Kitabı oku: «Electra», sayfa 3
ESCENA III
Evarista, Don Urbano, Máximo, El Marqués.
Marqués (saludando con rendimiento). Ilustre amiga… Urbano. (A Máximo.) ¿Qué tal? No creía yo encontrar aquí al mágico…
Máximo. El mágico saluda a usted y desaparece.
Marqués. Un momento, amigo. (Reteniéndole.)
Evarista. Pues sí, Marqués: iremos.
Marqués. ¿Ya sabía usted…?
Don Urbano. ¿A qué hora?
Marqués. A las cinco en punto. (A Máximo.) A usted no le invito: ya sé que no le sobra tiempo para la vida social.
Máximo. Así es, por desgracia. Hoy no le espero a usted.
Marqués. ¿Cómo, si estamos de fiesta religiosa y mundana? Pero esta noche no se libra usted de mí.
Evarista (ligeramente burlona). Ya hemos notado… celebrándolo, qué duda tiene… la frecuencia de las visitas del señor Marqués a los talleres del gran nigromántico.
Máximo. El Marqués me honra con su amistad y con el interés que pone en mis estudios.
Marqués. Me ha entrado súbitamente el delirio por la maquinaria y por los fenómenos eléctricos… Chifladuras de la ancianidad.
Don Urbano (a Máximo). Vaya, que sacarás un buen discípulo.
Evarista. Sabe Dios… (maliciosa) sabe Dios quién será el maestro y quién el alumno.
Marqués. A propósito del maestro: siento que por estar presente, me vea yo privado de decir de él todas las perrerías que se me ocurren.
Evarista. Vete, Máximo; vete para que podamos hablar mal de ti.
Máximo. Me voy. Despáchense a su gusto las malas lenguas. (Al Marqués.) Abur, siempre suyo. (A Evarista.) Adiós, tía.
Evarista. Anda con Dios, hijo.
Marqués (a Máximo, que sale). Hasta la noche… si me dejan. (A Evarista.) ¡Hombre extraordinario! De fama le admiré; tratándole ahora y apreciando por mí mismo sus altas prendas, sostengo que no ha nacido quien pueda igualársele.
Evarista. En el terreno científico.
Marqués. Y en todos los terrenos, señora. ¿Pues qué…?
Evarista. Cierto que como inteligencia…
Marqués (con entusiasmo). Y como corazón. ¿Pues quién hay más noble, más sincero…?
Evarista (no queriendo empeñarse en una discusión delicada). Bueno, Marqués, bueno… (Variando de conversación.) ¿Con que… decía usted… que hemos de estar allí a las cinco?
Marqués. En punto. Cuento con ustedes y con Electra.
Evarista. No sé si debemos llevarla…
Marqués. ¡Oh! Traigo el encargo especialísimo de gestionar la presencia de la niña en esta solemnidad. Y ya me di tono de buen diplomático asegurando que lo conseguiría. Virginia desea conocerla.
Don Urbano. En ese caso…
Marqués. ¿Me prometen ustedes no dejarme mal?
Evarista. ¡Oh! Cuente usted con Electra.
Marqués. Tendremos mucha y buena gente. (Se levanta para retirarse.)
Don Urbano. El acto resultará brillantísimo.
Marqués. Hasta luego, pues. Yo tengo que venir a casa de Otumba. Pasaré por aquí. (Óyese la voz de Electra por la izquierda con alegre charla y risa. Detiénese el Marqués al oírla.)
ESCENA IV
Los mismos; Electra.
Electra (dentro). Ja, ja… Rica, otro beso… Tonta tú, tonta yo; pero ya nos entendemos. (Aparece por la izquierda con una preciosa muñeca grande, a la que besa y zarandea. Detiénese como avergonzada.)
Evarista. Niña, ¿qué haces?
Marqués. No la riña usted.
Electra. Mademoiselle Lulú y yo pasamos el rato contándonos cositas.
Don Urbano (al Marqués). Hoy está desatinada.
Electra (alejándose, habla con la muñeca sigilosamente. Los demás la observan). Lulú, ¡qué linda eres!
Pero él es más bonito. ¡Qué feliz será mi amor contigo, y yo con los dos!
