por la distancia, hasta el oído de los peones, el rumor de dos voces que discuten.

V

La tarde declina sofocante y pesada como una atmósfera de horno. Ni el más leve soplo agita las ramas erguidas de los duraznillos o riza la superficie de los bañados dormidos, donde el fango se grieta bajo el sol implacable. Nubes de sabandija bordean en el ambiente caldeado, y la maciega corrompida por la humedad y el calor exhala hedores de ciénaga.

Una gran tormenta, una tormenta enorme, llena todo el oeste y avanza sobre la línea difusa del horizonte sus crestas azules de cordillera lejana. Se diría que el peso de aquella sombra, en vez de aplacarlo, irrita al calor hasta el punto de hacer el ambiente irrespirable.

Eduardito vuelve borracho de la pulpería de San Luis, y su caballo tubiano, cubierto de sudor, resopla anheloso galopando por el ancho camino reseco, cuyo polvo, al mezclarse con la humedad de la bestia, forma en las patas largas chorreaduras mugrientas.

Eduardito vuelve borracho pero contento, y la prueba de ello es que juega con su caballo sin observar que el animal se sofoca bajo aquel ambiente de fuego. Las espuelas nazarenas han picoteado la cincha y teñido de rosa la blancura del vientre, mientras que el bocado, al lastimar los asientos, en los tirones brutales de la mano de hierro, torna roja la espuma que llena la boca. Eduardito, con el chambergo echado a la nuca y fuera los pies de los estribos de plata, cierra las piernas al tubiano, que gime en una atropellada salvaje para ir a rayar en seguida, sofrenado por la mano del taozo que ríe a carcajadas. Una nube de jejenes hambrientos aureola la cabeza del jinete, y otra nube menos densa, pero más temible, de tábanos y de moscas bravas, ataca al caballo, que escarcea con rabia y se castiga la grupa con la cola nerviosa. A poco andar, Eduardito observa que el recado está flojo y que la cincha se corre a las verijas; entonces detiene al animal y desmonta a la orilla del camino. La tormenta continúa su avance sobre la inmensidad del poniente, y sus grandes crestas obscuras, festoneadas por una franja de bronce, van encontrándose ya con el sol que desciende.

Eduardito, que ha desatado el cinchón, aflojado la cincha y corrido un poco el apero hacia la cruz del lomo, siente que sus piernas flaquean, que una pereza enorme invade todo su ser, y entonces, sin ajustar de nuevo el recado, apoya ambos brazos sobre el caballo y se queda mirando el horizonte.

El tubiano, con la cabeza gacha, respira pesadamente como una oveja cansada. Bajo la cincha, bajo las cabezadas del freno, bajo la cogotera del bozal, en cualquier parte, en fin, donde hay un roce, por pequeño que sea, el sudor del caballo ha trazado un surco blanco de espuma. La combustión de la sangre del hombre y de la bestia exhalan un hálito bravío, que atrae como imán irresistible al enjambre zumbador de los tábanos, de las moscas y de los jejenes.

Eduardito contempla la tormenta deseándola, y espanta la sabandija con el movimiento inconsciente de su mano de ebrio, mientras el caballo, enloquecido por el aguijón implacable de los tábanos, cuyas alas de mica van formando constelaciones sobre la tabla del pescuezo y sobre los encuentros sudados, hace retemblar el suelo bajo los golpes nerviosos de sus patas, corta el aire con el azote silbante de su cola, o bien, bajando la fina cabeza cargada de argollas y de trenzas, la restriega desesperado contra sus manos de gama.

– ¡Ingo! – y Eduardito, agregando una guarangada, dobla los cojinillos sobre los bastos y tomando el correón ajusta nuevamente la cincha con un par de tirones tan bárbaros, que hacen gemir al caballo, al que por poco no se echa encima.

– Bueno, entonces vamos a pegarle – dice; pero, al inclinarse para recoger el cinchón que se ha caído, oye el rumor de un galope apresurado y cercano, que le obliga a volverse y a mirar al camino – . ¿Quién es? – murmura observando con los párpados entornados un jinete que se aproxima al galope largo de un caballo gateado – . ¿Será mi primo? ¡La pucha! ¡parece un inglés! ¡parece un inglés por la cara!

Don Panchito sofrena a veinte pasos y se acerca despacio. Eduardito, con el disimulo cauto del gaucho, lo mira de reojo ajustando el cinchón.

