Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Bailén», sayfa 6
XI
– Sobrina – dijo el marqués-, ya pronto tendremos aquí las tropas de Castaños. ¿Sabes lo que ahora le decía al Sr. de Malespina? Pues le decía que si la Junta de Sevilla me comisionara para entrar en negociaciones con los franceses, tal vez lograría poner fin a esta desastrosa guerra.
– ¿Qué negociaciones, ni qué ocho cuartos?-dijo con desprecio Malespina. – ¡Oh! ¡Si la Junta de Sevilla siguiera el plan que he imaginado estos días! Mientras no demos a la artillería el lugar que le corresponde, no es posible alcanzar ventaja alguna. Mis recientes estudios sobre cyclodiatomía y catapéltica, me han hecho descubrir importantes principios que ahora debieran llevarse a la práctica.
– Reniego de la ciencia que inventa medios de destrucción – exclamó con gesto elocuente el marqués-, cuando por las vías diplomáticas pudieran las Naciones resolver todas sus querellas. ¡La guerra! ¿De qué sirve la guerra? ¿Vale la pena de que perezcan miles de seres humanos por una cuestión que podría arreglarse con un pedazo de papel y una pluma mojada en tinta, puesta en manos de alguna persona que yo me sé?
– Hombre de Dios, sin la guerra ¿qué sería del mundo? Y sobre todo, ¿qué sería del mundo sin la artillería? Montecúculi dice que las batallas dan y quitan las coronas, concluyen las guerras e inmortalizan al vencedor.
– ¡Sangre y luto y desolación! Pero no disputemos sobre el volcán, amigo. La guerra es un mal, pero existe hoy entre nosotros. Lo que conviene es buscar alianzas en Europa. Por eso desde que llegué a Andalucía sugerí a la Junta Suprema la idea de pedir auxilio a Inglaterra. Magnífico pensamiento, que ni a Saavedra, ni al padre Gil se le había ocurrido.
– Y ¡Vd. se atribuye la invención! – dijo con sorna Malespina. – Pero hombre de Dios, si los asturianos fueron los primeros que en tal cosa pensaron, y desde el 30 de Mayo salieron de Gijón mis queridísimos amigos D. Andrés Ángel de la Vega y el vizconde de Matarrosa, hijo del conde de Toreno… ¡Bah, bah!… Si estos diplomáticos han perdido la chaveta. Nada, amigo mío, yo le dije al padre Gil que cuidara de aumentar la artillería, adoptando los adelantos que yo quiero introducir en el arma. Pues qué, ¿cree usted que Napoleón no tiene noticia de ellos? Yo he descubierto que antes de invadir a España, mandó una comisión secreta para que averiguara si estaba yo aquí. Como entonces mi familia hizo correr la voz de que yo había pasado a América, Napoleón dijo: «Pues no hay cuidado ninguno», y ordenó la invasión. Ya, ya me conoce él de muy antiguo.
– ¡Qué vanaglorioso es Vd.! – dijo el diplomático con mayor fatuidad que la de su amigo. – Eso lo dice usted por obligarme a hablar, por obligarme a que revele… no: es secreto de Estado, del cual quizás depende la paz de España y de Europa, no saldrá de mis labios, ni soy hombre que cede fácilmente a las sugestiones de la curiosa e imprudente amistad.
– Todo eso es pura farsa. Sepamos de una vez esos secretos.
– ¡Farsa! – exclamó con enojo el diplomático. – Pero ya comprendo el juego. Lo mismo hace mi sobrina cuando quiere obligarme a que revele los secretos de Estado. No, callaré, callaré, aunque Vd. me insulte, aunque Vd. aparente dudar de mi veracidad, para que la indignación me haga romper el secreto. ¡Pues qué!, si yo dijera que un elevado personaje, el más poderoso que hoy existe en el mundo, se decidió al fin a transigir conmigo, después de una enemistad que data desde la paz de Luneville; si yo dijera que los preliminares de negociación que entablé para evitar a España los horrores de la guerra, comenzaban a dar resultado, cuando algunos hombres pérfidos… si yo dijera esto… pero no: mi sobrina me mira como para incitarme a seguir hablando, y Vd. Sr. de Malespina, me mira también… mas no, punto en boca, y cesen las impertinentes preguntas que en vano amenazan el inexpugnable alcázar de mi discreción.