Marqués. ¿Sigue tan juguetona, tan…?
Evarista. Desde ayer notamos en ella una tristeza que nos pone en cuidado.
Marqués. Tristeza, idealidad…
Evarista. Y ahora, ya ve usted…
Marqués (cariñoso, acudiendo a ella). Electra, niña preciosa…
Electra (aproximando la cara de la muñeca a la del Marqués). Vaya, Mademoiselle, no seas huraña: da un besito a este caballero. (Antes que el Marqués bese a la muñeca, Electra le da un ligero coscorrón con la cabeza de la misma.)
Marqués. ¡Ah, pícara! Me pega. (Acariciando la barbilla de Electra.) Lulú no se enfadará si digo que su amiguita me gusta más.
Evarista. Una y otra tienen el mismo seso.
Don Urbano. ¿Y qué hablas con tu muñeca?
Electra. A ratos le cuento mis penas.
Evarista. ¡Penas tú!
Electra. Sí, penas yo. Y cuando nos ve usted tan calladitas, es que pensamos en cosas pasadas…
Marqués. Le interesa lo pasado. Señal de reflexión.
Evarista. ¿Pero qué dices? ¿Cosas pasadas?
Electra. Del tiempo en que nací. (Con gravedad.) El día en que yo vine al mundo fue un día muy triste, ¿verdad? ¿Alguno de ustedes se acuerda?
Evarista. ¡Pero cuánto disparatas, hija! ¿No te avergüenzas de que el señor Marqués te vea tan destornillada…?
Electra. Crea usted que los tontos más tontos, y los niños más niños, no hacen sus simplezas sin alguna razón.
Marqués. Muy bien.
Evarista. ¿Y qué razón hay de este juego impropio de tu edad?
Electra (mirando al Marqués que sonríe a su lado). Ahora no puedo decirlo.
Marqués. Eso es decir que me vaya.
Evarista. ¡Niña!
Marqués. Si ya me iba. Siento que mis ocupaciones no me dejen tiempo para recrearme en los donaires de esta criatura. Adiós, Electra; vuelvo a las cinco para llevármela a usted.
Electra. ¡A mí!
Don Urbano. Sí, hija: vamos a la inauguración de Las Esclavas.41
Electra. ¿Yo también?
Evarista. Ya puedes irte arreglando.
Electra (asustada). Habrá mucha gente. ¡Ay! la gente me causa miedo. Me gusta la soledad.
Marqués. ¡Si estaremos como en familia…! Vaya, no me detengo más.
Evarista. Hasta luego, Marqués.
Marqués (a Electra). A las cinco, niña; y que aprendamos la puntualidad. (Se va por el fondo con Don Urbano.)
ESCENA V
Evarista, Electra.
Evarista. Explícame ahora por qué estás tan juguetona y tan dislocada.
Electra. Verá usted, tía: yo tengo una duda, ¿cómo diré? un problema…
Evarista. ¡Problemas tú!
Electra. Eso; en plural: problemas… porque no es uno solo.
Evarista. ¡Anda con Dios!
Electra. Y trato de que me los resuelva, con una o con pocas palabras…
Evarista. ¿Quién?
Electra (suspirando). Una persona que no está en este mundo.
Evarista. ¡Niña!
Electra. Mi madre… No se asombre usted… Mi madre puede decirme… y luego aconsejarme… ¿No cree usted que las personas que están en el otro mundo pueden venir al nuestro? (Gesto de incredulidad de Evarista.) ¿Usted no lo cree? Yo sí. Lo creo porque lo he visto. Yo he visto a mi madre.
Evarista. ¡Virgen del Carmen,42 cómo está esa pobre cabeza!
Electra. Cuando yo era una chiquilla de este tamaño…
Evarista. ¿En las Ursulinas de Bayona?43
Electra. Sí… mi madre se me aparecía.
Evarista. En sueños, naturalmente.
Electra. No, no: estando yo tan despierta como estoy ahora. (Deja la muñeca sobre una silla.)