– Buenas tardes.

– Buenas, amigo.

Y con la mano izquierda en la cadera, apoya a derecha en la cabezada del recado y trata de borrar de sus labios una sonrisa que vaga retozona.

– ¿Voy bien así para San Luis? ¿quiere decirme?

– ¡Ah, ah!… derechito no más…

– ¡Bueno, gracias, adiós!

Y don Panchito se dispone a continuar su сamino, pero el otro exclama:

– Che, che… pero… pero ¿no me conoces?

– Yo no… ¿quién es usted?

Y don Panchito enarca las cejas curioso y desconfiado.

– ¡Soy Eduardo Suárez!

– ¡Eduardito! – grita entonces el joven, dejándose caer del caballo que pega una espantada y casi le arranca el cabestro de la mano – . ¡Ingo!… pero ¿sos vos, hermano?

Y don Panchito, con su cara agridulce toda descompuesta por la emoción, se lanza sobre su robusto primo y lo palmea y lo abraza con transporte.

Eduardito ríe a carcajadas y se tambalea ante aquel vendaval de caricias, repitiendo todo baboso:

– ¡El mesmo! ¡Sí, pué! ¡el mesmo!

– ¿Para dónde vas? ¡Pucha que estás grandote!

– ¡Vos estás hecho un hombre! Lástima que te afeités… Vengo de San Luis… voy pá la estancia… se viene el agua…

– ¡Es verdad! Yo iba a San Luis a busca unos tornillos para el molino que se há descompuesto…

– ¡Te va a agarrar el agua!

Y Eduardito se ríe satisfecho, mirando a su primo tan elegante y tan correcto bajo su traje de montar, y aquel caballo tan bien ensillado; tan gauchito que no parece el de un cajetilla.

– ¡Ta lindo el gatiao, hermano! ¿Y el viejo?

– Está bien, gracias; está bien.

– ¿No se han peliao entodavía?

– ¡No, hombre! ¿por qué?

Y don Panchito hace un gesto escandalizado.

En ese momento retumba un trueno, lejano y breve como un cañonazo.

– ¡A la pucha! – exclaman los dos a un tiempo, y se apresuran a montar a caballo.

Eduardito pisa lentamente en el estribo y luego bolea la pierna con la agilidad de la costumbre. Don Panchito mancorna su caballo, que es ligero para subir, y lo monta sin usar de los estribos.

– ¡Ah, criollazo, nariz de pato!

– ¡Qué querés, así somos los puebleros!

– Me imagino que no irás aura pa San Luis. Se viene l' agua.

– No – responde don Panchito – ; es muy tarde ya, iré mañana…

Y ambos jinetes parten al galope, vuelta la espalda a la tormenta, que avanza hacia el cénit con prodigiosa rapidez.

– ¡Vamos a tener agua!

– Sí, así parece…

– Estaba haciendo falta la lluvia.

– Sí…

El caballo de Eduardito está más liviano que el de su primo y tiene el galope más largo, de manera que el mozo lo lleva levantado para no adelantarse, por más que, por su vieja costumbre gaucha, lo vaya tocando con su lujoso rebenque.

El camino reseco y sonoro, encerrado por ancha calle de alambre, está interrumpido de trecho en trecho por carcavuezales y esas hondas encajaduras que atestiguan la odisea de las tropas de hacienda y de los carros de carga en los días lluviosos del invierno.

Don Panchito sujeta su caballo cada vez que se encuentra con un obstáculo de esa naturaleza, y Eduardito lo imita, en un principio; pero, a medida que la noche y la tormenta avanzan, la marcha se va haciendo más apresurada, hasta que por último ambos hacen galopar sus caballos sin reparo sobre los pantanos secos, en cuyo centro un resto de fango putrefacto se señala como un ojo negro, y sobre el tejido inextricable de pozos y de zanjas que han marcado en ellos las ruedas de los carros.

Como su jinete ya no lo levanta, el tubiano ha tendido su galope y marcha como una veintena de metros adelante.

Eduardito se tambalea de cuando en cuando sobre el recado, pero es un bamboleo de busto; las piernas se mantienen tan inmóviles, gracias a la flexibilidad de la cintura, como si formaran parte integrante del apero.

– ¿Te venís pá El Cardón?

– No, hermano, mañana; otro día será…

– ¡Sos un chancho!