– Todo eso es pura fábula – afirmó D. José María con desenfado. – Aborrezco la falsedad y la jactancia, pues soy hombre que se dejaría hacer picadillo antes que decir una palabra contraria a la rigurosa verdad. Por tanto basta de fingidas diplomacias y de tratados que no han existido sino en la cabeza de Vd. En estos momentos seamos soldados, y dejemos a un lado los protocolos. Veremos si ahora, cuando en Bayona se sepa que yo sigo en España y que no pienso en partir a América, se retiran los franceses de nuestro país, porque francamente… Napoleón me conoce.
– Hombre, eso es demasiado fuerte – exclamó el diplomático soltando la risa. – Conque Napoleón…
– No extraño esas risas – dijo muy amoscado el artillero. – ¿Qué ha de hacer quien no conoce el peligro personal; qué ha de hacer un hombre que cuando entraron los franceses a saquear esta casa, se escondió debajo de la cama?
– Yo… – contestó con turbación el marqués-, si penetré en aquel apartado sitio, bien saben todos la causa, que no fue miedo ni mucho menos. En aquel instante me ocupaba mentalmente en buscar los términos más propios de un arreglo y transacción con aquella gente, y como el ruido no me dejaba pensar, busqué la soledad de aquel lugar recogido y pacífico, donde sin estorbo pudiera entregarme a mis sutilísimas disquisiciones. Lo incomprensible es que un militar viejo como Vd. buscase asilo detrás de un armario, mientras los franceses insultaban a las señoras.
– Nada, lo que he dicho siempre – repuso Malespina. – Es inútil esperar que los profanos hagan nunca justicia a las combinaciones de la ciencia. Todo lo ven bajo el aspecto vulgar, y lanzan al público las acusaciones más irreverentes. Hombre de Dios, ¿necesitaré explicar mi conducta? ¿Necesitaré decir que, convencido desde el principio de la imposibilidad de establecer en el patio un campo atrincherado, tuve que retirarme a esta sala, y apoyar mi centro de retaguardia en aquel armario, para operar con el ala derecha? Viendo que se acercaban con ímpetu formidable los franceses, hice un movimiento envolvente sobre mi ala izquierda, y me metí tras el armario, dirigiendo el raso de metales de la terrible arma de fuego que llevaba en mi bolsillo hacia el marco de la puerta, para que la trayectoria fuese directamente al patio. El enemigo, al ver mi actitud, retrocedió lleno de espanto, y he aquí cómo sin efusión de sangre se les obligó a la retirada.
Amaranta no podía contener la risa oyendo la disputa entre su tío y su amigo. Antes de que esta concluyera, entró la marquesa de Leiva y dijo:
– Acaba de llegar la Gaceta Ministerial de Sevilla. Creo que hoy trae la noticia de que ha muerto Napoleón.
– ¡Jesús! ¿Qué dice Vd.?
– ¿Dónde está, dónde está esa Gaceta?
Al punto corrieron el marqués y D. José María a la habitación inmediata. La marquesa, que no había parado mientes en mi persona, aunque le hice reverencias muy profundas, acercose a Amaranta, y mostrándole un medallón que en la mano traía, le dijo:
– ¿Te gusta? ¿No es verdad que está parecido? El pintor ha hecho un hermoso retrato.
– Está muy bonito y se parece mucho – dijo mi antigua ama. – Veremos qué le parece a ese barbilindo cuando lo vea.
– Es extraño que no haya llegado ya. Su madre me decía que para el 12 pasaría por aquí.
El diplomático y Malespina aparecieron de nuevo, trayendo cada cual una hoja de papel impreso.