Evarista. Electra, mira lo que dices…
Electra. Cuando estaba yo muy triste, muy solita o enferma; cuando alguien me lastimaba dándome a entender mi desairada situación en el mundo, venía mi madre a consolarme. Primero la veía borrosa, desvanecida, confundiéndose con los objetos lejanos, con los próximos. Avanzaba como una claridad… temblando… así… Luego no temblaba, tía… era una forma quieta, quieta, una imagen triste; era mi madre: no podía yo dudarlo. Al principio la veía vestida de gran señora, elegantísima. Llegó un día en que la vi con el traje monjil. Su rostro entre las tocas blancas; su cuerpo, cubierto de las estameñas obscuras, tenían una majestad, una belleza que no puede imaginar quien no la vio…
Evarista. ¡Pobre niña, no delires!…
Electra. Al llegar cerca de mí, alargaba sus brazos como si quisiera cogerme. Me hablaba con una voz muy dulce, lejana, escondida… no sé como explicarlo. Yo le preguntaba cosas, y ella me respondía… (Mayor incredulidad de Evarista.) ¿Pero usted no lo cree?
Evarista. Sigue, hija, sigue.
Electra. En las Ursulinas44 tenía yo una muñeca preciosa a quien llamaba también Lulú; y mire usted que misterio, tía: siempre que andaba yo por la huerta, al caer la tarde, solita, con mi muñeca en brazos, tan melancólica yo como ella, mirando mucho al cielo, era segura, infalible, la visión de mi madre… primero entre los árboles, como figura que formaban los grupitos de hojas; después… dibujándose con claridad y avanzando hacia mí por entre los troncos obscuros…
Evarista. ¿Y ya mayorcita, cuando vivías en Hendaya…45 también…?
Electra. Los primeros años nada más. Jugaba yo entonces con muñecas vivas: los pequeñuelos de mi prima Rosaura, niño y niña, que no se separaban de mí: me adoraban, y yo a ellos. De noche, en la soledad de mi alcoba, los niños dormiditos, aquí ellos… yo aquí.
(Señala el sitio de las dos camas.) Por entre las dos camas pasaba mi madre, y llegándose a mí…
Evarista. ¡Oh! no sigas, por Dios. Me da miedo… Pero esas visiones, hija, se concluyeron cuando fuiste entrando46 en edad…
Electra. Cuando dejé de tener a mi lado muñecas y niños. Por eso quiero yo volverme ahora chiquilla, y me empeño en retroceder a la edad de la inocencia, con la esperanza de que siendo lo que entonces era, vuelva mi madre a mí, y hablemos, y me responda a lo que deseo preguntarle… y me dé consejo…
Evarista. ¿Y qué dudas tienes tú para…
Electra (mirando al suelo). Dudas… cosas que una no sabe y quiere saber…
Evarista. ¡Qué tontería! ¿Y qué asunto tan grave es ese sobre el cual necesitas consulta, consejo…?
Electra. ¡Ah! una cosa… (Vacila: casi está a punto de decirlo.)
Evarista. ¿Qué? dímelo.
Electra. Una cosa… (Con timidez infantil, manoseando la muñeca y sin atreverse a declarar su secreto.) Una cosa…
Evarista (severa y afectuosa). Ea, ya es intolerable tanta puerilidad. (Le quita la muñeca.) ¡Ay! Electra, niña boba y discreta, eres un prodigio de inteligencia y gracia, cuando no el modelo de la necedad; tu alma se la disputan ángeles y demonios. Hay que intervenir, hija; hay que mediar en esa lucha, dando muchos palos a los demonios, sin reparar en que puedan caer sobre ti y causarte algún dolor… (La besa.) Vaya, formalidad. Necesitas ocuparte en algo, distraer tu imaginación… No olvides que a las cinco… Vete arreglando ya…
Electra. Sí, tía.
Evarista. Tiempo de sobra tienes: tres cuartos de hora.
Electra. No faltaré.
Evarista. Y pocas bromas, Electra… ¡Cuidado!… (Vase por el foro; lleva la muñeca cogida de un brazo, colgando.)
ESCENA VI
Electra, Patros.