– No, hermano – y don Panchito se ríe – ; no, el viejo me está esperando.

– Te va agarrar el agua…

– No me parece.

Eduardito abre la tranquera de rienda, empujándola con el encuentro de su caballo, y entran en La Florida.

La tormenta está ya sobre sus cabezas y comienza a oirse un rumor imponente y sordo, un rumor semejante al que produce una disparada de yeguas en el campo.

Las crestas blanquecinas, plomizas, han aprisionado al sol, y allá, en la base de la tormenta, de un azul obscuro amenazante, relámpagos lívidos, perpendiculares se precipitan en sucesión vertiginosa.

– ¿Entonces, vas a ir a verme?

– Sí, hermano, mañana mismo. Tengo muchas ganas de conversar con vos.

– Yo también; pero, decime, decime ¿es cierto que te vas a establecer aquí?

– ¡Sí; vas a ver como voy a poner la estancia! Vamos a sembrar alfalfa, vamos…

En ese momento estalla un trueno formidable que hace amusgar las orejas a los caballos y que interrumpe a don Panchito en medio de su charla.

– Bueno, bueno, me alegro. Ándate, que se viene el agua. No te vayas a perder… Mira; mejor es que cortés aquí derecho – y Eduardito señala hacia el pampero – . Aquí derecho, ande se ven esas vacas, vas a encontrar el abra del fachinal.

– Sí, sí; hasta mañana, entonces.

– ¡Hasta mañana, Panchito! ¡Tené cuidao con el barro blanco!

– ¡Oh, sí!

Y ambos jóvenes, tomando rumbos opuestos, se alejan a gran galope, mientras la tormenta hace rodar sobre sus cabezas un trueno continuo, interminable, y mientras el espacio se va obscureciendo, preñado de amenazas.

Don Panchito corta campo, galopando por terrenos bajos, fangosos, y mira fijamente la extensa barrera del fachinal amarillento, que cierra ahora el horizonte y cuya abra no alcanza a distinguir de ningún modo.

Hay agua sobre el pasto corto y marchito, y en algunas partes el caballo hace salpicar una verdadera lluvia sobre el jinete, que se alza en los estribos, tratando de orientarse.

El duraznillo, mezclado con los juncos y con la paja, forma como un bosque impenetrable, y es tan alto que, aunque don Panchito se alza sobre el caballo, no alcanza a mirar al otro lado.

Después de vacilar un momento, el joven se pone a costear el fachinal.

– ¡En alguna parte debe estar la salida!

Y don Panchito hace galopar nuevamente su caballo en aquel terreno, fangoso en unos sitios, en otros seco.

– Debe ser por aquí. Es una abra, el barro está seco, hay pisadas de vacas…

El caballo se niega, pero don Panchito lo decide a avanzar con un par de sonoros lonjazos, cuyo ruido le devuelve el eco a la distancia.

De pronto el gateado se hunde de manos hasta las rodillas; quiere saltar, pero, como las patas no encuentran apoyo, tras un instante de lucha se queda inmóvil, jadeante, hundido hasta los encuentros en el lodo blanquizco. Don Panchito no pierde el tino; con los ojos brillantes y ligeramente pálido, recoge las piernas, se pone de pie sobre el recado, y dando un salto va a caer fuera del radio peligroso, con el cabestro en la mano.

El gateado resopla ruidosamente y se queja de cuando en cuando con un gemido de angustia. La superficie de aquel pantano aparece a la vista tan seca, tan lisa, tan consistente, como la de un viejo camino suburbano. Sin embargo, el caballo está hundido allí, como en un agujero, hasta el borde inferior de la carona, y tiene la cola extendida al nivel del anca, como si aquella superficie fuera consistente.

– ¡Ingo!

El gateado hace un esfuerzo inútil y vuelve a gemir con desaliento. Don Panchito dirige una mirada en torno suyo, una mirada de rabia y de impotencia, y luego, tomando con ambas manos el cabestro, tira con todas sus fuerzas.

– ¡Ingo! ¡Vamos! ¡Ingo!

El caballo alarga el pescuezo, sacude la cabeza furiosamente, y por último, tras algunos esfuerzos desesperados, logra zafarse, gracias al apoyo del cabestro, y emerge del pantano casi arrastrándose, blanco de barro y todo tembloroso.

– ¡Mancarrón trompeta!