– Efectivamente, aquí está en letras de molde – dijo con grandes aspavientos el diplomático preparándose a leer. – Oigan Vds.: Madrid 6 de Junio. El descontento de las tropas enemigas parece general, y corre muy válida la voz de que en Bayona hay insurrección y de que el Emperador está oculto, añadiendo algunos que herido.
– Hombre, eso es importantísimo – exclamó Malespina-, aunque no me coge de nuevo, porque ya tenía noticias detalladas de este suceso.
– ¿Que los franceses se sublevan contra Napoleón? – dijo la marquesa. – Dios les habrá tocado el corazón.
– Pero oigan Vds. estotra noticia – añadió Malespina. – Toledo 4. Dícese que cerca de Gallur los franceses han sido derrotados por Palafox, dejando en el campo de batalla 12.000 muertos y un número infinito de heridos. Los españoles les tomaron 48 cañones y 12 águilas.
– Hombre, magnífica victoria – exclamó el diplomático— ¿Pero qué dice aquí? ¡Oh, esta sí que es gorda! Reus 8 de Junio. Aquí se habla de la muerte de Josef Napoleón, de los varios partidos que dividen la Francia y de la sublevación del Rosellón. Si estas noticias salen ciertas, podemos asegurar que llegó ya el día de la venganza y de la libertad de España.
– Vienen muy satisfactorios estos dos números de la Gaceta – dijo Amaranta.
– Ya sabía yo todo eso – afirmó con aplomo el marqués. – ¡Pero que veo, santos cielos! Este sí que es notición. Oigan todos, oiga Vd., Sr. D. José María: Valencia 10 de Junio. El ejército de Duhesme ha sido derrotado. Corren voces de que el castillo de Figueras está en nuestro poder; se repite la noticia del levantamiento del Rosellón y de la indignación con que ha visto toda la Francia la conducta de su Emperador con la España.
Los sueltos que oí leer en aquella ocasión pueden verse en la Gaceta Ministerial de Sevilla, periódico oficial de la Junta Suprema. En sus breves columnas se insertaban diariamente despachos y noticias que remitían de todas partes. Dictábalas el entusiasmo y las devoraba la credulidad, y como nadie las discutía, el efecto era inmenso. Según la Gaceta Ministerial, todos los días era derrotado un ejército francés, y todos los días ocurría en Francia una insurrección para destronar al azotador de Europa. ¡Ah!, entonces corrían unas bolas, junto a las cuales son flor de cantueso las equivocaciones del moderno telégrafo.
– Oigan Vds. – exclamó la marquesa, que había tomado el periódico de manos del marqués-; esta sí que es noticia extraordinaria. Y no digan Vds. que la sabían, porque hasta ahora no se ha hablado en España ni en el mundo de semejante cosa. Atención: Cádiz 14. Corre muy válida la voz de que la Francia está dividida en tres partidos: borbónico, republicano y bonapartista. También dice que han desembarcado en Rosas 11.000 hombres con armas que vienen de Mallorca.
– ¡Tres partidos! – exclamó el diplomático mirando a D. José María.
– ¡Tres partidos! Ya lo sabía.
– ¡Y yo también!… Pero corro a comunicar esta nueva a nuestros amigos – dijo el marqués levantándose.
– Aguarda – le indicó su hermana. – No olvides que esta tarde tienes que pasar por allí.
– ¡Otra vez! – exclamó el diplomático. – Si no hay quien la haga salir. Le he prometido, le he rogado, le he amenazado, le he dicho mil finezas y ternuras, y nada, no quiere salir. ¿Por qué no vais vosotras?
– Sí, esta tarde iremos – afirmó detenidamente la marquesa. – Es preciso hacerla salir; porque sin ella no podemos volver a Madrid.
– ¡Oh!, picarón… ya sabemos el secreto – dijo Malespina dirigiéndose con maliciosa expresión al marqués. – Ayer me hablaron del caso en varias tertulias… Ya sabía yo que había Vd. sido un terrible seductor… ¿Pero ahora salimos con eso?