Electra (mirando a la muñeca). ¡Pobre Lulú, cómo cuelga! (Imitando la postura de la muñeca, y tentándose el hombro dolorido.) ¡Y cómo duele, ay! (Siéntase meditabunda.) ¡Y aquél esperándome…! ¡Qué triste fue la separación! Lloraba echándome los brazos… yo le prometí volver.
Patros (asomándose cautelosa por la izquierda). Señorita, señorita…
Electra. Entra.
Patros (avanzando con precaución). ¿Hay alguien?
Electra. Estamos solas.
Patros. No hay ocasión como ésta, señorita. Ahora o nunca.
Electra. ¿Vienes de allá?
Patros. De allá vengo… Muchos señores que dicen números… millones y cuatrollones…47 Adentro, nadie.
Electra (vacilando). ¿Nos atrevemos?
Patros. Fuera miedo.
Electra. ¡Virgen del Carmen,48 protégeme! (Dirigiéndose a la salida que da al jardín. Detiénese Electra asustada.) Espera. ¿No será mejor que salgamos por el otro lado? ¿Estará mi tía asomada a la ventana del comedor?
Patros. Podría ser. Demos la vuelta por aquí. (Por la izquierda.)
Electra. Por aquí. ¡Animo, valor y miedo! (Salen corriendo por la izquierda.)
ESCENA VII
Don Urbano, José, que entran por el foro a punto que salen las muchachas.
Don Urbano. ¿Quién sale por ahí?
José. Es Patros, señor.
Don Urbano. Con que… Cuéntame.
José. Ya son cinco los que hacen el oso49 a la señorita: cinco, vistos por mí. ¡Sabe Dios los que habrá por bajo cuerda!
Don Urbano. ¿Y qué hacen? ¿Rondan la casa?
José. Dos por la mañana, dos por la tarde, y el más chiquitín de sol a sol.
Don Urbano. ¿Has observado si hay comunicación entre la ventana del cuarto de Electra y la calle, por medio de cestilla o cuerda telefónica?
José. No he visto nada de eso. Pero yo, que los señores, pondría a la señorita en las habitaciones de allá. (Por la izquierda.)
Don Urbano. ¿Y alguno de esos mequetrefes suele colarse al jardín?
José. ¡No le daría mal estacazo!
Don Urbano. Bien: continúa vigilando. (Entra Cuesta por el foro.)
ESCENA VIII
Don Urbano; Cuesta con papeles y cartas.
Don Urbano. Leonardo, gracias a Dios.
Cuesta. Ya te dije que no vendría por la mañana. (A José dándole una carta.) Que certifiquen esto… Pronto. Luego llevaréis más cartas. (Vase José.)
Don Urbano (tomando un papel que le da Cuesta). ¿Qué es esto?
Cuesta. El resguardo de las cien mil y pico… Fírmame ahora un talón de sesenta y siete mil…
Don Urbano. Ya: para el envío a Roma.
Cuesta. ¿Y Evarista?
Don Urbano. Vistiéndose.
Cuesta. Ya sé que vais a la inauguración de La Esclavitud,50 y que lleváis a Electra.
Don Urbano. Por cierto que de esta niña no debemos esperar nada bueno. Cada día nos va manifestando nuevas extravagancias, nuevas ligerezas…
Cuesta (con viveza). Que no significan maldad.
Don Urbano. Lo son como síntoma, fíjate, como síntoma. Por esto Evarista, que es la misma previsión, ha pensado en someterla a un régimen sanitario en San José51 de la Penitencia.
Cuesta. Permíteme, querido Urbano, que disienta de vuestras opiniones. Dirás tú que quien me mete a mí…
Don Urbano. Al contrario… Como buen amigo de la casa, puedes darnos tu parecer, aconsejarnos…
Cuesta. Eso de arrastrar a la vida claustral a las jovencitas que no han demostrado una vocación decidida, es muy grave… Y no debéis extrañar que alguien se oponga…
Don Urbano. ¿Quién?
Cuesta. ¡Qué sé yo! Alguien. Hay en la vida de esa joven un factor desconocido… El mejor día… podrá suceder… no aseguro yo que suceda… el mejor día, cuando vosotros tiréis de la cuerda para encerrar a la niña contra su voluntad, saldrá una voz diciendo: «Alto, señores de Yuste, alto…»
Don Urbano. Y nosotros responderemos: «Bueno, señor incógnito factor… Ahí la tiene usted. Nos libra de una tutela enojosa, molestísima.»