Don Panchito se alegra de haber estado solo en aquel trance ridículo, y volviendo a montar se interna en el duraznillo compacto, que oculta al hombre y a la bestia por completo.

A poco andar, el joven se convence de que ha errado el paso; pero no quiere volverse atrás, y continúa su marcha.

El duraznillar se presenta cada vez más denso. Hay troncos gruesos y elásticos que se empeñan en retener al caballo y que obligan al jinete a echar las piernas hacia atrás para no ser arrancado del apero.

Los duraznillos pequeños y los que tronchan sus patas arañan el vientre del caballo, que quiere apresurarse; pero don Panchito lo contiene, sintiendo que sus piernas se cansan de aquel esfuerzo constante y cada vez más necesario.

En algunas partes el terreno se vuelve blando y fangoso; en otras, el caballo chapotea agua, un agua estancada y tibia que cubre por completo el pasto amarillento, ese pasto corto y compacto en el cual los comederos de las nutrias se señalan con grandes manchas color siena.

La temperatura se hace cada vez más sofocante. Don Panchito siente correr el sudor bajo sus ropas, y espanta furioso los jejenes que le atacan implacables, y cuyas picaduras detrás de las orejas le producen en todo el cuerpo una horrible impresión de escalofrío.

La tormenta debe estar muy próxima, porque el cielo se ha obscurecido por completo y porque el rumor insólito que se escucha aumenta por instantes. ¿Qué hacer? ¡Caramba! Don Panchito detiene su caballo, y con mil precauciones, porque el animal está inquieto, se pone le pie sobre el recado.

El fachinal amarillento se extiende como un mar inmenso y cierra por completo el horizonte. El joven no ve más que duraznillos por todas partes, y en lo alto la gran cúpula de sombra que pone la tormenta; aquella cúpula que apenas deja ver un claro de cielo casi lívido, allá por el lado del sudeste.

Don Panchito siente un ímpetu de rebelión y de fastidio, y, dejándose caer bruscamente sobre el recado, anima de nuevo su caballo, que torna a sumergirse en la maraña cada vez más densa, cada vez más intrincada. Las flexibles varas dobladas por el empuje, vuelven a su vertical con chicotazos furiosos, que el joven evita ocultando el rostro detrás del pescuezo del caballo o deteniéndolos con el cabo del rebenque; y a cada instante el animal tropieza o resbala sobre el terreno húmedo y fangoso. ¿En dónde se habrá metido? Pero repentinamente, y cuando menos lo sospecha, don Panchito se encuentra en campo abierto.

Una brisa leve, una brisa cálida que hace huir los jejenes espantados, comienza a agitar la punta de los pastos. La tormenta, de un azul casi negro en el horizonte, ha cubierto el cielo con avanzadas de nubarrones desgarrados, de nubarrones polvorosos que corren con vertiginosa rapidez, y como aguijoneados por aquellos relámpagos azules que se suceden sin intervalos. La tormenta va a estallar, es cosa de momentos. Sin embargo, don Panchito desmonta para cinchar, porque los esfuerzos del caballo a través del fachinal han aflojado el apero, y porque observa que el gateado conserva adheridos al pescuezo multitud de tábanos hinchados. Don Panchito no puede soportar el pensamiento de que su caballo esté sufriendo, de que, mientras galopa apresurado, aquellos vampiros diminutos de color plomizo amarillento le vayan succionando la sangre poco a poco; y es por eso que, antes de ajustar la cincha para continuar su huida ante la tormenta que avanza, se preocupa de destruir uno a uno cuantos encuentra clavados en la piel de la bestia, exclamando con los labios contraídos, cada vez que uno de ellos estalla bajo sus dedos nerviosos:

– ¡Toma trompeta! ¡Toma para que aprendas!

Y en esta tarea lo sorprenden los primeros remolinos de un huracán formidable.

El viento gime sobre su cabeza, arrebatando nubes de polvo amarillento y manojos de paja voladora, y hace ondular el fachinal abriendo en su superficie obscura inmensos callejones blanquecinos.

El ambiente se llena de estruendos y de silbidos. Se diría que enormes moles derrumbadas rodaran por el campo aplastando jaurías de perros aulladores, o que el viento fuera una tropa inmensa de bestias fugitivas.

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Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
28 haziran 2022
Hacim:
210 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
978-5-9925-1558-9
Telif hakkı:
КАРО
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