– Amigo, es preciso reparar de algún modo los extravíos de una borrascosa juventud. Ya sabe usted que hasta hace quince años me llamaban el azote de las familias. Pero ya pasaron aquellos tiempos, y ahora…
– ¿De modo que no vas esta tarde?
– Francamente – dijo el marqués-, en estos días me gusta salir a la calle lo menos posible. Suele haber tumultos… ¡la gente anda tan excitada!… ¡Qué susto me llevé la otra tarde en el barrio de San Lorenzo!… y como a causa de la gota no puedo correr…
– Y como en la calle no se encuentran camas para esconderse debajo de ellas… Vamos, vamos, señor marqués, y leeremos a los amigos estas estupendas novedades.
Salieron la artillería y la diplomacia, y como la marquesa había salido de la habitación un momento antes, quedamos solos otra vez Amaranta y yo.
– Sigue contando – me dijo. – Y ese señor tendero con quien servías, ¿ha venido contigo a Córdoba?
– No señora, yo no he vuelto más a aquella casa. Salí de Madrid acompañando al Sr. de Santorcaz.
– ¡Santorcaz! – exclamó la dama, poniéndose encarnada y después pálida como una difunta. – ¿Quién? ¿Quién has dicho?
– D. Luis de Santorcaz, señora, un caballero castellano que ha venido ahora de Francia.
Amaranta parecía experimentar una conmoción profunda. Para disimularla se levantó fingiendo buscar algo, dio media vuelta, sentose de nuevo, después se puso la mano sobre los ojos, y finalmente, rompió una flor de trapo que tenía entre sus manos.
– ¿Qué estabas diciendo, que no te oí…? – me preguntó.
– Que el Sr. de Santorcaz…
– Deja a ese hombre… no hables de lo que no me interesa. ¿Conque antes decías que los tenderos de la calle de la Sal martirizaban a la joven…?
– Sí señora, mucho. Aquello me desgarraba el corazón – contesté sin cuidarme de disimular los tiernos sentimientos de mi alma.
– Era natural que te interesaras por la desgracia.
– Es que yo había conocido a Inés antes de que fuera a aquella casa. La había conocido cuando estaba con su tío el buen D. Celestino del Malvar. Nos conocíamos los dos, señora, y como ella era tan buena, y yo también… porque yo era muy bueno… En fin, señora, yo no puedo ocultar a usía la verdad.
– Dímela de una vez.
Dejándome llevar de la impetuosa pena que pugnaba por desbordarse en mi afligido pecho, y olvidando toda consideración, todo tacto, toda prudencia, con el acento de la verdad y de un dolor inmenso, dije lo siguiente, sin reflexión ni cálculo alguno:
– Señora, Inés y yo éramos novios… Yo la amo, yo la adoro… ella también…
Amaranta se levantó rápidamente, y en su semblante observé señales de repentina cólera. Mandándome callar, después de decirme que era un desvergonzado y un truhán, agitó con inquieta mano una campanilla.
¡Altos cielos! ¡Por qué no os hundisteis sobre mí! Entró un criado, y Amaranta le mandó que me pusiera al instante en la puerta de la calle.
XII
El criado, cumplidor de la ignominiosa orden, era un segundo mayordomo llamado Román, que desde su niñez servía en la casa. Desde que le conocí en el Escorial, aquel hombre me había inspirado inexplicable antipatía, y digo esto y además le nombro, para que mis lectores le tengan presente, por si casualmente figurase después un poco en los raros sucesos de esta historia.
¿Será preciso que hable de mis tormentos morales en los días siguientes a aquel suceso? ¡Dios mío! Voy a aburrir a mis lectores, abusando de la gentil cortesía que les movió a fijar sus ojos en estas relaciones. No, más vale que devore en silencio mis penas y les hable de otros asuntos, que así alcanzaré la doble ventaja de proporcionarles útil entretenimiento, y de calmar mis pesares, adormeciéndoles con el beleño de patriótico entusiasmo.