Cuesta (sintiendo gran fatiga, se sienta). Esto es un decir, Urbano, un suponer…
Don Urbano. ¿Te sientes mal? ¿Necesitas algo?
Cuesta. No… Este maldito corazón no se lleva bien con la voluntad.
Don Urbano. Descansa, hombre. Por qué no te echas un rato?…
Cuesta. ¿Pero tú sabes lo que tengo que hacer? (Sacando papeles.) Por de pronto, dos cartas urgentísimas, que han de salir hoy.
Don Urbano. Escríbelas aquí. (Escogiendo un sitio en la mesa, y retirando libros y papeles.)
Cuesta. Sí… Aquí me instalo.
Don Urbano. Yo también estoy atareadísimo. Tengo mil menudencias…
Cuesta. No te ocupes de mí. (Escribiendo.)
Don Urbano. Perdona, Leonardo. Evarista no tardará en salir.
Cuesta (sin mirarle). Hasta luego… (Vase Don Urbano por el foro.)
ESCENA IX
Cuesta; Electra, Patros, que asoman por la puerta de la izquierda, como reconociendo el terreno.
Electra. Cuidado, Patros… Por aquí es difícil que podamos pasarlo.
Patros (reconociendo a Cuesta, a quien ven de espalda escribiendo). ¡Don Leonardo!
Electra. Chist… Lo más seguro es dejarle en tu cuarto hasta la noche. ¡Vaya, que tener yo que ir a esa maldita inauguración!
Cuesta (sintiendo las voces, se vuelve). ¡Ah! Electra…
Electra. ¿Estorbamos, Don Leonardo?…
Cuesta. No, hija mía. Me hará usted el favor de esperar un poquito… hasta que yo termine esta carta. Tengo que hablar con usted…
Electra. Aquí estaré, señor. (Aparte a Patros.) ¡Qué fastidio! (Alto.) No veníamos más que a buscar un papel y un lápiz para que Patros apuntara… (Coge de la mesa lápiz y papel. Aparte a Patros.) ¡Cuídamele bien, por Dios! ¡Ay, qué monísimo está durmiendo! ¡El hociquito, y aquellas manos sucias, y aquellas uñitas tan negras, de andar escarbando la tierra…! ¡Ay, me lo comería!
Patros. ¡Y el pelito rizado, y las patitas…!
Electra (con efusión de cariño). Me vuelvo loca. Que le cuides, Patros; mira que…
Patros. Ahora le llevaré dos bollitos.
Electra. No, no: que eso ensucia el estómago… Le llevarás una sopita…
Patros. ¿Y cómo llevo eso?
Electra. Es verdad. ¡Ah! Pides para mí una taza de leche.
Patros. Eso. Y se la doy en cuanto despierte.
Electra. Aquí tienes el papel y el lápiz para que haga sus garabatitos… Es lo que más le entretiene… Luego, esta noche, aprovechando una ocasión, le traeremos a mi cuarto y dormirá conmigo.
Cuesta (cerrando la carta). Ya he concluido.
Electra. Perdone un momento, Don Leonardo. (Aparte a Patros.) No te separes de él… Mucho cuidado. Si Don Leonardo no me entretiene mucho, antes de vestirme iré a darle un besito.
Cuesta. Patros…
Patros. Señor…
Cuesta. Que lleven esta carta al correo.
Patros. Ahora mismo. (Vase.)
ESCENA X
Cuesta, Electra.
Cuesta (cogiéndole las manos). Mujercita juguetona, ven aquí. ¡Qué dicha tan grande verte!
Electra. ¿Me quiere usted mucho, Don Leonardo? ¡Si viera usted cuánto me gusta que me quieran!
Cuesta. Lo que más importa, hija mía, es que tengamos formalidad… que las personas timoratas no hallen nada que censurar… Me han dicho… creo yo que habrá exageración… me han dicho que hormiguean los novios…
Electra. ¡Ay, sí! ya casi no acierto a contarlos. Pero yo no quiero más que a uno.