En Córdoba reinaba gran impaciencia por la tardanza del ejército de Castaños. Entonces, como ahora y como siempre, los profanos en el arte de la guerra arreglaban fácilmente las cuestiones más arduas, charlando en cafés y en tertulias, y para ellos era muy fácil, como lo es hoy, organizar ejércitos, ganar batallas, sitiar plazas y coger prisionero a medio mundo. A los profanos se unían los bullangueros y voceadores que entonces ¡santo Dios!, pululaban tanto como en nuestros felices días, y entre aquellos y estos y el torpe vulgo, armaban tal algazara, que no sé cómo las Juntas y los generales podían resistirla.
Principiaron a hacerse comentarios muy diversos sobre la lentitud con que Castaños organizaba sus tropas; unos aseguraban que tenía miedo; otros que estaba decidido a dar la batalla, pero que seguro de perderla, tenía tomadas sus medidas para retirarse a Cádiz y huir a América con lo más granado de sus tropas; otros, en fin, se atrevieron a más, y pronunciaron la palabra traidor. Esta palabra no era entonces palabra, era un puñal: víctimas de ella fueron Solano en Cádiz, Filangieri en Galicia, Cevallos en Valladolid, Ordóñez en Palencia, el conde del Águila en Sevilla, Trujillo en Granada, Torre del Fresno en Badajoz, el barón de Albalat en Valencia. Inútil era decir a los impacientes de Córdoba que un ejército no se instruye, arma y equipa en cuatro días: nada de esto entendían. Aunque al través del tiempo nos parezca lo contrario, entonces se chillaba mucho, y también había quien tomara muy a pechos los asuntos de la guerra sólo por el simple placer de meter ruido, y también para hacerse notar. Todos los días oíamos decir: «mañana viene el ejército» o «ya ha salido de Utrera, ya está en Carmona…». Pero pasaban días y el ejército no venía.
En tanto en Córdoba no cesaban los trabajos. Si no tienen Vds. idea de lo que es el delirio de la guerra, entérense de aquello. En estos tiempos modernos, si ocurre una guerra, las señoras, llevadas de sus humanitarios sentimientos, se ocupan en hacer hilas. ¡Ay!, entonces las señoras tenían alma para ocuparse en fundir cañones. Cuando tal era el espíritu de las mujeres, figúrense Vds. cómo estarían los hombres. ¡Hilas! Allí nadie pensaba en tales morondangas.
Los voluntarios y cuerpos francos se uniformaban según el gusto indumentario de cada uno, y aquí de la imaginación de las hembras de la familia, para galonar marselleses, para emplumar sombreros, y guarnecer charpas y polainas. Se hicieron muchos uniformes; pero no bastaban para equipar los dos regimientos, uno de caballería y otro de infantería que organizó la Junta de Córdoba. Sin embargo, este inconveniente se obvió, disponiendo que con cada prenda de vestir se cubriesen dos: el uno llevaba los calzones, casaca y sombrero, y el otro el pantalón, chaqueta y gorra de cuartel. El correaje también servía para dos: uno llevaba la bayoneta en la cartuchera y el otro en el porta-bayoneta, y no alcanzando las cartucheras y cananas, se suplían con saquillos de lienzo. Más adelante, cuando tenga el gusto de describiros en su conjunto el ejército de Andalucía, daré completa idea de su abigarrada conformación y aspecto. Francamente, señores, era aquel un ejército que movía a risa.
Durante los días que aguardamos la llegada de Castaños para incorporamos a él (y necesariamente tengo que volver a hablar de mí), yo hacía una vida vagabunda y holgazana. Como el servicio del joven D. Diego no exigía más que presentarme en la posada a la hora de comer, pasaba el día y parte de la noche discurriendo por aquellas tortuosas calles, que convidan al transeúnte a perderse por ellas, entregándose al azar, a lo aventurero, a lo desconocido, sin saber a dónde se va, ni de dónde se viene. Por ser la soledad mi mayor gusto, rechazaba la compañía de mis camaradas, buscando errante y solo aquellos lugares donde más pronto me perdía.
El único sitio adonde iba deliberadamente todos los días era la casa de Amaranta, y pasaba largas horas contemplando su puerta, con los ojos fijos en las desnudas paredes, como si quisiese leer en ellas alguna mal escrita página de mi destino. Sus cerradas ventanas, sus espesas celosías, no daban paso a ninguna esperanza. Sin embargo, aquella fachada era tan elocuente, que no podía dejar de mirarla. Al apartarme de allí, el viejo muro con su puerta, sus ventanas, sus aleros y sus miradores, quedaba tan presente en mi imaginación como si fuese una fisonomía. ¡Cara funesta que nunca tuvo una sonrisa para mí!
Los criados de la casa, a quienes impacientemente preguntaba por Inés, no sabían o no querían darme noticia alguna.
Pero un día, precisamente el 1º de Julio, cambió repentinamente la situación de mi espíritu. Atiendan ustedes que esto es de suma importancia. Por fin, tras larga espera llegó el ejército del general Castaños, y al anochecer debía partir para el Carpio. Entre los paisanos armados que se juntaron con Echévarri, existía un grupo compuesto de contrabandistas de Sierra-Morena, de Villamanrique y de Pozo Alcón, con los cuales fraternizaron bien pronto formando amistosa cuadrilla, los licenciados de Málaga, batallón que se formó con alguna gente condenada por faltas, y que la Junta tuvo a bien indultar. Estos caballeros para cuya domesticación emplearon grandes rigores los jefes militares, tuvo una reyerta en Córdoba con los suizos de Reding. Fue cuestión de vino, prontamente aplacada; pero que, sin embargo, alarmó el barrio de Santa Marina durante media hora, produciendo sustos, algunas corridas, tal cual desmayo de sensibles mujeres, las que al oír los dos o tres tiros disparados en la colisión creyeron que los franceses estaban otra vez sobre Córdoba, y así lo gritaban corriendo desordenadamente por las calles. La parte mayor de la ciudad no se enteró de este suceso, que insignificante en las páginas de la historia patria, fue para mí de trascendencia suma, y más digno de mención que si hubiese derribado añejos tronos y alterado la geografía del continente. Así los granos de arena pesan a veces como montañas en el destino de un ser humano, y lo que es gota de agua en el cauce de la generalidad, es río impetuoso en el de uno solo, o viceversa, según lo que nosotros llamamos antojos de allá arriba, y no es sino concierto sublime, que no podemos comprender, como no puede una hormiga tragarse el sol.
Pues bien: algunas horas antes de la que señalaron para la partida, salí a la calle, impulsado por un sentimiento de amor hacia los laberintos de aquella ciudad que en sus repliegues escondidos había dado un asilo a mi tristeza. Sentía salir de Córdoba, como siente el ermitaño dejar su cueva. Me había acostumbrado tanto a pasear mi aburrimiento y soledad por aquellos callejones, a quienes en cierto modo había hecho confidentes de mi pesar; hallaba tantas perspectivas amigas en un recodo, en una torre, en un ajimez, en una encrucijada, en un poste, en una reja, en una piedra corroída por el tiempo, en un zócalo garabateado por los chicos, que no pude menos de salir a dar el último adiós a todas aquellas mudas compañías de mi tristeza. Aquel día estaba más triste que nunca.
Era de tarde: pasé por una plazuela irregular solitaria e irregular, de esas que son la desesperación de los arquitectos modernos: a un lado muros de ladrillo, en los cuales por la disposición de este material se ha querido imitar una decoración greco-romana, con jambas, dentículas, capiteles, metopas y triglifos; a otro una pared sin puertas ni ventanas, luego un descomunal portalón, una esquina cargada de escudos, un farol, un santo, torres medio caídas y machones que se van a caer; una plazuela, en fin, de esas que nos salen al paso cuando visitamos cualquier vieja metrópoli, tal como Toledo, Granada, Valladolid, León, etc… Al atravesarla sentí el ruido que cerca producía la citada reyerta entre los licenciados y los suizos: oíase lejana algazara, y al extremo de largo callejón vi algunas mujeres que corrían gritando. Esto despertó mi curiosidad y marché hacia allí; pero no había dado dos pasos, cuando me detuve asombrado y estremecido, porque en el fondo de la plazuela, y en el ángulo que esta formaba con una calle, vi una mano que me hacía señas; sí, una mano blanca que me llamaba.