Cuesta. ¡A uno! ¿Y es…?
Electra. ¡Oh! Mucho quiere usted saber.
Cuesta. ¿Le conozco yo?
Electra. ¡Ya lo creo!
Cuesta. ¿Ha hecho su declaración de una manera decorosa?
Electra. ¡Si no ha hecho declaración!… No me ha dicho nada… todavía.
Cuesta. Tímido es el mocito. ¿Y a eso llama usted novio?
Electra. No debo darle tal nombre.
Cuesta. ¿Y usted le ama, y sabe o sospecha que es correspondida?
Electra. Eso… lo sospecho… No puedo asegurarlo.
Cuesta. ¿Y no podrá decirme… a mí, que…?
Electra. ¡Ay, no!
Cuesta. Por Dios, tenga usted confianza conmigo.
Electra. Ahora no puedo. Tengo que vestirme.
Cuesta. Bueno: ya hablaremos.
Electra (medrosa, mirando al foro). ¿Vendrá mi tía?
Cuesta. Vístase usted… y mañana…
Electra. Sí, mañana. Adiós. (Corre hacia la derecha. Movida de una repentina idea, da media vuelta.) Antes tengo que… (Aparte.) No puedo vencer la tentación. Quiero darle otro besito. (Vase corriendo por la izquierda. Cuesta la sigue con la vista. Suspira.)
ESCENA XI
Cuesta, Don Urbano, Evarista; después Electra.
Cuesta (recogiendo sus papeles). ¡Qué felicidad la mía si pudiese quererla públicamente!
Evarista (vestida para salir). Perdone usted el plantón, Leonardo. Ya me ha dicho éste que preparamos una operación extensa.
Don Urbano (dando a Cuesta un talón). Toma.
Evarista. No me asombraré de verle a usted entrar con otra carga de dinero… Dios lo manda. Dios lo recibe… (Asoma Electra por la puerta de la izquierda. Al ver a su tía, vacila, no se atreve a pasar. Arráncase al fin, tratando de escabullirse. Evarista la ve y la detiene.) ¡Ah, pícara! ¿Pero no te has vestido? ¿Dónde estabas?
Electra. En el cuarto de la plancha. Fui a que Patros me planchara un peto…
Evarista. ¡Y te estás con esa calma! (Observando que en uno de los bolsillos del delantal de Electra asoma una carta.) ¿Qué tienes aquí? (La coge.)
Electra. Una carta.
Cuesta. ¡Cosas de chicos!
Evarista. No puede usted figurarse, amigo Cuesta, lo incomodada que me tiene esta niña con sus chiquilladas, que no son tan inocentes, no. (Da la carta a su marido.) Lee tú.
Cuesta. Veamos.
Don Urbano (lee). «Señorita: Tengo para mí que en su rostro hechicero…»
Evarista (burlándose). ¡Qué bonito! (Electra contiene difícilmente la risa.)
Don Urbano. «Que en su rostro hechicero ha escrito el Supremo Artífice el problema del… del…» (Sin entender la palabra siguiente.)
Electra (apuntando). «Del cosmos.»
Don Urbano. Eso es: «del cosmos, simbolizando en su luminosa mirada, en su boca divina, el poderoso agente físico que…»
Evarista (arrebatando la carta). ¡Qué indecorosas necedades!
Don Urbano (descubriendo otra carta en el otro bolsillo). Pues aquí hay otra. (La coge.)
Cuesta. ¿A ver, a ver esa?
Evarista. Hija, tu cuerpo es un buzón.
Cuesta (leyendo). «Despiadada Electra, ¿con qué palabras expresaré mi desesperación, mi locura, mi frenesí…?»
Evarista. Basta… Eso ya no es inocente. (Incomodada, registrándole los bolsillos.) Apostaría que hay más.
Cuesta. Evarista, indulgencia.
Electra. Tía, no se enfade usted…
Evarista. ¡Que no me enfade! Ya te arreglaré, ya. Corre a vestirte.
Don Urbano (mirando su reloj). Casi es la hora.
Electra. En un instante estoy…
Evarista. Anda, anda. (Gozosa de verse libre, corre Electra a su habitación.)