Dirigime allá y en unos cuantos segundos se disipó la ilusión. Me reí de mi torpeza al observar que en el ángulo mencionado había una imagen de la Virgen de esas que la devoción de los españoles ha puesto en las antiguas calles. La Virgen tenía una corona de hierro, en cuyos picos debió de haberse enredado una cometa de algún chico de la vecindad, pues un jirón de papel, todavía suspendido junto al cuerpo de la sagrada estatua, se movía a impulsos del viento. Aquello fue lo que a mí me pareció un brazo que se movía y una mano que me llamaba. Tal alucinación en pleno día era señal de mi estupidez, por lo cual burlándome de mí propio, seguí mi camino.
Pasando bajo la imagen, contemplaba el jirón de la cometa, cuando me detuve de nuevo, porque un objeto rozó mi cara produciéndome cierto escalofrío. El jirón de papel se había desprendido de la imagen cayendo sobre mí. ¡Vean Vds. lo que es el estado del ánimo! Aquel hecho insignificante, tan insignificante como el aplastamiento de un grano de arena con nuestro pie, me hizo detener el paso, me hizo temblar, me hizo mirar a todos lados, puso en mis labios esta pregunta que me dirigí lleno de confusión: – Pero Gabriel, ¿te has vuelto bobo, o lo has sido toda tu vida?
Seguí andando hacia la acera de enfrente, cuando de nuevo me detuve, me quedé helado, absorto, estupefacto, porque detrás de mí había sonado claramente mi nombre. ¿Quién me llamaba? Volvime y nada vi. La plazuela estaba enteramente desierta y muda: sólo a lo lejos se oían apenas algunas voces del altercado, que de ningún modo podían confundirse con la que a mi espalda había dicho: «Gabriel».
Al volverme, mis ojos se fijaron en una puerta; era la puerta de una iglesia. Abiertas de par en par las hojas de madera chapeada, se veía el cancel de mugriento cuero, con dos puertecillas laterales. Una vieja, al salir, puso en movimiento las mohosas bisagras, y al ruido de la herrumbre, un sonido lastimero llegó a mis oídos, modulando aquella voz que a mí me había parecido mi nombre. Esta vez no me reí, sino que entré decididamente en la iglesia. Vi muchos santos pintados o de escultura, y ¡cosa singular!, pareciome que todas las imágenes sonreían apaciblemente. La iglesia era modesta, blanca, oscura. En los lustrosos bancos se sentaban algunas señoras de edad: las luces del altar, al reflejarse en los oropeles de un luengo cortinón rojo que servía de dosel a la Virgen, brillaban, estrellas tembladoras de aquella dulce oscuridad, indicando a dónde debían dirigirse los piadosos ojos. Al poco rato de estar allí, pareciome aquel interior menos oscuro, y comencé a ver distintamente todos los objetos. En el fondo de la iglesia, frente al altar, había una gran reja que se alzaba desde el suelo al techo; tras esta reja percibíanse vagas claridades movibles y un murmullo sordo, de cuyo conjunto se destacaba de rato en rato una sílaba o una tos que repetían los ecos de la bóveda. Acercándome a aquella reja, pude fácilmente distinguir tras ella varios bultos blancos y negros, entre los cuales algunos desfilaron pausadamente y sin ruido hacia una puerta que se abría en el ángulo del fondo, y otros permanecían inmóviles y de rodillas. Eran las monjas.
Contemplando la tranquilidad de aquellas santas mujeres, su apacible recogimiento, la aparente vaguedad de sus formas corpóreas, aquel silencio de sus pasos que las asemejaba a simples creaciones de la luz, discurriendo por el fondo de la cámara oscura; contemplando aquella calma de sus rezos que nadie oía, sentí envidia de los que sumergen su vida en la dulce sombra de un claustro. Yo no apartaba mis ojos del coro, observando indiscretamente los movimientos de las buenas madres, y mientras mayor era mi atención, con más claridad se me iban presentando los distintos objetos de aquel recinto, y vi poco a poco los sillones, el facistol, el órgano, los cuadros. Tan lentamente salían de la oscuridad los perfiles de estos objetos, que mi propia imaginación podía creerse autora de aquel espectáculo.
El día iba descendiendo, y la iglesia se oscurecía por grados; pero una de las madres, tirando de unas cuerdas, descorrió la cortina negra de la alta ventana del coro, y entonces entró la luz crepuscular, dando a todo su verdadera forma. Retiráronse algunas monjas: yo sentí el tenue chocar de las medallas de sus rosarios cuando levantaban la rodilla, y luego algunos besos. Era fácil contar el número de las que salían por el número de los suaves estallidos que resonaban en aquel espacio, porque todas al salir besaban los pies de un Cristo colgado junto a la puerta. Yo atendía a esto cuando de las figuras que aún quedaban de rodillas en el centro del coro, se levantó una dirigiéndose a la reja y al mismo lugar en que yo estaba. Mi impresión al verla, al ver su cara, al ver sus ojos que me miraban, fue tan viva, tan aterradora que hube de quedar petrificado, me quedé con la sangre helada, la vida en suspenso, hecho una estatua de plomo. Lo que estaba viendo, ¿qué era? ¿Era una aberración, un delirio, una imagen del sueño, un juguete fantástico, obra de los ángeles traviesos para burlarse de los que con sus mundanas tristezas van a profanar la casa de Dios? La miré fijamente, atónito ante aquel enigma, ante aquel misterio; pero la visión no duró más que algunos segundos, porque la monja, llamada por otra, se apartó de la reja, y salió rápidamente del coro sin besar el pie del Santo Cristo.
Al hallarme solo reuní todos, absolutamente todos los rayos de mi razón, y juntándolos los dirigí a la confusa y negra oscuridad de aquel fenómeno. Quise desvanecer el celaje que envolvía mi inteligencia haciéndome estúpido, y me pregunté si lo que acababa de presenciar era reproducción de aquella burla de mis sentidos que poco antes me había hecho ver una mano en un pedazo de papel y oír mi nombre en el chirrido de una puerta. Me di golpes en la cabeza, busqué un sitio más solitario, donde, serenándome, pudiera poner en claro cuestión tan ardua, y sin saber cómo, di conmigo en el fondo de una capilla. En un cuadro que se ofreció de improviso a mis ojos vi una falange de ángeles, mil encantadoras criaturas de esas que sin más naturaleza corporal que una cabeza y dos alas, han creado los artistas para regocijar los lienzos de la pintura ascética. Atrajeron mi atención aquellos seres juguetones y enredadores: todos se reían con infantiles carcajadas y entremezclándose volaban, rasgando nubes, esparciendo flores con el batir de sus alas de pollo y dándose de coscorrones al chocar unas con otras las rubias cabecitas. Por momentos me parecía que avanzaba sobre mí aquella bandada de rostros voladores, y luego retrocedían haciendo con alegre algazara movimientos de miedo, para esconderse después tras una nube, y hacerme desde allí guiños con sus ojuelos, y encantadoras muecas con sus bocas.
A tal situación habían llegado mis sentidos cuando el sacristán, agitando un grueso manojo de llaves con cencerril estruendo, me hizo salir de la iglesia, pues yo era la única persona que quedaba en ella. Salí, y la luz de la calle pareció devolverme el sentido común, que, según mi propia opinión, había perdido. El tumulto de que poco antes hablé, continuaba más reciamente, y algunas personas atravesaron corriendo la plazuela. Entre estas vi un hombre, un caballero que corría azorado y con miedo, volviendo la vista atrás, deteniéndose a cada dos pasos, y vacilando luego sobre qué dirección tomaría. Fijose en mí, y al punto, llamándome por mi nombre, se me acercó con muestras de alegría por haberme encontrado. Era el diplomático.